Belinda

Belinda


Tercera parte » Capítulo 6

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Las noticias matinales de la televisión por cable mostraron algunas escenas desde el exterior del cine que proyectaba

Jugada decisiva en Nueva York.

The New York Times ya se había deshecho en elogios de la película.

«En lo que a la mismísima ingenua se refiere, posee un atractivo indómito. Una vez que aparece en escena, uno olvida automáticamente la desagradable publicidad que la rodea. El observador se ve obligado a preguntarse por las ironías y contradicciones de un sistema legal que debe acusar a esta bien dotada y sofisticada joven actriz de delincuente infantil».

En la cadena de televisión Cable News apareció un portavoz del museo de Arte Moderno de Nueva York. Parecía un hombre muy circunspecto, calvo y miope, que leía con gafas de gruesos cristales una declaración que tenía preparada. Cuando calló unos segundos para respirar, dirigió su mirada a un punto distante en las alturas, como si tratase de detectar una estrella determinada.

«En cuanto a la adquisición de los cuadros de Belinda, el museo no reconoce obligación alguna a juzgar la moral personal o pública del artista. El museo opina que los cuadros merecen ser adquiridos. Los directivos de esta institución están de acuerdo en calificar positivamente los indudables méritos de la obra».

Después apareció el crítico de Nueva York, Garrik Samuels, un hombre a quien yo detestaba:

«En raras ocasiones podemos ver a un artista volcarse así en su trabajo, con tanta fuerza y calor —explicaba—. La obra de Walker muestra la habilidad de aquellos a quien nosotros llamamos “viejos maestros”, y sin embargo sus cuadros son típicamente contemporáneos. Su obra es un entramado de saber hacer y de inspiración. ¿Y cuán a menudo podemos ver algo así? ¿Una vez en cien años?»

Gracias, Samuels, todavía te aborrezco. Conviene tener la mente despierta en todo momento.

Bajé al vestíbulo y miré al exterior a través de las ventanas: la misma multitud, las mismas caras y en el mismo sitio. Sin embargo había algo diferente. Un autobús se había detenido. Era el mismo autobús que pasaba siempre en dirección a Castro para que los turistas vieran a los homosexuales, y que esta vez se había parado. ¿Acaso los del interior miraban mi casa?

Hacia la una, Bárbara me despertó de un incómodo sesteo al que yo me había entregado en el sofá de la sala de estar.

—Un chico acaba de venir hasta la puerta con un mensaje de Blair Sackwell. Ruega que le llames de inmediato a este número desde una cabina.

Al salir por la puerta de casa, todavía me sentía un poco adormecido, y cuando los reporteros me abordaron me resultó muy difícil ser educado. Al momento, vi a los dos tipos en ropa de paisano salir de su Oldsmobile gris.

Les miré durante un segundo, les saludé agitando la mano y señalé la cabina telefónica, junto a la tienda de la esquina.

Disminuyeron la marcha de inmediato y asintieron con la cabeza.

—¿Quiénes son esos tipos, Jeremy?

—Jeremy, ¿le ha llamado Belinda?

Los periodistas me siguieron a través de Noe Street y la calle Diecisiete.

—Sólo es mi equipo de guardaespaldas —les dije—. ¿Alguno de vosotros tiene una moneda de veinticinco?

Inmediatamente había cinco manos abiertas con una moneda cada una. Cogí dos de ellas, di las gracias a los muchachos y cerré la puerta de la cabina.

—¡Te ha costado un buen rato llamarme! —dijo Blair al ponerse al teléfono—. ¿Dónde está G. G.?

—Está durmiendo, esta noche ha contribuido a atender el teléfono sin descanso.

—El hombre que trabaja para Jeremiah en Los Ángeles acaba de ponerse en contacto conmigo. Me ha explicado que Susan le llamó cuando iba de camino hacia Chicago, hace aproximadamente una hora. No ha querido hablar conmigo por la línea telefónica del Stanford Court y me ha dicho que fuese a llamarle desde cualquier lugar de la calle. Es a ese lugar al que me estás llamando en este momento. Ahora escucha. Susan está convencida de que Belinda ha estado hospedada en el hotel Savoy de Florencia hasta hace dos días.

