Belinda

Belinda


Primera parte » Capítulo 5

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Sabía que lo primero que hubiese tenido que hacer era subir con ella a la buhardilla y hacerle confesar qué pensaba de que la hubiera pintado desnuda, así como hacerle todo tipo de promesas de que nunca nadie vería aquellos cuadros. (Tienes toda la razón, Alex).

Pero cuando entró, se me adelantó y pasó a la polvorienta sala de estar, fue como si se produjera un encantamiento. Desde la cocina y el vestíbulo se proyectaba una suave luz, y a pesar de ello estaba oscuro y los muñecos parecían fantasmas. Con sus medias de encaje, los relumbrantes tacones de cristal tallado, el cabello con mechas y la cara maquillada, parecía una bruja. Rozó con la mano el techo de la casa de muñecas y se arrodilló para mover el tren sobre los raíles. Me gustaba más que cuando iba vestida con el camisón.

Se deshizo del horrible chaquetón de imitación de piel de leopardo y se subió al caballo de tiovivo. Pude darme cuenta de que el vestido que llevaba, antiguo, negro y con faldones, era escotado, y sólo unos tirantes cubrían sus hombros. Las sucesivas capas de cuentas y flecos temblaban ligeramente.

Cruzó los tobillos y se arremangó la tela en la falda. Entonces apoyó la cabeza en el eje de latón, asiéndolo con los dedos por encima de su cabeza. Se puso a mirar alrededor, a los objetos de la habitación, de la misma forma en que yo lo hacía a menudo. Era la misma pose que la del camisón, la del cuadro del desnudo.

—No te muevas —le dije.

Apreté el interruptor de la pared para encender la pequeña luz que se hallaba sobre el caballo. Me siguió con mirada soñadora.

—No te muevas —insistí, mientras contemplaba la luz sobre su cuello, la curva de su barbilla y sus senos apoyados en la curvatura del cuello del caballo. Sus pestañas y sus cejas brillaban por la purpurina. Sus ojos, rodeados por máscara dorada, eran más azules que nunca.

Fui a buscar la cámara fotográfica.

Le hice fotos desde dos ángulos diferentes. Ella estaba muy quieta y sin embargo no se la veía rígida. Se limitó a participar dejándose llevar a medida que yo iba haciendo fotos; sus ojos me seguían de vez en cuando, según le indicaba mientras la iba rodeando.

De pronto me quedé de pie, parado y mirándola.

—¿Querrías quitarte el vestido? —le pregunté.

—Pensaba que nunca me lo ibas a pedir —contestó, con un ligero tono de sarcasmo.

—Nadie verá estas fotos nunca, te lo juro.

Se rió.

—Creo que ya he oído eso antes.

—Lo digo en serio.

Me miró fijamente durante un momento. A continuación dijo:

—Eso sería una verdadera lástima, ¿no crees?

No contesté.

Tiró los zapatos a un lado, se bajó y, de pie en la moqueta, se sacó el vestido por la cabeza. No llevaba braguitas, ni sujetador, ni medias hasta la cintura. Si hubiera puesto la mano bajo el vestido, me habría encontrado con el secreto vello púbico húmedo. Era demasiado para mí, mejor no pensarlo.

Llevaba sólo un portaligas de satén que le sujetaba las medias de encaje y que se desabrochó para quitárselas. Volvió a subirse al caballo, se situó en la misma posición sentada de lado, cruzó las piernas con gazmoñería y se sujetó con la mano derecha al eje de latón. Se la veía contenta, como si fuera una aniñada

punk. Estaba casi sonriente. Al final sonrió de verdad.

Parecía totalmente desinhibida.

Durante un momento no pude hacer una sola foto. Estaba paralizado mirándola.

De pronto tuve una corazonada, una premonición de desastre que parecía más fuerte que cualquier amenaza que hubiera conocido en años y años.

Me sentía culpable de mirarla. Me sentía avergonzado de estar con ella y de hacer aquellas fotos. Pensé en lo que le había dicho a Alex, tan a la defensiva, que la carta que yo había elegido era la del talento aplicado al arte para las jóvenes, y que para mí no había nada mejor. Ahora creía que eso no era cierto. Los cuadros de desnudos que tenía en el piso de arriba eran mejores. Muchísimo mejores…

Ella seguía inocentemente segura de sí misma, y estaba preciosa.

