Belinda

Belinda


Tercera parte » Capítulo 9

Página 51 de 53

9

Cuando llegamos a Reno eran las seis de la madrugada, y, excepto Susan que estaba sobria y despierta, todos estábamos bebidos y dormidos. Ella se pasó el viaje pisando el acelerador y tarareando las melodías country que emitían por la radio.

Blair se encargó de instalarnos en el hotel MGM Grand, reservando una suite de dos habitaciones. También se ocupó de que tuviera las paredes pintadas del color adecuado para hacernos las fotos, una vez que Belinda se quitase el tinte del cabello.

G. G. se fue a ayudar a Belinda de inmediato con el lavado y el aclarado, y Blair comenzó a disponer su cámara Hasselblad sobre el trípode y a cubrir todos los objetos de la habitación con sábanas para conseguir la luz más adecuada.

Belinda necesitó lavarse el cabello cinco veces para poder quitarse el color castaño oscuro, y cuando lo hubo conseguido G. G. se puso a trabajar como loco con el secador para acabar cuanto antes. Después, los dos nos pusimos nuestros abrigos largos de visón blanco, y Blair se aprestó a disparar el primer rollo de película sobre un fondo oscuro perfecto.

Yo me sentía ridículo, sin embargo, Blair me aseguró que el simple hecho de estar allí de pie, con la cara pálida, exhausto y un poco preocupado, producía el efecto que él deseaba. Antes de hacer las fotos tuvo que llamar en dos ocasiones al fotógrafo Eric Arlington (el responsable de haber tomado todas las fotografías de la publicidad de Midnight Mink) a su casa de Montauk, a fin de que le diera algunos consejos.

Mientras tanto, Susan hablaba por teléfono con su padre que estaba en Houston, trataba de asegurarse de que el Learjet estuviera de camino. Su padre solía volar muy a menudo entre Las Vegas y Reno, y su piloto conocía el trayecto muy bien. Al parecer, el avión iba a aterrizar de un momento a otro en el aeropuerto de esta ciudad.

Después, G. G. llamó por teléfono a Alex a Los Ángeles. Alex había permanecido en mi casa de San Francisco, hasta que Dan le aseguró que la policía ya no me estaba buscando a la desesperada y que según todos los indicios yo ya había salido de la zona de San Francisco sin incidentes; sólo entonces se dispuso Alex a tomar el avión para ir a su casa. Alex le dijo que habían conseguido una orden de arresto contra mí y que por lo tanto teníamos que casarnos en aquel mismo instante; luego nos invitó a ir a su casa en el sur.

Cuando me enteré de que habían obtenido aquella orden, estuve de acuerdo con Alex, teníamos que salir de aquella habitación y casarnos de inmediato.

La boda fue muy divertida.

Se hizo evidente que la hermosa damita de la capilla que estaba abierta las veinticuatro horas y su marido no habían oído hablar de nosotros; a pesar de que aparecíamos en la portada de todos los periódicos en los quioscos de aquella misma calle. Muy amablemente, la señora opinó que G. G. parecía demasiado joven para ser el padre de Belinda. Por suerte, G. G. llevaba consigo el certificado de nacimiento que lo demostraba.

Una vez hechas las comprobaciones oportunas, la señora y su marido se mostraron encantados de celebrar la boda, y consiguieron flores y un músico para el órgano en menos de veinte minutos. Ya sólo teníamos que entrar en la capilla.

Entonces tuvimos una pequeña sorpresa. En el servicio no sólo podían incluir un bonito lote de fotografías polaroid de la ceremonia, sino que por noventa dólares más nos filmarían un vídeo como recordatorio. Además podían entregarnos tantas copias del mismo como estuviéramos dispuestos a comprar. Decidimos pedir diez.

De modo que nos filmaron a Belinda y a mí vestidos de visón blanco hasta las orejas, y Blair siguió sacando fotografías con la Hasselblad.

