Belinda

Belinda


Tercera parte » Capítulo 1

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La historia salió en el San Francisco Chronicle la semana anterior a la inauguración de la muestra.

«Jeremy Walker, el “dorado” escritor de libros para niños y creador de la indómita serie Sábado por la mañana con Charlotte, Charlotte de las matinales del sábado, puede llegar a sorprender a sus cuarenta millones de fieles lectores con una exposición individual en San Francisco, consistente exclusivamente en estudios de desnudos de una adolescente. Más extraño que la anunciada transformación de Walker de saludable artista para niños en autor de retratos eróticos, son los rumores en torno a su modelo de ojos azules, ya que al parecer se trata nada menos que de Belinda Blanchard, la hija de dieciséis años de la superestrella Bonnie, protagonista de la serie Champagne Flight; una adolescente que se escapó de casa y que no ha sido vista en la millonaria casa de su madre de Beverly Hills desde hace un año».

Otro artículo relataba lo siguiente:

«La copia del catálogo de Walker explica que Belinda llegó a su vida rodeada de misterio, él ignoró su identidad hasta que los cuadros estaban casi terminados, y que en una discusión de la que se avergüenza le hizo daño a Belinda y la ahuyentó de su lado. Esta exhibición se realiza en honor de Belinda y es además una declaración, según Walker; “de su libertad artística”.

»¿Encontrará obscenos estos cuadros el público? Las fotografías en color de nueve por doce, que aparecen en el elegante catálogo de la exposición, no dejan nada para la imaginación. Se trata de arte figurativo en su expresión más literal. Los encantos de la muchacha no podrían ser mejor revelados por ninguna cámara. El público tendrá la oportunidad de juzgar por sí mismo, dentro de una semana, cuando la exposición abra sus puertas en dos galerías de Folsom Street que han sido elegantemente remodeladas para esta ocasión por el tratante de arte de Nueva York, Arthur Rhinegold».

Dan estaba fuera de sí. ¿Por qué demonios no le dejaba contratar los servicios de un abogado criminalista de inmediato?

Alex alzó los brazos y dijo:

—Mientras podamos, vayámonos a cenar al Trader Vic’s.

Cuando nos sentamos alrededor de la mesa de la cocina a tomar café, leímos el artículo. El único que sonreía era G. G.

—Tan pronto como esto llegue al servicio cablegráfico de noticias —dijo—, ella lo verá y llamará, Jeremy.

—Tal vez sí o tal vez no —comenté yo. Me parecía estar viéndola pasear por una calle de París barrida por el viento y sin pararse a mirar los periódicos de los quioscos. Sin embargo, el corazón me palpitaba agitado. ¡La cosa había empezado!

Una hora más tarde llamó Rhienegold. La prensa le estaba volviendo loco con su insistencia por echar un primer vistazo a las obras. Pero antes del domingo por la noche en que, tal como habíamos acordado, la gente del museo vería el trabajo, nadie iba a cruzar aquella puerta. Acababan de entrar en el almacén diez mil copias del catálogo. La librería del museo de Arte Moderno había llamado hacía un momento para hacer un pedido. Íbamos a vender el catálogo, ¿no? Me preguntó si podía yo reconsiderar el ponerle un precio.

—¡Nos ayudará a imprimir más copias! —Insistió Rhinegols—. Jeremy, sé razonable.

—Muy bien —accedí—. Pero sigue enviándolos por correo. No dejes de regalarlos a quien sea necesario.

Después del mediodía supimos que los periódicos de Los Ángeles habían publicado sus propias versiones de la historia, habían añadido material sobre la «supresión» de Jugada decisiva. A mí se me nombraba como el Rembrandt de la ilustración de libros infantiles. Proclamaban que Sábado por la mañana con Charlotte era un oasis en el desierto de la televisión para niños. El periodista que había visto el debut de Belinda en Cannes consideraba que en su primera aparición resultaba «hipnotizante». En otra historia se comentaba sólo la decisión tomada en Cannes por Marty, Bonnie y la United Theatricals de no distribuir Jugada decisiva.

