Belinda

Belinda


Primera parte » Capítulo 7

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Nos quedaba tiempo para pasar por las tiendas de Union Street. Ella no quería que yo gastase dinero, no dejaba de protestar, pero a mí me resultaba muy divertido llevarla de una tienda elegante a otra y comprar todas aquellas prendas que quería verle llevar puestas: falditas plisadas de lana, chaquetas y blusas de delicado algodón.

—Alumna de escuela católica para siempre —me decía en tono de provocación. Al cabo de un rato, también ella se lo pasó bien, y se olvidó de protestar por los precios.

Fuimos en coche al centro de la ciudad y visitamos los establecimientos Neiman Marcus y Saks. Le compré vestidos frívolos, perlas, las prendas de bonito frufrú que las nuevas estrellas del rock femeninas habían puesto de moda. Pude comprobar que tenía buen ojo, que estaba acostumbrada a las cosas de calidad y que le traía sin cuidado la atenta vendedora que cloqueaba en torno a ella.

Pantalones, biquinis, blusas, abrigos de ante y todas las prendas de entretiempo que se pueden usar todo el año en San Francisco fueron a parar a las bonitas cajas y a las bolsas.

Incluso le compré perfumes —Giorgio, Calandre, Chanel—, los aromas suaves e inocentes que me gustaban.

También le compré pasadores de plata para el cabello y un montón de cosas de las que jamás se hubiera preocupado en tener, como guantes, pañuelos de cachemir y boinas de lana; pequeños toques, se podría decir, que la harían parecer una de esas chicas de los cuentos ingleses, que llegan a ser preciosas.

También encontré un bonito abrigo de princesa, con el cuello vuelto de terciopelo, con el que ella tanto podía parecer una niña de siete años como de diecisiete. Le compré un manguito de visón que le hiciera juego, aunque me dijo que estaba loco y que desde un invierno helado en Estocolmo, cuando tenía cinco años, no había vuelto a llevar manguitos.

Acabamos en el restaurante Garden Court del hotel Palace. El servicio era lento y la comida no era extraordinaria, pero la decoración era deliciosamente bonita. Deseaba verla en aquel escenario, en medio de la elegancia del viejo mundo, reflejándose en las puertas francesas de espejo y en las columnas doradas. Por otra parte, el Garden Court siempre hace que me sienta bien. Quizá me recuerda Nueva Orleans.

A ella le trajo a la memoria Europa. Le encantaba el lugar. En aquel momento parecía cansada, se veía que la noche pasada la estaba afectando. Pero también se la notaba excitada. Aunque robó algunos sorbos de vino de mi copa, sus modales en la mesa eran exquisitos. Sostenía el tenedor con la mano izquierda como se hace en Europa. También pidió un cuchillo de pescado y lo utilizó, lo cual yo no había visto hacer a nadie con anterioridad. Y no se dio cuenta apenas de que yo lo había notado.

Estuvimos charlando abiertamente de nuestras vidas. Yo le hablé de mis matrimonios, de que mi ex esposa Andrea, la profesora, se sentía inferior a causa de mi carrera, y de Celia, que trabajaba por cuenta ajena y siempre estaba viajando. Le expliqué que de vez en cuando se reunían en Nueva York, se tomaban unas copas y me llamaban para decirme lo cabrón que yo era. Eran para mí lo que en California llaman la familia.

Se rió. Me estaba escuchando de esa manera seductora y maravillosa en que sólo las mujeres jóvenes pueden escuchar a los hombres, y el hecho de que me diera cuenta no me hacía sentir menos importante.

—¿Pero las quisiste de verdad? —preguntó.

—Desde luego, las quise a las dos. Y todavía las quiero, en cierto modo. Cualquiera de los dos matrimonios hubiera podido durar toda la vida si no hubiesen sido californianas modernas.

—¿Qué quieres decir?

—Aquí, cuando el matrimonio representa el más mínimo inconveniente, el divorcio es de rigor. Tanto los psiquiatras como los amigos te convencen de que estás loco si no te separas, aunque sea por las razones más insignificantes.

—Hablas en serio, ¿no?

—Absolutamente. He estado observando lo que pasa aquí durante los últimos veinticinco años. Estamos todos disfrutando de nuestros estilos de vida adquiridos, y pon atención, pues la palabra clave es «adquirir». Somos todos avaros y egoístas, todos nosotros.

—Parece que te estés lamentando de haber roto con ellas.

—No me lamento. Ésa es la tragedia. Soy tan egoísta como todos los demás. Nunca les di a mis esposas ni el cincuenta por ciento de las emociones. De modo que, ¿cómo puedo acusarlas de marcharse? Además, yo soy un pintor.

Ella sonrió.

—¡Pero mira que estás loco! —exclamó afectuosamente.

