Belinda

Belinda


Primera parte » Capítulo 18

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—No lo entiendo —dije yo—. Pensé que te gustaría conocerle.

No es sólo porque sea famoso, sino también porque es encantador. Y además es mi mejor amigo.

—Estoy segura de que es fantástico, le he visto en la televisión y en el cine, pero no quiero ir. —Se estaba enfadando—. Y quiero ir a ese concierto, te dije que quería asistir, tú nunca vienes conmigo a los conciertos de música rock, siempre te niegas a venir y siempre tengo que ir sola.

—No me gusta. No quiero que vayas, y además ¡tú nunca has hecho eso antes!

—¡Pero lo deseaba! Mira, tengo dieciséis años, ¿no?

—Oye, ¿estás enfadada porque me voy a cenar con un amigo?

—¿Por qué debería estar enfadada?

—Mira, no quisiste ir a la recepción del museo, te escapaste cuando Andy vino a instalar su escultura, desapareces en tu habitación siempre que viene Sheila. Nunca coges el teléfono cuando suena. Y aquí estamos hablando de Alex, uno de los más famosos actores en la historia del cine, y tú ni siquiera…

—¿Y qué piensas decirle a toda esa gente? ¿Que soy tu sobrina de Kansas City que acaba de venir a visitarte? Lo que quiero decirte, por Dios, Jeremy, es que tienes que tener un poco de juicio. ¿Estás escondiendo el mejor trabajo que has hecho nunca en la dichosa buhardilla y al mismo tiempo quieres enseñarme a tus amigos?

—¡Pero si a Alex Clementine es a la única persona a quien no tengo que dar explicaciones! Alex nunca revela la verdad sobre nadie. Precisamente acaba de escribir un libro en el que no ha dicho la verdad sobre una sola persona de las que conoce.

Pero lo repetiría siempre sin cesar después de la cena y de tomar unos cócteles, ¿no es cierto? «Deberías haber visto a la bandidilla que llevaba Jeremy a su lado en San Francisco…, sí, Jeremy». No, no si le dijese que no lo hiciera.

—Ven conmigo…

—Mira —le dije—. Todo lo que te preocupa son las películas y…

—El cine, Jeremy, el cine, no las películas, y tampoco los actores y estrellas.

—Vale, el cine. Pero él sabe un montón de cosas de cine. No sólo habladurías y lo que aparece en las revistas. Ha trabajado con los mejores, si consigues que hable de…

—No iré, Jeremy.

—Entonces quédate en casa. Pero no vayas a esa maldita cosa del rock. No quiero que vayas. No quiero que te veas con los chavales de la calle, porque si alguien estuviera buscándote…

—Jeremy, te estás comportando como un loco. ¡Voy a ir! —Dio un portazo en el dormitorio.

Bajé las escaleras impetuosamente. El aire olía a laca de cabello pegajosa, y se oía el tintineo de la bisutería que se había puesto cuando entraba y salía de la habitación y del baño.

—Para ir ahí no quiero que cojas el coche yendo sola —le grité.

—Puedo coger un taxi —repuso con una prontitud enloquecedora.

—Yo te llevaré en coche.

—Eso es estúpido. Vete a cenar con tu amigo y olvídate por completo de mí.

—¡Qué tontería!

Bajó vestida con tejanos de color negro, una reluciente blusa de seda, los zapatos de tacón imitando el diamante y una chaqueta de cuero.

Se había coloreado el cabello con un torrente de salpicaduras rojizas y doradas, se había maquillado los ojos como un agujero negro en el espacio y la boca como una herida de guerra.

—Dónde está mi abrigo de leopardo, ¿lo has visto?

—Por Dios bendito —dije yo—. ¡Ese abrigo no!

—¡Venga, Jeremy! —dijo con un destello de dulzura. Puso sus brazos alrededor de mi cuello. Olí el perfume dulzón y sentí el ronroneo de las perlas. Me resultó insoportable la suavidad de sus senos bajo la seda. ¿Llevaría sujetador o no? Al tacto su cabello parecía de alambre. Su boca olía como el chicle de fresa.

—Supón que hay alguien allí que te está buscando.

—¿Quién? —preguntó, y se puso a buscar en el armario del vestíbulo—. Aquí está, vaya, lo has llevado a la tintorería. Eres una persona de lo más extraña, Jeremy.

