Belinda

Belinda


Primera parte » Capítulo 23

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23

Cuando llegué a casa ella no estaba allí.

Me fui al piso de arriba y entré en su habitación.

Todo su equipaje estaba apilado encima de la cama: las nuevas maletas marrones de piel que yo le había comprado y también la vieja y manida maleta que ella traía consigo del Haight.

Me bastó una mirada al armario para darme cuenta de que lo había metido todo en las maletas. No había dejado nada excepto las lujosas perchas de satén y el olor del jazmín de la bolsita perfumada.

¡Pero el equipaje todavía estaba allí! Incluso su maleta. Y todo estaba cerrado con llave.

Aquello me afectaba de un modo extraño.

Me trajo a la memoria otra visión que tuvo lugar años atrás: el colchón sin cubrir de la cama de mi madre la tarde en que ella murió.

Acababa de regresar de mis clases en Tulane y subí aprisa las escaleras para verla. Creo que pensaba que ella iba a estar para siempre enferma.

En el momento en que vi el colchón sin cubrir comprendí, por supuesto, que ella había muerto mientras yo estaba ausente.

Me enteré después de que habían tenido que dejarla en las instalaciones de la funeraria. Era un verano demasiado caluroso para que pudiese estar en casa hasta que yo regresase.

La enfermera, en cuanto pudo alcanzarme a la entrada del dormitorio, me dijo:

—Dirígete a Magazine Street y la verás. Te están esperando.

Recorrí cinco manzanas, andando por calles tranquilas, con árboles en las aceras, del distrito de Garden. Vi a mamá en la sala refrigerada. Adiós, mi querida Cynthia Walker, te quiero.

Bien, Belinda no se había ido a ninguna parte. ¡Todavía no!

Subí la caja que había traído de Sacks, desplegué el vestido blanco y plateado, y lo colgué con cuidado en el armario, en una de las perchas forradas.

Después fui a la buhardilla y tuve buen cuidado de dejar la puerta abierta para poder oírla si llegaba.

Hice inventario.

Había doce pinturas completas de ella, realizadas en aquel extraño verano de mi vida adulta.

La última pintura terminada era otra versión de Modelo y artista que había realizado a partir de una serie de fotografías hechas con el temporizador mientras hacíamos el amor. Me salió mejor ésta que la primera, sin embargo aborrecía pintar mi cuerpo desnudo encima de Belinda. De todos modos el trabajo era espectacular, lo sabía, y ahora mientras lo miraba me daba cuenta. También podía ver la similitud de su perfil con el que tenía en Jugada decisiva cuando la mujer la acariciaba. ¿En este cuadro era una niña o una mujer? Dado que no se le podía ver bien la cara aniñada, era una mujer con cabellos de princesa de cuento de hadas, o eso parecía.

Había una tela sin terminar, un estudio de «mujer adulta», Belinda en el bar de la ópera, en la que como siempre aparecía desnuda, excepto que en esta ocasión llevaba zapatos de tacón alto y un par de guantes negros. El fondo consistía en espejos relucientes y mesas de coctelería.

Resultaba macabro debido al profundo detalle de la figura, los labios fruncidos como si estuviera a punto de llorar y la mirada firme.

¡Ah!, con sólo mirarla sentía temblores. Cuando eso me sucede, sé que todo, absolutamente todo, va a salir bien.

Pero no tenía tiempo que perder.

Comencé a bajar las telas al sótano, primero llevé las que estaban secas, después las húmedas y a continuación las que tenían la pintura todavía fresca, y las deslicé una a una en la rejilla de metal que había en la furgoneta.

Que se produjera un cierto roce en el mismo borde de los cuadros era inevitable, pero no pasaba de un centímetro a cada lado.

Era algo que podía reparar cuando llegáramos a Nueva Orleans. La rejilla las mantendría seguras, como sucede cuando se transportan cristales, hasta que llegásemos a casa.

Después ya se me ocurriría el siguiente paso en la serie de cuadros. Me vendría a la cabeza cuando estuviésemos en la casa de mi madre. Sabía que así sería.

Por favor ven a casa, Belinda. Entra ahora y deja que te abrace y que hable contigo. Comencemos de nuevo.