—¡Por Dios! ¿Es eso cierto?

—Cuando Jeremiah estuvo en Roma, algunos amigos le dijeron que Belinda había estado trabajando en Cinecittà. Habían comido con ella unas dos semanas atrás en el Via Veneto. Se encontraba perfectamente.

—¡Gracias a Dios!

—Bueno, haz el favor de no desahogarte conmigo. Escucha. Esas personas dijeron que Belinda había estado viviendo en Florencia y que iba a trabajar allí algunos días a la semana. Jeremiah encargó a la secretaria personal de su padre en Houston que se ocupara de averiguarlo. La mujer llamó a todas las personas que Susan conocía en Florencia, amigos de Belinda, de Bonnie, a los de siempre. Obtuvo confirmación de sus sospechas ayer por la tarde. Averiguó que Belinda había dejado el Savoy el martes, el mismo día que Susan partió de Roma. Al parecer ella se había registrado con su propio nombre, había pagado la factura utilizando cheques de viaje y había informado al conserje de que se dirigía al aeropuerto de Pisa para volver a Estados Unidos.

Me desplomé contra la pared de la cabina. Si no conseguía reprimirme, podía ponerme a gritar y llorar como un chiquillo.

—¿Rembrandt? ¿Todavía estás ahí?

—Blair, creo que yo mismo había empezado a creérmelo —le dije. Cogí un pañuelo y me sequé la cara—. Te lo juro, empezaba a creer que ella estaba muerta.

Sin importarme lo que él pudiera pensar, guardé silencio y cerré los ojos durante un minuto. Me sentía demasiado aliviado para pensar con claridad. Sentí un impulso irrefrenable de abrir la maldita puerta de la cabina y gritar a los periodistas: «¡Belinda está viva! ¡Está viva!» Imaginaba que ellos saltarían y gritarían conmigo: «¡Está viva!»

Pero no lo hice. Me quedé como estaba, de pie, aprisionado entre el llanto y la risa. Después me serené e intenté razonar las cosas.

—Bien, no podemos llamar a la TWA ni a la Pan Am para solicitar la lista de pasajeros —dijo Blair—. Es demasiado arriesgado. De todas formas, hasta ayer no tuvo tiempo de llegar ni por el aeropuerto de Kennedy ni por el de Los Ángeles. Y para entonces ya aparecía en las portadas de todos los periódicos.

—Blair, hay miles de personas que cruzan las aduanas. Es posible que haya llegado por Dallas o por Miami, o por cualquier otro donde no estuviera…

—También se ha podido ir a la Luna, ¿quién sabe? Pero la realidad es que puede que ya esté en California y que ya se haya desesperado con los malditos teléfonos. Es de suponer que si yo no puedo hablar contigo y Jeremiah tampoco pudo, es que nadie puede. Por cierto, no te habrás perdido lo de Moreschi esta mañana, cuando ha salido recogiendo a Bonnie en el hospital y ha explicado a la prensa que están recibiendo un sinfín de llamadas crueles y chifladas de muchachas que afirman ser Belinda…

—¡Mierda!

—Sí, tú lo has dicho, ese Marty piensa en todo. También ha afirmado que tanto el estudio como las emisoras locales de radio están recibiendo llamadas del mismo estilo.

—¡Por Dios! La está cercando. ¿Es que no se da cuenta?

—¿Y qué harías tú si estuvieras en su lugar? ¿Vendrías directamente aquí?

—Escucha, Blair, tengo una casa en Carmel. Nadie, quiero decir nadie en absoluto, conoce su existencia excepto G. G., Belinda y yo. Él y yo estuvimos allí la semana pasada. Le dejamos una nota a Belinda y dinero. Es posible que se haya dirigido allí. Si yo fuese ella eso es lo que habría hecho, al menos para decidir los próximos pasos y dormir un poco. Y si G. G. o yo intentamos ahora ir hacia allí en el coche, todos estos policías de paisano nos seguirán…

—Dime la dirección —dijo Blair.

Rápidamente le describí el lugar, la calle, el giro que había que dar, que las casas no tenían numeración y todo eso.