Cuando llegó el instante de intercambiarnos los votos, todo el mundo pareció esfumarse a nuestro alrededor, la pequeña capilla se desvaneció, no veíamos ni a Blair ni a Susan, incluso G. G. desapareció. Las horribles luces artificiales ya no existían. Tampoco aquel hombrecito que leía la Biblia frente a nosotros estaba allí, ni la señora que disparaba su cámara polaroid, con los extraños ruidos y silbidos de las fotografías al salir.

En aquel momento, los únicos que estábamos allí de pie éramos Belinda y yo, nos sentíamos tan unidos como lo habíamos estado en el altillo de Carmel, con el sol filtrándose a través del cielo azul por la ventana del techo, e igual que lo habíamos estado en Nueva Orleans, con la lluvia del verano traspasando las persianas, mientras estábamos tumbados sobre la cama de mamá. El cansancio hacía que sus ojos tuvieran un brillo especial y daba a su semblante una apariencia trágica. También estaba presente la tristeza de la separación, tristeza y violencia producidas por los malentendidos, todo se hallaba entretejido en aquel instante, todo contribuía a crear una lentitud y suavidad que mezclaban la felicidad con el dolor.

Cuando llegó el momento de besarnos, nos miramos en silencio el uno al otro. Ella tenía el cabello suelto y esparcido sobre el visón blanco, su cara estaba sin maquillar y su belleza era indescriptible; sus pestañas relucían con el mismo color dorado de su cabello.

—La comunión, Jeremy —susurró ella.

Yo respondí:

—La comunión, Belinda.

Y cuando ella cerró los ojos, se puso de puntillas y entreabrió los labios para besarme, yo la cogí en mis brazos, la estreché cuanto pude junto con aquellas blancas pieles de visón y el mundo entero desapareció. Se desvaneció.

Y de ese modo lo hicimos. Ahora ella era Belinda Walker y juntos éramos Belinda y Jeremy Walker. Nadie la podría apartar de mi lado.

Entonces me di cuenta de que G. G. estaba llorando. Incluso Blair parecía afectado. La única que sonreía era Susan, lo hacía con una hermosa y comprensiva sonrisa de complicidad.

—Muy bien, ya está hecho —dijo ella de pronto—. Ahora, tenemos que salir de aquí. Todos necesitáis a un director, ¿lo sabíais? Y este director, se está muriendo de hambre.

Mientras nos hacían copias de la cinta de vídeo, nos fuimos a desayunar unos fantásticos huevos con beicon en un enorme y reluciente restaurante típicamente americano; después, nos acercamos a la oficina de Correos y enviamos las cintas por mensajero a las tres cadenas de televisión de Los Ángeles y a las cadenas locales de Nueva York, San Francisco y Los Ángeles. Belinda envió una cinta a la casa de Bonnie, en Beverly Hills, y otra a Dallas, a la secretaria privada del tío Daryl. Enviamos también las fotografías polaroid a los periódicos de las tres importantes ciudades. Yo quise hacer un envío de una copia de la cinta junto con una fotografía al teniente Connery en San Francisco, e incluí una nota muy breve en la que le rogaba me disculpase por todas las inconveniencias, y aprovechaba la ocasión para manifestarle que pensaba de él que era una buena persona.

Sabíamos que todos esos envíos iban a necesitar unas cuantas horas para llegar a sus respectivos destinos, de modo que no quedaban muchas más cosas por hacer.

Compramos una botella de Dom Pérignon y regresamos al MGM Grand.

Antes de decidir dónde íbamos a ir y qué debíamos hacer a continuación, G. G. se quedó dormido. Con la copa vacía todavía en la mano, se quedó inconsciente en el sofá.

La siguiente en desaparecer fue Susan. En un instante la vi ir de un lado a otro de la habitación con el teléfono en la mano, dando instrucciones para que una copia de Jugada decisiva llegase al cine previsto de Chicago, y al siguiente, cuando volví a mirarla, la vi tumbada en el suelo sobre la moqueta con un almohadón enrollado bajo la cabeza.