Cuando todas las telas y demás utensilios estuvieron cargados, empecé a hacer el equipaje con mis ropas. Deseaba poner en la furgoneta sus maletas también, pero sabía que eso era ir demasiado lejos. Pensé que no había podido marcharse dejando aquellas cosas, ella no haría eso. Es decir, había dejado incluso su pequeña maleta y su saco y…

Cuando terminé, el reloj de carrillón daba las tres y ella todavía no había llegado.

¿Dónde podía ir a buscarla? ¿A quién podía llamar?

Me senté en la cocina y me quedé mirando el teléfono de la pared. ¿Qué pasaría si llamase a George Gallagher y le preguntase…? ¿Y si él no fuese el «más viejo amigo que tenía en el mundo» y no le hubiese dicho nada a ella? ¿Y si lo único que pasaba era que ella simplemente se sentía infeliz por la discusión de anoche? ¿Y si…, y si…?

No, con toda seguridad ha de ser él su viejo amigo, y ha unido los cabos sueltos. Maldita sea, Belinda, ¡ven a casa!

Me dirigí a las ventanas de la fachada para ver si el MG-TD estaba aparcado fuera. ¿Por qué no habría pensado en eso antes? Si se ha llevado el coche, sabré con certeza que va a volver, porque ella no robaría el MG, ¿verdad? Pero allí estaba el coche, aparcado donde ella solía dejarlo, justo al cruzar la calle; no muy lejos de la enorme y larga limusina negra que veía ahora.

Limusina negra, grande y larga.

El pánico me dominó durante un segundo. ¿Acaso habría olvidado alguna presentación a la que tenía que ir a dedicar libros? ¿Habría venido esa limusina a recogerme? Para ser francos, ésta es la única vez que he visto una limusina en la vecindad, a menos que venga a buscarme a mí, en cuyo caso entra por el pasaje de mi casa para recogerme.

Pero ahora eso había terminado, Splendor in the Grass de Berkeley había sido la última, la de la despedida. El conductor de la que había ahora estaba sentado, fumando un cigarrillo. Los cristales de la parte trasera, como es natural, estaban teñidos de oscuro. No podía saber si había alguien dentro ni quién podría ser.

Bueno, pues Belinda no se había llevado el MG. Eso significaba que debía andar por allí cerca y que vendría pronto.

Sonó el teléfono, y eran ya las tres y media. Se trataba de Dan.

—Jeremy, te lo voy a decir otra vez antes de que me hagas callar. Aléjate de ella ahora.

—Voy por delante de ti. Vamos a desaparecer de la vista por un tiempo. No te enviaré correo, pero sabrás de mí por teléfono.

—Escucha, estúpido. La escuela de Saint Margaret en Gstaad recibió una petición el cinco de noviembre para admitir a Belinda Blanchard a pesar de que el curso ya había comenzado, y el once de noviembre les dijeron que aunque así lo habían planificado, ella al final no iría. Ahora no está en esa escuela ni lo ha estado nunca. A pesar de ello, les han pedido que envíen toda la correspondencia que se reciba para ella a una firma legal de Estados Unidos. Se trata, pues, de una coartada.

—Muy buen trabajo, pero eso ya lo sé.

—Y el tiroteo tuvo lugar la noche anterior a la llamada realizada a la escuela de Saint Margaret.

—Muy bien, ¿qué más?

—¿Qué quieres decir con «qué más»?

—¿Sabes qué conexión existe entre los disparos y la escuela, la has averiguado? ¿Por qué enviaron a Belinda para alejarla?

—No esperes a saberlo. Porque si yo llego a obtener esa información por el simple hecho de llamar a un amigo en Gstaad o por invitar a cenar y ganarme a una de las secretarias de United Theatricals, el Enquirer también podrá averiguarlo en algún momento. Tienes que encontrar una cobertura de inmediato.

—Ya lo estoy haciendo, te lo acabo de decir.

—Te digo que lo hagas sin ella. Jer, vete a Europa. ¡Vete a Asia!

—Dan…

—Muy bien, muy bien. Ahora escúchame. Hay más detectives ocupados en esto, no sólo la gente de Sampson.

—Ponme al corriente.

—Daryl Blanchard, el hermano de Bonnie, tiene a sus propios hombres ocupándose del caso; trabajan igual que Sampson. El correo es enviado desde Saint Margaret a su empresa en Dallas. La chica de la United Theatricals dice que es muy pesado. Él y Marty se gritan constantemente por teléfono.

