Belinda

Belinda


Tercera parte » Capítulo 8

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Dos segundos después de que terminase la última escena, cuando todo el mundo se puso a aplaudir, Susan ya estaba saliendo por la puerta seguida de G. G. y de mí. Luchamos por abrirnos paso a través del vestíbulo y de la acera en dirección a la limusina.

Alex no venía con nosotros y comprendí que había sido una decisión deliberada. En cambio los policías sí nos seguían, nada más entrar por la puerta trasera de la limusina después de G. G., los vi salir acompañados de la multitud.

Hasta que el motor estuvo en marcha, creo que no me di cuenta de que el conductor se había ido y que era Susan la que estaba al volante. Las calles estaban relativamente desiertas, a pesar de que los bares de Castro todavía no habían cerrado, y la limusina pudo salir a toda velocidad dando un rodeo al vehículo policial aparcado frente a nosotros. Como si nos estuviésemos dirigiendo a casa, giró despacio hacia la calle Diecisiete.

Miré hacia atrás. Los policías todavía no habían llegado a abrir las puertas de su coche. Dan estaba hablando con el que llevaba las llaves en la mano.

Al momento los perdí de vista, pasamos por Hartford corriendo a toda marcha, G. G. y yo nos habíamos abalanzado hacia delante, pero la limusina siguió ganando velocidad sin respetar el stop de Noe Street, pasando frente a mi casa y chirriando al girar a la izquierda Sánchez Street.

—¡Jesús! Susan, vas a matarnos —dijo G. G. dando un suspiro.

Las sirenas empezaron a sonar detrás de nosotros, miré hacia atrás y divisé las luces parpadeantes del vehículo de la policía.

—¡Maldita sea! —murmuró Susan. Presionó el pedal del freno, giró de modo súbito en el cruce y casi atropella a un hombre mayor que estaba cruzando la calle y que la obligó a frenar en seco. El transeúnte se dio la vuelta, vociferó de forma ininteligible e hizo un gesto soez con el dedo. El coche de la policía corría como un rayo a través de Noe Street.

Susan volvió a cambiar de dirección hacia la izquierda de nuevo por Sánchez Street, y aceleró todavía más.

—Esos estúpidos nos han visto girar, maldita sea, van a ver —volvió a decir Susan.

Así que giró de nuevo a la izquierda por Market, y luego hacia la derecha; las ruedas chirriaron otra vez.

Por encima de nosotros se encontraban las luces del motel Golden Bear y sus balcones. Había dado una enorme vuelta para devolvernos al sitio de origen y se había parado en un aparcamiento cubierto.

—¡Venga, moveos, los dos, vamos! —nos ordenó.

Las sirenas se estaban multiplicando. Las oí pasar a toda velocidad bajando por Sánchez Street. No habían girado Market Street.

Un enorme Lincoln Continental plateado se había puesto en marcha a nuestra derecha por detrás de nosotros; Susan abrió la puerta trasera. G. G. y yo nos apresuramos a entrar en la parte trasera. El conductor era Blair, que se había puesto una gorra de béisbol que le cubría la calva.

—Agachaos todos —nos dijo con su habitual voz estentórea.

Ahora las sirenas sonaban en Market Street, frente a nosotros.

No podía ver nada, pero notaba que el vehículo se movía suavemente al salir por el pasaje del aparcamiento, como si tuviésemos todo el tiempo del mundo. Nos dirigimos hacia Castro Street.

Oía un coche patrulla justo a nuestro lado. No me atreví a mirar pero me pareció que se iba hacia la izquierda.

—Hasta ahora todo está saliendo bien —comentó Blair. Acto seguido me preguntó—: Y ahora Walker, dime cómo demonios puedo llegar hasta el cruce de la Quinta con Mission. ¡Rápido!

Miré con atención por encima del respaldo del asiento y vi un montón de coches patrulla en Castro Street. La muchedumbre todavía estaba saliendo del teatro.

—Salgamos de aquí a toda prisa —dije yo—. Ve directamente hacia lo alto de la loma por la calle Diecisiete.

En ese momento se oían tantas sirenas que parecía que se hubiese declarado un fuego en la zona.

Pero Blair, sin inmutarse, se movió de acuerdo con mis indicaciones con la misma tranquilidad que si nos fuéramos de excursión, hasta que le dije que fuera hacia la derecha para coger Market Street otra vez y subir por la calle Quince.

