Belinda

Belinda


Primera parte » Capítulo 2

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Desperté cuando oí el chasquido del pestillo de la puerta al cerrarse. El reloj digital de la mesilla de noche me indicó que había dormido durante media hora por lo menos. Ella se había ido.

Encontré mi billetero sobre los pantalones, y el dinero seguía en el clip sujetabilletes de plata, dentro del bolsillo.

O no lo había encontrado o no había tenido intención de robarme en ningún momento. No pensé mucho en ello. Me hallaba demasiado atareado vistiéndome, peinándome, alisando la cama y tratando de llegar a tiempo a la fiesta para encontrarla. También estaba muy ocupado sintiéndome culpable.

Naturalmente ella se había ido de allí.

Ya había recorrido parte del camino hacia el primer piso cuando me di cuenta de que aquello era inútil. Ella me llevaba una buena ventaja. Aun así, estuve buscando en los pasillos enmoquetados y tenuemente iluminados, y entré y salí de las elegantes tiendas de ropa, e incluso de los restaurantes.

Traté de comprobar preguntando al portero de la entrada si la había visto o le había conseguido un taxi.

De nuevo había desaparecido. Y yo estaba allí, de pie y pensando, a última hora de la tarde, que lo había hecho con ella, que seguramente sólo tendría dieciséis años y que debía ser la hija de alguien. El hecho de que hubiera sido maravilloso no me servía de consuelo.

La cena fue especialmente desagradable. Por más Pinot Chardonnay que sirvieron, en nada la mejoraron. Sólo se habló de grandes contratos, mucho dinero, agentes, televisión y películas. Y Alex Clementine no estaba allí para aportar algo de su encanto. Le estaban reservando para la cena que, en su nombre, se celebraría durante la semana.

Cuando el tema de mi nuevo libro salió a colación, me escuché a mí mismo diciendo:

—Pues mira, es lo que mis lectoras querían.

Y dicho esto me callé.

Un escritor serio, artista, o lo que sea que quiera que yo sea, debe ser lo bastante listo como para no decir esas cosas. Y lo más sorprendente es que haberlo hecho me cogió desprevenido. Quizás había empezado a creer en mi propia inspiración, o a creer que la mía era la inspiración. En cualquier caso, cuando la cena hubo terminado, yo ya me sentía despreciable.

Estuve pensando en ella. Cuán tierna y frágil me había parecido y al mismo tiempo qué segura de sí misma. Independientemente de su ternura, no me pareció que le resultara nuevo hacer el amor. Y sin embargo había sido muy delicada y romántica en el modo de besarme, tocarme y dejar que la acariciara.

No sentía el más mínimo remordimiento de conciencia, ni la anticuada vergüenza o provocación que aquél pudiera producir. No, nada de eso experimentaba.

Me enloquecía pensar en ello. No podía creerlo.

Había sucedido demasiado deprisa. Y después, el haber dormido un poco con mi brazo rodeándole el cuello. No había advertido que ella se fuera sigilosamente. Sentía odio hacia mí mismo y rabia hacia ella.

Estaba convencido de que era una niña rica que quizás había hecho novillos en la escuela y que ahora, a salvo en su mansión de Pacific Heights, le contaba por teléfono a alguna de sus amiguitas todo lo que había estado haciendo. No, aquello no encajaba. Ella era demasiado dulce para hacer eso.

Antes de abandonar el centro de la ciudad compré una cajetilla de Gauloises: muy fuertes, sin filtro, demasiado cortos. Eran exactamente los que a una chiquilla le resultarían románticos. Los de mi generación

beat fumábamos Camel. Así que ella prefería Gauloises.

Fumé uno de aquellos cigarrillos durante el trayecto a casa en el taxi al tiempo que la buscaba con la mirada por todas las calles.

Era verdaderamente extraño en San Francisco pero todavía hacía calor después de anochecer. Por suerte las grandes habitaciones con techo alto de mi vieja casa victoriana seguían manteniendo una temperatura fresca.

Preparé un café, me senté durante un rato y, mientras fumaba otro de aquellos desagradables pitillos, recorrí con la vista el salón en penumbra, y seguía pensando en ella.

Había juguetes por todas partes. El polvo y el desorden de una tienda de antigüedades reflejado en las usadas alfombras orientales. Estaba bastante harto de todo aquello. Sentí el deseo irrefrenable de tirarlo todo a la calle, de dejarlo todo vacío y las paredes desnudas. Pero estaba seguro de que lo lamentaría después.

