Belinda

Belinda


Primera parte » Capítulo 28

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28

Eran las cuatro de la mañana. Se estaba convirtiendo en algo constante. Y lo que soñaba antes de despertarme cada vez se alargaba más.

Ya no se trataba sólo de que yo fuese a comprobar la puerta del laboratorio de fotografía. También subía a la buhardilla a tratar de forzar la cerradura. ¿O acaso intentaba sellarla de forma que nadie pudiese entrar? No, lo que hacía era comprobar que nadie podía haber entrado allí sin que yo lo notase. Las llaves siempre estaban escondidas. ¿Dónde las habría guardado? En el tarro de las especias que estaba en la estantería de la cocina. Era aquel que estaba hecho de cristal opaco blanco y que llevaba el rótulo de romero.

Aquel bastardo tenía una oportunidad entre un millón de dar con ellas. En el sueño me dedicaba a contar los tarros: romero, tomillo, orégano y así sucesivamente. La mayoría de ellos estaban vacíos. Y sólo uno contenía las llaves del cuarto oscuro y de la buhardilla.

Y yo me había acostumbrado a cerrar siempre todas las puertas. Siempre lo hacía. Por mí, los ladrones podían llevarse las muñecas, los juguetes, los trenes y el resto de chismes. Pero de ninguna manera los cuadros de arriba ni las pinturas del sótano. A ella sí le había mostrado el tarro blanco del romero.

—Aquí están las llaves de recambio. Si hay un incendio no las utilices. Llama a los bomberos y les das las llaves tan pronto lleguen.

—Bueno, pero yo intentaría salvarlas —repuso.

—No, no. Lo único que quiero es que sepas dónde las guardo.

Entonces ella se rió.

—Pero si tú siempre estás aquí. ¿Cuántas veces estoy yo y tú no?

¿Acaso era cierto?

¿Y cuándo estuvo la casa vacía? ¿Cuando nos fuimos a Carmel? Había cerrado todo con llave y lo había vuelto a comprobar. Siempre. ¿Lo habría hecho esa vez también? Quizá fuese la vez en que ella estaba tan impaciente y nos fuimos deprisa. No, lo comprobé.

Eran las cuatro de la madrugada y fui a la planta baja. El viejo teléfono negro se encontraba en la diminuta habitación bajo las escaleras. Ése era el sitio desde el cual se tenía que hablar cuando yo era niño. Había que sentarse junto a la pequeña mesa de mimbre, sostener el cable con la mano derecha y el auricular con la izquierda. Toda la habitación olía como a teléfono. En cambio ahora no olía a nada. Había sólo una de esas cosas lisas, blancas y con botones. Me imaginé a mí mismo llamando a California. Ella respondería con esa lenta voz de Tejas suya, tan sofisticada que resultaba imposible considerarla acento local. Yo le habría dicho: «Sólo quiero saber qué hizo su hombre para entrar en mi casa y cómo encontró los negativos».

A las cinco de la mañana bajó ella. Yo estaba sentado en la sala de estar.

—¿Qué sucede? —preguntó—. ¿No puedes seguir durmiendo?

—Ven aquí —le pedí. Y se sentó en el sofá junto a mí—. Cuando estás aquí conmigo todo va bien.

Me pareció que ella estaba asustada. Comenzó a acariciarme el cabello apartándolo de mi frente, y yo sentía ligeros escalofríos cada vez que su mano me tocaba.

—Tú no estarás…, no te estarás preocupando otra vez.

—No… Sólo hago pequeños ajustes —contesté—. Mi reloj está averiado. Debo llevar el horario del Pacífico o algo así.

—Salgamos, vayamos al centro. Tomemos algo en aquel café junto al río que está abierto toda la noche. Podemos desayunar allí.

—De acuerdo. Muy bien. Cogeremos el tranvía, ¿te parece bien?

—Pues vamos. —Y tiró de mi mano.

—¿Echas de menos hacer películas? ¿O a Susan?

—No, ahora no. Venga. Vámonos al centro. Hoy voy a cansarte, a dejarte exhausto, y así esta noche podrás dormir.

—Yo podría contarte cómo conseguirlo —le espeté, y puse mi mano entre su piel y el elástico de su braguita. Le rocé los labios junto al pubis con los nudillos y de inmediato se pusieron calientes.

—¿Aquí mismo, en el recibidor?