«El catálogo ilustrado de la exposición de Walker es, en todo, tan pesado como lo son sus libros para niños —decía un comentarista de Los Angeles Herald-Examiner—, y sólo cuando se lo compara con las primeras aventuras de Charlotte o de Bettina se puede comprender la absoluta obscenidad de esta obra. Belinda es la heroína sin ropa de Walker. ¿Podría Bonnie haber permitido tal explotación de su hija de haberlo sabido? ¿Dónde está Belinda ahora?»

El teléfono empezó a sonar.

Desde la una en punto hasta las seis no hice más que contestar preguntas de periodistas. Sí, he vivido con ella. Sí, estaba desesperado por encontrarla. No, según mis noticias, Marty y Bonnie ya no la estaban buscando. Sí, sabía que las pinturas podían perjudicar mi reputación, pero tenía que seguir adelante con esta obra. Las pinturas eran mi trabajo más significativo e importante hasta la fecha. No, mis editores no había hecho comentarios. No, no estaba preocupado por las posibles reacciones negativas. Un artista ha de ser fiel a sus obsesiones. Yo siempre me había comportado según este razonamiento.

Dan se hartó y decidió ir a su despacho para encargarse de que su secretaria, Bárbara, viniese a verme y se ocupase de todas las llamadas.

Alex empezaba a cansarse de la casa, tal como yo ya me había imaginado, debido a mi habilidad culinaria y a que sólo hubiese un baño. ¿Seguro que yo no me ofendería si él alquilaba una suite en el hotel Clift?

—Por supuesto que no, Alex, adelante. Tampoco te acusaría de nada si decidieses quedarte al margen de esto, ya te lo dije, a ti y a G. G., a los dos.

—Eso no vamos ni a discutirlo —murmuró Alex—. Si me necesitas estaré a menos de cinco minutos, llámame y dime lo que vaya pasando. ¡Yo no podría hablar contigo con la cantidad de llamadas que recibes!

G. G. también estaba preocupado por lo del teléfono. Hacia las siete, ya sonaba sin parar. Las operadoras interferían mi conversación si se producían emergencias.

—Voy a irme con Alex —dijo G. G.—. Llamaré a Nueva York y les daré el teléfono de la habitación del hotel, de este modo si ella no consigue ponerse en contacto por teléfono contigo, podrá hacerlo conmigo.

Después de cenar, mi ex esposa Celia llamó desde Nueva York. Estaba histérica. Hacía una hora y media que intentaba hablar conmigo sin conseguirlo. Había leído los periódicos:

WALKER ABANDONA A SUS JÓVENES ADMIRADORAS.

—Celia, ya te lo dije, te expliqué que no pensaba hacer más libros para niños aunque me encadenaran, me encerraran en una mazmorra y me dijeran que no podría salir jamás.

—Jeremy, ¡eso me suena a libro para niños! ¿Qué tiene esa chica para que estés tan colgado de ella? Jeremy, necesitas ayuda.

—¡Celia, desde el momento en que la vi, supe que era para mí!

El martes por la mañana los periódicos de Dallas se llenaron con artículos sobre el asunto, aunque se centraban en la chica de la ciudad: Bonnie. Tanto ella como Belinda habían sido fotografiadas juntas, hacía cinco años, en la última conferencia de prensa en Dallas. ¿Alguna desavenencia secreta había separado a madre e hija por un año?

En lo que a Walker se refiere, el hombre que clama haber vivido con la adolescente, todas las librerías de la ciudad tienen sus libros a la venta. En su última aparición en Fort Worth, en 1982, se congregó una multitud en torno a él y se vendieron dos mil libros.

Entonces supimos por una llamada desde Houston que el Chronicle y el Post de allí habían publicado la noticia y se habían concentrado en Jeremiah. Aparecía una nota que informaba: «Existen indicios de un escándalo del tamaño de Tejas en este asunto».