—Supón que hay allí algún detective contratado para encontrarte. —Sentí cómo el cabello de la nuca se me electrizaba. ¿La estaría amenazando o poniéndola en guardia? Ella tenía derecho a saberlo, ¿o no?—. Igual hay alguien que te está buscando.

Me miró con ojos resplandecientes. ¿Llevaría pestañas postizas? Quizá sólo se trataba de máscara pegajosa. Se puso el abrigo, se ajustó el cuello y se miró en el espejo. Con los tacones altos y los tejanos parecía un niño vagabundo.

Tragué saliva y respiré profundamente.

—Un concierto de rock es un buen sitio donde buscar —dije yo—. Si tú fueras mi hija, enviaría alguien a buscarte.

—Jer, nunca me reconocerían vestida así, ¿no crees?

Estábamos a medio camino del auditorio cuando me decidí a hablar de nuevo. Ella estaba tarareando una cancioncilla para sí misma y daba palmaditas con una mano para seguir el ritmo.

—¿Te comportarás ahí dentro? No fumes yerba. No intentes comprar cerveza. No hagas nada que pueda provocar que te encierren.

Se rió.

Se apoyó en la puerta y me miró, tenía una rodilla levantada, el arco de los pies me parecía imposible de sostener con un tacón tan alto. Llevaba las uñas de los pies pintadas y se transparentaban bajo las medias. Los brazaletes parecían una armadura en sus muñecas.

—No quiero que te encuentren, sabes, quienesquiera que sean.

¿Suspiró? ¿Murmuró alguna cosa?

Se movió hacia mí, puso sus brazos alrededor de mi cuello y sentí de nuevo el olor del perfume.

—Yo ya he tomado todo eso: yerba, ácido, éxtasis, cocaína, lo que se te ocurra. Eso pertenece al pasado.

Di un respingo. ¿Acaso todo aquello pertenecía al pasado?

—No hagas nada para atraer la atención —le dije.

Bajo las luces de los coches que pasaban me pareció verla relumbrar a mi lado. Hizo estallar el chicle de modo ostentoso cuando la miré.

—Me confundiré con el entarimado —repuso.

Me atrapó en otro de sus suaves y sedosos abrazos y luego salió del coche, aunque éste aún no se había detenido completamente.

Oía las pisadas de sus tacones sobre el asfalto cuando me envió un beso por encima del hombro, no dejé de mirarla hasta que alcanzó la muchedumbre frente a las puertas.

¿Y si fuéramos a alguna parte donde pudiéramos casarnos legalmente? ¿A algún Estado del sur donde se la considerase lo bastante mayor? Así podría contárselo al mundo entero.

Así se acabaría el peligro en ese mismo momento, ¿no? AUTOR DE LIBROS PARA NIÑAS TOMA POR ESPOSA A UNA QUINCEAÑERA. Ni siquiera sería necesario enseñar las pinturas. Además está su familia, faltaría saber lo que haría cuando sumara dos y dos: secuestro, coacción. ¿Podrían anular el matrimonio y enviarla a algún asilo privado, de esos en que la gente encierra a los miembros de la familia que causan problemas? ¡Maldito sea todo!

Alex ya había comenzado a beber vino cuando llegué. Se había pasado el día en el valle de Napa haciendo el anuncio de un champán.

Estábamos en su habitación, los dos solos cenando, lo cual a mí me iba bien. El lugar estaba repleto de flores, enormes claveles rojos de exposición en vasijas de cristal. Él llevaba puesto uno de esos largos y sugestivos batines con solapa de satén que yo siempre he asociado a los caballeros ingleses o a las fotos en blanco y negro de los años cuarenta. No le faltaba ni el pañuelo blanco en torno al cuello, bajo el batín.

—Sabes, Jer —me dijo cuando estaba sentándome en la silla reservada para mí al otro lado de la mesa—, hubiésemos podido filmar toda esa cosa sobre champán en el patio trasero de mi casa en el sur. Pero si quieren que vuele a San Francisco, que haga un recorrido por el país de los vinos y que me aleje en una pequeña suite con decoración de anticuario en el hotel Clift, ¿quién soy yo para oponerme?

