Belinda

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Primera parte » Capítulo 26

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26

No puedo precisar cuándo empezaron a surgir las dudas. Pero ciertamente no fue durante aquellas primeras semanas.

Condujimos sin parar durante todo el trayecto, mientras uno de nosotros dormía el otro cogía el volante, de modo que llegamos a Nueva Orleans bien entrada la mañana del segundo día, después de haber dejado California.

Al dar la vuelta para entrar en la avenida Saint Charles, saliendo de la autovía, pensé que estaba exhausto, sin embargo las viejas señales —los gigantescos robles de copa amplia, y también el ocioso y sucio ambiente del aburrido tramo del centro de la ciudad— me devolvieron a la vida de inmediato.

Tuve una extraordinaria sensación de paz cuando circulábamos por el territorio del Garden District, una vez cruzada la avenida Jackson. Hasta el olor del aire caliente estaba surtiendo efecto.

Entonces vi la alta valla de hierro de la vieja casa, que continuaba detrás por la calle lateral. Vi que el jardín crecía más exuberante que nunca y se recortaba contra las blancas columnas corintias y los porches cubiertos. Allí estaba la enredadera Rosa de Montana elevándose hacia las persianas de las altas ventanas. Estaba en casa.

Cuando miss Annie salió a recibirnos y me entregó las llaves, yo me sentía como aturdido. La impresión que me producía cuanto me resultaba familiar era de magia. El torrente de pequeñas sensaciones, que hacía largo tiempo que había olvidado, me abrumaba.

Una vez hubimos entrado en las habitaciones, noté que estaban frescas. Los ventiladores del techo chirriaban y los viejos acondicionadores de aire de las ventanas hacían aquel sonido que, con el tiempo, actuaba de excelente sustituto del silencio. Allí estaba el horrible y viejo retrato de Lafayette, aquel que Alex había mencionado, y la cabeza de pirata seguía al pie de las escaleras, también las alfombras estaban esparcidas aquí y allá. Durante un momento me quedé de pie en la puerta de la biblioteca, miraba la mesa en que había estudiado y los estantes todavía llenos de libros del siglo diecinueve en los que había visto y estudiado, por primera vez, las pinturas y los dibujos de los grandes maestros.

Belinda permanecía quieta y estaba obviamente subyugada. La tomé de la mano y la llevé al segundo piso. Entramos en la habitación que había sido de mi madre. Las persianas estaban cerradas y los listones abiertos, de modo que podían verse las ramas de los árboles del jardín, tal y como lo había visto Alex largo tiempo atrás.

Abrí las puertas cristaleras que daban al porche cubierto. Le expliqué cómo mirábamos la procesión de martes de carnaval desde allí sin ser vistos desde la calle. Ese tipo de porches era algo perteneciente al pasado, en la actualidad la gente los consideraba feos ya que tapaban las bonitas fachadas del período anterior a la guerra civil; sin embargo no había nada en el presente que supliera la sensación de intimidad y de aire fresco que proporcionaban.

Al moverse ella por la habitación, mientras examinaba los muebles de caoba y la gigantesca cama con sus cuatro columnas, me parecía pequeña y frágil.

—¡Ah! Jeremy, éste es un lugar de ensueño —me dijo. Y me dedicó una de sus exquisitas sonrisas.

—¿Te gusta, cariño?

—¿Podemos dormir en esta cama? —me preguntó.

—Claro que podemos —contesté—. Sí, ésta será nuestra habitación.

En las horas más frescas de la noche podríamos cerrar los acondicionadores de aire y dejar las puertas del porche abiertas. Podríamos oír los coches que pasaran por la calle.

Me ayudó a descargar la furgoneta. Lo hicimos por el camino de gravilla, bajo el sofocante calor, hasta que hubimos llevado los doce cuadros al estudio del porche de la parte de atrás, en el que había trabajado durante tantos años.

Ahora el porche estaba cubierto con cristaleras en vez de mamparas. Sin embargo, las viejas persianas enrollables de caña de bambú verde todavía estaban allí, y yo recordaba a Alex Clementine, vestido en su traje de lino blanco, diciendo mientras las bajaba: «Sabes, haré el amor contigo».

