Belinda

Belinda


Primera parte » Capítulo 1

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El hecho es que podía estar viéndola ya en las páginas de un libro, y su nombre provocaba en mi mente un encadenamiento de palabras que tenían que ver con un viejo poema de Ogden Nash: «Belinda vivía en una pequeña casita blanca…» Se sujetó las gafas y su fino brazalete de oro emitió un destello. Los cristales de las gafas eran de un rosa lo bastante claro como para dejarme ver sus ojos. En el brazo un ligero bello blanquecino resultaba prácticamente invisible. Miraba a su alrededor como si no le gustara estar allí, y al poco comenzó a atraer las inevitables miradas. ¿Cómo podía alguien evitar mirarla? En un gesto que demostraba lo incómoda que se sentía, bajó la cabeza. Por vez primera me fijé en sus pechos bajo la blusa blanca, bastante grandes por cierto. El cuello de la camisa se abrió ligeramente y pude entrever su piel morena…

Pechos en un bebé como ella, imagínate.

Cogí las dos bebidas. Era mejor apartarse de la vista del camarero antes de darle a ella su vaso. Ahora deseaba haber pedido ginebra. No había modo de simular que las que llevaba eran bebidas refrescantes.

Alguien me tocó el hombro. Era Andy Fisher, columnista del

Oakland Tribune y viejo amigo. Yo tenía problemas para no derramar las dos bebidas.

—Sólo quiero saber una cosa, una sola —dijo, mientras le dirigía una mirada a Belinda—. ¿Acaso te gustan los niños?

—¡Qué chistoso eres, Andy! —Belinda se estaba alejando y yo la seguí.

—Te lo pregunto en serio Jeremy, nunca me lo habías dicho, ¿de verdad te gustan los niños? Eso es lo que quiero saber…

—Pregúntale a Jody, Andy. Jody lo sabe todo.

Capté una mirada de Alex a través del gentío.

—En el piso duodécimo de este mismo hotel —estaba diciendo Alex—, y ella era un verdadero encanto de jovencita; se llamaba Virginia Rappe. Y, por supuesto, Arbuckle era famoso por estar bebido en circunstancias como…

¿Dónde demonios estaba Belinda?

Alex se volvió, me vio mirándole y me saludó. Le devolví un breve saludo. Pero había perdido a Belinda.

—¡Señor Walker!

Allí estaba ella. Me hacía señas desde la puerta, indicándome un pequeño pasillo. Parecía que estuviera escondiéndose. De nuevo alguien me había cogido por la manga, se trataba de un columnista de Hollywood que me desagradaba bastante.

—¿Qué hay de la posible película, Jeremy? ¿Has cerrado el trato ya con Disney?

—Eso parece, Barb. Pregúntale a Jody, ella lo sabe. Aunque puede que no sea con Disney, probablemente será con Rainbow Productions.

—He visto esa pequeña dedicatoria dulzona que te han escrito esta mañana en el

Bay Bulletin haciéndote la pelota.

—Pues yo no.

Belinda me dio la espalda, se fue con la cabeza gacha.

—Bien, pues he oído que la negociación para la película ha naufragado. Creen que eres demasiado difícil, que tratas de enseñar a dibujar a sus artistas.

—Estás equivocado, Barb. —Que te den morcilla, Barb—. No me importa lo más mínimo lo que hagan.

—El artista concienzudo.

—Por supuesto que lo soy. Los libros son para siempre. Ellos pueden quedarse con las películas.

—Por el justo precio, tengo entendido.

—Y por qué no, me gustaría saberlo. ¿Pero por qué pierdes el tiempo con esto, Barb? Puedes seguir escribiendo tus mentiras habituales sin necesidad de oír la verdad de mis labios, ¿no?

—Creo que estás un poco bebido para participar en una fiesta publicitaria, Jeremy.

—No estoy bebido en absoluto, ése es el problema.

Sólo hacía falta que me diera la vuelta para que ella desapareciese.

Belinda se acercó y tiró de mi brazo. Gracias, querida. Nos dirigimos hacia el otro lado del pequeño corredor. Había un par de baños juntos y una habitación que, según pude ver por la puerta abierta, tenía su propio baño. Ella miró hacia su interior y después en dirección a mí; sus ojos eran oscuros y decepcionantemente adultos tras los cristales rosa. En ese momento podría haber sido una mujer, salvo por las gafas rosa que hacían juego con los labios de caramelo de fresa.

—Escucha, quiero que creas lo que voy a decirte —le dije—. Quiero que comprendas que soy sincero.

—¿Sobre qué?

Otra vez los hoyuelos. Su voz hacía que desease besarla en el cuello.

—Quiero hacer tu retrato —proseguí—, única y exclusivamente pintarte. Me gustaría que vinieras a mi casa. No hay nada más en ello, te lo juro. He utilizado modelos en innumerables ocasiones. Me las envían agencias especializadas. Me gustaría pintarte…

—¿Por qué no debería creerle? —preguntó, casi con una carcajada. Pensé que se repetirían las risitas del ascensor—. Lo sé todo sobre usted, señor Walker, he leído sus libros toda mi vida.