Los camareros acababan de servir el caviar y el limón. Alex se dispuso a dar cuenta de él con las tostadas al momento.

—Bueno, ¿qué hay de nuevo? —pregunté—. ¿Sigues atado a la filmación de Champagne Flight, o qué?

Trata de no pensar en ella en ese campo entre esa muchedumbre de bárbaros. ¿Por qué no habrá querido venir conmigo?

—No, ya me han sacado de la trama. Bonnie se busca un enamorado joven, un punk, ya sabes, ahora le toca el turno al lado masoquista, y yo desaparezco en el ocaso y lo acepto con filosofía. De ese modo siempre pueden volver a incluirme. Y es posible que lo hagan. ¿Y a mí qué? Este anuncio de champán es una de las ventajas adicionales. Estamos filmando diez anuncios, y las cifras son perfectamente absurdas. También haremos anuncios para revistas. Y me están hablando de hacer publicidad de automóviles. Te digo que es una locura este asunto.

—Te conviene —le dije—. Sácales todo lo que puedas, que tú lo vales.

Probé el caviar. Estaba tan bueno como siempre.

—Tú lo has dicho. Venga, toma un poco de este champán, no está nada mal para ser de California —comentó. Un camarero que había estado pegado a la pared volvió de repente a la vida y me llenó la copa—. Y por cierto, ¿cuál es ese secreto que me has estado ocultando?

—¿De qué estás hablando? —pregunté. Estoy convencido de que me puse colorado.

—Bueno, para empezar te has puesto una loción para después del afeitado que es muy cara, algo que en realidad a ti nunca te ha preocupado, y además ésta es la primera vez en mi vida que te veo llevando un traje decente. Así que, ¿quién es la mujer misteriosa?

—¡Ah, sí! Bueno, ya me gustaría a mí tener un gran secreto que contarte. —Y fue ella efectivamente quien compró el traje y la loción de afeitar—. Pero lo cierto es que de lo único que tengo que hablarte es de lo que comentamos la última vez que te vi… de la verdad.

—¿De la qué? ¿De la verdad? ¿Hemos conversado alguna vez sobre eso?

—Vamos, Alex, que no estabas tan bebido.

—Tú sí que lo estabas. ¿Has podido leer mi libro?

—Si quieres que te lo diga, la verdad no son más que castillos en el aire. Y creo que ya es hora de que utilice todas las mentiras que he contado para hacerles una plataforma a los castillos.

—Estás bien loco. Y ésa es la clase de insensatez que me esperaba. Nadie en el sur habla como tú. ¿Me estás diciendo que vas a dejar de hacer niñas jóvenes vestidas en camisón?

—Sí, y ya les he dado el beso de despedida. Les he dicho a todas adiós. Si ahora salgo adelante, será única y exclusivamente como pintor.

—Mientras puedas mantener tus privilegios —comentó—. Pero si piensas dedicarte a esas cosas horribles, a las cucarachas y a las ratas que solías pintar…

—Con abundancia de detalle —continué—. Es mucho peor que eso. Me siento poseído por algo, Alex. Y estoy muy contento de que la revelación se haya producido ahora y no dentro de veinte años, cuando sea…

—Tan viejo como yo.

Sí, había estado a punto de decirlo pero me di cuenta y me contuve. De pronto tuve aquella pesadilla horrible. ¿Qué sería de mí si estuviese muriendo y lo único que viese al mirar atrás fuesen a Charlotte, a Bettina y a Angelica?

Entonces me dedicó una enorme y generosa sonrisa, en la que incluso sus dientes parecían brillar.

—Jer, deja de hablar ya de arte, ¿quieres? ¿Has probado este champán? Acabo de decirles a setenta y cinco millones de posibles televidentes que es excelente. ¿Qué le parece a tu paladar?

—Ni lo sé ni me importa. Consígueme un poco de whisky, ¿quieres? ¡Ah!, oye, hay una cosa que quiero saber. Susan Jeremiah. Directora de cine. ¿Te dice algo ese nombre?

—Claro, está de moda y es buena: es decir, si es que la United Theatricals no le arruina la vida obligándole a hacer películas para televisión. No se puede aprender nada en ese medio. Los niveles son demasiado bajos. Se trata de gente muy loca. Salen para filmar un número determinado de páginas diarias y lo hacen, no importa lo que pueda resultar.