Había una foto de Susan con su sombrero vaquero de rigor. «Durante un año he intentado encontrarla para hacer una película —había explicado Susan al periódico en una llamada a larga distancia desde Los Ángeles—. Me decían una y otra vez que ella estaba muy lejos, en una escuela. Ahora resulta que estaba en San Francisco viviendo con Jeremy. Me parece muy tranquilizador que alguien se estuviese ocupando de ella».

Se citaba a su padre diciendo que estaba orgulloso de su papel en Jugada decisiva. Al parecer, habían intentado exhibir la película en un festival en Houston y se había encontrado con unas sospechosas dificultades.

«Me refiero a que la United Theatricals acabó con esta película por razones de índole muy personal. Creo que nos hallamos frente a un caso de ego y de temperamento, el de una prima donna al viejo estilo de Hollywood, que no deseaba la competencia de una ingenua, que era, nada más y nada menos, su propia hija. Hay un montón de cuestiones en torno a este asunto que nos confunden.

»Y puedo decir que cuando encuentre a Belinda, si la encuentro, pienso ofrecerle el papel estelar de mi próxima película —añadía Susan—. Es muy bonito que haya sido el modelo de los dieciocho retratos de Jeremy Walker, pero su propia carrera ha estado en fase de congelación durante demasiado tiempo».

Jeremiah había cancelado sus acuerdos con la United Theatricals. Galaxy Pictures iba a ser la que financiara su nueva aventura filmográfica, De voluntad y deseo, e iba a poner especial atención en distribuirla por todo el mundo.

Muy bien, Susan, acepta la oferta y sigue adelante, cariño. Todo va a salir bien.

Los muchachos del National Enquirer, con su habitual acento británico, deseaban hablar conmigo. Se sorprendieron mucho cuando no puse ninguna objeción.

—Yo la amo. Me peleé con ella porque no podía comprender todas las cosas que le habían sucedido. Ella había protagonizado una película maravillosa que, sin embargo, no había sido distribuida. Pregunten a Susan Jeremiah. En Hollywood había vivido un trágico romance. Cuando se fugó de casa estaba en muy malas condiciones. Se hallaba en Nueva York cuando los detectives comenzaron a buscarla. Entonces vino a San Francisco y nos conocimos. Pero, sabe, lo más importante ahora es que logre encontrarla. Ella está por ahí, en alguna parte, sola.

Los corresponsales locales del Globe y del Star vinieron hasta mi casa. De hecho, cuando salí a abrirles la puerta, me encontré con que había un montón de gente. Tan pronto puse el pie en el porche se disparó el flash de una cámara. En la esquina, mi vecina Sheila estaba hablando con un hombre.

—¡Muy bien hecho, Jeremy! —grito Sheila. Agitaba una copia del catálogo. Los reporteros intentaban entrar en casa.

—No hay nadie dentro —les dije—. Vamos a ver, ¿qué desean ustedes saber?

Todavía estábamos hablando cuando se presentó otro reportero local de la revista People. Me pidió que le dejase entrar, que así podría vender su artículo. Me dijo que necesitaba el dinero. Me negué. Me di cuenta de que en un balcón del edificio de apartamentos, al otro lado de la calle, había un tipo con una cámara sacando fotos con una lente telemétrica.

G. G. llamó desde el Clift a las once y media.

—Tu línea telefónica es una calamidad. Es casi imposible contactar contigo, ¿cómo se las arreglará Belinda, si lo intenta?

—Dan se está ocupando de ese asunto. La compañía telefónica intentará poner otra línea. Pero dado el número de llamadas, no creo que eso ayude mucho.

—Bueno, he recibido la llamada de unos amigos de Boston. Allí, la historia también sale en los periódicos, y también apareció en el Washington Post.

—Y Belinda no ha llamado —le dije afligido.

—Ten paciencia, Jeremy —repuso G. G.—. Por cierto, Alex ha ido a visitarte para tomarse el último trago contigo.