Su sonrisa era dulce. No había nada más en ella. Y era correcto desde todos los puntos de vista el haberle pedido que posara de aquella manera, su sonrisa. Todos los elementos eran cruciales: su dulzura, el maquillaje decadente que llevaba, el caballo de feria, su cuerpo de mujer e incluso sus pequeñas mejillas, más rollizas debido a la sonrisa.

—Vamos, Jeremy —dijo—. ¿Qué te pasa?

—Nada —contesté. Seguí sacándole fotografías y le pregunté—: ¿Puedo hacer cuadros con éstas?

—Claro, Jeremy. —Masticó unos instantes el chicle, lo hizo chasquear y añadió—: Por supuesto que puedes.

Me metí en la ducha con ella. Y mientras ella estaba con la cabeza inclinada bajo el chorro del agua, dejando que ésta resbalara por su cara, con los ojos cerrados y con una expresión de total placidez, yo la enjabonaba y le pasaba con suavidad la esponja.

Su cabello se volvía más y más suave. Entonces empecé a aplicarle champú. Mientras la espuma se iba formando la oí gemir como si le estuviera proporcionando un profundo placer. Ella presionó sus pechos contra mí. La deseaba tremendamente. Todavía no la había llevado arriba, pero me había dicho que le parecía bien que la pintara desnuda. Y puesto que estaba de acuerdo, esperaba subir con ella a la buhardilla más tarde.

Después de secarla con una toalla, nos sentamos juntos en la cama con dosel y le cepillé el cabello con cuidado. Se había puesto una de mis camisas almidonadas de algodón. La llevaba desabrochada, y con ella me parecía muy pequeña.

—¿Podrías hacerte trenzas por mí? —le pedí—. Yo no sé cómo hacerlas.

Sonrió y me dijo que sí. La estuve contemplando mientras se hacía las trenzas, y me sorprendió que sus dedos pudieran hacerlas tan rápida y fácilmente. Comenzó desde muy arriba, cogiendo el cabello de sus sienes, echándolo hacia atrás y hacia arriba. Estaba muy bonita. Tenía una frente suave y adorable. Puesto que yo no disponía de ninguna cinta, atamos las trenzas con gomas elásticas.

Cuando hubo terminado parecía que tuviese seis años. La camisa de algodón ocultaba sus senos. Apenas podía ver la agradable hinchazón de su carne en esa zona o la suavidad de su ombligo.

Debí haberla fotografiado así vestida, pero podía esperar a la mañana siguiente para hacerlo. Ahora me estaba volviendo loco con sus trencitas y su directa mirada.

Primero besé su frente y luego sus labios. Y de ese modo terminó la noche, juntos en la cama. No había otra luz que la de los coches al pasar, y el calor de la habitación nos envolvía.

Cuando más tarde se dio la vuelta y hundió la cabeza en el almohadón, pude ver su cabello por detrás y el modo en que lo había dividido en proporciones iguales para hacerse las trenzas. También aquello me parecía irresistible.

Luego, estando yo a punto de dormirme, la así con fuerza por la muñeca.

—Ni se te ocurra marcharte de aquí sin decirme nada —le dije.

—Átame a las columnas y entonces no podré irme —me susurró al oído.

—Muy divertido.

Risitas.

—¡Lo prometes!

—No me iré. Quiero ver los cuadros.

Por la mañana corté un par de viejos tejanos míos para ella. Le iban demasiado grandes, así que cogió uno de mis cinturones y se lo ciñó al cuerpo, también se ató las puntas de la camisa por delante. Así vestida y con sus trenzas parecía una de las chicas masculinizadas de Norman Rockwell. Yo todavía llevaba puesto el batín cuando decidí llevarla arriba.

Le saqué varias fotos a medida que íbamos subiendo y a continuación dejé que se paseara por la buhardilla y descubriera los dos desnudos.

Durante un largo tiempo guardó silencio. El sol entraba por las ventanas y ella se protegió los ojos con la mano. El escaso bello de sus brazos y piernas morenas era dorado.

—Son espléndidos, Jeremy —dijo—. Son maravillosos.

—Pero lo que tienes que comprender es que estás a salvo —comenté—. Lo dije de veras cuando te prometí que nadie los vería nunca.

Me miró con el ceño fruncido y un gesto que resaltaba sus labios.