—¿Y por qué no? —le pregunté. Y la empujé contra los cojines de terciopelo. La luz empezaba a filtrarse por las cortinas de encaje y quedaba atrapada entre las fruslerías de la lámpara de cristal biselado—. Artista y modelo —susurré.

Algo en su rostro cambió. Tenía la mirada fija. Toda la expresión en su cara desapareció. Después bajó los párpados.

Mi corazón estaba agitado. Sentí que se me hacía un nudo en el estómago.

Me estaba mirando con una expresión muy fría, como si no tuviera sentimientos. Tenía un enorme parecido con Bonnie. Era como cuando en Carmel se lo expliqué todo y ella me rompió el corazón con su tristeza.

—Bésame —me pidió con una voz profunda y hermosa. Y de nuevo apareció aquella mirada implorante, tan parecida a la de su madre.

¿Me estaré volviendo loco? Ya lo estoy.

La aparté de mi lado sin darme cuenta.

—¿Qué pasa? —me preguntó. Tenía una expresión de rabia en la cara y las mejillas coloradas. Se soltó de mis manos, se apartó de mí y miró enfurecida las marcas blancas que mis dedos habían dejado en su piel morena. El color azul de sus ojos se oscureció y se vio obligada a cerrarlos por el primer sol que penetraba entre las persianas.

—No lo sé. No sé lo que ha pasado, lo siento —respondí.

Hacía una mueca con la boca que demostraba su ira, con el labio inferior un poco adelantado. A continuación la vi triste, herida, como si estuviese a punto de llorar. Parecía desesperada.

—¿Qué pasa?

—Lo lamento, querida mía —contesté—. Lo siento mucho.

—¿Se trata de esta casa, Jeremy? —Estaba tan preocupada y era tan dulce—. No serán todas estas cosas viejas…

—No, amor mío. Estoy bien.

Aquella tarde la llevé a pasear por los barrios más antiguos. Caminamos por las quietas y sombrías calles del Garden District, pasamos frente a las fantásticas mansiones de Greek Revival y cruzamos Magazine Street en dirección al deslucido y superpoblado barrio marinero de Irish-German, en el que mi madre había nacido.

La llevé a visitar las magníficas iglesias que habían construido los inmigrantes: Saint Alphonsus, de estilo romántico, con sus maravillosas pinturas y los cristales de colores en las ventanas, y las que habían construido los irlandeses, de los cuales descendía la familia de mi madre. Saint Mary’s, una iglesia de estilo gótico, más delicado, con espléndida imaginería de madera y con sus magníficos arcos. El estrecho y alto campanario estaba hecho de ladrillo curvado, una artesanía actualmente inexistente. Esta iglesia había sido construida por los alemanes justo enfrente de la gran fachada gris de Saint Alphonsus.

Ambas iglesias eran tesoros que se elevaban en aquellas calles estrechas y sin árboles, y en ellas algunas puertas abiertas mostraban lugares sagrados de formidable belleza.

Le expliqué la rivalidad existente entre los dos grupos y cómo los mismos curas habían hecho construir las dos iglesias.

En un tiempo había habido incluso una iglesia francesa algunas calles más abajo, en Jackson Avenue. Aunque ésta había desaparecido antes de nacer yo.

—Cuando yo era niño, la vieja parroquia estaba desapareciendo —le conté—. Vivía siempre con una sensación de que las cosas pasaban, de que los momentos de gran vitalidad estaban sólo en la memoria.

A pesar de ello se celebraban las procesiones de mayo, desde luego, y también los espléndidos festejos y la liturgia latina, así como las misas diarias en ambas iglesias, a las que podías asistir al despuntar la mañana y permanecer sentado en soledad hasta la hora de la comunión.

En aquella época no había que hablar con los otros católicos. Las mujeres mayores estaban sentadas, repartidas por la enorme nave, y rezaban el rosario moviendo los labios en silencio. A lo lejos se hallaba el altar cubierto de tela blanca, y a su alrededor los jarrones de flores depositados en bancos tenuemente iluminados entre las velas; la diminuta campanilla sonaba en la mano del monaguillo cuando el capellán elevaba la hostia. Podías ir y venir en absoluta intimidad sin que se oyese una sola voz.

Era diferente de ahora con los apretones de mano, el beso con que se deseaba la paz y las canciones de melosas letras en inglés.

Paseamos juntos desandando el camino por las estrechas calles en dirección al río.