—¿Quién va a irse a la cama después de la última copa? —pregunté—. Yo no pienso moverme del teléfono.

—Bueno, yo tampoco.

Pero cuando G. G., a la mañana siguiente, me hablaba a gritos a través del contestador automático, yo estaba profundamente dormido en el suelo del estudio.

—Jeremy, despiértate. USA Today acaba de publicarlo. También The New York Times lo ha hecho. Eso significa que la noticia va a llegar a Europa. El Herald Tribune ya lo habrá publicado.

Hacia el miércoles por la tarde, las emisoras locales de radio explicaban cosas sobre nosotros de manera constante. Nos estaban llegando llamadas de Aspen, en Atlanta, y hasta de Portland, Maine.

Entonces vino Dan con el periódico Los Angeles Times. Marty Moreschi y Bonnie habían hecho unas declaraciones en las que negaban conocer el paradero de Belinda o sus actividades durante el último año. «Bonnie está atormentada y horrorizada por la noticia de esa extraña exposición de pinturas en San Francisco. Bonnie ha estado buscando día y noche a su hija Belinda, desde que desapareció, por medio de agencias privadas de detectives. La primera y única preocupación de Bonnie en este momento es que su hija esté sana y salva. Bonnie está a punto de sufrir un colapso nervioso».

La Cable News Network, una hora después, pasó un programa especial, directo, de Marty y de Bonnie a las puertas de las oficinas de un abogado en Wilshire Boulevard, rodeados de multitud de reporteros. Marty iba vestido con un ajustado traje de tres piezas de color gris, con su reluciente correa de oro del reloj y señalando a los reporteros:

—¡Están ustedes hablando de su hija! ¿Cómo creen que se siente ella? ¡Y hemos sabido que ha estado viviendo con ese pintor estrafalario de San Francisco!

Pudo verse brevemente a Bonnie, con las gafas oscuras y la cabeza hundida, mientras pasaba por las puertas de cristal hacia el interior del edificio, seguida por Marty.

De pronto, la Charlotte de los sábados por la mañana me estaba mirando desde la pantalla.

Recibí la primera llamada telefónica de odio hacia las tres de la tarde. El auricular estaba en marcha, así que Dan también pudo oírla.

—¡Violador de niños! ¿Le gusta pintar adolescentes desnudas? ¡Vaya autor de libros infantiles es usted!

¡Clic!

Me recorrió un escalofrío. Dan apagó su cigarrillo y salió de la habitación. Después de aquello, una de cada cinco llamadas era una declaración de odio.

Hacia las cuatro de la tarde decidí que ya era hora de comprobar la casa de Carmel. Tenía miedo de ir allí, temía encontrarla vacía y fría, pero ¿y si por algún extraño milagro Belinda estaba allí?

Recogí a G. G. en el Clift y nos dirigimos en coche hacia el sur en el MG-TD con la capota bajada. El viento nos sentaba bien.

A través de la radio supimos que el eminente abogado de Dallas, Daryl Blanchard, hermano de la estrella de Champagne Flight, Bonnie, se dirigía a Hollywood para ver a su hermana y hablar de la desaparición de Belinda. Daryl se había negado a hacer declaraciones a la prensa.

No me sorprendió lo más mínimo que en Carmel todo siguiera tal como Belinda y yo lo habíamos dejado, incluida la cama del altillo con todas las sábanas revueltas; no había ninguna evidencia de que ella hubiese regresado sola.

Me angustiaba haber vuelto a aquella casita.

Me senté y escribí una larga nota para ella, la dejé encima de la mesa de la cocina. G. G. también escribió una nota, le daba el número de su hotel. Después puse unos cientos de dólares en un sobre y lo dejé bajo la almohada de la cama del altillo.