—Te refieres a que no los verán aún, mientras yo esté por aquí.

—No. Nunca —repetí.

—Pero yo no voy a tener siempre dieciséis años.

Tal como me temía. Supongo que incluso ahora, a sabiendas de que no era posible, confiaba en que tuviera dieciocho.

Me miró con ira.

—Quiero decir que no seré toda mi vida una menor, Jeremy. ¡Más adelante podrás enseñarlos a quien tú quieras!

—No —repuse con calma, un poco alarmado por su tono de voz—. Con el tiempo serás una mujer que se reprochará haber posado desnuda para alguien…

—¡Oh!, basta ya. ¡No tienes ni idea de lo que estás diciendo! —Lo dijo casi a voz en grito. Se le enrojeció la cara y las trenzas la hacían parecer una niña pequeña que estuviera a punto de cerrar los puños y ponerse a patalear—. Esto no es

Playboy, por el amor de Dios —dijo—. Y no me importaría si lo fuera. ¿No te das cuenta?

—Belinda, lo único que trato de hacerte saber es que aun si cambias de idea más adelante estás protegida. Yo no podría enseñar estos cuadros aunque quisiera.

—¿Por qué no?

—¿Estás bromeando? Arruinaría mi carrera si lo hiciera. Dañaría a la gente. Yo soy un autor para niños, ¿recuerdas? Hago libros para jovencitas.

Estaba tan enfadada que se puso a temblar. Di un paso en dirección a ella y se apartó.

—¡Eh! Mira, no entiendo nada de esto —dije yo.

Y elevando la voz me espetó:

—¿Por qué demonios pintaste esos cuadros? ¿Por qué me sacaste fotografías en el piso de abajo?

Yo no podía acabar de entender lo que pasaba.

—Porque quería hacerlo —contesté.

—¿Y nunca le enseñarás todo eso a nadie? ¿No vas a mostrarles estas telas? No puedo soportarlo. ¡No puedo soportarlo de ninguna manera!

—¡Puede que no siempre lo sientas así!

—No vuelvas a decirme eso; te estás escaqueando y tú lo sabes.

Pasó por mi lado, me empujó y se fue escaleras abajo después de dar un portazo.

Cuando entré en la habitación ya se había quitado los tejanos y la camisa. Se estaba volviendo a poner el vestido negro de lentejuelas. Con las trenzas parecía una niña pequeña jugando a disfrazarse.

—¿Por qué estás enfadada?, quiero que me lo expliques —le dije.

—¡Quieres decir que aún no lo sabes! —repuso.

No estaba sólo enfadada, estaba indignada.

Se subió la cremallera con relativa facilidad, después se abrochó las medias al portaligas y agarró el chaquetón de leopardo.

—¿Dónde están mis zapatos?

—En la sala de estar. ¿Quieres hacer el favor de estarte quieta? ¿Hablarás conmigo? Belinda, de verdad, no te entiendo.

—¿Qué crees que soy? —estalló—. ¿Algo sucio? ¿Algo de lo que te tengas que avergonzar? Vienes a buscarme. Me dices que tienes que enseñarme unos cuadros. Se trata de esos dos cuadros tan preciosos míos, y a continuación me dices que nunca se los vas a enseñar a nadie. Porque arruinarían tu asquerosa carrera si lo hicieras. Bien, pues puedes largarte con viento fresco de mi lado, si así es como lo ves. Esta basura se está marchando de tu vida, ¡apártate!

Pasó por mi lado a toda velocidad hacia el descansillo. Fui a cogerla del brazo y se apartó furiosa.

La seguí hasta la sala de estar en la que encontró sus zapatos de tacón cristalino y se los puso acto seguido. Todavía tenía el rostro alterado y sus ojos brillaban encolerizados.

—Oye, ¡no te marches así! —le rogué—. Tienes que quedarte aquí. Tenemos que hablar de este asunto.

—¿De qué quieres hablar? Yo soy algo malo para ti, eso es lo que me estás diciendo. Soy una menor. Soy algo ilícito y sucio y…

—No, no, estás equivocada. Eso no es cierto. Esto es… es demasiado importante… Escucha, tienes que quedarte.

—No, no lo haré.

Abrió la puerta de entrada.

—¡No te marches así, Belinda!

Me sorprendió el tono enfadado de mi voz. Me sentía destrozado. Deseaba ponerme de rodillas para rogarle.