Me había costado veinticinco años coleccionar aquellas cosas y me gustaban mucho. Constituían toda la decoración en su momento, cuando yo empezaba. Compré la primera muñeca de anticuario cuando escribí

El mundo de Bettina, también compré el primer viejo tren de ancho de vía normal, así como la primera casa de muñecas victoriana, grande y caprichosa, porque éstas eran las cosas de Bettina, y yo necesitaba tenerlas ante mí cuando realizaba las pinturas.

Primero las fotografiaba en blanco y negro desde todos los ángulos y posibles combinaciones. Después llevaba las fotos al estudio y desarrollaba el trabajo en óleo sobre tela a partir de las pautas que me daban estas fotografías.

Con el tiempo me empezaron a gustar los juguetes por sí mismos. Cuando encontré la nada frecuente muñeca francesa, de gran belleza hecha de porcelana, con ojos almendrados y arrugadas ropas de encaje, se me ocurrió construir el libro

Los sueños de Angelica en torno a ella. Y a medida que transcurrían los años seguía funcionándome el sistema: los juguetes contribuían a crear libros, los libros devoraban juguetes, y así sucesivamente.

El carnaval celestial lo escribí a partir del viejo caballo de tiovivo que había fijado al suelo y al techo con su eje de latón. Creé la serie llamada

Charlotte en el ático inspirado en el payaso mecánico y en el caballo mecedor hecho de cuero y con ojos de cristal. A continuación hice

Charlotte en la playa, para el que compré el cubo y la vasija oxidados, así como el vagón antiguo. Y después realicé un conjunto de libros bajo el título genérico de

Charlotte en el espejo oscuro, en los que hice aparecer casi todas mis posesiones, transformando los colores y realizando nuevas mezclas.

Charlotte era mi mayor éxito hasta la fecha y tenía su propio programa de dibujos animados en televisión los sábados por la mañana. Los juguetes aparecían bien reproducidos en los fondos. También aparecían en los dibujos, así como en el resto de mis libros: el reloj de pared de mi abuelo y el conjunto de muebles de anticuario que había esparcido por toda mi casa. Yo vivía dentro de mis pinturas, siempre lo había hecho, incluso antes de haber pintado la primera, supongo.

En algún lugar entre el polvo tenía también reproducciones de Charlotte hechas en plástico, se trataba de muñecas que tenían mucha salida en las tiendas y que se vendían con pequeños y vulgares vestidos de época en un lote. Sin embargo, esta menuda creación rígida no podía compararse con las bellezas del siglo diecinueve que se amontonaban en el cochecito de mimbre o que recubrían la parte superior del gran piano del salón comedor.

No me gustaba ponerme a mirar el programa del sábado por la mañana, porque a pesar de que la animación era excelente y los detalles minuciosos —bien se habían asegurado mis agentes de que lo fueran—, no me gustaban las voces.

Ninguno de los que hacían el programa tenía la voz de Belinda, con aquel tono meloso que poseía su propia música. Y era una pena, pues Charlotte debería haber tenido una buena voz. Era Charlotte la que de verdad me había hecho famoso, con la pequeña ayuda de Bettina, naturalmente, de Angelica y de todas mis otras chicas.

Muchos otros escritores y dibujantes para niños habían rehecho cuentos de hadas, al igual que yo con

La bella durmiente, Cenicienta y

El sastrecillo valiente. Y aun otros habían creado preciosas ilustraciones, historias de suspense y divertidas aventuras. Pero mi don particular había sido el de inventar jóvenes heroínas y el de conformar cada página dibujada de acuerdo con sus personalidades y emociones.

Muy al principio mis editores habían insistido en que pusiera chicos en mis libros, para ampliar el número de lectores, decían; pero yo nunca caí en la tentación de hacerlo. Cuando estaba con mis chicas sabía dónde me hallaba y podía aportar a cada historia toda mi pasión. Solía mantener el enfoque ajustado. Y no me importaban ni lo más mínimo los críticos que tanto ahora como entonces trataban de ridiculizarme.

Cuando Charlotte apareció en escena, las cosas que sucedieron me cogieron por sorpresa. En efecto, a diferencia de las otras, Charlotte se fue haciendo mayor en los libros. Pasó de ser una tierna niña abandonada de siete años a una adolescente. Lo cual nunca sucedió con las otras.