La niebla empezaba a instalarse. Carmel parecía fantasmagórico. Sentí un poco de miedo. Me quedé un rato de pie a la puerta de la pequeña casa, miraba las prímulas esparcidas por el arenoso jardín, las ramas retorcidas del ciprés de Monterey se elevaban majestuosas hacia el cielo gris. La niebla iba ocultando la calle.

—Dios mío, espero que ella esté bien, G. G. —susurré.

Él puso su brazo alrededor de mi hombro, aunque no dijo ni una palabra. Durante la última semana transcurrida en Nueva Orleans, su actitud había sido animosa y optimista. Pero yo sabía que él siempre consideraba que su obligación era animar a los demás. Yo ya me había dado cuenta de este rasgo con Belinda. Ellos solían sonreír para que los demás estuvieran contentos, y siempre decían las cosas que pudieran animar a los otros. Me preguntaba cuánto habría que hurgar para saber cómo se sentía él en realidad.

Cuando en ese momento le miré, me dirigió una de sus sutiles sonrisas protectoras.

—Todo va a ir bien, Jeremy, de verdad. Sólo tienes que darle tiempo para que sepa lo que está pasando.

—Dices eso como si lo creyeses —le dije—. ¿No estarás tratando de que parezca que todo va bien?

—Jeremy, cuando vi los cuadros supe que todo saldría bien. Vamos, dame las llaves, si estás cansado yo conduciré a la vuelta.

Cuando regresamos, cenamos en la mesa de la cocina con Alex y con Dan. Alex había comprado una botella de Cabernet Sauvignon y unos excelentes filetes, de esos que apenas pueden encontrarse en los mercados, y también trajo langosta fría para tomar como ensalada. G. G. y yo fuimos los cocineros.

Comimos en silencio, el contestador automático estaba puesto y podíamos oír una voz tras otra, en la habitación de al lado:

—Jeremy, soy Andy Blatky. ¿Has leído la Berkeley Gazette? Yo te la leeré, chico, escucha: «Si bien para emitir un juicio hay que esperar a ver las telas, existen muy pocas dudas, a la vista del catálogo, de que estas pinturas constituyen el intento más ambicioso de Walker hasta la fecha».

—A la gente como usted deberían procesarla, ¿sabe? ¿O es que se ha creído que por el hecho de llamarse a sí mismo artista puede salirse con la suya y pintar cochinos retratos de una jovencita impunemente?

—Escúcheme, usted no me conoce. Me gustaban mucho sus libros, ¿pero cómo pudo hacer esto? ¿Cómo pudo hacer algo tan sucio? ¿Cómo se ha atrevido a hacernos esto?

—¡Apaga esa máquina! —exclamó Alex.

La prensa de Nueva Orleans no publicó nada de la historia hasta el jueves, siendo sus comentarios bastante educados. Los titulares preguntaban:

¿EN LA MÁS PURA TRADICIÓN GÓTICA DEL SUR?

Estaba escrito sobre unas fotografías granuladas, como suelen salir en los periódicos, que representaban la mitad superior de Belinda con una casa de muñecas y Belinda ataviada para la comunión. «Los niños que vayan a ver estos retratos de Belinda desnuda, resueltos con un realismo notable, deberían ir acompañados por adultos».

El Miami Herald del jueves decía que la exposición destruiría mi reputación para siempre. «Esto es obsceno, o como se quiera llamar, y la insensatez con que estos mal llamados catálogos fueron enviados a la prensa refleja un cinismo que dejaría petrificados a los mismísimos mercachifles de pornografía infantil de las grandes ciudades».

Un comentarista local de una de las cadenas de televisión de San Francisco vino a decir lo mismo.