También le hablé de mis viejas tías que fueron muriendo durante toda mi infancia. En mi memoria todavía quedaban algunos recuerdos de las estrechísimas casas, de cañón de escopeta las llamábamos, con habitaciones comunicadas, con el candil sobre la mesa de la cocina y el jamón y la col que se cocinaban en una gran olla. Solía haber una pequeña fontana de argamasa pintada, sujeta al marco de la puerta y que contenía agua bendita. Las servilletas no tenían color, habían sido remendadas en sucesivas ocasiones y olían al calor del hierro con que habían sido planchadas.

Sin embargo siempre había gente que se moría. Recuerdo muchos funerales. Había una tía que estaba enferma y permanecía todo el tiempo en una cama de hierro lacado de una habitación alquilada. El olor era insoportable. Mi madre lavaba los platos con paciencia en una pila que había en un rincón. También solía visitarla y sentarse pacientemente junto a la cama de hierro en la sala del hospital de caridad.

Al final sólo quedó mi madre.

—Pero, como puedes imaginar, para nosotros todo fue distinto cuando mi madre se fue del barrio. Lo que digo es que el hecho de que mi madre me llevara de visita nunca fue nada más que una obligación. Ella había dejado todo aquello desde el momento en que fue a estudiar a la escuela nocturna y obtuvo su graduación, luego se casó con un doctor que tenía una casa en Saint Charles Avenue, y aquello era para los familiares de mi madre como la estratosfera. ¿Y las novelas? Su gente iba al centro de la ciudad y se quedaba de pie mirando las pilas de libros que estaban en los grandes almacenes Maison Blanche. Querían que ella firmase con el nombre de Cynthia O’Neill Walker. Pero ella se negó. No le gustaban los tres nombres. Sin embargo nunca conocimos a la familia de los Walker, jamás supimos nada de ellos.

—Y tú te sentías como si en realidad no le pertenecieses a nadie.

—No. Era una vida inventada. Aunque no lo creerás, yo solía soñar que era pobre y que vivía en una de las casitas de aquel barrio. Por Navidad, los niños hablaban constantemente de las fiestas del rey. Existía la costumbre de preparar un pastel al que se le ponía un anillo y el que lo encontraba en su porción tenía que dar la siguiente fiesta. Yo quería formar parte de todo aquello y le dije a mi madre que me gustaría ser lo bastante rico como para vivir en las viviendas del plan gubernamental.

Cuando se ponía el sol paseábamos frente a las casitas blancas, adosadas de modo que los porches estaban divididos por un tabique de madera y sus ocupantes se sentaban a disfrutar de su intimidad y de su tranquilidad. Los jardines estaban invadidos por el dondiego de noche. El pavimento resquebrajado parecía estar vivo por la cantidad de césped y musgo, que por esta zona crece en casi cualquier parte. El cielo estaba cambiando de color hacia un magenta oscuro. Las nubes tenían tiznes dorados.

—Hasta este lugar es bonito en esta ciudad —me dijo mientras me rodeaba con su brazo. Me señaló los blancos y relumbrones aleros de las casas y las largas contraventanas verdes que tapaban las puertas de entrada.

—¿Sabes? Una de las cosas que he querido hacer en pintura era crear una narrativa, como por ejemplo la vida germanoirlandesa que se llevaba aquí. Ya sabes que creo en una pintura narrativa —le dije—. Y no me refiero a las exposiciones en que la gente escribe largas diatribas sobre los fotógrafos o sobre las fotos. Me refiero a aquellos casos en que la narración se encuentra en la misma obra. Siempre he creído que el realismo, o mejor el representativismo, podría abarcar todo esto. Y sin embargo también aportaría una enorme sofisticación.

Asintió con la cabeza y me apretó la mano.

—Lo que intento decir es que cuando miro a los realistas de nuestro tiempo, a los fotorrealistas, por ejemplo, veo un gran desdén por el objeto que reproducen. ¿Por qué elegirán ese camino? ¿Por qué habrán de centrar por fuerza el objeto de su pintura en la vulgaridad y la fealdad? Aunque, por supuesto, en el caso de Hopper, se trate de frialdad, absoluta y terminante frialdad.

Me dijo que sí, que yo siempre lo había percibido de ese modo. Y que incluso con Hockney lo veía así.