Tanto el banco de trabajo como el caballete y las demás cosas seguían en su sitio. Por no mencionar el camastro, en el que Alex y yo nos sentamos juntos aquella tarde. El jardín había crecido tanto y de forma tan exuberante que la luz apenas podía filtrarse. Las rosas crecían en arcos amenazantes, que se elevaban por encima de los espesos racimos de los bananos y sobre las adelfas blancas y rosas.

Junto al tramo final se elevaba sobre sus altos tallos el malvavisco púrpura. Y la enredadera de campanillas ascendía hasta el mismo tejado.

¡Ah!, nada en California crece como aquí. Tal vez ni siquiera el amor. La Rosa de Montana recorría los hilos del teléfono que se cruzaban con las ramas de la pacana. Los lirios de agua ofrecían sus enormes capullos que sobresalían de los cimientos de ladrillo. Incluso los gladiolos púrpura estaban rodeados de una capa de verde musgo como velludillo. Más lejos, entre el césped que había crecido demasiado, se encontraban los muebles de hierro de jardín, medio cubiertos por los hierbajos excesivamente altos que ahora se hallaban medio doblados.

Era el hogar.

Ella me ayudó a subir el equipaje al piso de arriba. La moqueta era tan mullida como si acabase de crecer de los maderos pulidos. Abrí los viejos armarios y olían a polvo, a bolas de naftalina y a cedro.

De pronto se hizo un absoluto silencio. Estábamos los dos de pie al borde de la alfombra de Bruselas.

—Te quiero, amor mío.

Cerré la puerta y la llevé en brazos hasta la cama de mi madre. Ella dejó caer la cabeza mientras le desabrochaba los botones de la camisa. Llevaba cintas entrelazadas con las trenzas.

Bajó la mano hasta la línea de separación entre sus pechos y abrió el corchete del sujetador, de modo que las dos copas quedaron separadas, una a cada lado, como si se tratase de dos conchas blancas. Levantó suavemente las caderas para que pudiese quitarle los pantalones tejanos y después las medias. Tiré de los lazos de las trenzas, recorrí las mismas con los dedos de manera burda y las aflojé, así que se deshicieron, quedando el cabello suelto y ondulado.

Me rodeó con los brazos y comenzó a besarme los hombros y el cuello. Hicimos el amor encima de la misma colcha. Después de lo cual me di la vuelta y caí dormido, en lo que debió de ser el más suave y profundo de los sueños que yo haya conocido.

California simplemente desapareció en la oscuridad. Abandonábamos la barbarie californiana para adentrarnos en la del sur, pensé.

Oí que Alex explicaba frente a una mesa abarrotada de gente:

—Y entonces, ¿quién apareció dentro de su negra limusina, justo enfrente de su casa, sino Bonnie?

No, basta, fin. Despierta. Cambia de marchas. Vete al sur. Aléjate. Bonnie con acento suave de Tejas:

—No me importa quién empezó todo. No me interesa saber quién tiene la culpa. Lo que quiero es no tener que volver a verla.

Se oían los sonidos provenientes del exterior de Nueva Orleans. Eran las cinco en punto.

El aire acondicionado estaba apagado. Las chicharras estaban cantando, desde las ramas de los árboles se oían las canciones que cantaban a coro. ¡Ah!, estoy en casa. Estoy a salvo. Estoy en Nueva Orleans. Se oían los relojes que daban la hora, desde distintos lugares. Mi madre siempre me pedía que pusiera los relojes con treinta segundos de diferencia para que la música de las campanadas no dejara de sonar. Miss Annie debía de haber aprendido el truco.

¡Belinda! Estaba sentada fuera del porche, en la mecedora blanca. La brisa llevaba el olor de la lluvia y del polvo. Sólo llevaba puesta una braguita de seda blanca y tenía los pies descalzos.

