Belinda

Belinda


Primera parte » Capítulo 16

Página 19 de 53

16

El 15 de agosto había terminado la provisión de telas tensadas. Cogí el cubo de pintura blanca y pinté las dos telas que había comenzado para el libro de Angelica. Me resultó extraño ver las imágenes cubiertas por la espesa capa de pintura blanca y ver a Angelica desaparecer. Tuve que pararme un momento y mirar todo el proceso con calma.

Angelica a través de un velo blanco. Adiós, querida.

Inventarié lo que había hecho hasta entonces.

Uno, dos y tres: El tríptico del caballo de tiovivo: Belinda vestida con camisón sobre el caballo; Belinda desnuda en el mismo y Belinda con el cabello y el maquillaje al estilo punk, desnuda sobre el caballo.

Cuatro: Belinda con una casa de muñecas.

Cinco: Belinda con prendas de montar.

Seis: La comunión.

Siete: Belinda en la cama de latón.

Ocho: Belinda con muñecas.

Nueve: Artista y modelo, una tela pequeña, nada buena, que no estaba terminada. El artista no puede pintarse a sí mismo desnudo. No le excita en lo más mínimo. Una escena de amor es una estafa. Además, el artista no podría posar y hacer la foto al mismo tiempo. Belinda sí podría.

(«No comprendo tu obsesión por el sexo, sólo sexo, ya sabes. Me gustaría poder hacer que desapareciese, poder besarte del mismo modo que el príncipe encantado besa a la bella durmiente y que abrieses los ojos y todo el dolor hubiera desaparecido»).

Diez: Belinda bailando, otra tela pequeña en la que ella está desnuda, lleva el cabello con trenzas y perlas alrededor del cuello, aletea por toda la cocina al ritmo de la música rock. Espectacular. ¡Muy, muy bueno!

Había seguido pintando sobre los títulos mismos, de modo que formasen parte del cuadro. Y ahora los estaba repasando y añadiendo los números. El conjunto debía resultar inseparable de las partes.

El único milagro no era el de la velocidad. Yo había tenido explosiones como ésta en otras ocasiones, como por ejemplo después de haber publicado mi primera obra, cuando hice tantos libros que llegué a convertirme en mi propia industria.

No, esta vez se trataba de la profundidad del estilo. Los cuadros eran más nítidos, más contrastados y se habían liberado de los estereotipos de Jeremy Walker, que lo habían impregnado todo hasta ahora. Las sutilezas que habían sido automáticas, la inevitable suciedad y el consabido deterioro, ya no aparecían más.

Aun así, yo no había pintado nunca nada tan oscuro y amenazador como estas telas de Belinda. Ella resplandecía como una aparición entre objetos sólidos. Era como un fuego vivo que apareciese de pronto en la penumbra claustrofóbica.

Adoptaba una actitud reprobatoria hacia quien contemplase el cuadro, con su franqueza y su inocencia, de eso se trataba. Con su velo de primera comunión anunciaba: éste es el sacramento y es puro; si no te gusta es tu problema. Todos los cuadros comunicaban aquel mensaje.

¿Y cuál será el siguiente paso? Seguía mirando fijamente el de Belinda bailando. Trenzas y perlas. Impresionante, casi como una mujer, salvo por las trenzas que producían el efecto contrario…

Estuve casi a punto de telefonear a Andy Blatky y decirle: «Oye, ven aquí y mira estos malditos cuadros», pero no lo hice.

Aproximadamente una hora después tomé otra decisión. Salir durante un día y organizarme para ir a alguna parte, ir a la presentación de un libro en algún sitio, aceptar una de las ofertas para ir a firmar libros. Sí, ya era hora de que hiciera eso.

Telefoneé a Jody a Nueva York.

—Si los de Splendor in the Grass de Berkeley todavía están interesados, puedo ir a firmar libros. —Ella estaba encantada e iba a llamarles para concretar la fecha. Todavía estábamos en el número siete de las listas de ventas del New York Times.