—Déjamelo a mí, Rembrandt. Midnight Mink es un artículo importante en Carmel. Conozco a la persona perfecta para enviar allí, además no tiene que saber siquiera la razón por la que lo hace. Me debe una desde la vez que le llevé personalmente, y a tiempo para la Navidad, un abrigo largo para una vieja y desgastada reina del cine que, mientras envejece, vive en reclusión justo al norte de donde tú dices, en Pebble Beach. Me pasé la noche de Navidad de 1984 a ocho mil metros de altura gracias a ese hijo de su madre. Hará lo que yo le diga. ¿Qué hora es, la una y cuarto? Llámame a este mismo número a las cuatro, si antes no recibes noticias mías.

A mi regreso, Dan y David Alexander llegaban a mi casa en un taxi. Entramos todos juntos.

—Desean que te entregues sin falta a las seis de la tarde —dijo Alexander—. Daryl Blanchard acaba de hacer una declaración a la prensa en Nueva Orleans. Después de haber hablado con tu ama de llaves y con los policías que la interrogaron, afirma estar convencido de que su sobrina está muerta. Bonnie hizo una afirmación similar en Los Ángeles cuando le dieron el alta en el hospital. Nos proponen llegar a un acuerdo por los cargos menores. Una vez te encuentres bajo custodia, el público no notará la diferencia. Si les hacemos caso serán flexibles.

—Antes tenéis que escucharme. Puede ser que ella ya esté viniendo hacia aquí. —Les expliqué todo lo que Blair me había contado y lo de las «llamadas de las jóvenes chifladas». Y también les hablé de mi escondite en Carmel.

David Alexander se sentó junto a la mesa del comedor e hizo su gesto habitual de juntar las manos bajo los labios fruncidos. Las motas de polvo flotaban en los rayos de sol que traspasaban las cortinas de encaje por detrás de él. Me pareció otra vez que estaba rezando.

—Que jueguen sus cartas, ésa es mi opinión —dijo Dan muy serio—. Necesitarán tiempo para reunir al gran jurado, y más aún para requerir legalmente la carta que te envió.

—Si lo hacemos así perderemos la posibilidad de negociar los cargos menores —dijo Alexander.

—Tenéis que mantenerme fuera de la cárcel hasta que pueda contactar con ella —les dije.

—¿Pero cómo te propones contactar, y qué esperas si lo haces?

—Escucha, Jeremy nos pide que le mantengamos alejado de la cárcel tanto tiempo como nos sea posible —aclaró Dan.

—Gracias, Dan —dije yo.

Alexander conservaba un semblante inexpresivo, escondía sus verdaderos pensamientos a la perfección. De pronto, su rostro cambió, parecía haber llegado a una conclusión.

—De acuerdo —nos dijo—. Informaremos al fiscal comisionado del distrito de que disponemos de nueva información sobre el paradero de Belinda. Le diré que necesitamos tiempo para investigar. Les echaré en cara que el auto de búsqueda de Belinda que han emitido puede estar asustándola e intimidándola, y que como consecuencia la posición de nuestro cliente queda afectada negativamente. Trataremos de posponer la fecha en que hayas de entregarte, tanto como podamos.

A las tres en punto un conserje del Stanford Court llamó al timbre y me dio un nuevo número para llamar a Blair. Me rogó que le llamase tan pronto como pudiese.

—Escucha, ¡Belinda ha estado en la casa de Carmel hoy mismo! Tenemos pruebas irrefutables. Había periódicos abiertos sobre la mesa de la cocina con la fecha de hoy. También había una taza de café medio vacía y un cenicero lleno de esos caprichosos cigarrillos extranjeros a medio fumar.

—Eso concuerda. ¡Ha sido Belinda!

—No hay ni equipaje ni ropas. ¿Y a que no adivinas lo que mi hombre ha encontrado en el baño? Dos botellas vacías de Clariol Loving Care.

—¿Y qué demonios es Clariol Loving Care?

—Un tinte para el cabello, Rembrandt, un tinte para el cabello. El color era castaño oscuro.