Mi mejor trabajo era Charlotte, teniendo en cuenta que incluso ella dejó de crecer y mantiene la edad de trece años aproximadamente, desde que firmé el contrato con la televisión.

A partir del momento en que empezó a emitirse la serie, y a pesar de la gran demanda de libros sobre ella, no he podido volver a pintarla. Se ha ido. Ahora es de plástico. Y lo mismo puede llegar a ocurrirle a Angelica si por fin se firma el acuerdo para la película de dibujos animados.

Es posible que nunca llegue a terminar el libro de Angelica que empecé hace un par de semanas.

Esa noche nada de esto me importaba: Bettina, Angelica…, ya estaba cansado de ellas. Estaba harto de todo y la convención de vendedores de libros contribuía a que lo afrontase. El agotamiento venía de lejos.

En busca de Bettina, ¿qué significaba? ¿Ni siquiera yo podía ya encontrarla?

Fumé otro Gauloises y me relajé.

La fiesta, la cena, el ruido y el bullicio estaban dejando por fin de afectarme. Y tal como había de ser, la sombría quietud de la habitación me estaba reconfortando. Dejé que mis ojos miraran de un lado a otro, del descolorido papel de la pared a las polvorientas lágrimas cristalinas de la lámpara de araña, cuyos fragmentos de luz atrapaban los espejos oscuros.

No, todavía no estaba preparado para tirarlo todo a la calle, no en esta vida desde luego. Tengo necesidad de todas estas cosas cuando vuelvo de los hoteles, librerías y reporteros…

Imaginaba a Belinda montada en el caballo del tiovivo, o sentada con las piernas cruzadas junto al óvalo de la pista del tren de juguete, con su mano sobre la oxidada locomotora. Me la imaginaba reclinada en el sofá entre todas las muñecas. ¿Cómo había dejado que se marchase de aquel modo?

En mi pensamiento volví a desnudarla. Vi la marca en forma de reja que habían dejado los ribetes de los calcetines en sus doradas pantorrillas. Había temblado de placer cuando recorrí suavemente esas marcas con mis uñas para coger finalmente sus desnudos pies por el suave empeine. La luz no le importaba. Fui yo quien la apagó cuando empecé a desabrocharme la camisa.

¡Al diablo con todo!

Tendrás suerte si no acabas en la cárcel algún día por culpa de estas cosas, y aún te permites enfadarte con ella por haberse ido sin que te enteraras. Y también por ir con mujerzuelas, aunque te digas a ti mismo que está bien porque después les das un montón de dinero. «Toma, compra el billete de autobús para irte a casa». «Anda, ten esto hasta que puedas comprarte un billete de avión». ¿Qué comprarán con el dinero? ¿Bebida, cocaína? Es su problema, ¿no?

Mira, te has librado otra vez, eso es todo.

Sonaron las diez en el reloj de pared del abuelo. Los platos pintados situados sobre los mantelillos del salón comedor resonaron a su vez con una suave música. Había llegado el momento de intentar pintarla.

Me serví otra taza de café y subí las escaleras hacia el estudio, en el ático. El olor familiar del aceite de linaza, de las pinturas y de la trementina me pareció maravilloso. Eran aromas que significaban el hogar y la seguridad del estudio.

Antes de encender las luces, bebí un poco de café y miré, por los grandes ventanales sin cortinas, en todas direcciones. Aunque esa noche no había niebla, seguramente la habría al día siguiente. Era lo lógico después de un día caluroso. En la habitación trasera tendría frío al levantarme. Pero por el momento, la ciudad brillaba con una misteriosa y espectacular nitidez que no se reducía a un mero mapa de luces.

Se percibía cierto color apagado en las torres rectangulares, desde el centro de la ciudad hasta el techo picudo de las casas de Queen Anne, bajando hacia Noe Street y en el Castro.

Las telas apiladas por todas partes parecían descoloridas y raídas.

Cambié el aspecto general al encender las luces. Me arremangué, puse una pequeña tela en el caballete y comencé a esbozarla.

Raramente realizo esbozos, y cuando lo hago significa que no sé por dónde voy. Tampoco empleo un lápiz. Acostumbro hacerlo con un pincel fino al que le he escurrido la pintura al óleo en la paleta, casi siempre utilizo tierra de sombra natural o tierra siena tostada. Muchas veces lo hago cuando estoy cansado y en realidad no deseo pintar, otras porque tengo miedo.