Los reportajes de los noticiarios de las televisiones mostraban a un enorme y robusto Daryl Blanchard, vestido con traje gris, descendiendo del avión en el aeropuerto de Los Ángeles frente a una multitud de micrófonos y preguntas. «Desde la desaparición de mi sobrina hemos estado enfermos de preocupación. No sé nada de ese hombre de San Francisco. Ahora, caballeros, por favor, si pueden excusarme…»

Mi ex esposa Andrea me llamó muy tarde aquella noche. Se mostró también sarcástica y particularmente preocupada. ¿Había visto yo los periódicos de San José? Siempre había deseado destruirme a mí mismo. ¿Era feliz ahora? ¿Me daba cuenta de lo que les había hecho a Celia y a ella? La prensa de San José había publicado fotografías de tres cuadros de Belinda con los siguientes titulares:

CUADROS PARA UNA EXPOSICIÓN.

UNA CONFESIÓN EMBARAZOSA.

Una feminista local, Charlotta Greenway, había denigrado la obra tratándola de «explotación de la adolescente Belinda Blanchard», y decía que la exhibición, que aún no había abierto sus puertas, debería anularse.

El viernes, Andy Blatky volvió a llamar desde Berkeley para contarme que Oakland Trib había mostrado una fotografía de una presentación de libros en la librería Splendor in the Grass de Solano Avenue, con una nota al pie que afirmaba que la sesión de dedicatorias, celebrada allí dos meses atrás, bien podría ser mi última aparición pública como autor para niños.

—¡Sigue así, amigo! —me dijo Andy.

Hacia el final de la semana, el periódico que había ido más lejos era el New York Post, que citaba textualmente al presidente de Midnight Mink, el señor Blair Sackwell, que no había dejado de despotricar en torno al «escándalo Belinda» en todas y cada una de las emisoras de radio y televisión a las que podía asistir. Había descalificado públicamente a Marty Moreschi y a la United Theatricals por ocultar la desaparición de Belinda y tratar de arruinar el famoso salón de Nueva York de G. G.

«Un peluquero no te contagia el sida —se comentaba que decía Blair—, y los empleados de G. G. no lo tienen ni lo han tenido nunca».

G. G. había cerrado sus puertas de manera oficial tres semanas atrás. Se mencionaba a una cliente, la señora Harrison Blanks Philips, diciendo que era una atrocidad absoluta lo que le habían hecho a G. G. Decía que durante un solo día había recibido cuatro llamadas anónimas advirtiéndola que no utilizase sus servicios. Sostenía que G. G. tenía que llevarles a los tribunales.

«Por supuesto, la United Theatricals no hará ningún comentario —había tronado Blair en una reciente entrevista telefónica—. ¿Qué demonios puede decir? Y en primer lugar, ¿por qué nadie quiere saber la razón por la que esa chica huyó de casa? ¡Cuando acabó con Jeremy Walker no tenía, al parecer, muchas opciones!»

Blair había «agitado» el catálogo ante las cámaras de televisión en el programa de David Letterman.

«Por supuesto que son pinturas maravillosas. Ella es preciosa, él tiene un enorme talento, ¿qué esperaría usted? Y le voy a decir algo más, también resulta muy refrescante ver una pintura que ningún crío manchará con tomates y huevos. Lo que trato de decirle es que ese tipo sabe pintar».

En el programa de Larry King, Blair se había dedicado a criticar a Marty y a Bonnie.

Belinda desapareció la noche después del tiroteo. Blair deseaba saber lo que había sucedido en aquella casa. Decía que los cuadros no eran pornográficos: «Aquí no se está hablando de Penthouse ni de Playboy, ¿no es cierto? Ese hombre es un artista. Y hablando de cuadros, voy a hacer una oferta que pienso mantener: le pagaré cien mil dólares a Belinda si se presta a hacer el anuncio de Midnight Mink. Y si Eric Arlington no saca la foto, la haré yo mismo. Tengo una Hassalblad y un trípode. Durante años le he estado diciendo a Eric cómo ha de hacer esas fotografías, soy yo quien le dice: vale, adelante, así está bien, dispara. Lo único que él hace es apretar el botón de la cámara. Bueno, maldita sea, eso lo puedo hacer yo mismo».