Blair se puso de pie, empezó a recoger y empaquetar todas sus cosas y nos indicó que nos quedásemos el tiempo que quisiéramos en el hotel, invitados por él. Ninguno de los empleados se había dado cuenta siquiera de nuestra presencia. Nos pidió que nos quedáramos tranquilos. En cuanto a él, tenía mucha prisa, porque ¡ya era hora de que estuviese en Nueva York, en el cuarto de revelado, junto a Eric Arlington!

Le ayudé a apilar sus cosas en el pasillo, para que las recogiese el encargado de los equipajes del hotel, sin necesidad de que entrase en la habitación. Después volvió sobre sus pasos un momento para darle un beso de despedida a Belinda.

—¿Dónde están mis cien mil dólares? —le preguntó ella amablemente.

Él se quedó parado.

—¿Dónde está mi talonario?

—Al infierno con tu talonario, ¡hasta la vista!

Ella le rodeó con los brazos y le dio un beso.

—Te quiero, nenita —dijo él.

Cogió la película de fotos y se marchó.

—¿Significa eso que no nos va a pagar? —pregunté yo.

—Tenemos los abrigos, ¿no es cierto? —repuso. Acto seguido se encogió, se envolvió mejor con el abrigo y se rió como una niña—. Además, tenemos el Dom Pérignon. Y me apuesto lo que quieras a que Marty va a firmar un abultado contrato para Champagne Flight con los de la televisión por cable: «La historia continúa, sin censura…, bla, bla, bla».

—¿Eso piensas, en serio?

Ella asintió:

—Espera y verás.

Al instante sin embargo, su rostro se ensombreció. Me pareció que una nube planeaba sobre su alma.

—Ven aquí —le rogué.

Nos levantamos al mismo tiempo, cogimos el champán y un par de vasos, nos dirigimos a la habitación y cerramos la puerta con llave.

Yo corrí las pesadas cortinas hasta que sólo quedó un fino rayo de luz y Belinda puso el champán sobre la mesita de noche. Allí dentro todo parecía puro y callado. No se oía ningún ruido proveniente de la calle.

A continuación, ella dejó caer el blanco abrigo de visón en el suelo.

—No, estíralo sobre la cama —pedí cariñosamente.

Entonces yo puse el mío junto al de ella. La cama quedó cubierta por el suave y blanco pelaje.

Después, nos quitamos la ropa y nos estiramos desnudos sobre la blanca cama.

La besé despacio, abriéndole los labios, ella acercó sus caderas hacia mí, podía sentir las caricias del blanco visón y las de sus manos sobre todo mi cuerpo, su cabello acariciaba mi brazo. Abrió la boca y percibí la dureza y la tersura de sus labios al mismo tiempo.

Le besé los senos, oculté mi cara en ellos y los rocé con mi dura barba sin afeitar, sentí que su cuerpo se acercaba al mío aún más, ella arqueaba la espalda y me empujaba, el reducido vello bajo de su sexo sobre mi muslo estaba húmedo e invitador, y entonces la penetré.

Creo que nunca antes habíamos hecho el amor con tanta rapidez, nunca el calor que sentíamos había alcanzado tal ardor, ni siquiera la primera vez. Tan pronto comenzó a mecerse debajo de mí sentí que iba a alcanzar el orgasmo, y entonces pensé: «Ésta es mi Belinda». Cuando quise darme cuenta todo había terminado y estábamos entrelazados, su cara contra mi pecho, su cabello estirado sobre su espalda. Aunque podíamos oír a lo lejos el murmullo de la ciudad de Reno, en aquella silenciosa habitación nos quedamos profundamente dormidos.

Cuando Susan llamó a la puerta con los nudillos, ya era bien entrada la tarde. Había llegado el momento de abandonar la ciudad. Las cadenas de televisión habían comenzado a emitir la cinta de la boda.

La única ropa de que yo disponía era el esmoquin y la arrugada camisa de tablillas, de modo que volví a vestirme con aquellas prendas y salí a la salita de estar de la suite. Belinda salió detrás de mí, cómodamente vestida con tejanos y un suéter, y tan hermosa como debía estarlo una novia bien atendida.