Esta vez era un ejemplo de lo último. No podía recordar los detalles. No podía ver en absoluto los rasgos de su cara. Era incapaz de reproducir aquel encanto que había sido la causa de que lo hiciera con ella. No se trataba sólo de su disponibilidad. No, no soy tan estúpido ni despreciable, ni estoy tan moralmente podrido. Quiero decir que soy un hombre adulto y que podría haber luchado para evitar aquella situación.

Braguitas de algodón, rojo de labios y azúcar. ¡Mm!

No estaba bien. Había conseguido la pirámide que formaban sus cabellos, desde luego, y el espeso y suave nido de cabellos. También había resuelto bien las ropas, pero no era Belinda.

Decidí volver a trabajar en la gran tela que estaba haciendo para mi siguiente libro, se trataba de un jardín exuberante por el que Angelica iba de un lado a otro buscando al gato que se había perdido. Me dediqué a las brillantes y amplias hojas verdes, a las ramas abultadas de los robles, al musgo que caído sobre el alto césped, había dado paso al gato que ahora mostraba una mueca de odio —cuidado Angelica— como la del tigre de Blake.

A mí todo me parecían clichés, mis clichés. Al rellenar de pintura el cielo ominoso del fondo y los árboles sobresalientes, era como si yo fuera un piloto automático a alta velocidad.

Estuve a punto de no contestar cuando a medianoche sonó el timbre de la puerta de entrada.

Después de todo, podía ser uno de mis cinco o seis amigos beodos, y era más que probable que fuese el artista sin éxito que quería pedirme cincuenta dólares prestados. En aquel momento deseaba haber dejado cincuenta dólares en el buzón del correo. Seguro que él hubiera dado con ellos, pues estaba acostumbrado.

El timbre volvió a sonar, pero no tanto tiempo ni tan fuerte como él solía hacerlo. De modo que podía ser Sheila, mi vecina de la puerta de al lado, que había venido a decirme que su compañero de habitación homosexual estaba peleándose con su amante y que necesitaban que fuese allí al momento.

¿Para qué?, diría yo. Pero si atendía la llamada seguro que iría con ella. O peor aún, les invitaría a entrar. Y oiría su discusión, y beberíamos hasta que acabásemos borrachos. Al final Sheila y yo terminaríamos yendo juntos a la cama, ya fuera por hábito, soledad o compulsión. No, no esta vez, no después de Belinda, eso quedaba fuera de dudas, no debía responder.

Tercera llamada, tan corta y educada como las demás. ¿Por qué no juntaría Sheila las manos en torno a su boca, gritando mi nombre y contándomelo todo de modo que pudiera oírlo desde arriba?

Entonces se me ocurrió: Belinda, habría encontrado mi dirección en mi cartera. Ésa era la razón por la que estaba encima de mis pantalones.

Bajé los dos tramos de escaleras corriendo, abrí la puerta de la entrada y la vi cuando se estaba alejando; llevaba el mismo bolso de piel colgado del hombro.

Llevaba el pelo recogido, los ojos con un contorno negro y rojo oscuro en los labios. Si no hubiera sido por su bolso, como los de correos, no la hubiese reconocido de inmediato.

En cierto modo parecía incluso más joven, probablemente a causa de su cuello largo y sus mejillas de bebé. Me pareció muy vulnerable.

—Soy yo, Belinda —dijo—. ¿Recuerdas?

Le preparé una sopa de lata y puse un bisté en la parrilla. Me dijo que se sentía confundida, alguien había roto el cerrojo de la puerta de su habitación y tenía miedo de quedarse a dormir allí esa noche. La atemorizaba que alguien pudiera irrumpir en su habitación, como había sucedido otras veces. Le habían robado la radio, que era la única cosa de valor que podían llevarse. Estuvieron a punto de robarle las cintas de vídeo.

Se comió una rodaja de pan untado de mantequilla con la sopa, pues estaba muerta de hambre. Pero en ningún momento dejó de fumar o de beber el whisky que le había servido. Esta vez los cigarrillos eran negros con una bandas doradas: Sobranie Black rusos. Se pasó el tiempo mirando a su alrededor. Le gustaban mucho los muñecos. Lo único que le hizo ir a la cocina fue el hambre.