—Los artistas americanos se sienten demasiado avergonzados por el estilo de vida americano —comenté—. Son desdeñosos con él en exceso.

—Es como si tuvieran miedo —apuntó ella—. Han de sentirse superiores a lo que representan. Se sienten mal incluso por lo bien que lo hacen.

—¿Por qué? —le pregunté.

—El estilo de vida americano es como un sueño. Puede atemorizarte. Parece como si tuvieras que bromear con él, sin que te importe lo mucho que puede gustarte. Me refiero a que en este país encuentras todo lo que puedas desear. Así que tienes que decir que es horrible.

—Yo quiero disfrutar de la libertad de los pintores primitivos —dije— para poder enfocar con amor lo que entiendo que es naturalmente hermoso. Deseo que sea potente y que inquiete. Sin embargo, también quiero que siempre sea magnífico.

—Y ésa es la razón de que te llamen barroco y romántico, como esa iglesia que hemos visto —comentó con delicadeza—. Cuando he visto las pinturas del techo, he visto en él tu trabajo, tus colores y tu habilidad. Y también tu exceso.

—¡Ah! Bien, pues haré que encuentren palabras más adecuadas cuando muestre los cuadros de Belinda.

Se rió con la más suave y deliciosa de las risas. Su brazo seguía rodeándome y sujetándome.

—Hazme inmortal, Jeremy.

—Sí, cariño mío. Pero tú también tienes cosas que hacer por ti misma, como las películas: tienes papeles por representar.

—Cuando muestres las pinturas tendrás que estar muy seguro de que quieres hacerlo… —me dijo, poniéndose seria de repente—. En un lugar como éste es muy fácil dejarse llevar.

—Sí, eso ya me lo has dicho. Pero ¿acaso no hemos venido aquí por eso? —le pregunté. Entonces me paré, tomé su cara entre mis manos y la besé.

—Ahora ya sabes que lo harás, ¿no? —inquirió—. Ya no tienes más dudas.

—Hace tiempo que no las tengo. Pero si no esperamos a que tú cumplas dieciocho años…

Se le nublaron los ojos. Frunció el ceño, cerró los ojos y abrió ligeramente la boca para que la besase. ¡Ah! Qué maravilla de suavidad y calor.

—Sabes, por lo que se refiere a mí, veo que has cambiado.

—No, amor mío, no, no lo he hecho —protesté.

—No, no te digo que sea para peor —me aseguró—. Lo que intento decir es que antes nunca me habías hablado así.

Era cierto. No se lo confesé, pero lo pensaba.

—¿Por qué dejaste este lugar, Jeremy? ¿Por qué has dejado que la casa se quedara así durante todos estos años?

Seguimos caminando cogidos de la mano. Y entonces empecé a contárselo. El Gran Secreto. Toda la historia.

Le expliqué que había escrito los dos últimos libros en nombre de mi madre, le hablé de los embriagadores días de la última primavera que vivió, la época en que Martes de carnaval carmesí fue llevada a la pantalla y yo tuve que desplazarme a Hollywood en su lugar para el estreno.

—Sabes, me resultaba muy extraño saber que yo lo había escrito y que nadie lo sospechaba.

Le conté la fiesta que tuvo lugar a continuación, no la que se celebraba en Chasen, sino la que dio Alex Clementine en su casa, aquella en que me llevó junto a tanta gente importante y me presentó. Ellos me miraban sin verme, quizá pensaban durante décimas de segundo, qué chico tan amable su hijo, y se daban la vuelta.

Ella me observaba en silencio.

—En aquel momento Alex no sabía nada. Pero mi madre se lo contó más tarde, cuando vino a visitarla, y él lo ha sabido siempre. Pero no fue Martes de carnaval carmesí lo que me alejó de aquí. Fue lo que sucedió más tarde, cuando se leyó el testamento de mi madre. Me había dejado su nombre. Ella estaba convencida de que seguiría utilizándolo. Ella creía que yo escribiría novelas de Cynthia Walker durante toda mi vida y no veía por qué su muerte había de cambiar las cosas. Incluso en el caso de que llegase a hacerse pública su muerte, había planeado que yo explicase que las novelas habían sido encontradas en archivos, que ella las había dejado escritas antes de padecer la enfermedad que acabaría con su vida y otras cosas parecidas.

—Eso está muy mal —opinó Belinda.

Yo me quedé muy sorprendido por lo que había dicho.