—Bueno, oye —dije yo—, no quiero hablar de mí. Deseo hablar de ti. No me estoy refiriendo a tu familia y todo eso. Tenemos un acuerdo al respecto, puedes estar tranquila.

Esperó.

—¿Por qué no hablamos de ti ahora? ¿Qué quieres, aparte de llevar ropa punk y que no te arresten? —pregunté.

Estuvo mirándome por un momento como si la pregunta la divirtiese. Después, una sombra cruzó por su cara.

—¿Sabes? Hablas como si escribieses a lápiz en letras mayúsculas.

Me reí.

—No era mi intención hablar con aspereza. Lo que quiero saber es qué es lo que tú quieres, Belinda.

—No, no me sonaba áspero. Me gustaba. Pero no importa demasiado lo que yo quiera, ¿no crees? —preguntó.

—Por supuesto que importa.

—¿El hecho de hacerte feliz no es suficiente? —Estaba tratando de provocarme un poco.

—No, no creo que lo sea.

—Mira, trato de decirte que no puedo hacer lo que quiera hasta que cumpla dieciocho años. No puedo ser nadie. Ya sabes, seguro que me cogerían si hiciese algo que se notase.

Pensé en ello por un instante.

—¿Qué pasa con la escuela? —inquirí.

—¿Qué pasa?

—Tú sabes que podríamos organizar algo. Me refiero a que podrías ir a alguna escuela privada. Tiene que haber algún modo: mentir, cambiar el nombre, cualquier cosa…

—Estás loco —se rió—. Lo que quieres es verme otra vez con una de esas faldas de pliegues.

—Por mí vale, me apunto a eso. Pero en serio…

—Jeremy, yo ya tengo una educación ¿no te das cuenta? He tenido niñeras y tutores, he visto las grandes obras, he tenido todo eso. Puedo leer y escribir en francés, italiano e inglés. Podría ir a Berkeley ahora mismo, o a Stanford, con sólo pasar un examen.

Se encogió y tomó otro sorbo de mi vino.

—Muy bien, ¿qué pasa con Berkeley o con Stanford? —pregunté.

—¿Qué pasa con ellas? ¿Quién sería yo? ¿Quién acumularía los méritos, la persona que pretendo ser, Linda Merit?

Su voz se desvanecía. Se la veía muy agotada. Deseaba estrecharla entre mis brazos y llevarla a casa, a la cama. Era evidente que el largo día transcurrido estaba haciendo mella.

—Además —continuó—, aunque no me hubiese escapado, no iría al colegio.

—Muy bien, ésa es mi pregunta. ¿Qué querrías hacer? ¿Qué deseas? ¿Qué necesitarías ahora?

Me miró con desconfianza. Y volví a percibir en ella una cierta frustración, igual que la que había percibido en el coche de camino a Union Street. Era una tristeza mayor que la que produciría el cansancio o el hecho de no conocerme todavía muy bien.

—Belinda, ¿qué puedo darte además de ropas bonitas y un techo? —le pregunté—. Dime, cariño. Sólo tienes que decírmelo.

—Oye, tío absurdo. Ahora mismo esto es como tener la Luna y las estrellas.

—Vamos, querida, toda esta historia me va bien, incluso es demasiado buena. Obtengo lo que quiero y lo que necesito, pero tú…

—Todavía te sientes culpable por mí, ¿no? —Parecía estar a punto de llorar, sin embargo sonrió de la manera más dulce y amable—. Sólo… quiéreme —dijo. Volvió a encogerse y a sonreír. En la penumbra divisé otra vez sus pecas, muy tenues, muy coquetas. Deseaba besarla.

—Yo te quiero —le dije. Tenía un nudo en la garganta. Se me apagaba la voz. ¿Pensaría ella que sonaba como si se lo estuviera diciendo un chaval de dieciséis años?

Nos miramos durante un largo e íntimo momento, olvidándonos de la abarrotada e iluminada sala, con camareros que se movían entre mesas de blancos manteles. Las velas, los candelabros y la luz que emitían se mezclaban y diluían a nuestro alrededor. Con sus labios esbozó un beso silencioso. A continuación sonrió haciendo una mueca y enderezó la cabeza.

—¿Puedo oír música rock muy alta y poner pósters en las paredes de mi habitación?

—Desde luego, y también puedes tener toda la goma de mascar que quieras si dejas el whisky y los cigarrillos.

—¡Ah, vaya!, ya estamos.

—Bien, ¿no crees que debía decirlo, tarde o temprano? ¿Quieres que te dé una conferencia sobre nutrición juvenil y sobre las necesidades del cuerpo de una hembra en fase de desarrollo?

—Yo sé muy bien lo que este cuerpo joven necesita —ronroneó mientras se inclinaba para besarme en la mejilla—. ¿Por qué no nos vamos de aquí?