—¿Dónde está esa habitación con cerrojo? —le pregunté.

—En el Haight —respondió—. Se trata de un viejo piso grande, un lugar que podía parecerse a éste si alguien quisiera conservarlo. Pero es sólo un sitio donde las chicas alquilan habitaciones. Está lleno de colillas. No hay agua caliente. Yo tengo la peor habitación porque fui la última en llegar. Compartimos el baño y la cocina, pero se necesita estar loco para cocinar allí. Podré conseguir otra cerradura mañana.

—¿Por qué vives en un sitio así? —le pregunté—. ¿Dónde están tus padres?

Bajo la luz vislumbré reflejos rosa en su cabello. ¡Llevaba las uñas pintadas de negro! Y todos aquellos cambios desde la tarde. Un disfraz sustituyendo a otro.

—Es muchísimo más limpio que cualquiera de los albergues de los barrios bajos —contestó. Dejó con cuidado la cuchara y no trató de sorber el resto de la sopa. Tenía las uñas tan largas que parecían las de un muerto—. Sólo necesito estar aquí esta noche. Hay una ferretería en el barrio de Castro en la que puedo encontrar un nuevo cerrojo.

—Es peligroso vivir en un sitio como ése.

—¿Lo dices en serio? Tuve que poner yo misma unas barras en la ventana.

—Te podrían violar.

—¡Eso ni lo digas! —repuso visiblemente agitada. A continuación elevó la mano en petición de silencio. ¿Había pánico detrás de su maquillaje? El humo del cigarrillo formó una nube.

—Bien, y por qué demonios no…

—Oye, no pierdas el sueño por este asunto, ¿vale? Lo que quiero es pasar aquí la noche.

El tono melodioso casi había desaparecido. Voz pura de California. En aquel momento podía ser oriunda de cualquier parte. Sin embargo todavía me sonaba melosa.

—Debe de haber algún sitio mejor que ése.

—Es barato y es mi problema. ¿De acuerdo?

—¿Eso crees?

Partió otro trozo de pan francés. El trabajo que había hecho con el maquillaje no estaba nada mal, sólo que era escandaloso. Y el suave vestido negro de tela de gabardina era de tienda clásica barata. O bien lo había heredado de su abuela. Se ajustaba perfectamente sobre sus pechos y bajo sus brazos. De la cinta que llevaba en el cuello se habían caído algunas lentejuelas.

—¿Dónde están tus padres? —pregunté de nuevo, mientras le daba la vuelta al bisté.

Masticó el pan, lo tragó y su cara adquirió una expresión bastante severa cuando me miró. El espeso maquillaje en los ojos la hacía parecer aún más dura.

—Si no quieres que me quede me marcharé —repuso—. Lo comprenderé perfectamente.

—Pues claro que quiero que te quedes —le dije—, lo único que quiero es saber…

—Entonces no me preguntes por mis padres.

No respondí.

—Si vuelves a mencionar eso me marcharé. —Lo dijo con suavidad y educación—. Es la forma más fácil de librarte de mí. Nada de sentimientos contrariados. Solamente me iré.

Saqué el bisté de la parrilla, lo puse en un plato y apagué el fuego.

—¿Vas a volver a hablar de ello? —me preguntó.

—No. —Le puse el plato en la mesa, así como un cuchillo y un tenedor—. ¿Quieres un vaso de leche?

Me dijo que no. El whisky le parecía lo bastante bueno, sobre todo por tratarse de un buen escocés. A menos, claro, que tuviera bourbon.

—Tengo bourbon —repuse con un hilo de voz. Aquello era delictivo. Fui a por el bourbon y le preparé una bebida suave.

—Ya has puesto bastante agua —dijo.

Mientras daba rápidos mordiscos al bisté no dejaba de mirar alrededor de la cocina, a los bocetos que yo había apilado y a las muñecas que habían acabado en algún estante. Una de mis primeras pinturas estaba colgada entre los armarios. No era muy buena pero se trataba de la casa de Nueva Orleans donde yo crecí, la casa de mi madre. Ella se detuvo a contemplarlo. Miró también la vieja y usada estufa de hierro con la baldosa en blanco y negro.

—Tienes una casa de ensueño, ¿no crees? —comentó—. Y éste es también un buen bourbon.

—Puedes dormir en una cama de cuatro columnas si lo deseas. También tiene un dosel. Es muy vieja. La traje de Nueva Orleans. La pinté en mi libro

La noche antes de Navidad.