—¿Sabes algo interesante sobre Jeremiah que nadie más pueda saber?

Sacudió la cabeza.

—Eso que presentó en Cannes, Jugada decisiva, o como quiera que se llame, estaba repleto de escenas de lesbianismo, muy sospechoso. Pero ya sabes, todo eso es confidencial. Sabes a lo que me refiero, ¿tu pequeña verdad frente a lo que el público quiere? Bueno, nadie ha cambiado de actitud tan rápido como Jeremiah para conseguir un contrato con la United Theatricals. Salió directa de la categoría del mundillo del arte al de la hora de más audiencia. ¿Por qué me preguntas por ella?

—No lo sé, sólo estaba pensando en ella. He visto su fotografía en una revista, en alguna parte.

—¡Ah!, la prensa la adora. Creo que es por el sombrero y las botas de vaquero, y es que además las utiliza de verdad. También le gusta mucho fanfarronear.

—Y también te adoran a ti en este momento, ¿no?

Asintió.

—De verdad, Jer, las cosas no han ido nunca también. Y ahora profundicemos en esta parte de la verdad por un segundo. Mi libro está ahí arriba en la posición quinta, ¿lo sabías? Y después de este anuncio para champán, tengo dos participaciones televisivas en espera, una de ellas es un especial de tres horas para un domingo. Hago el papel de un cura que ha perdido su fe y la recupera cuando su hermana muere de leucemia. Y ahora, ¿puedes mirarme a los ojos y decirme que debería haber dicho toda la verdad en mi libro? ¿De qué me hubiese servido?

Pensé en ello durante un minuto.

—Alex —repuse—, si lo hubieras dicho todo, quiero decir todo, quizá te contratarían para hacer películas y no papeles para la televisión.

—¡Eres un advenedizo!

—Y te pedirían que anunciases un champán francés y no uno americano que tiene sabor de gaseosa.

—Nunca te das por vencido.

En aquel momento se llevaron el caviar y comenzaron a servir el segundo plato de una de las pesadas bandejas de plata que todavía se usan en los viejos hoteles. Pollo asado. El preferido de Alex. A mí también me apetecía, pero no estaba demasiado hambriento. No dejaba de pensar en ella vestida con aquella indumentaria punk, mientras atravesaba las puertas del auditorio.

Tenía un presentimiento. Me di cuenta de que estaba mirando nuestro reflejo en el espejo. Vestido con aquel batín de satén de color crema, Alex tenía un aspecto decadente. Sus patillas grises no le favorecían. Nunca antes se había parecido tanto a una réplica de sí mismo en un museo de cera.

—¡Eh! Jer, vuelve —dijo él con un ligero chasquido de los dedos—. ¡Pones una cara! Igual que si alguien estuviese caminando sobre tu tumba.

—¡Ah!, sólo estaba pensando. A mí me da lo mismo si la verdad vende o no vende. La verdad es nada más que la verdad, eso es todo, y lo es aunque te conduzca al fracaso.

Se echó a reír.

—Sigues siendo muy chistoso —me dijo—. Sí, la verdad, Dios, el ratoncito Pérez y Santa Claus.

—Alex, dime una cosa, ¿conoces a alguno de los ejecutivos importantes de la United Theatricals?

Estoy convencido de que cualquier jovencita en América desearía conocer a Alex Clementine. Y ella ni siquiera quiso oír hablar de ello, ni siquiera… Había algo en la expresión de su cara cuando pronuncié el nombre de él.

—¿Qué tiene eso que ver con la verdad, Jeremy?

—¿Conoces a alguno?

—Los conozco a todos. Son unos imbéciles. Todos vienen de la televisión. Te lo digo Jeremy, la televisión apesta. El mismo Moreschi, el productor de Champagne Flight, ese muchacho podría haber sido alguien en la vida de no ser por la televisión.

—Sabes de alguien… que tenga problemas familiares, niños que se hayan extraviado o que se hayan escapado, ese tipo de cosas.

Me miró fijamente.

—Jer, ¿de qué va todo esto?

—En serio, Alex. ¿Has oído alguna cosa? Ya sabes, ¿hay alguna historia sobre niños desaparecidos?