—Sabes, Jeremy, si hicieses ahora un recorrido de presentaciones y firmas, podríamos ampliar esa cifra…

—Empieza con los de Splendor in the Grass, porque ahora estoy muy ocupado. Iré en la limusina, resulta mucho más fácil…

—Tendrás tratamiento de estrella todo el tiempo.

No hacía ni cinco minutos que había colgado el teléfono cuando me llamó Dan desde Los Ángeles. Estuve a punto de no cogerlo. Pero Belinda no estaba, se había ido por la mañana. Y él había empezado a soltarle las habituales amenazas al contestador automático. Cogí el auricular.

—¿Quieres saber lo que he averiguado o no?

—Muy bien, ¿qué? —repuse.

—Este asunto resulta cada vez más extraño. Ese tal Sampson es sincero cuando dice que no sabe quién es ella. Él cree que los ejecutivos del estudio que le enviaron a esta cacería están locos, pero la orden ha venido dada por la cumbre de la United Theatricals. Encontrarla en el más estricto secreto, sin reparar en gastos.

United Theatricals era una empresa monstruo. Tan vieja como Tinseltown. Habían hecho tres de las películas basadas en los libros de mi madre. Hacían desde espectáculos en televisión hasta distribución de películas extranjeras, estaban en todo.

Años atrás había visitado sus estudios cinematográficos con Alex; vi la famosa Big City Street, un decorado en el que habían filmado miles de escenas de Nueva York, que yo creía que se filmaron en la verdadera ciudad. También vi la laguna en que rodaban las escenas de barcos con un interminable cielo azul como fondo.

—Estoy tratando de obtener el nombre del ejecutivo de más alta jerarquía que pueda estar involucrado —seguía diciendo Dan—, pero ese tipo ni siquiera se suelta cuando está bebido. El estudio le manda los cheques. Incluso podría ser que no supiera para quién trabaja. Es una endemoniada locura.

—¡Jeremiah!, ¿sabes si ella trabaja para United Theatricals? —pregunté—. En alguna parte creo haber leído algo…

—Sí, pero también otros miles de personas lo hacen, y ella no forma parte del alto mando. Ahora no es más que la película de los lunes por la noche, nada más. Y además, Sampson ni siquiera sabe quién es, la mencioné casi como de pasada. Nunca había oído hablar de ella. Y no puedo localizarla porque en este momento está en Europa haciendo la película de los lunes por la noche. Y por lo que respecta a Sampson, no parece tener la menor idea de dónde pueda encontrarse Belinda.

—¿Cómo sabes eso?

—Se va a Nueva York el próximo viernes con más fotografías. Luego va a Miami, ¿puedes creerlo?, Miami, y después a San Francisco otra vez. También está pasando a Los Ángeles por el tamiz, es todo lo que sé, aunque se muestra prudente en lo que se refiere a ésta. Quiero decir que en Los Ángeles tiene que actuar con mucha discreción. Y él no sabe por qué. O sea que no se le ve tratando de entrevistarse con jóvenes de la calle en Sunset. Dice que Los Ángeles es una parte especial del caso.

—¿Y qué significa eso, por el amor de Dios?

—¿Quieres saber lo que yo sospecho? Que su familia está aquí. ¿Qué otra cosa podría ser?

—¿Pero quieren encontrarla o no quieren? A ver, ¿qué es esto?

—Buena pregunta. Porque lo que te puedo asegurar es que el departamento de policía de Los Ángeles no sabe nada sobre una chica fugada que reúna esas características.

—No tiene sentido.

—Bueno, si quieres mi opinión, tú tampoco.

—Oye, Dan, lamento esta manera de comportarme. Yo sólo… estoy jodidamente confuso, si quieres saberlo.

—Mira, voy a estar aquí, en el hotel Beverly Wilshire, las próximas semanas. Te volveré a llamar cuando sepa algo nuevo. Pero escucha mi consejo, por favor, deja este asunto antes de que conozcamos toda la historia.