—No me sorprende.

—Pero, Jeremy, sigue pensando. La razón de este montaje: ¿cuál es?

—No puedo más que conjeturar una explicación. Quizá sucedió algo aquella noche entre ella y su padrastro.

—Muy probable.

—De modo que no quieren que llegue a la prensa ni la más mínima insinuación, lo cual también tiene que ver con lo que pensábamos el primer día, la chica podría ser raptada. Es sólo una chiquilla.

—Es posible. Pero deberías analizar lo que estamos observando, Jer. Saint Margaret trata con el tío Daryl de Tejas. Daryl está en contacto directo con Moreschi. No hay pruebas de que Bonnie sepa que su hija no está en la escuela.

—Espera un momento. —Me quedé de piedra. Pensaba que en aquel momento ya estaba preparado para cualquier cosa, pero aquello era demasiado.

—Bonnie ha de ser la razón de que lo hayan encubierto todo. Quieren que ella siga trabajando, no desean bajo ningún concepto que ella sepa que la chica se ha largado.

—Eso sería demasiado feo.

—¿No entiendes lo que significa? Esos tipos apestan y el olor llega hasta el cielo, Jeremy. Si consiguen encontrarte y hacerte algún daño, les podemos machacar a los dos.

¿Qué me había dicho ella aquella noche? ¿Que incluso si nos encontraban no osarían hacer nada contra nosotros? Sí, eso fue lo que dijo.

—Bonnie es la única tutora legal —continuó Dan—. Eso lo he comprobado. Ha estado en el juzgado en innumerables ocasiones para oponerse al padre natural de la criatura, durante años.

—Sí, ya sé, George Gallagher, el peluquero de Nueva York.

—Exacto. Y por cierto que él está loco por esa chiquilla. Tanto Moreschi como Blanchard tendrán que preocuparse mucho más por culpa de él, si esto se llega a saber.

—Veo que tomas nota de todo…

—Desde luego. Pero te digo, amigo mío, que nuestros enemigos no son estos tipos. De quien tengo verdadero miedo es de la prensa. Esta semana, esa mujer está en todos los periódicos sensacionalistas…

—Ya lo sé.

—Y la historia es demasiado jugosa. Está ahí, lista para ser descubierta: hija de superestrella se ha escapado, se oculta con un artista que pinta niñas jóvenes. Lo que digo es que Champagne Flight te mantendrá en las portadas durante dos semanas como mínimo.

—¿Pero cómo puede ser Bonnie tan estúpida? ¿Acaso no llama ni siquiera a su hija a la escuela?

—La estupidez no tiene nada que ver con esto. Deja que te explique a lo que te enfrentas en este caso. Se trata de una mujer que durante muchos años no ha contestado una sola llamada telefónica, no ha abierto correo alguno, no ha contratado ni despedido a ningún sirviente y tampoco ha escrito ningún cheque. No sabe lo que significa tratar con un dependiente estúpido ni con un empleado de banca, no ha tenido siquiera que elegir un par de zapatos por sí misma o llamar a un taxi. En su casa no se ha dejado de contratar a empleados internos durante los últimos doce meses. Ahora tiene un peluquero, una masajista, una ayuda de cámara, un cocinero y una secretaria personal. Cada día va al estudio con una limusina. Además Marty Moreschi no la pierde de vista. Se sienta y le da conversación cuando ella toma un baño. Incluso es probable que ella ni sepa quién está ahora en la Casa Blanca. Eso no es nuevo para esta mujer. En Saint Esprit, su hermano, sus agentes y sus camaradas tejanas la mantenían en la misma concha protectora. Y no creas que Belinda no colaboraba. Por lo que se sabe, ella también hacía turnos para vigilarla, para estar presente cada vez que su madre sentía pánico, hacía lo mismo que los demás. Es más, hubo un intento de suicidio que casi le cuesta la vida a Belinda…

—Sí, eso lo conozco. Pero lo que están haciendo es ilegal…

—¡Tú lo has dicho! Y voy a decirte algo más, algo divertido, Jer, muy divertido. ¿Sabes?, si yo me acabase de enterar de esta historia y no supiera que la chica está a salvo contigo, creería que está muerta.

