Belinda

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Primera parte » Capítulo 27

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Sueños poco profundos. Comprobé de nuevo la cerradura del laboratorio de fotografía. Los negativos se hallaban en el archivo metálico que había allí. Es un archivo donde guardo las cosas cuando he terminado. No quiero que se quemen si hay un incendio. ¿Los llegué a guardar allí? Había miles de juegos de negativos metidos en sobres blancos. ¿Qué había marcado en éstos? No me acordaba.

Estaba intentando sacar el cerrojo y la puerta de madera de roble ni siquiera se astillaba. Era como intentar hacer lajas con un cincel sobre piedra. No había marcas en la puerta, ni un mero rasguño.

Me despertaba. Tenía los ojos abiertos. El corazón me latía con fuerza. El sueño había desaparecido. Estaba en la habitación de mi madre, miraba las paredes con el papel dorado, las manchas que a causa de la humedad resplandecían como si se tratase de huellas de caracol a la luz de la luna.

Oí el tranvía que circulaba por la calle. Me llegaba el olor del jazmín a través de las puertas cristaleras. Las luces de la avenida Saint Charles se reflejaban en la habitación.

¿Dónde estaría ella?

Fui a la planta baja. Había luz en la cocina. Oí el sonido de los cubitos de hielo. Ella estaba sentada junto a la mesa blanca de metal y comía helado directamente del envase. Estaba descalza. Y llevaba un camisoncito de muñeca que dejaba ver la V de las braguitas violeta por debajo.

—¿No puedes dormir? —Levantó la cabeza y me miró.

—Prefiero pintar un rato.

—Son las cuatro de la mañana.

—¿Todavía crees que cuando tengas dieciocho años querrás que enseñe los cuadros y no te importará?

—Te amo. Estás loco. Tú nunca hablas como el resto de la gente. Las otras personas tantean rastreramente el terreno antes de decir lo que quieren decir. Tú te limitas a exponerlo. Como si hicieses rayas de tiza blanca sobre una pizarra negra.

—Ya lo sé. Me lo has dicho otras veces. Mis amigos lo llaman naiveté. Yo lo llamo estupidez.

—Enseña los cuadros cuanto tú estés preparado. Y para tu información, me importa, y mucho, si quieres saberlo, porque me encantan esos cuadros y no puedo soportar la idea de esperar dos años todavía. Sin embargo, en noviembre, el día siete para ser exactos, cumpliré los diecisiete. Así que sólo será un año a partir de entonces, Jeremy. O antes, si acabas diciendo que quieres dar la cara…

Cogió una enorme cucharada de helado de fresa.

—¿Tú crees que debería?

Me miró un instante con dureza.

—¿Y qué harían ellos, en realidad? —susurró. A continuación sacudió la cabeza, se estremeció y cerró los ojos un segundo—. Puedes dejarles fuera de esto por completo. Tienes que hacer lo que creas que es bueno para ti.

Tomó otra cucharada de helado de fresa. Se encogió como una niña.

—Quiero decir que ya sabes que debes tener cuidado y todo eso. —Parecía una quinceañera—. Me refiero a que aquí… —Miró el techo de la cocina—. Es decir, que aquí parece que sólo Dios puede crearte problemas, el resto del mundo es como si no existiese.

—Ya, claro, Dios y los fantasmas, y verdad y arte —dije yo.

—¿Ya vuelves con la tiza en la pizarra? —Soltó una risita y después se puso seria—. Esos dos cuadros En la cama de mi madre les van a volver locos.

—¿Qué es lo que tienen de bueno?

—¡Venga! ¿Quieres un poco de helado?

—No.

Siguió hablando con la boca llena:

—Te has dado cuenta de que crezco con cada cuadro, ¿no? Comencé con el camisón de Charlotte, y la primera comunión, y…

—Sí, por supuesto. Pero no eres tú la que está creciendo. Se trata de mí.

Se echó a reír, con una risa suave y sacudiendo la cabeza.

—Estoy viviendo con un hombre que está loco. Y se trata de la única persona cuerda que he conocido en mi vida.

—Eso es una exageración.

Me dirigí al porche cubierto con cristaleras. Encendí la bombilla del techo. Dios mío, qué cuadros. Hay algo… ¿Qué es? Durante los primeros segundos que los miro, siempre les veo algo nuevo. ¿Qué será?

Ella estaba de pie a mi lado. El camisoncito era tan pequeño y transparente que ni siquiera parecía una indumentaria. Las braguitas de color violeta estaban bordadas de puntillas. Me parecía bien que el mundo exterior no pudiera asomarse a la jungla doméstica que nos rodeaba.

—Ya no parezco tan inocente, ¿verdad? —preguntó, mientras contemplaba las telas.

—¿A qué te refieres?

Pero yo lo sabía. Eran aquellas sombras alrededor de sus ojos, las líneas sutiles que aparecían en su cara. La mujer joven estaba madurando como un melocotón bajo el renuevo blanco que se une a la rama apoyada en el árbol desnudo. Incluso los dedos del pie en los dobleces del cobertor tenían atractivo sexual. Casi temblé de miedo. Sin embargo, el pintor que hay en mí estaba despiadadamente encantado.

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