Cuando estábamos a mitad de camino de casa, recordé la llamada telefónica de Celia, a la que no había contestado, y que tenía que enviarle quinientos dólares inmediatamente. Volvimos hacia Western Union pasando por el centro de la ciudad.

Tan pronto hubimos entrado en casa, ella cogió el whisky. Sólo me tomaré uno, dijo. Mientras la miraba, descendía por su joven y preciosa garganta medio vaso de whisky. Bien, tráelo a la cama, le dije.

Después encendí el fuego en la chimenea y bajé a por una botella de jerez y dos vasos de cristal. Pensé que si ella tenía que beber, por lo menos que no fuera whisky. Le serví un vaso de jerez y nos sentamos, arrimados los cojines de la cama de cuatro columnas, mientras contemplábamos el fuego en la oscuridad.

Le repetí que podía hacer lo que quisiera en la habitación del piso de abajo, junto al rellano. Teníamos que habernos llevado los pósters de películas de su habitación en la calle Page.

Se rió. Me dijo que conseguiría otros. Estaba a mi lado y podía sentir su suavidad, su calor y cómo se adormecía.

—Si quieres un aparato estereofónico, puedes comprártelo —le dije. Abriría una cuenta bancaria para ella, para Linda Merit. Me dijo muy quedamente que Linda Merit tenía una. Muy bien, pues yo pondría dinero en ella.

—¿Tienes un aparato de vídeo? —me preguntó. Tenía algunas cintas que no había podido ver en mucho tiempo.

Le dije que sí, que tenía dos; uno arriba, en el cuarto de trabajo, y otro abajo, en mi despacho. Quise saber de qué cintas se trataba y me contó que eran viejas, cosas sueltas. Le expliqué que había tiendas grandes de alquiler de cintas en el barrio de Market.

Estuvimos sentados y callados durante un rato. Entre tanto yo hice recopilación mental de todas las cosas que ella me había contado sobre sí misma. Me parecía un galimatías.

—Tienes que decirme una cosa —le rogué. Estaba recordándome a mí mismo que debía ser amable.

—¿Qué?

—¿Qué significa lo que dijiste anoche sobre haber fallado como chica americana?

Por un instante no respondió. Bebió medio vaso más de jerez.

—Ya sabes —dijo por fin— cuando vine por primera vez, me refiero a América, pensé que iba a ser como cualquier otra joven americana por un tiempo y que sería maravilloso. Mezclarme con las chicas de aquí, ir a conciertos de rock, fumar un poco de hierba, sencillamente estar en América…

—¿Y no fue así?

—Incluso antes de escaparme, sabía que era una tontería. Era una pesadilla. Incluso las chicas de piel lisa y brillante, ya sabes, las ricas mojigatas que siguen yendo al colegio, todas son unas delincuentes y unas mentirosas.

Su voz era pausada, no se trataba de una salida de tono juvenil.

—Explícate.

—A los nueve años tuve la regla. Para cuando cumplí los trece llevaba sujetador con aros. El primer chico con el que me acosté se afeitaba diariamente a la edad de quince años, podíamos haber tenido incluso bebés. Y aquí descubrí que los jóvenes estaban igualmente desarrollados. Yo no era ninguna rareza, ¿sabes? ¿Y qué es una chica joven aquí?, ¿qué puede hacer? Incluso si eres de las que van a la escuela, de las buenas nenas de zapatitos limpios que estudian todas las noches, ¿qué puedes hacer con el resto de tu vida?

Asentí con la cabeza y esperé.

—No puedes fumar, según la ley, no puedes beber, empezar una carrera ni casarte. Legalmente ni siquiera puedes conducir un coche hasta que cumples los dieciséis años, y esto dura años y años sin importar que seas físicamente adulta. Por si te interesa, todo lo que puedes hacer hasta que cumples los veintiún años es jugar. En eso es en lo que consiste la vida de los jóvenes de aquí: en jugar. Jugar al sexo, a amar; jugar a cualquier cosa. Jugar a quebrantar la ley cada vez que tocas un cigarrillo, bebes o estás con alguien que sea tres o cuatro años mayor que tú.

Tomó otro sorbo de jerez. Sus ojos estaban iluminados por el color rojo del fuego.

—Todos somos delincuentes —prosiguió—. Así es como está montado; así es como la gente quiere que sea. Y déjame decirte una cosa, si juegas de acuerdo con las reglas acabas siendo superficial, una persona absolutamente superficial.

—Así que tú rompes las reglas.

—Todo el tiempo. Lo he hecho viniendo aquí. Y me di cuenta, cuando traté de integrarme y ser una más en la multitud, de que los demás estaban quebrantando las normas. Es decir, que ser una chica americana significaba ser una mala persona.