—¿De qué estás hablando?

—Se parece a la ocultación de un asesinato, Jer. Podría muy bien estar enterrada en el jardín o algo parecido. Me estoy refiriendo a la chapuza con la escuela y todo eso. ¿Qué pasaría si Susan Jeremiah se dirigiese al departamento de policía de Los Ángeles y solicitara una investigación? Esos tipos podrían acabar siendo acusados de matar a la chica.

Me reí contra mi voluntad.

—Maravilloso.

—Pero volvamos a lo que nos ocupa. Tenemos una estrategia defensiva si ellos te encuentran. Con la prensa no tenemos ninguna.

Y ahora tengo un problema nuevo. Pensé. Un problema que me pasmaba.

De modo que le dije:

—¿Qué pasaría si tuvieras razón y le están ocultando la verdad a Bonnie, pero Belinda no lo sabe?

—Es muy posible.

—Por lo que sabemos, Bonnie llamaría a la policía, ¿no es cierto? Bonnie llamaría incluso al FBI para encontrar a su hija, ¿verdad? Lo que quiero decir es que tiene que haber algún lazo entre madre e hija, algo que las acerca, que le es más próximo a esa mujer que ninguna otra cosa en su vida.

—Podría ser.

—¿Y no podría ser que Belinda creyese que a su madre no le importa? Te lo digo porque eso explicaría un montón de cosas, Dan. De verdad. Lo que estoy diciendo es que allí estaba la chica, algo malo le sucede con ese tal Marty y todo lo que hacen es intentar apartarla enviándola a Suiza. Y ella… se escapa. A continuación se da cuenta de que su madre ni siquiera la busca, ni tampoco la policía, ni nadie. Eso es muy malo. Ahí está ella haciendo una barbaridad y los tipos se limitan a tacharla del libreto.

—Es posible que sí y es posible que no. Tal vez esté enterada de todo, Jeremy. La chica puede poner dos monedas en una cabina telefónica, ¿no crees? Podría llamar a Bonnie.

¿Acaso no llamaba a George en mitad de la noche?

—¿Tú crees que Bonnie podría ponerse al teléfono?

—Por todos los demonios, ¡podría llamar a Jeremiah! Podría llamar a los vecinos de Beverly Hills, si así lo deseara. ¡Podría llamar a alguien! No. Si quieres saberlo, lo que yo imagino es que tu Belinda está al tanto de todo lo que pasa. Y ha decidido que para ella ya es suficiente, eso es todo.

—Muy bien. Como te he dicho, yo me largo esta noche. Me voy lejos de aquí, y cuando vuelvas a saber de mí será por teléfono.

—Por el amor de Dios, ten cuidado. Ya sabes cómo funciona el Enquirer. Te darán alguna explicación estúpida para conseguir una entrevista y acto seguido correrán al piso de arriba y fotografiarán sus ropas en su mismo maldito armario.

—Nadie me entrevista estos días bajo ningún concepto, créeme. Estaré en contacto. ¡Ah!, y gracias, Dan. Te lo digo en serio, has estado fantástico.

—Y tú te estás comportando como un estúpido. Si esto llega a la prensa, te crucificarán, te lo digo muy en serio; harán que el tío Daryl de Tejas y el padrastro Moreschi aparezcan como santos y encontraran a la chica en las manos del violador.

—Adiós, Dan.

—Se presentarán en el juzgado con las copias de los cheques con que han pagado a los detectives y afirmarán que el encubrimiento se había hecho por el bien de ella.

—Tómatelo con calma.

—Y a ti te caerán diez años por molestarla, maldita sea.

—¿Y qué pasa con Moreschi?

—¿Qué pasa con él? No disponemos de ninguna información que demuestre que trató de tocarla. ¡Ella está viviendo contigo!

—Adiós, Dan, te llamaré.

Repasé y volví a repasar la casa. Todo estaba bien cerrado: las ventanas y las puertas de la terraza de arriba, y había una doble vuelta en el cerrojo de la buhardilla, lo mismo que en el cuarto oscuro del sótano.

Los cuadros, las fotografías, las cámaras y la ropa estaban cargados en la furgoneta. Pero sus maletas se hallaban encima de la colcha blanca de la cama de latón.

Por favor ven a casa, querida, ven por favor.