—Bueno, lo dijo con la mejor de las intenciones. Ella pensaba que el dinero me vendría bien. Quería que yo dispusiera de recursos. Incluso había llegado a un acuerdo con el editor y había obtenido las debidas garantías. Los editores conocían toda la historia. Ella les hizo promesas concretas. La verdad es que lo hizo por mí. Ella no sabía nada de pintura. Creo que pensaba que yo viviría en la ruina toda mi vida.

—Así que de eso es de lo que huyen todas las niñas jóvenes de tus dibujos —murmuró—. Y nosotros estamos aquí, en la vieja casa de la que nunca podrán escapar.

—¡Ah!, ¿sí? —le pregunté—. Yo no creo que eso sea cierto en este momento, ¿lo crees tú?

Habíamos llegado a la orilla del río y paseábamos despacio por los raíles desiertos que conducían al embarcadero de carga. Respirábamos la quietud del anochecer. Se oía el sonido de la máquina tragaperras que salía por la puerta abierta de una cantina oscura. Podíamos oler el hachís.

Mi corazón latía deprisa. Apreté su mano con más fuerza entre la mía a medida que nos acercábamos al borde del embarcadero, justo encima del río.

—Yo no creo que lo hiciese con buena intención —me dijo Belinda con amabilidad. Me estaba mirando con expresión casi alarmada—. Yo pienso que ella deseaba ser inmortal, sin importarle lo que eso significaría para ti.

—No, honestamente, no es cierto. Lo que pasaba era que ella creía que yo no haría demasiado por mí mismo. Ella siempre había sentido miedo por mí. Yo era un soñador, imagínatelo, yo era un chaval de esos que siempre tienen la cabeza en otra parte.

—Lo que ella hizo era aniquilador. —Percibí un ligero tono de rabia protectora. Se le había subido el color a las mejillas.

La brisa sopló con fuerza a través del ancho curso que tenía el río y levantó las puntas rizadas de su cabello.

—Eres tan preciosa —dije.

—No escribirías ningún libro más con su nombre, ¿verdad?

—No, por supuesto que no —le contesté—. Pero sabes, al final todo sucedió gracias a ella.

—¿Cómo fue?

—Pues porque su editor vino a San Francisco para protestar y discutir conmigo, ya sabes, para hacer que reconsiderase mi postura, y entonces vio las telas de la bella durmiente. Así que me ofreció un contrato para hacer un libro para niños en aquel preciso instante. Yo jamás había pensado en hacer ningún libro para jóvenes. Lo único que deseaba era ser pintor, un extraño, loco e inclasificable autor de cuadros. Y, sin embargo, me encontré con que mis libros se exponían en todos los escaparates de la Quinta Avenida a finales de aquel mismo año.

Una ligera mueca y una amarga sonrisa le cruzó la cara. Había cierta fragilidad en su expresión.

—Bueno, pues estamos bien emparejados, ¿no?

Y la sonrisa se convirtió en amargura completa, la peor que hubiese visto en su cara hasta entonces.

Se dio la vuelta y miró a la lejanía, hacia el otro lado del río, al enorme barco de acero gris que se deslizaba hacia el Sur, y cuyo rugido no se oía porque lo alejaba el viento.

—¿A qué viene eso, amor mío? —inquirí. Al mismo tiempo sentí que una extraña intensidad me invadía, como si una luz hubiese tocado algo que estuviese muy profundo dentro de mí.

—Nosotros guardamos sus secretos —contestó, mientras miraba cómo avanzaba el barco—. Y también hemos de pagar el precio. —Sus ojos se fijaron en mí con una viveza inusual—. Confío en que llegarás a enseñar los cuadros, Jeremy. Pero no dejes que yo te empuje a hacerlo. Quiero ponerte en guardia. No dejes que yo te haga daño. Hazlo cuando consideres que es bueno para ti.

Yo la estuve mirando largo rato, y el sentimiento de proximidad que tenía hacia ella en ese momento era el mayor que había conocido jamás. Me sentía completo. Era aquello por lo que valía la pena vivir y morir. Y me encontré a mí mismo pensando, como si fuese lo único que me quedara por hacer para siempre, que ella era muy hermosa. La juventud que poseía parecía tan irresistible que aunque hubiese tenido un rostro ordinario seguiría siendo bella, pero no era vulgar; era tanto o más bonita que Bonnie, con su propio estilo personal.

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