—¡Hace un calorcillo tan maravilloso! —comentó. Una suave luz le iluminaba la cara. Llevaba el cabello con raya en medio, de manera que le caía sobre los hombros formando rizos y medio enrollado por las trenzas—. ¡Ah! Jeremy, no nos vayamos nunca de aquí. Si nos ausentamos por algo, volvamos pronto. Hagamos que éste sea nuestro hogar.

—Sí, mi querida niña, para siempre.

Me quedé de pie al lado de la barandilla y miré a través de la maleza de ramas de los robles en dirección a las líneas plateadas que los coches dejaban en la avenida. Cuando se acercaba el martes de carnaval siempre podaban las ramas de modo que las grandes plataformas de cartón piedra pudiesen circular con seguridad bajo los árboles. Me dolía sólo pensar en ello.

En aquel momento el color verde oscuro del césped se mezclaba con el verde de los árboles, y más allá no se veía nada del resplandor del cielo, sólo los colores pardos de las casas más alejadas, y algunos parches crespados de laurel de california rosa que brillaban en la penumbra, junto a magnolias blancas, pedacitos brillantes de cristal y azul translúcido al lado de hierro retorcido. El mundo parecía entretejido en una red. No había ni principio ni fin. Tanto el ocaso como las nubes no eran más que retazos diminutos resplandecientes.

—Esta noche saldremos e iremos al lago —le dije—. A un antiguo lugar del lado oeste del lago. O si prefieres al barrio francés en el centro de la ciudad. ¿Qué me dices?

—Lo que tú quieras.

Había gotitas de humedad que refulgían sobre sus pechos y sobre sus muslos desnudos bajo la orilla de blonda de sus braguitas. Éstas eran preciosas, la blonda de que estaban hechas era muy trabajada y parecía que las hubiesen esculpido a la medida de su contorno. Tenía los pies desnudos sobre el suelo polvoriento.

Pero antes quería hacer las fotografías.

Encendí las lámparas.

—Recuéstate en la cama —le pedí con amabilidad—. Sobre los almohadones bordados. No, no, déjate las braguitas puestas.

—Vaya, ésta es toda una novedad —contestó somnolienta.

No había desempaquetado los trípodes pero podía sujetar la cámara con la suficiente estabilidad. Las fotos me saldrían muy granulosas y la luz sería terrible, pero quedarían bastante bien. El cuadro que haría dentro de muy poco tendría la luz adecuada. Tenía las piernas separadas y la rodilla izquierda levantada hacia un lado, así que los pezones rosa resultaban visibles bajo la tela de seda.

Ella volvió a caer en su trance habitual cuando empezó a sonar el clic del disparador. Pensé en todas las películas en que había participado. Y también en la última, en que había hecho aquellas exquisitas escenas de amor sobre la arena. Pero el presente era lo bastante presente como para pensar en aquello.

Abrí su maleta y saqué uno de sus sujetadores, uno que era de color rosa y llevaba encajes, también saqué las braguitas rosa a juego.

—Ponte éstas, ¿quieres?

La miré mientras se quitaba las que llevaba puestas. El sujetador tenía cierre delantero como el anterior. ¡Ah!, mis dientes se apretaron cuando vi cómo tensaba el clip, y sus pechos quedaban recogidos. A continuación se ajustó las copas, se subió ambos pechos para luego dejarlos caer; los dedos actuaban con naturalidad y soltura. Mientras la contemplaba se me endureció. Luego se puso las braguitas, estiradas y transparentes sobre el bello del pubis. Pude ver cómo la seda se ajustaba sobre los labios secretos. Se produjo un pequeño ¡clac! El vello quedó por debajo como una sombra.

Volvió a sentarse sobre la cama y se echó hacia atrás, hacia los cojines, dejó que el cubrecama quedase arrugado bajo sus talones.

—Perfecto.

Caminé hacia atrás y me quedé de pie, mirándola, queriéndola. Sabían quién era ella, y nada había cambiado. Pero todo había cambiado. Ahora todo era distinto.