—De modo que te escapaste.

—No. Quiero decir, sí; pero ésa no es la verdadera razón. —Pareció dudar—. Acabó siendo así, pero… —dijo vacilante—. Todo estalló. En realidad no había sitio para mí.

Me di cuenta de que se envaraba, de que se alejaba. Me serví otro vaso. Tendré que contenerme, pensé, tomármelo con más calma. Sin embargo, ella continuó hablando.

—Te diré más. Cuando por primera vez me eché a la calle, pensé: bien, esto va a ser una aventura. Me refiero a que imaginé que me juntaría con los chicos duros, los de verdad, no con los listos niños ricos que siempre andan mintiendo. Eso fue estúpido, créeme. Quiero decir que los chicos ricos eran, en realidad, adultos que pretendían ser niños de cara a sus padres. Y los chavales de la calle son chicos que pretender ser adultos para sí mismos. Todos son unos parias. Todos unos impostores.

Sus ojos empezaron a moverse mirando ansiosamente la habitación, también se mordió un poco las uñas de los dedos, como le había visto hacer la noche anterior.

—No me sentía parte de los de la calle, más de lo que me sentía parte de los anteriores —prosiguió—. Te hablo de los chicos que roban cada día aparatos de radio de los coches para poder comprar comida y droga; de las chicas que se venden como carne tierna y las que, Dios mío, tratan de convencerse a sí mismas de que es una gran cosa que algún tipo las lleve a un elegante hotel durante una hora y las invite a cenar. Era como poseer el mundo, pasar sesenta minutos en el hotel Clift, ¡imagínate! Igual que con los chicos ricos: todo era ilusorio. Todo irreal. Además la policía no está muy interesada en encerrarte. No tienen dónde ponerte. Confían en que crecerás y desaparecerás.

—O que papaíto vendrá…

—Claro, papaíto. Bien, lo único que deseo es crecer. Quiero recuperar mi propio nombre. Quiero que toda esta mierda acabe.

—Para ti ya ha terminado —le dije.

Me miró fijamente.

—Porque ahora estás conmigo. Y porque ahora estarás bien.

—No —dijo ella—. No ha acabado. Lo único que está pasando ahora es que los dos somos delincuentes.

—Bueno, ¿y por qué no dejas que yo me preocupe de eso? —Me incliné para besarla.

—De verdad que estás muy loco —dijo con cariño. Levantó el vaso y añadió—: Brindo por tus pinturas de la buhardilla.

Las cinco de la madrugada. Vi que las manecillas fosforescentes del reloj despertador de la mesita de noche marcaban esa hora casi antes de estar despierto. Al momento el carillón de mi abuelo daba las campanadas, y a continuación en el vibrante silencio que siguió, pude oír su voz que sonaba muy lejos. En el piso de abajo. ¿Estaría hablando con alguien por teléfono?

Me levanté muy despacio y fui al descansillo del final de las escaleras. La luz del vestíbulo, abajo, estaba encendida. Y pude oír cómo se reía con una risita fácil y animada. «El Príncipe Azul», oí que decía, y acto seguido se perdieron las palabras. Un coche pasaba por la calle, y el tictac del reloj de mi abuelo se interponía entre nosotros. «¡No dejes que te hagan daño!», decía. ¿Con rabia? Después la voz se convirtió en un murmullo otra vez. Y entonces la oí decir: «Yo también te quiero». Y colgó el auricular.

¿Qué estaba haciendo yo? ¿La estaba espiando? ¿Debería regresar sigilosamente a la cama como si no hubiera llegado tan lejos? La vi atravesar el distribuidor de abajo, y entonces ella me vio a mí.

—¿Está todo bien, querida mía? —pregunté.

—¡Por supuesto! —Subió en dirección a mí con los brazos abiertos y me rodeó la cintura. Su cara estaba diáfana, llena de simple y llano afecto—. Sólo estaba hablando con un viejo amigo mío, tenía que decirle que estoy bien.

—Es muy temprano —dije con voz soñolienta.

—No donde él está —repuso de manera espontánea—. Pero no te preocupes, le he llamado a cobro revertido.

Me condujo de regreso a la cama, y nos cubrimos con la colcha. Se acurrucó en mis brazos.

—Ahora está lloviendo en Nueva York —me dijo con la voz baja y perezosa.

—¿Debería estar celoso de ese amigo? —le pregunté en un susurro.

—No, nunca —contestó con un suave tono de mofa—. Sólo es el más viejo camarada del mundo, supongo… —Su voz se iba apagando.

Silencio.

Sólo se percibía su calor, y poco después su profunda y armoniosa respiración.

—Te quiero —le dije en voz muy baja.

—Príncipe Azul —susurró desde el más profundo de sus sueños.

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