Se quedó encantada.

—¿Es donde tu duermes?

—No, yo duermo en la habitación de atrás con la puerta abierta a la terraza. Me gusta el aire de la noche. Utilizo un jergón en el suelo.

—Dormiré donde tú quieras —respondió. Comía con increíble rapidez. Me apoyé en el fregadero y me quedé mirándola.

Tenía las piernas cruzadas y las tiras de sus pequeños zapatos que cubrían el empeine eran muy bonitas. La servilleta formaba un cuadrado perfecto en su falda. Pero lo más exquisito era su cuello. Eso y la suave caída de sus hombros bajo la gabardina negra.

Ella pensaría que parecía una adulta. Pero tanto el esmalte de uñas como el maquillaje y el vestido de cóctel la hacían parecer en realidad una joven actriz porno.

Ver como se levantaba de esa forma, bebiendo bourbon y fumando aquel cigarrillo, era como ver a la pequeña actriz Tatum O’Neal fumando pitillos en la película

Luna de papel. Los niños no necesitaban ir desvestidos para resultar sexuales. Bastaba convertirles en mayores, indicarles que hicieran cosas de adultos.

El problema era que ella me había parecido igual de atractiva con su uniforme de escuela católica, desde el instante en que la vi.

—¿Por qué no duermes conmigo en la cama de cuatro columnas? —me preguntó. Utilizó la misma voz sencilla y fervorosa que en la

suite del hotel.

Yo no le respondí nada. Miré en la nevera, cogí una cerveza y la abrí. Bebí un trago largo. Aquí acaba mi actividad de pintor por esta noche, pensé de un modo un poco estúpido, pues sabía que no iba a pintar. Aunque todavía podía fotografiarla.

—¿Cómo te las has apañado para seguir viva tanto tiempo? —le pregunté—. ¿Sólo eliges escritores famosos?

Me estuvo estudiando un rato largo. Cogió la servilleta y se limpió los labios con fastidio. Hizo un pequeño gesto despectivo con la mano derecha agitando sus delgados dedos.

—No te preocupes por eso.

—Pero alguien debería preocuparse —dije yo.

Me senté frente a ella. Casi había terminado su bisté. La pintura en sus ojos le daba cierto dramatismo cuando miraba hacia abajo o hacia arriba. Su cabeza parecía una tulipa.

—Yo soy muy juiciosa —repuso, mientras separaba con cuidado la grasa de la carne—. He de serlo. Quiero decir que estoy en la calle, con habitación o sin ella. Yo voy…, ya sabes…, sin rumbo fijo.

—No parece que te guste.

—Y no me gusta —asintió, ligeramente incómoda—. Es como el limbo, no es nada… —se calló—. Ir así a la deriva es un enorme desperdicio de todo.

—¿Cómo lo haces? ¿De dónde obtienes todos tus ingresos?

No respondió. Dejó esmeradamente el cuchillo y el tenedor sobre el plato vacío y encendió otro cigarrillo. En esta ocasión no repitió el truco de la caja de cerillas. Utilizó un pequeño encendedor de oro. Se reclinó y puso un brazo cruzando el pecho y el otro levantado con la mano inclinada sujetando el cigarrillo con dos dedos. Una pequeña dama con el cabello teñido con mechas rosa y boca rojo ardiente. Sin embargo su cara era totalmente opaca.

—Si necesitas dinero puedo dártelo —le dije—. Podías habérmelo pedido esta tarde. Te lo hubiera dado.

—¡Y tú piensas que yo vivo peligrosamente!

—Recuerda lo que te he dicho sobre hacerte fotos —dije, y cogí uno de los cigarrillos de su paquete que prendí con su encendedor—. Estrictamente material digno. No estoy hablando de desnudos. Me estoy refiriendo a hacer de modelo para mis libros. Puedo pagarte por ello…

No dijo nada. La imperturbabilidad de su cara me ponía un poco nervioso.

—Me paso el tiempo fotografiando chicas jóvenes por mi trabajo. Les pago siempre. Me las envían agencias especializadas. Les saco fotos con vestidos antiguos. Después utilizo las fotografías para hacer mis pinturas en el estudio de arriba. Muchos artistas trabajan de esta forma hoy día. No encaja con la idea romántica del artista que pinta partiendo de cero, pero el hecho es que los artistas siempre han…

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