Las columnas suministradas por las agencias de noticias del país habían empezado a hablar de la exposición en todas partes. Jody, mi publicista, llamó desde Nueva York para informarme de que los periódicos de Los Ángeles había sacado un extenso artículo sobre Susan Jeremiah y la película que fue «censurada» por la United Theatricals.

Mi agente de Los Ángeles dejó dos mensajes en el contestador automático, pero no hizo ningún comentario. Mi editor en Nueva York hizo lo mismo.

A las siete de la tarde del domingo me senté frente a la mesa con un vaso del whisky escocés. Ésa era mi cena.

Sabía que la gente de los museos estaba a punto de entrar en la galería de Folsom Street. Rhinegold les había enviado una nota, hacía un mes, para decirles que se haría una reunión especial para enseñarles los cuadros. Fue después cuando envió los catálogos a todo el mundo, como habíamos acordado.

Los primeros que echarían un vistazo a la obra serían los del Whitney, los del Tate, los del Pompidou Centre, los del Metropolitan, los del museo de Arte Moderno de Nueva York y los de una docena de centros más.

Esa noche también asistirían otras dos docenas de personas que no he mencionado, éstos eran los mayores mecenas del arte, los millonarios de Londres, París y Milán, cuyas compras conllevaban casi tanta distinción como las de los museos, puesto que sus colecciones eran, por lo menos, igual de importantes. Se trataba de las personas a quienes todos los tratantes en arte deseaban impresionar.

Ésa era la gente que tenía importancia para Rhinegold. Y eran las personas que lo significaban todo para mí. Aunque cualquiera podría comprar uno de los retratos de Belinda, esas personas tenían el privilegio de elegir primero.

¿Pero había alguna posibilidad de que acudiesen a una galería sin nombre de Folsom Street, en San Francisco, aunque fuese por Rhinegold, el hombre que les había invitado a tomar los mejores vinos y las mejores cenas en los lugares adecuados, tanto de Berlín como de Nueva York?

Me apoyé en el respaldo de la silla con los brazos cruzados, pensaba en los años en que yo sólo había deseado ser un pintor, simplemente un pintor; cuando tenía el estudio en el Haight-Ashbury. Odiaba a esta gente, las galerías, los museos. Los odiaba a todos.

Tenía la boca seca, como si estuviese a punto de ser fusilado. Oía el tic tac del reloj. Belinda no llamaba por teléfono. La operadora no interrumpía el fluido constante de voces del contestador automático para decir: «Es una emergencia, una llamada de Belinda Blanchard, ¿pueden dejar libre la línea?»

Cuando Rhinegold entró ya era muy tarde. Presentaba un aspecto amenazador. Se secó la cara con el pañuelo, como si estuviese pasando un calor insoportable. Sin embargo, no se había sacado el abrigo negro. Se sentó acurrucado en la silla y miró el vaso de whisky.

Yo no dije nada. Fuera, el viento no dejaba de agitar los álamos. La voz que hablaba por el contestador automático era tan baja que apenas podía oírla: «… debería usted llamarme por la mañana, yo fui la que organizó su recorrido por Minneapolis y me gustaría hacerle algunas preguntas…»

Miré a Rhinegold. Si no empezaba a hablar de inmediato, me iba a morir. Sin embargo, no pensaba preguntarle nada.

Hizo un gesto con la cara refiriéndose al whisky escocés.

—¿Deseas alguna cosa más?

—Muy amable por tu parte —dijo en tono socarrón. Me parecía que estaba temblando. Pero por qué sería, ¿por rabia?

Saqué el vino blanco del refrigerador, llené un vaso para él y se lo puse en la mesa.

—Durante toda mi vida —empezó a decir lentamente— he insistido en que la gente ha de mirar el arte de manera desapasionada para evaluar la habilidad y la calidad del resultado. He intentado no precipitarme hablando de ventas y compradores con cierto nivel; no he querido situar las obras en función de la moda ni de nada por el estilo. Mira, es lo que les digo a mis clientes. Mira la pintura, considérala por sí misma.

Me senté frente a él y crucé las manos por encima de la misma. Él seguía mirando el vaso.