Esa noche la dedicamos a pasear y recorrer el barrio francés. Llegamos a tiempo de oír jazz en la Preservation Hall, nos detuvimos en la zona de las tiendas y en los extravagantes clubes de Bourbon Street, y nos entretuvimos contemplando los lugares históricos como Pirate’s Valley, Jackson Square y la catedral.

Me habló con melancolía de las cosas que añoraba de Europa. No precisamente de Saint Esprit. Aquello había sido una prisión. Hablaba de París y de Roma sobre todo.

Roma le había gustado con delirio. Había recorrido toda la ciudad con una Vespa junto a Susan Jeremiah, cuando ésta concluía el trabajo de producción de Jugada decisiva en Cinecittà. Susan medía metro ochenta de estatura e iba vestida indefectiblemente con el sombrero y las botas de vaquero. Los italianos la adoraban.

Me comentó que era un lugar de colores indescriptibles. Las paredes estaban pintadas y las calles eran de piedra, los olores en Roma también eran sorprendentes. No se parecían a los de ningún lugar de América que ella hubiese visitado. En realidad, para ella América era Nueva York, Los Ángeles y San Francisco.

Yo la escuchaba sin interrumpirla, percibía el cambio que se producía en ella al poder hablar de su pasado, era como si su vida se extendiese también hacia atrás, al igual que lo hacía hacia delante, con planes y sueños. Todo acabaría saliendo bien. Todo nos iría estupendamente.

Lo que no hacía yo era presionarla. Más tarde, cuando tomamos café en el Café du Monde, le hice preguntas sobre la filmación de Jugada decisiva.

—Bueno, como ya sabes, durante toda mi vida he hecho películas —me dijo—, he participado en filmaciones desde que me acuerdo e incluso antes. He visto películas en las que yo sólo era un bebé. Después también estaban los anuncios. Cuando tenía unos quince meses creo que hice un anuncio para un champú de bebés. Las fotos han de estar en alguna parte. Te las enseñaré. Pero cuando nos trasladamos a Saint Esprit todo acabó, todo murió. Bueno, no, eso no es del todo cierto, creo que todavía hicimos otra película. No me acuerdo bien. Saint Esprit era lo más parecido a una prisión.

—Sin embargo, en Jugada decisiva tuviste un papel importante.

Asintió con la cabeza. Después la noté incómoda.

—Hay tiempo para eso —comentó—. Me parece bien tener que esperar.

Más tarde, cuando paseábamos de regreso por Canal Street, volvió a hablar del tema:

—Sabes, una cosa que he aprendido de los actores y las actrices, me refiero a las grandes estrellas, es que pueden ser de lo más ignorante si alcanzan la fama cuando son muy jóvenes. Algunas son casi analfabetas. Y emocionalmente son personas que han crecido en el sistema penal. Quiero decir que son incapaces de controlar sus emociones. Yo quiero hacer películas, sé que voy a hacerlas, pero antes de meterme en ello no me molesta nada vivir durante un tiempo un estilo de vida distinto.

—Dos años, amor mío —le dije—. Después nadie podrá hacer nada contra nosotros.

Pensé en Bonnie, que me amenazaba con aquellos negativos; pensé que algún ser sin rostro había penetrado en mi casa cuando no había nadie. ¿Cuándo debió suceder? ¿Pudo haber sido la última vez que nos fuimos a Carmel, y el intruso contempló todas las pinturas con una linterna? La rabia me consumía. Déjalo, Jeremy. Te dio los negativos sin oponer la más mínima resistencia. Esa mujer es trágica. «Deja que el cielo la guíe», como dice el viejo poema.

A las doce de la noche ella ya dormía en la cama de mi madre —nuestra cama— y yo estaba abajo, pintando en mi viejo estudio. Me estaba apresurando mucho, intentaba dar los últimos retoques a los cuadros que había traído. Pensé que al día siguiente iba a obtener los productos de laboratorio, y que como tal utilizaría el baño del servicio que estaba junto a la cocina. Todo sería perfecto.

Cuando hube terminado, salí afuera y percibí el abrazo de la noche inanimada que nunca, nunca, se sentía en San Francisco.