—Lo digo en serio, si te vas así dejaré de ir a buscarte o de esperarte. Te olvidaré. Te lo digo de veras.

Estuve convincente. Casi me lo creía yo mismo.

Se dio la vuelta, me miró enfurecida y a continuación rompió en sollozos. La expresión de su cara cambió por completo y las lágrimas comenzaron a caer. Yo no podía soportarlo.

—Te odio, Jeremy Walker —me dijo—. Te odio.

—Muy bien, yo no te odio. Te quiero, pequeña malcriada.

Quise abrazarla y se apartó de nuevo. Se alejó hacia el porche.

—Pero no intentes hacer que me arrastre —continué—. Venga, vuelve aquí.

Me miró fijamente por un instante a través de las lágrimas.

—¡Que te jodan! —me soltó.

Acto seguido corrió hacia las escaleras de la entrada, las bajó y se fue en dirección a la calle Castro.

Las tres de la madrugada y yo sentado en la buhardilla, mirando las pinturas y acabándome sus malditos cigarrillos. No podía trabajar. No podía dormir. No podía hacer nada. Me las había apañado de algún modo para acabar, por la tarde, con el trabajo de las fotos que había tomado en el entorno del caballo de tiovivo, en el cuarto de revelado. Lo estuve haciendo hasta que no pude soportarlo más.

Me senté en el suelo con las piernas cruzadas y la espalda apoyada contra la pared, mientras contemplaba las fotografías con atención. Por momentos, pintaba mentalmente el nuevo desnudo en el carrusel, el desnudo

punk. Pero no podía mover el cuerpo. Me sentía demasiado desdichado.

Cuando simulaba estar pensando, podía verlo desde su punto de vista. Ella no se sentía culpable en absoluto por hacer el amor, por posar, por nada. Y yo le había dicho que los cuadros arruinarían mi carrera. ¡Ah!, ¿cómo pude haber sido tan estúpido? No es que hubiera caído en el vacío generacional, me había estrellado en la brecha de la culpabilidad, había supuesto que ella esperaba mis garantías. Pero, Dios mío, para mí ella era un verdadero rompecabezas.

¿Por qué se sentiría tan dolida, tan ofuscada? ¿Por qué habría estallado de aquel modo? ¿Y por qué no habría yo intentado aproximarme a ella de una manera más dulce? Había mucho en que pensar.

Subyacía un dolor intenso en todo aquello. Un dolor extraño que no sentía desde hacía años. Era igual que el que se siente cuando se es muy joven, quizá cuando se es tan joven como lo era ella.

Tal vez no volvería nunca, nunca, nunca. No; tenía que regresar. Tenía que hacerlo absoluta y definitivamente.

Entonces sonó el teléfono. Las tres y cuarto. Se trataría de algún borracho o de algún loco.

Me puse en pie, me fui a la habitación y levanté el auricular.

—Hola.

Por un instante sólo pude oír un ruidito extraño, como un jadeo. Como una tos. Al momento me di cuenta de que se trataba de un llanto. Una mujer o una niña que lloraba.

—Papá…

—¿Belinda?

—¡Papá, soy Linda! —Estaba llorando. Pero se trataba de ella, sin duda.

—Linda…

—Sí, papá, Linda. Despiértate papá, por favor, te necesito. —Seguía llorando—. Te acuerdas de que te lo dije, te conté lo de ese hombre y su novia en la habitación de atrás. Bien, pues ha sucedido. Ha pasado. Él… él…

—Lo entiendo, querida. Cálmate. Sólo dime…

—La ha apuñalado, papá, y ella está muerta y la policía está aquí. No se creen que tengo dieciocho años —gimió—. Les he dado mi carnet de conducir con mi antigua dirección. Les he dicho que tú vendrías a buscarme, papá, por favor, ven. Han pasado mi permiso de conducir por el ordenador, pero no han encontrado ninguna multa. ¡Papá, ven!

—¿Dónde estás?

—Si no estoy en la esquina de Page y Clayton, estaré dentro. Date prisa, papá.

Page y Clayton estaba a una manzana del Haight.