—¡Belinda está en marcha! Eso es maravilloso.

Los reporteros de la esquina me oyeron gritar y empezaron a correr hacia mí. Les hice un gesto para que se quedaran donde estaban.

—¡Y que lo digas, Rembrandt! Porque Loving Care es un tinte que se va cuando te lavas el pelo. ¿Cómo podría hacer yo la foto de bodas con el Midnight Mink, si su bonito cabello se quedase teñido de color castaño oscuro?

A pesar de mí mismo, me reí. Me sentía demasiado feliz para no hacerlo. Blair continuó hablando.

—Escucha, aunque mi hombre ha dejado notas escritas por toda la casa, no creo que ella vuelva por allí. Por otra parte, han intervenido mi línea telefónica y la de G. G. en el Clift. De modo que, ¿quién podrá impedir que los policías la cojan, sea cual fuere el color de su pelo, si ella se dirige a la puerta de tu casa?

—Ella no es tan tonta, Belinda no, ya sabes que no lo es. Por cierto, ahora que mencionas a G. G., tengo que contarles todo esto a él y a Alex. Se han ido al café Ryan, está a dos manzanas de aquí. Te llamaré al hotel a mi regreso.

Colgué el teléfono y me abrí paso a través de los periodistas.

No podía decir por qué había gritado, ni por qué me reía. A ver chicos, salid de aquí, ¡por favor, ahora no! Envié un saludo amistoso con la mano a los policías en traje de paisano y comencé a subir deprisa por la pendiente de Castro Street.

Hasta que hube cruzado la calle Hartford, no me di cuenta de que los periodistas venían tras de mí, al menos seis se hallaban a una distancia de menos de un metro. Detrás de ellos venían los policías.

Entonces empecé a enfadarme en serio.

—¡Eh, chicos! —comencé a gritar—, ¡dejadme en paz! —Se quedaron todos juntos y me miraron como si dijesen, aquí no hay nadie más que nosotros, unos gallinas. Pensé que me iba a volver loco. Uno de ellos me hizo una foto con una minúscula cámara automática. Finalmente elevé los brazos, los dejé caer y aceleré el paso.

Al dar la vuelta a la esquina, encontré a Alex cubierto con su sombrero de felpa y su gabardina y a G. G. con un chaquetón cruzado de dril de algodón; estaban los dos de pie y parecían un par de modelos de la revista

Esquire. Se encontraban frente al cine Castro y miraban la cartelera.

—¡Jeremy! —gritó G. G. cuando me vio, al tiempo que me indicaba con un gesto que me acercase a ellos rápidamente.

En aquel instante acababa de darme cuenta de la marquesina que se hallaba sobre sus cabezas. Un hombre, en lo alto de una escalera larga, estaba terminando de situar las letras negras en el lugar apropiado:

SESIÓN DE MEDIANOCHE

EL DIRECTOR DE LA PELICULA EN PERSONA

BELINDA EN

JUGADA DECISIVA

—Jeremy, saca tu esmoquin, y si no tienes ninguno, yo te lo compraré —dijo G. G. cogiéndome del brazo—. Esta noche estaremos todos en el estreno. Vamos a estar en primera línea, maldita sea, aunque tengamos que hacer que esos tipos de las porras entren con nosotros. Esta vez no pienso perderme el debut de mi hija.

—¡Es posible que llegues a verla incluso en carne y hueso! —le dije.

Me aseguré de dar la espalda al pequeño grupo de policías y reporteros para poder contarles a Alex y a G. G. lo que el hombre de Blair había averiguado.

—Ahora, y durante las próximas veinticuatro horas —concluí—, todo lo que tengo que hacer es permanecer lo bastante alejado de esos tipos. Sé que ella se dirige hacia aquí. Sé que está a menos de trescientos kilómetros.

—Sí —suspiró Alex—, no has de hacer nada más; a menos que ella se haya dado media vuelta y se haya ido, excepto que se esté alejando de nosotros cuanto le sea posible.

Acto seguido, hizo señas a los reporteros para que se acercasen y les dije:

—Vengan, señoras y caballeros, vamos todos al bar Twin Peaks, les invito a una ronda.

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