En cuestión de minutos llegamos a la luz intensa y molesta del desolado centro de la ciudad, lejos de las sirenas y lejos de Castro Street; no nos habían seguido. Nadie había visto a Susan entrar en el motel.

Cuando dimos la vuelta en Mission Street y entramos en el aparcamiento de varios pisos, que se hallaba frente al edificio del Chronicle, Blair nos dijo:

—Estad atentos que vamos a hacer otro cambio.

En esta ocasión nos apilamos en una cómoda furgoneta grande de color plateado, de esas que tienen la tapicería tosca y los cristales teñidos de oscuro. Susan fue la que se puso al volante y Blair se situó a su lado. Yo abrí la puerta lateral de la furgoneta y vi allí dentro a Belinda. Me faltó tiempo para precipitarme al interior y abrazarla.

La estreché con tal fuerza que al empezar a moverse la furgoneta temí hacerle daño. Fueron unos segundos en los que nada me importaba, que nos estuvieran persiguiendo, que nos buscasen, nada de eso tenía importancia. Estaba con ella. La besaba: su boca, sus ojos; sus besos eran tan apasionados y locos como los míos. Me hubiese atrevido a desafiar al mundo entero a que nos separase.

La furgoneta salió y volvimos a encontrarnos en Mission Street. Volví a oír las sirenas, pero ahora estaban bastante lejos.

Me costó mucho dejar de estrecharla para que se volviera y abrazase a G. G. Estaba sobrecogido, ansioso, y al mismo tiempo me sentía muy feliz. Me arrellané en el asiento trasero para deleitarme viendo cómo ella y G. G. se abrazaban. Más que padre e hija, parecían hermanos gemelos, ambos disfrutaban con sus sentimientos, similares a los que a mí me embargaban en ese momento.

—Muy bien, chicos —dijo Susan—, todavía no estamos libres y en casa. ¿Por dónde podemos llegar al Bay Bridge? Por cierto que si veis un coche patrulla o cualquier otro vehículo extraño, ¡hacedme el favor de agacharos!

En ese momento la miré y me di cuenta de que se había quitado el sombrero vaquero; de hecho, se había puesto una gorra roja de béisbol igual a la de Blair. Constituían la viva imagen de una pareja que estuviera de vacaciones. A nosotros, nadie podía vernos a causa de los cristales oscuros.

—Tal como vas, Susan, sigue recto, ya verás que está señalizado y que hay una señal al final del East Bay Terminal —le explicó Belinda.

En ese momento, tirando de ella hacia mí le rogué:

—Por favor, habla conmigo. Di algo, cualquier cosa, háblame.

—Jeremy, ¡qué loco estás! —me dijo—. Te amo, ¡chiflado mío! Lo has hecho. De verdad lo has hecho…

La cogí entre mis brazos y me dije que no iba a dejar que se escapara nunca más. Le sujeté la cara con las manos y la besé en la boca con tanta fuerza que estaba convencido de que le hacía daño; sin embargo, a ella no pareció importarle. Después me puse a quitarle las horquillas que le sujetaban el cabello que ahora era color castaño. Cuando terminé ella agitó la cabeza para soltárselo más. Después puso sus manos en mis mejillas y me pareció que estaba a punto de llorar.

Entre tanto, G. G. estiró las piernas, las puso sobre el asiento de enfrente, encendió un cigarrillo y entornó los ojos.

—Muy bien, chicos, dentro de cuatro horas estaremos en Reno —dijo Susan. Ya estábamos subiendo por la rampa del puente—. Y cuando lleguemos a la autovía, haré que esta furgoneta vuele.

—Bueno, muy bien, pero haz una parada en el primer autoservicio que encuentres después de Oakland —le rogó G. G.—. Necesito tomarme una copa aunque para ello tenga que asaltar una tienda.

Todo el mundo se echó a reír. De pronto me sentía como si estuviese drogado. Tal era mi felicidad con Belinda a mi lado y con su brazo que me rodeaba. Me sentía flotar.

Me puse a mirar por la ventana y vi los cables plateados del Bay Bridge por encima de nosotros. La furgoneta daba pequeños saltitos y se balanceaba a medida que pasaba por encima de las juntas del puente. Viajábamos solos, era de madrugada y no había más coches que el nuestro.