—No he soportado los trucos publicitarios ni los malabarismos —continuó diciendo—. He aborrecido las manipulaciones de los artistas menores para conseguir publicidad para sus trabajos.

—No te culpo —le dije en voz baja.

—Y ahora voy y me encuentro en medio de este escándalo. —Se sonrojó. Me miró a través de aquellos cristales increíblemente gruesos—. Los representantes de todos los museos del mundo han estado allí, ¡te lo juro! Nunca he visto tanta asistencia, ni en Nueva York ni en Berlín.

El cabello de la nuca se me empezaba a erizar.

Cogió el vaso de vino como si se dispusiese a tirármelo a mí.

—¿Y qué puede uno esperar de una situación semejante? —preguntó. Sus ojos llameantes me recordaron a los de un pez mirando a través del grueso cristal del acuario—. ¿Te das cuenta del peligro?

—Desde que esto comenzó no has dejado de avisarme del riesgo que corríamos —le contesté—. Estoy rodeado de gente que me previene de casi todo. Belinda solía prevenirme, tres veces a la semana, por lo menos.

»Y entonces, ¿qué demonios ha sucedido? ¿Han escupido a las telas? ¿Se han burlado al marcharse? ¿Les han dicho a los periodistas de la esquina que se trataba de una porquería?

Dejé que el whisky me calentara. De pronto me sentí triste, inmensamente triste. Durante un segundo me pareció que Belinda y yo estábamos allí, yo arriba, solo en el estudio, la radio emitiendo música de Vivaldi, yo estaba pintando y ella estirada en el suelo, con la cabeza sobre un almohadón y leyendo French Vogue; el final de este sufrimiento se vería algún día.

Algún día. Yo había estado en aquella habitación durante cinco días. Eso no es mucho tiempo. De hecho es poco, pero me parecía que había estado así siempre. ¿Dónde estaría ella?

Aunque el volumen del contestador automático estaba bajo, pude oír una voz fuerte y rota que decía:

«Jeremy, soy Blair Sackwell, estoy en el Stanford Court, en San Francisco. Quiero verte. Ven aquí ahora».

Cogí el lápiz y escribí: Stanford Court. Al parecer, Rhinegold ni siquiera se dio cuenta, me pareció que no había oído nada. Siguió con la mirada fija en el vaso.

Miré la pantalla de la televisión apagada que estaba en una esquina. Me preguntaba si en las noticias de las once dirían que los expertos habían empleado la palabra porquería. Miré a Rhinegold. Estaba observando el vaso con los ojos entrecerrados y le sobresalía el labio inferior.

—Les ha encantado —dijo.

—¿A quién? —le pregunté incrédulo.

—A todos —repuso. Levantó la mirada y volvió a sonrojarse. La blanda piel de sus mejillas temblaba ligeramente—. La sala estaba cargada de electricidad. ¡Estaban los del Centro Pompidou, los que compraron tu último cuadro! También han ido los del Whitney que jamás se han dignado mirar tu trabajo. El conde Solosky de Viena, que una vez me dijo que tú eras un ilustrador y no un pintor, no deseaba ni que le mencionara a los ilustradores. Hoy me ha mirado a los ojos y me ha dicho: «Quiero comprar La comunión. También quiero El tríptico del caballo de tiovivo». Así me lo ha dicho, tal como suena. ¡El conde Solosky es el coleccionista más importante de toda Europa!

Estaba muy furioso. Había cerrado la mano que tenía junto al vaso, en un puño.

—¿Y por eso te sientes tan infeliz?

—Yo no he dicho que me sintiera así —me aclaró, mientras se sentaba más erguido, se ajustaba las solapas del abrigo y entrecerraba los ojos—. Me parece que puedo afirmar que, a pesar de todos tus esfuerzos para destruir mi integridad y mi reputación, esta exposición va a ser un éxito. Ahora, si me perdonas, voy a volver a mi hotel.

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