Llegó a casa entrada la tarde. Traía un montón de paquetes. Yo estaba sentado frente a la mesa de la cocina, en un estado casi comatoso. Había pensado en las cintas de vídeo que tenía en su habitación. Por lo que había podido observar nunca las había puesto en ningún aparato de vídeo. Nunca. Éstos funcionaban noche y día con cintas de alquiler. Las cintas sin título estaban escondidas tras sus jerseis. Lo sabía porque lo acababa de comprobar.

—He gastado un montón de pasta —proclamó mientras subía las escaleras.

—Eso espero —dije yo. Pero ¿había vuelto a poner los jerséis bien en su sitio?

Unos pocos minutos después estaba conmigo.

—¿Así?

¡Oh!, sí. Llevaba un enorme jersey negro de lana que la engullía y una faldita, muy espectacular. Las botas negras, altas, desaparecían bajo el dobladillo. Se había puesto un pasador que le recogía el cabello de tal modo que le caía sobre los hombros desde detrás de las orejas. Seda color maíz sobre lana negra. Una estrella. United Theatricals.

—No llevas ningún pincel lleno de pintura entre las manos, ¿te has dado cuenta? —me preguntó.

Moví la cabeza. Belinda bailando. Era distinto a todos los demás, como en el cuadro del desnudo punk sobre el carrusel. No era parte…

—Vamos a tomarnos un café —propuso—. Venga.

Me encogí de hombros. Por supuesto. Eso me gustaría. Tenía la mano un poco rígida por haber estado pintando aquellos números en el ático; por haber estado escribiendo en aquellos cuadros. Me sentía liviano, un poco alocado. Demasiadas noches sin dormir más de cinco horas. Frente al espejo del vestíbulo se puso unos pendientes de perlas. Después buscó en el bolso y sacó una varilla de color plateado, le quitó el tapón y se la pasó por debajo de las pestañas. Estaba preciosa, parecía una dama. ¿De verdad era una estrella? ¿La estaban buscando para el papel de su vida?

Me puse la chaqueta, fui a mi despacho y cogí la cámara de fotos. Le saqué tres frente al espejo.

—Quiero que nos llevemos la cámara, ¿te parece?

Me miró.

—¡Ah, sí!, por supuesto —contestó—. Para hacer algunas sin todas esas cosas infantiles, ¿es lo que quieres? Sí, claro que sí, ahora mismo.

Sí, ahora mismo. Me pareció tan inmediato, tan irreflexivo. De cualquier manera, mi corazón latía con fuerza.

Bajamos al café Flore, en la esquina de Market y Noe, y le saqué varias fotos, con una taza de café; en una de las mesas con encimera de mármol. Tenía entre los dedos uno de los cigarrillos Black Russians. No se la veía afectada, más bien natural, con mucho encanto.

La gente nos miraba. Un par de amigos míos escritores estaban allí, personas excelentes, pero me resultaban pesados. No se la presenté. No dejaban de hacer comentarios chistosos para captar su atención, con lo que hacían todo el tiempo el ridículo. Ella se comportó educadamente, quizá demasiado. Por fin, abandonaron y se marcharon. Terminé el rollo de película.

—¿Quieres que me quite la ropa ahora? —susurró.

—Cállate. —Contesté.

Por supuesto, en la tela número once —Belinda en el café Flore— ella no llevaba nada puesto. A excepción de las altas botas negras. Hacían juego con el cigarrillo.

Empecé el cuadro con la misma energía apresurada, fantástica e innegable. Hacia las doce de noche comprendí que se trataba del siguiente paso.

—¿Quieres oír una cosa divertida? —le pregunté cuando subió a la buhardilla.

—Desde luego, dime.

Hice un gesto señalando la pintura.

—Ésta es la primera vez en veinticinco años que pinto algo tan parecido, aunque sea ligeramente, a una mujer adulta.

Ir a la siguiente página

Report Page