Todo me resultaba extraño, igual que la primera vez que fui a California. Recuerdo que yo era muy joven, que llevaba todo lo que me importaba en una maleta y que mi cabeza estaba llena de sueños con los cuadros que había de pintar.

Sueños de pinturas. Sólo con cerrar los ojos los habría visto todavía frescos en mi mente.

Por la radio se oía la música muy bajito, se trataba de una canción de estilo country, del Oeste; la cantaba una mujer y tenía una de esas letras tan absurdas que al punto me entró la risa. Decía algo así como: después de que me abandonaste, la lavadora hizo lo mismo, se estropeó. Tenía el cuerpo cansado y, al mismo tiempo, lo sentía ligero y lleno de energía como no lo había sentido desde que Belinda se marchó.

Belinda se acurrucó más entre mis brazos. Se puso a mirarme con intensidad y sus ojos me parecieron aún más azules a causa de las pestañas oscuras. El cabello que le había soltado reposaba sobre sus hombros cubriendo el cuello del horrible chaquetón de leopardo. Me di cuenta de que detrás de nosotros había unas maletas apiladas, al fijarme más comprobé que era una enorme cantidad de equipaje, junto con cajas, trípodes y cámaras en sus contenedores negros, entre muchas otras cosas.

—Son abrigos de visón —me aclaró al intuir mi sorpresa—. No te importará casarte con uno de ellos puesto, ¿verdad?

—¡Será mejor que no te importe! —dijo Blair por encima del hombro.

Susan no pudo reprimir una sonora carcajada.

—Me encantará —repuse yo.

—¡Estás tan loco! —añadió—. Has hecho lo correcto. ¿Cómo te sientes al darte cuenta de que has hecho lo que había que hacer?

Bajé la cabeza, la miré y vi que tenía miedo.

—Me parece que piensas que no me daba cuenta cuando lo hacía —le dije.

—Están quemando tus libros, Jeremy —me dijo con la voz contenida—. En todo el país la gente saca tus libros de los estantes para quemarlos en las plazas de los pueblos.

—Sí, muy bien, y también están colgando sus cuadros en el museo de Arte Moderno de Nueva York, ¿no es cierto? —gritó Blair—. ¿Qué demonios quieres?

—Tómatelo con calma, Blair —dijo G. G., cuya voz reflejaba exactamente el estado de ánimo que yo percibía en la expresión de Belinda.

—Tengo miedo por ti, Jeremy —continuó diciendo Belinda—. Durante el trayecto de regreso de Roma, en el avión, he tenido miedo por ti. Todo el tiempo transcurrido hasta que te he visto esta noche he sentido miedo por ti y ahora todavía lo siento. Tengo miedo, muchísimo miedo. He intentado llamarte desde todas las cabinas que he encontrado desde mi llegada al país hasta Los Ángeles, lo sabías, ¿no? Nunca creí que llegaras a hacerlo, Jeremy, en realidad no me lo esperaba, no sabes el miedo que he sentido desde el momento en que leí la noticia.

—Belinda, éste es el día más feliz de mi vida. Éste es el día más feliz de entre todos los que recuerdo. Podría echarme a reír y no parar nunca —le dije.

—No hubieras hecho lo que has hecho si yo no me hubiera apartado de tu lado.

—¡Belinda, ya es tarde para todas esas tonterías! —dijo Blair.

—Calladito estás mejor, Blair —dijo G. G.

—Belinda, ¿qué podría decirte yo para que desapareciera esa expresión de tu cara? Cariño, he hecho todo esto en beneficio de nosotros dos. De los dos, ¿no te das cuenta? Ahora te pido que me creas, quiero que nunca olvides lo que acabo de decirte. La primera vez que te pinté, sabía que te estaba utilizando. Recordarás que te lo dije. ¿Y qué crees tú que ha cambiado ahora? ¿El hecho de que también tú me necesites a mí?

Creo que mi sonrisa hizo que se fuera convenciendo. Mi actitud la estaba convenciendo, especialmente por mantener la calma allí sentado a su lado, por estrecharla con fuerza contra mí y porque le supe transmitir que debía apartar la ansiedad que la embargaba.