Con su ajustada falda plisada, que mostraba los muslos desnudos por encima de las rodillas, y balanceando las caderas, se dirigió a la habitación que tenía la puerta abierta. Me deslicé tras ella, manteniendo una corta distancia, sin dejar de mirarla. Su cabello era largo y le cubría la espalda.

El sonido de fondo se iba amortiguando y el aire resultaba un poco más fresco. Un muro de espejos producía la sensación de un espacio increíblemente grande.

Se volvió hacia mí.

—¿Puedo coger mi whisky? —preguntó.

—Naturalmente.

Dio un pequeño sorbo y miró de nuevo a su alrededor. Entonces se quitó las gafas, las metió en el bolso abierto y volvió a mirarme. Me pareció que sus ojos nadaban en la luz de las tenues lámparas y en los reflejos que hacían en los espejos.

La habitación, llena de telas y almohadones, me pareció excesivamente recargada; además parecía extenderse hacia el infinito a través de los espejos. No había ángulos en ningún sitio. La luz era suave como una caricia. La cama cubierta con satén dorado parecía un gran altar. Las sábanas eran sin duda suaves y frescas.

Apenas advertí en qué momento había dejado el bolso y apagado el cigarrillo. Volvió a sorber el whisky sin parpadear. No estaba disimulando. Tenía una calma extraordinaria. No creo siquiera que supiese que la estaba observando.

De pronto me invadió una tristeza que seguramente tenía que ver con su juventud, con lo bonita que se la veía bajo cualquier tipo de luz y con el hecho de que al parecer a ella no le importaba la iluminación que hubiera. Me di cuenta de lo viejo que yo era, y de que toda la gente joven, hasta la más anodina, había comenzado a parecerme hermosa.

No sabía a ciencia cierta si aquello era una bendición o todo lo contrario. Sólo sé que me entristecía. No quería pensar en ello. Y tampoco quería estar allí con ella. Era demasiado.

—¿Así que vendrás a casa, entonces? —pregunté.

Ella no respondió.

Se fue hacia la puerta, la cerró y dio la vuelta al pestillo; el ruido de la fiesta simplemente desapareció. Se quedó de pie apoyada en la puerta y tomó otro sorbo de su bebida. No sonrió ni soltó más risitas. Lo único que había allí eran sus pequeños y adorables labios besucones, sus ojos de mujer adulta y sus pechos presionados bajo la blusa de algodón.

Sentí cómo mi corazón se cerraba de repente. A continuación me subió un doloroso calor a las mejillas y un cambio de engranajes me convirtió de hombre en animal. Me pregunté si ella tenía la más remota idea de aquella transformación, si cualquier jovencita podía en realidad saberlo. De nuevo pensé en Arbuckle. ¿Qué había hecho? Había arrancado y hecho trizas las ropas de la predestinada y sorprendida Virgina Rappe, o algo parecido. Había destrozado su carrera, probablemente en menos de quince minutos…

Su cara era tan fervorosa como inocente. Sus labios estaban húmedos por el whisky.

—No me hagas esto, querida —dije entonces.

—¿Así que no quieres? —preguntó.

Dios mío. Creí que fingiría no entenderme.

—Esto no es demasiado inteligente —repuse.

Tenía la certeza absoluta de que no iba a ponerle la mano encima. Con cigarrillo o sin él, con whisky o sin whisky, ella no era ninguna chica de la calle. Las perdidas no eran así; no, de ningún modo. Yo sólo había recurrido a ellas alguna vez en mi vida, lo había hecho en las pocas ocasiones en que el deseo y la oportunidad se habían unido con más calor de lo que yo hubiera deseado. La vergüenza nunca desaparecía, y la que sentiría ahora habría de ser insoportable.

—Vamos, querida, abre la puerta —le insté.

No hizo nada. No podía imaginar qué le estaría pasando por la cabeza. La mía parecía estar abandonándome. De nuevo volvía a mirar sus pechos, sus calcetines tan ajustados a la pantorrilla. Hubiese querido quitárselos, como se desprende la piel de un fruto. Bueno, exactamente creo que debe decirse destriparlos. No quería pensar en Fatty Arbuckle. No se trata de asesinato, sólo es sexo. ¡Ella tendrá unos dieciséis años! No, sólo es otro apartado del código criminal, eso es todo.

Ella puso su vaso sobre la mesa y se me acercó despacio. Levantó los brazos, los puso alrededor de mi cuello y sentí sus suaves mejillas de niña junto a mi cara, sus pechos contra mi pecho, mientras entreabría sus acaramelados labios.

—¡Oh! Mi rubita —susurré.

—Belinda —replicó quedamente.

—Mmmmmm… Belinda.

La besé. Levanté su falda plisada y deslicé las manos hacia sus muslos, que eran tan finos como su cara. Sentí bajo las braguitas de algodón sus nalgas prietas y suaves.

—Vamos —me dijo al oído—. ¿No deseas hacerlo antes de que vengan y lo estropeen todo?

—Querida…

—Cómo me gustas.

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