Se lo explicaré todo de inmediato. Todo lo que sé, incluso que es posible que Bonnie no esté enterada de nada. Luego le diré: mira, no tienes que hablar de esto nunca más, para mí es lo mismo, pero quiero que sepas que estoy de tu lado, y que estoy aquí para protegerte. Si es preciso te protegeré de ellos; al fin estamos en esto juntos, ¿no lo ves?

Estaría de acuerdo. Tendría que estarlo. Aunque es posible que lo único que hiciera fuese coger las maletas, bajarlas y llevarlas al taxi que estaría esperándola fuera, y diría al pasar junto a mí: me has traicionado, me has mentido, has sido falso desde el principio.

Si ella fuera una niña, si sólo fuese una chiquilla, una menor, una cría, entonces todo sería más fácil.

Pero no es ninguna niña. Y tú lo has sabido desde el principio.

Las cuatro y media.

Me senté en la sala de estar y fumé un cigarrillo tras otro. Contemplé todos los juguetes, el caballo de tiovivo y la cantidad de cachivaches que dejábamos atrás.

Debería llamar a Dan y decirle que vendiese todos aquellos chismes, o mejor todavía, que los donase a cualquier escuela u orfanato. No volvería a necesitar aquellas preciosidades.

Lo que había estado sintiendo durante los últimos tres meses era lo que la gente llama felicidad, pura y dulce. De pronto me sorprendió que el sufrimiento de la noche anterior igualara la intensidad de la felicidad que había conocido antes. Tales sentimientos incluían un calor cauterizante opuesto al deseo que sentía por ella. Se trataba de extremos que no había sentido antes de conocerla.

Sin embargo, en mi mente se relacionaban con la juventud, con las horribles tormentas que sentí antes de que el éxito y la soledad se convirtieran en una rutina. No me había dado cuenta de lo mucho que había echado de menos aquella sensación.

Sí, era como volver a ser joven, casi tan malo y quizás igual de mágico. Por un momento me sorprendí a mí mismo pensando en ello desde una distancia inesperada, y me preguntaba si en los años venideros iba a echar de menos todo aquello, la segunda oportunidad de ser feliz y sufrir al mismo tiempo. Me sentía muy vivo en ese momento, lleno de amor y de presagios, y también vivo a causa del temor.

Belinda, vuelve. Regresa.

Cuando el reloj de carillón dio las cinco, ella todavía no había venido a casa. Yo estaba cada vez más amedrentado. La casa estaba oscura y fría, y sin embargo no me atrevía a encender las luces.

Miré al exterior, al tiempo que rogaba y esperaba que ella viniese por la calle desde la salida del metro.

No venía.

La limusina seguía allí. El chófer estaba de pie a su lado, fumaba un cigarrillo como si dispusiera de todo el tiempo del mundo.

Pero ¿qué estaría haciendo aquella cosa allí?

De pronto me pareció de mal agüero. Algo tremendamente siniestro. Es probable que ese tipo de coches siempre lo sea.

Durante toda mi infancia me llevaron a funerales, a veces incluso dos o tres veces al año. Entonces el único significado que poseían para mí era el de muerte. Y siempre me ha parecido irónico que los mismos lujosos y negros monstruos fueran los que me llevasen a las televisiones y a las emisoras de radio, a las oficinas de los periódicos, a las cenas literarias y a las tiendas de libros, es decir a todas las inevitables experiencias de la ruta publicitaria habitual.

No me gusta su aspecto, su pesadez ni su negrura. Por lo silenciosas que son y por ir forradas, se parecen mucho a los ataúdes y a los estuches de joyas.

Dieron las seis de la mañana. Fuera comenzaba a elevarse una luminosidad californiana.

Pensé en esperar una hora más y después buscar a George Gallagher de alguna manera. Él era el único que podía haberla informado en secreto.

En la nevera no había nada decente para comer. Tengo que ir a por un par de filetes. Haremos una última comida juntos antes de coger la carretera. No. Tengo que quedarme aquí. No puedo dejar esta casa hasta que ella venga.

Sonó el teléfono.

—¿Jeremy?

—¡Belinda! La cabeza ha estado a punto de estallarme. ¿Dónde estás, querida mía?

—Estoy bien, Jeremy. —Tenía la voz entrecortada. Se oía ruido a su alrededor, como si estuviese en una cabina telefónica en alguna parte, parecía el sonido arrullador del océano al fondo.