La enorme casa parecía escorar como un barco en la oscuridad, en tanto que la hiedra parecía haberse tragado sus dos chimeneas. Sentía cómo se elevaba el olor de las flores, ese perfume denso y embriagador que allí se huele en todas partes. ¿Por qué me habría marchado? De hecho no había hecho más que trasladar aquel lugar a todas las pinturas que había realizado. Charlotte y Angelica, e incluso la bella durmiente, sí, ésta en especial, bajo su bruma tejida como tela de araña. Aunque ahora todo es diferente. El pasado está vivo. Yo estoy vivo.

Miré hacia arriba. Ella se había acercado a la puerta de rejilla. De nuevo llevaba sólo una braguita. Y la luz de la cocina parecía arder entre sus cabellos.

La que estaba de pie no era una niña, era una mujer.

Al llegar el fin de semana, ella ya conocía toda la ciudad y se desenvolvía muy bien con la furgoneta. Solía ir a las tiendas de bulevares, según ella a empaparse de América en aquellos lugares, lo cual en cierto modo era difícil. También iba al barrio que adoraba, por supuesto. Me informó de que varias películas buenas que todavía no habíamos visto se estaban proyectando en la ciudad. Me dijo que teníamos que ir a verlas. Y entre todo cuanto había inspeccionado, la lista de restaurantes a visitar era interminable.

Yo comencé a trabajar en dos nuevas telas al mismo tiempo, a las que había titulado Belinda en la cama de mamá. En una de ellas llevaba braguitas de seda y en la otra sujetador y braguitas. Eran las más eróticas que yo había pintado hasta ese momento.

Sabía que la nueva dirección en mi trabajo se presentaría por sí misma, como había sucedido con el cuadro del café Flore; sin embargo, ahora el misterio era más profundo. Yo era un hombre que despertaba de un sueño.

Me costaba concentrarme cuando pintaba sus senos y las medias. Suspendía el trabajo, salía al jardín y dejaba que el calor del sol me dejara agotado. Septiembre en Nueva Orleans es como si fuese pleno verano.

Pero estaba trabajando maravillosamente bien. Estaba haciendo la continuación de una serie basada en ella como mujer adulta. Y si en California había doblado mi habitual rapidez en el trabajo, aquí iba a la velocidad de un huracán. Volvía a dormir sólo cinco horas por las noches o menos. En ocasiones dormía tres horas.

Sin embargo las tardes eran perfectas para hacer la siesta. Mis Annie acostumbraba dormir a esa hora. Belinda se iba a montar a Audubon Park y tomaba una o dos clases en Tulane. Había comenzado a escribir un diario y en ocasiones se pasaba horas escribiendo en la biblioteca. Yo dormitaba en la cama de mi madre.

Ella estaba ocupada y muy contenta, igual que al principio. Los libros empezaban a formar una buena pila y los nuevos televisores, aparatos de vídeo y cintas comenzaban a proliferar. Lo habíamos instalado todo en la habitación de mi madre, en la habitación de ella junto al salón y en la biblioteca.

El miércoles por la noche ella miraba Champagne Flight. Yo me daba un baño. La puerta estaba abierta. Ella no me hablaba sobre la serie. Se limitaba a sentarse en el canapé de mi madre, vestida con unos pantalones cortos y una especie de corpiño rosa (prendas informales que nunca había llevado en San Francisco) y se quedaba mirando la pantalla. Oí hablar a Bonnie. Después a Alex. De nuevo a Bonnie. Aquél debía de ser el episodio en que Alex dejaba paso con elegancia al joven amante punk. Bonnie lloraba. Aborrecía oírla llorar. Ni siquiera deseo volver a verla.

Todavía pasaron unos días antes de que me acordase de Dan. ¡Tenía que llamar a Dan! Todo lo demás iba espléndidamente bien. Había llamado a Nueva York para comprobar las cosas desde un teléfono público del centro de la ciudad.

Rainbow Productions había pagado los quinientos treinta mil dólares por los derechos de Angelica. Mi contable ya había liquidado los impuestos y había hecho las inversiones. Rainbow había solicitado que yo asistiese en Los Ángeles a una comida, pero eso quedaba fuera de discusión. Tampoco pensaba hacerles ninguna llamada. Señores, pueden llevársela, por favor.