A pesar de todo me daba cuenta de que ella no lograba entenderlo. No le resultaba fácil aceptar que yo sabía lo que estaba haciendo y diciendo, y que además me sentía bien. Por otra parte, bien podía ser que ella estuviera demasiado atemorizada.

—Todavía hay una cosa que me preocupa —le dije. Le aparté el cabello de la cara y me di cuenta de que no le sentaba mal aquel color castaño. En realidad, aunque no podía esperar hasta el momento en que recuperase su color natural, me parecía preciosa.

—¿De qué se trata? —quiso saber.

—El hecho de que les estén haciendo tanto daño a Marty y a Bonnie. La prensa del corazón los está crucificando, el programa ha sido cancelado. G. G. no quería verlos arruinados, pero yo tampoco.

—Estás ido, Rembrandt —bramó Blair—. No puedo seguir escuchando tantas estupideces y tanta locura. Sube la radio, Susan.

—Haz el favor de tranquilizarte, Blair —le instó G. G.—. Susan, nos quedan diez minutos para encontrar un establecimiento donde vendan alcohol. Todos cierran a las dos de la madrugada.

—Muy bien, chicos, ni siquiera hemos salido de la maldita área de la bahía y ya estoy haciendo una parada para comprar licor, ¿podéis creerlo?

Salió de la autovía en dirección al centro de Oakland, o lo que parecía el centro de Oakland. Al momento nos paramos frente a un pequeño establecimiento muy sucio, y G. G. se dirigió a él.

—Belinda, quiero que sepas que he explicado quién eres tú y quién soy yo, he contado nuestra historia tan bien como he sabido, y lo he hecho sin mencionarlos a ellos, sin esparcir ninguna clase de porquería —le aclaré.

La vi sorprenderse, quedarse atónita. No la había visto nunca tan desconcertada.

G. G. salió de aquel sitio con una bolsa llena de botellas y algunos vasos de plástico. Entró en la furgoneta y volvió a sentarse en el asiento de en medio.

—Despega —dijo Blair.

Volvimos a coger la carretera 580 para llegar a la autovía y salir de Oakland.

Mientras esperaba educadamente a que G. G. abriese aquellas botellas, cualquiera que fuera su contenido, me arrellané en el asiento y respiré con profundidad. Belinda todavía me estaba mirando y aún se la veía anonadada.

—Jeremy, hay algo que quiero decirte —repuso finalmente—. Ayer, al bajar del avión en el aeropuerto de Los Ángeles, el primer periódico que cogí llevaba mi fotografía en la portada y también la noticia de que mamá estaba en el hospital. Así que pensé, ¿cuál será la causa esta vez, más píldoras, un tiro o una cuchilla de afeitar? Me precipité a un teléfono, Jeremy, no pensé en otra cosa que en llamarle. Incluso antes de llamarte a ti, la llamé a ella. Me puse en contacto con Sally Tracy, la agente de mamá, y conseguí que ella llamase al hospital y que me conectasen con su habitación. Entonces le dije: «Mamá, soy Belinda, estoy viva, mamá, estoy bien». Y ¿sabes lo que me dijo, Jeremy? Pues me dijo: «Quienquiera que seas, no eres mi hija» y colgó el teléfono. Ella sabía que quien llamaba era yo, Jeremy. Sé que se dio cuenta. Ella me reconoció. Y sin embargo a la mañana siguiente, cuando le dieron de alta, les dijo a los periodistas que creía que su hija estaba muerta.

Nadie dijo una palabra. En medio del silencio, Susan hizo un sonido casi inaudible como el de un suspiro de disgusto. Blair se sonrió con ironía y G. G. hizo una mueca amarga y nos miró a Belinda y a mí.

Nos hallábamos fuera de Oakland, nos dirigíamos hacia el norte a través de las hermosas colinas del condado de Contra Costa, bajo un cielo oscuro y nublado.

G. G. se inclinó hacia delante y besó a Belinda.

—Te quiero, nenita —susurró.

—¿Quieres hacer el favor de abrir una de esas botellas, G. G.? —dijo Blair.

—Enseguida. Jeremy, sujeta tú el vaso por mí —me rogó. Acto seguido, cogió una de las botellas de la bolsa y añadió—: Creo que para este vuelo se necesita un poco de champán.

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