—Belinda, voy a recogerte ahora.

—No, Jeremy, no lo hagas.

—Belinda…

—Jeremy, sé que has mirado en mi armario —se le iba la voz—; sé que has estado viendo mis cintas. Ni siquiera las rebobinaste.

—Sí, es cierto, no voy a negártelo, amor mío.

—Tiraste todas mis cosas por el suelo y…

—Lo sé querida, lo hice, lo hice. Es cierto. Y también he hecho otras cosas, he investigado. Lo admito, Belinda, pero te amo. Te amo y tienes que entender…

—Yo nunca te he dicho mentiras sobre mí, Jeremy…

—Ya sé que no lo has hecho, mi niña. Yo he sido el que ha estado mintiendo. Pero por favor, escúchame. Ahora estaremos bien. Nos podemos ir esta noche a Nueva Orleans, tal como tú querías, amor mío, y nos alejaremos de toda esa gente que anda buscándote. Y lo están haciendo Belinda, créeme.

Silencio. Oí un sonido que me hizo pensar que ella estaba llorando.

—Belinda, mira. Mis cosas están todas empaquetadas, todas las pinturas están en la furgoneta. Sólo tienes que decirme que añada tus maletas y lo haré. Vendré a buscarte. Nos lanzaremos a la carretera ahora mismo.

—Tienes que recapacitar, Jeremy —oí que estaba llorando—. Tienes que estar seguro, porque…

—Estoy bien seguro, amor mío, te quiero. Eres lo único que me importa, Belinda.

—Nunca voy a hablarte de ellos, Jeremy. No quiero tener que explicar nada ni volver a recordarlo para contestar preguntas, no lo haré.

Lo digo en serio.

—No, y yo no espero que lo hagas. Te lo juro. Pero por favor, amor mío, date cuenta de que el misterio no podía dividirnos más y por eso he hecho lo que he hecho.

—Todavía debes tomar tu decisión, Jeremy. Tienes que olvidarte de ellos. ¡Tienes que creer en mí!

—La he tomado, querida mía. Creo en nosotros dos, como tú querías. Y nos vamos a marchar adonde ese Moreschi y tu tío Daryl no puedan seguirnos. Si Nueva Orleans no está lo bastante lejos, entonces dejaremos el país y nos iremos al Caribe. Nos marcharemos tan lejos como nos sea posible.

La oí llorar.

—¿Dónde estás, amor mío? Dime.

—Jeremy, piénsalo bien. Debes estar seguro.

—¿Dónde estás? Quiero ir a recogerte.

—Te lo diré, pero no quiero que vengas a por mí hasta mañana. Tienes que prometérmelo. Quiero que estés absolutamente seguro.

—Estás en Carmel, ¿no es cierto? —Aquel sonido era el del océano. Estaba en una de las cabinas de la calle principal, a una manzana de casa.

—Jeremy prométeme que esperarás hasta mañana. Tienes que prometerme que te tomarás ese tiempo para pensarlo.

—Pero querida…

—No, no esta noche. Prométeme que no vendrás esta noche. —Estaba llorando y se sonaba la nariz. Intentaba mantener la calma—. Si todavía sientes lo mismo por la mañana, bueno, entonces podrás venir a buscarme, nos iremos a Nueva Orleans y todo nos irá bien. Todo irá bien.

—Sí, cariño, sí. Cuando amanezca estaré en la puerta. Y estaremos de camino a Nueva Orleans antes del mediodía.

Todavía la oía llorar.

—Te amo, Jeremy. De verdad, de verdad te amo.

—Te amo, Belinda.

—Mantendrás tu promesa.

—Al amanecer.

Colgó el teléfono. Se fue.

Quizá ya estaba saliendo de una de las cabinas de Ocean Avenue, pues la casita que yo utilizaba para recluirme no tenía teléfono.

¡Cómo ansiaba estar con Belinda! Pero todo acabaría saliendo bien.

Me dejé caer pesadamente en una silla frente a la mesa de la cocina y durante un largo rato no hice nada más que dejar que la buena noticia hiciera mella en mí. Pensaba que todo iría bien.

Así que las siguientes horas no serían tan tensas y la batalla estaba ganada, y la maldita guerra también estaba ganada.