G. G., que estaba hablando por teléfono con Alex, colgó en cuanto nos vio entrar.

Susan nos explicó que el avión de su padre estaba listo para llevarnos a Tejas. Estaba convencida de que era el lugar más seguro al que podíamos dirigirnos. Una vez allí, podríamos esperar a que volviera la calma; nadie se presentaría en el rancho de los Jeremiah para molestarnos.

Miré a Belinda y me di cuenta de que aquello no era lo que ella quería hacer. Se estaba mordiendo una uña y volvía a tener aquella expresión sombría. De nuevo parecía preocupada.

—¿Tenemos que huir otra vez? ¿Tenemos que escondernos en Tejas? Susan, tú tienes que seleccionar los actores para una película en Los Ángeles. También tienes que encontrar un buen distribuidor para Jugada decisiva. ¿Y estás diciendo que nos esperemos en Tejas? ¿Para qué?

—La boda es legal —dije yo—. Y en este momento ya lo sabe todo el mundo. Además, cuando yo desaparecí todavía no existía ninguna orden de detención, vosotros lo sabéis, eso es así. No hay ninguna necesidad de ayuda ni de encubrimiento.

—Aunque sería muy interesante saber cuáles son sus próximas intenciones —comentó Belinda.

—En realidad, podemos ir a Los Ángeles —exclamó G. G.—. Alex nos está esperando. Me ha dicho que tiene tu habitación dispuesta para ti y para Belinda. Ya conocéis a Alex, invitará a la policía y a los periodistas a su casa, les servirá queso tierno con tostadas y un buen Pinot Chardonnay. Ha insistido en que podemos quedarnos en Beverly Hills para siempre, si es que así lo deseamos.

—Se hará lo que más os apetezca a vosotros —dijo Susan—. Tenemos un Learjet a nuestra disposición. Y yo tengo un montón de trabajo que hacer en Los Ángeles.

Belinda se dirigió a mí, me miró y con una voz frágil, llena de aquel mismo miedo que yo había visto antes, me preguntó:

—¿Dónde quieres ir tú, Jeremy? ¿Dónde quieres que nos quedemos?

La expresión de sus ojos me hacía mucho daño.

—Amor mío, para mí cualquier lugar estará bien —repuse—. Si puedo comprar unas telas y unos tubos de pintura al óleo Windsor and Newton, y puedo disponer de un rincón para trabajar, me da lo mismo si estamos en Río de Janeiro, en una isla griega o en un satélite en medio del espacio.

—¡Entonces vámonos, Walker! —dijo Susan—. Salgamos de aquí y vayamos a Los Ángeles.

En medio de las nubes, cuando el avión alcanzó la altura y velocidad de crucero, me quedé medio dormido. Estaba cómodamente sentado en un asiento reclinado forrado de piel, y me había puesto a soñar y a pensar en nuevos cuadros. Se desarrollaban uno tras otro en mi mente como si se tratase de fotografías revelándose en el cuarto oscuro. Eran escenas de toda mi vida que se sucedían una tras otra.

Belinda le explicaba a G. G. con una voz muy suave que se había sentido muy sola al estar en Roma de nuevo, pero que trabajar en Cinecittà le había sentado bien. Tenía una bonita habitación en Florencia, a no más de dos manzanas de la galería de los Uffizi, y había ido a visitarla casi cada día. Le contó que había paseado por el Ponte Vecchio y al pasar frente a las tiendas de guantes había pensado en él y en el primer par de guantes blancos que había tenido y que él le había regalado.

Al rato oí que G. G. le aseguraba que el haber tenido que cerrar su salón de Nueva York no tenía la más mínima importancia. Según le decía, podía haberse quedado y peleado, y probablemente hubiese ganado. No tenía ni la más remota idea de cómo ni dónde habían comenzado los rumores. Seguramente no fue el mismo Marty, sino sus hombres. También le contaba que había algo entre él y Alex, algo que parecía más prometedor que lo que había sentido con Ollie, y que G. G. abriría un salón en Rodeo Drive.