Y ahora Dan. Tenía que explicarle el último capítulo, el desafortunado episodio de mi entrevista con aquella mujer en la fría habitación del hotel Hyatt, con ella sosteniendo un cigarrillo como si se tratara de utilería teatral. Sin duda, Dan se estaría volviendo loco. Se merecía una explicación.

Me dirigí a una cabina telefónica que estaba en la esquina de Jackson y Saint Charles Street. Accedí a su contestador automático personal en San Francisco. «Deja un mensaje de la duración que quieras». Bien, por primera vez en mi vida, podía aprovecharme de aquello. Empecé haciendo recapitulación de todo de forma velada.

—No habían transcurrido ni un par de horas después de llamarte a ti, cuando miré a través de la ventana…

Creo que en ese momento es cuando empezaron. Me refiero a las dudas.

En el preciso instante en que lo estaba contando.

Estaba en la cabina y miraba hacia el exterior, sin fijar la vista en nada, sólo veía el largo tranvía de madera marrón que se deslizaba, con el curvado techo mojado por la lluvia que debía de caer en las afueras, pues aquí no estaba lloviendo.

Así que me oí a mí mismo diciendo:

—No te lo creerás pero me estaban secuestrando en una limusina negra. Alguien había entrado en la casa, había cogido los negativos y…

Fue en ese momento cuando me pareció demasiado descabellado.

—Pues bien, ésa era la cuestión —continué—, pero conseguí que me devolviera los negativos y…

No, me pareció que nada de aquello tenía mucho sentido. Y volví a recordar lo que había soñado la primera tarde que dormí en la cama de mi madre, un sueño en que Alex le estaba contando la historia a todo el mundo. ¿Qué sensación había tenido durante el sueño? No podía creerlo.

—Así que, Dan… —mascullé. Y me di cuenta de que le estaba explicando cómo había comprobado y vuelto a comprobar los cerrojos a mi regreso a casa, en San Francisco. No podía imaginarme cómo había hecho aquel bastardo para encontrar los negativos, y mucho menos cómo los había clasificado y separado del resto y…

—Ya debes saber que esos tipos son profesionales, expertos en reventar cerrojos y puertas, imagino. —¿Será eso cierto?—. Y vete tú a saber hasta dónde son capaces de llegar…

Es mejor acabar con esto.

—Pero, como verás, lo que fuera que sucedió entre ella y su padrastro puso en las pequeñas manos de B. las cartas adecuadas. Lo que quiero decir es que ellos ni siquiera contemplaban la posibilidad de acudir a la policía para que la buscaran, naturalmente…

¡Mmmm!

—Y eso es lo que hay, un castillo de naipes. La razón es que toda la historia tiene un balance muy precario. Ellos me fastidian. La pequeña B. hace lo mismo con ellos. Y todos acabamos en el mismo saco. Nadie va a hacer nada contra nosotros, a menos que yo decida enseñar los cuadros…

¿Le había hablado a Dan de los cuadros?

—Más adelante te contaré lo de las pinturas, amigo mío. Te volveré a llamar.

Estaba contento de haber zanjado el asunto con Dan. Muy satisfecho. No le había contado dónde me hallaba. Nadie debía saberlo.

El teléfono sólo sonaba en la vieja casa cuando Belinda me llamaba o cuando la llamada era para miss Annie; o se trataba de su hijo, el taxista borracho, o de su hermano Eddie, que era al parecer el fantasma de un hombre viejo que clavaba clavos en maderas podridas al lado de la casa.

Bajé al bar del hotel Pontchartrain y me tomé una copa. Tenía que escapar de aquel bochornoso y húmedo clima durante un rato.

Me resultaba muy desagradable tener que desaparecer de aquel modo, incluso por Dan. Sin embargo, no podía dejarle abandonado sin decir palabra, hubiera sido deshonesto.

Aunque aquella historia no tenía ningún sentido, ¿verdad?

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