Debería dejar de estar aquí sentado, disfrutando de la calma; debería salir y comer algo ahora, eso mataría un poco el tiempo. Me iría pronto a la cama, pondría el despertador a las cuatro de la mañana y podría llegar allí antes de las seis.

Bueno, está bien, amigo mío. Todo está bien.

Al final logré ponerme de pie, cogí el abrigo de lana y me peiné.

El aire de la calle era tonificante. Sentí enseguida la caricia del aire frío.

Acababan de encenderse las luces de la calle y el color del cielo cambiaba de rojo a plateado. Varias luces parpadeaban en las lomas colindantes.

«Coge un buen libro —me dije a mí mismo en un susurro—, porque pueden pasar años antes de que vuelvas aquí». ¡Y aquello hacía que me sintiera maravillosamente bien!

La limusina seguía allí. Ahora ya comenzaba a parecerme muy extraño. Le eché una mirada mientras me dirigía a Noe Street. El conductor volvía a estar dentro.

¿Podría ser que alguien la hubiese enviado para vigilarla a ella? Pues si es así, has llegado demasiado tarde, hijo de puta, porque ahora ella está a trescientos kilómetros al sur de aquí, y yo me libraré de ti en la autopista en menos de cinco minutos. Vamos, Jeremy, esto es pura paranoia. Nadie se pone a vigilar una casa desde una limusina. Basta.

Pero en el momento de llegar a la esquina de Noe Street, el motor del coche se puso en marcha y el enorme vehículo fue hasta la esquina y se paró.

Mi corazón latía agitado. Aquello era una locura. Era como si el hecho de haberla mirado la hubiese movido.

Crucé Noe Street y caminé hacia Market, sentía una extraña flojera en las rodillas. El viento era más fuerte, lo cual me libró de la fatiga que había comenzado a dominarme mientras estaba esperando en casa. Bien.

La limusina también había cruzado Noe Street y se movía en mi dirección por el carril derecho de la calzada. Empecé a sudar. ¿Qué demonios es esto?

Miré dos veces a las ventanas traseras, aunque sabía perfectamente que no podría ver nada a través del cristal teñido. Recordaba la enorme cantidad de veces que había visto a la gente en la acera, mirando mi limusina y tratando de ver quién había dentro. Era estúpido.

Tendría que seguir por Market Street. Tenía que hacerlo. Era imposible que girase a la izquierda y me siguiese por Castro Street. Además de ser ilegal era torpe y absurdo. Comprar un filete. Llevarlo a casa, asarlo a la parrilla. Tomar un poco de vino. El suficiente para que me entrase sueño. Eso era todo.

Pero me había olvidado de Hartford, de la pequeña calle que cruza la Diecisiete, y que estaba allí al lado. A mi lado. La limusina hizo un giro difícil a la izquierda y siguió por Hartford, parándose justo frente a mí en el momento en que llegué a la esquina.

Me quedé parado mirándola, mirando otra vez el cristal oscuro, y pensando que aquello no tenía ningún sentido. Un estúpido chófer piensa preguntarme por una dirección. Nada más.

¿Y ha estado más de tres horas esperando allí, sólo para preguntármelo personalmente?

El conductor miraba al frente.

Oí el sonido que hace la ventanilla al bajar; era la de atrás. Bajo la luz de las lámparas de la calle vi a una mujer morena que me miraba. Tenía los ojos oscuros tras las enormes gafas de montura de hueso. Había visto la misma mirada implorante bajo esas gafas en una docena de películas, el mismo cabello ondulado peinado hacia atrás dejando la frente al descubierto, los mismos labios rojos. Me resultaba más que familiar.

—¿Señor Walker? —preguntó. Tenía un acento inconfundible de Tejas.

No contesté. Sentía mi propio pulso en los oídos y pensaba en la extraña y confusa calma que reinaba; ella era verdaderamente hermosa, aquella mujer era preciosa. Parecía una estrella de cine.

—Señor Walker, soy Bonnie Blanchard —me dijo—. Me gustaría hablar con usted, si es que no le importa, antes de que mi hija Belinda vuelva.

El chófer estaba saliendo del coche. La dama volvió a esconderse en la oscuridad. Entonces el hombre abrió la puerta de atrás para que yo entrase.

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