—Sabes, Belinda, ya tengo cuarenta años —le dijo—. No puedo seguir siendo el niño pequeño de alguien, durante toda mi vida. Hace tiempo que mi suerte debería haberse acabado. Pero te digo una cosa, es maravilloso tener una última oportunidad de intentarlo de nuevo, con Alex Clementine, con el hombre a quien más me gustaba ver en la pantalla cuando tenía doce años.

—Me alegro por ti, papá.

No me pareció nada descabellado, un salón de peluquería de G. G. en Beverly Hills, ¿por qué no? En efecto, él ya había agotado su deseo de estar en Nueva York, con rumores o sin ellos. Si se decidía a vender su casa de la Fire Island, dispondría de una pequeña fortuna.

—Aunque… Bueno, ya sabes —soltó una carcajada—, si abro un salón G. G. en Rodeo Drive, eso sí que le va a encantar a Bonnie.

En el exterior del avión las nubes parecían formar una enorme sábana. El sol del atardecer reverberaba en ellas formando un abanico de ardientes rayos dorados. Algunos de ellos entraban por la ventana e iluminaban a Belinda y a G. G., creando un áureo reflejo que no permitía adivinar dónde comenzaban los cabellos de uno y terminaban los del otro.

Yo seguía soñando a medias. Veía mi casa de San Francisco como si fuese un barco a la deriva. Me despedía de los juguetes, las muñecas, los trenes, la casa de muñecas, decía adiós a los cuadros de ratas y cucarachas, a la porcelana y a la cubertería de plata, decía adiós al reloj de carrillón y a las cartas, a tantas cartas recibidas de mis jóvenes admiradoras.

Me sentía fatal al pensar en las chiquillas a quienes habría hecho daño, no soportaba pensar que las estuviera decepcionando. Por favor, que no tengan un oscuro sentimiento de traición e inmoralidad, que puedan llegar a comprender que hice los cuadros de Belinda en representación del amor y la luz, pensé.

Me esforcé en pensar en algo de mi casa que pudiera echar de menos en adelante. Y no encontraba nada. Los cuadros de Belinda estaban viajando a todos los rincones del mundo. Los únicos que no irían a parar a un museo estarían con el augusto conde Solosky, lo cual, a fin de cuentas, era casi lo mismo.

No había nada más en mi casa de San Francisco que me llamara la atención. Ni siquiera la maravillosa escultura de Andy, puesto que estaba convencido de que Dan se la llevaría al lugar adecuado. Cabía la posibilidad de que Rhinegold se la llevara consigo de regreso a su casa de la calle 57 Oeste. Ésa sí me pareció una idea extraordinaria. Recuerdo que ni siquiera le había enseñado la escultura. Había sido inexcusablemente egoísta al no hacerlo.

En aquel estado de semiconsciencia, todavía medio dormido, pensé en los cuadros; mi mente deseaba concentrarse sólo en ellos. La procesión de mayo, El martes de carnaval, volví a verlos como si los tuviera delante. Distinguía todos los detalles. Así era, pero también veía nuevas obras. Recordaba los enormes perros desgreñados que husmeaban entre las muñecas. Los perros y las muñecas. Alex aparecía con su gabardina y su sombrero de felpa, paseando por el vestíbulo de la casa de mamá, mirando la pared con el papel despegado.

—¡Jeremy, termina pronto, hijo, a ver si podemos irnos ya de esta casa!

Un día tenía que pintar a Alex, era muy importante que lo hiciese, Alex que había aparecido en cientos de películas y a quien nunca habían pintado bien. Los perros se convertirían en hombres lobo, y olisquearían las muñecas de porcelana, y sí, desde luego, en esa pintura tendría que volver a reproducir la oscuridad, pero al mismo tiempo haría que irradiase una intensa sensación. Haría un cuadro con Alex paseando por la casa de mamá, sí, muy bien. Aunque en el caso de Alex, era importante sacarle de aquella casa oscura. Pintaría a Alex en la puerta del jardín, reproduciría la escena de aquella mañana, veinticinco años atrás, en que al irse me dijo: «Cuando vengas al oeste, te quedarás en mi casa».

Ir a la siguiente página

Report Page