Sacudió la cabeza.

—Ash Levine tiene tres hijos, todos son buenos chicos, por lo que he oído. Sidney Templeton no tiene hijos. Tiene un ahijado con el que juega al golf. ¿Por qué?

—¿Y el tal Moreschi?

Volvió a mover la cabeza.

—Sólo su ahijada, la hija de Bonnie, está internada en alguna parte, en una escuela suiza. He oído hablar bastante de eso a Susan Jeremiah.

—¿A qué te refieres?

—Susan contrató a esa criatura para una película en Cannes. Ella deseaba tenerla por encima de todo, la quería para un tema nuevo de televisión, pero la chiquilla está en un convento suizo, nadie puede ponerse en contacto con ella. A Jeremiah le dio una pataleta.

Me incliné hacia delante. En mi cabeza algo me puso en guardia.

—Ésta es la chiquilla de la que me hablaste, la que tenía un padre peluquero…

—Sí, una chiquilla preciosa. Cabello rubio y carita de bebé, igual que su padre, George Gallagher…, si me hablaras de alguien irresistible, ése sería él. ¡Mmmmm! Insoportable. Come algo, Jeremy, se te está quedando fría la comida.

—¿Qué edad puede tener?

—¿Quién?

—¡La chiquilla! Como se llame.

—Es jovencita, tendrá unos quince o dieciséis, algo así. No creo haber oído nunca su nombre.

—¿Estás seguro de que está en una escuela suiza?

—Sí, todo el mundo quiere a esa chiquilla desde lo de Cannes, y tanto su nombre como su dirección son absoluto secreto. Marty llegó incluso a echar a Jeremiah fuera de su despacho por insistir tanto sobre el tema. Pero no la despidió, y eso significa que la señora es importante…

Sentí que mi corazón iba a la carrera. Intenté mantener una voz normal.

—¿Y tú no viste la película en Cannes?

—No, puedo soportar algo de Fellini o de Bergman si he bebido lo bastante, pero… ¿Qué te pasa, Jer? Parece que estés mareado.

—Sabes de alguien que pueda conocer el nombre de la chica, alguien a quien pudiéramos llamar ahora, alguna persona…

—Bueno, podría llamar a Marty o a Bonnie, por supuesto, pero eso no sería normal. Quiero decir, con un montón de agentes que les están yendo detrás por esa chiquilla…

—¿Y qué te parece a Gallagher o a Jeremiah?

—Sí…, quizá pueda hacerlo mañana. Veamos, Gallagher tiene que estar en alguna parte en Nueva York, viviendo con un director de Broadway, Allie Boon, creo que se llama, sí; Ollie…

Nueva York. Mi mejor y más viejo amigo… Está lloviendo en la ciudad de Nueva York.

—Jeremiah está en París, puede que consiga averiguar dónde. Jer, podrías decirme algo, yo soy Alex, ¿te acuerdas?

—Tengo que hacer una llamada telefónica —le dije. Casi desmonté la mesa al levantarme.

Alex se encogió y me hizo gestos en dirección a la habitación.

—Sírvete tú mismo. Y si es a tu novia a quien llamas, dale las gracias de mi parte por haberte llevado a un barbero decente. Yo nunca lo conseguí.

Telefoneé al Beverly Wilshire. Dan había salido pero regresaría a las nueve.

—Déle este mensaje —le expliqué a la operadora—: Champagne Flight. Bonnie. Comprueba la edad de su hija, el nombre, la fotografía y dónde puede encontrarse ahora. Firmado J.

Colgué. El corazón me iba a estallar. Me paré un momento frente a la puerta para serenarme. Resultaría no ser Belinda, por supuesto, no lo sería. La escuela suiza, o sea que esta chiquilla, quienquiera que sea… ¿Por qué me tiemblan así las piernas? ¿Y a mí qué diablos me importa si lo es o no?

—Hazme un favor, hijo —le estaba diciendo Alex a uno de los camareros, uno que era muy atractivo—, ve al refrigerador de ahí y saca todas esas botellas de champán. Quédatelas tú o dáselas a alguien, no me importa lo que hagas con ellas, y consígueme una buena botella fría de Dom Pérignon ahora mismo, ¿de acuerdo? Esa cosa es un asco.

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