Había dos coches patrulla aparcados en segunda fila en la calle Page cuando llegué. Todas las luces del edificio viejo y gastado se hallaban encendidas, era imposible dejar de verlo, y en aquel preciso momento estaban sacando un cuerpo sin vida en una camilla. Aun teniendo en cuenta la cantidad de veces que se ve en los noticiarios televisivos, la visión no era menos espeluznante: la camilla de reluciente cromo sobre ruedas y el cuerpo bajo la sábana sujetado con esparadrapo como si de repente fuese a levantarse y empezar a pelear. Lo estuve mirando mientras lo ponían en la parte trasera de una ambulancia pública.

También había un par de periodistas, aunque no parecían muy interesados en el asunto. Esperaba y rogaba que no se tratase de alguien que me hubiera entrevistado alguna vez. Me pareció que eran fotógrafos de periódico, de los pasados de moda; no detecté ninguna cámara de televisión.

—Por favor, tengo que entrar —le dije al policía uniformado que estaba en la puerta—. Tengo que recoger a mi hija.

En la deprimente luz, se parecía a un muñeco de cera que hubiesen hecho de él mismo, con la porra y la pistola demasiado brillantes, demasiado visibles.

—¡Ah!, ¿esa niña que está dentro es su hija? —me dijo con cierta displicencia. Entre tanto, Belinda salió al vestíbulo, corrió en dirección a mí y se refugió en mis brazos.

Estaba histérica. Tenía la cara colorada y emborronada y llevaba el cabello suelto y enmarañado. Llevaba puesto el mismo chaquetón de leopardo, el mismo vestido y hasta los mismos zapatos, pero no llevaba medias.

La estreché durante un segundo con la vaga conciencia de que el lugar era muy sucio, se desconchaban las paredes y hedía a orina; de que la gente nos empujaba entrando y saliendo del vestíbulo y nadie se estaba fijando en nosotros. De la pared colgaba un teléfono público. Debajo había una pila de periódicos y también un saco de basura. La moqueta que cubría el suelo estaba hecha jirones.

Le acaricié el cabello para retirárselo de los ojos. No llevaba maquillaje, estaba pálida como un fantasma.

—Vamos, cojamos tus cosas. Vayámonos de aquí —le dije.

Una multitud se agolpaba a la entrada de la habitación del fondo. Un hombre, de puntillas, trataba de ver por encima de los demás. Se oyó el ruido de una radio de la policía, que venía de la calle.

Al empujarme hacia el interior de su habitación, me agarró tan fuerte del brazo que sus uñas me hicieron daño.

Era un agujero perfecto, con una cama de desván en un rincón y una pequeñísima ventana con listones de madera clavados. Las paredes estaban cubiertas con pósters de estrellas de cine, y había una maleta marrón en la cama junto a un saco de plástico. De éste sobresalían cintas de vídeo. Tanto la silla como la lámpara provenían de una tienda de trastos. Las carpinterías estaban desconchadas y sucias.

Iba a coger el saco y la maleta cuando ella me agarró del brazo.

—¿Es usted el señor Merit? —dijo alguien detrás de mí.

—¡No! —repuso secamente ella—. Jack Merit es mi marido. Estoy divorciada, ya se lo dije. Éste es mi papá. Él no se llama así. Lo que pasa es que en el permiso de conducir todavía soy Linda Merit.

Me di la vuelta y vi a otro policía en el umbral de la puerta. Era mayor que el anterior. Tenía la cara llena de arrugas y una boca sin forma. Estaba exhausto, pero expresaba desaprobación.

—Bien, necesito saber dónde se lleva usted a su hija —me dijo. Tenía un pequeño cuaderno de notas en la mano y un bolígrafo.

—Por supuesto —repuse. Y le di mi dirección.

—Y desde luego a mí no me parece que ella tenga dieciocho años —continuó diciendo, y mientras escribía mi dirección en el pequeño cuaderno añadió—: Y tenía suficientes botellas de alcohol en la habitación como para regentar un bar. —Señaló el cubo de la basura. Estaba lleno de botellas de bourbon y de whisky escocés—. Como usted sabe no está permitido beber hasta los veintiún años.

—Le he dicho que era de Jack —susurró ella, con una voz áspera que se esforzaba por salir—. Jack todavía viene por aquí, tú lo sabes, papá. —Cogió un pañuelo de papel del bolsillo de su abrigo y se sonó la nariz. Estaba completamente aterrorizada. Parecía que sólo tuviera doce años.

—Mire, esto ha sido una verdadera pesadilla para ella, y me gustaría poder llevármela a casa ahora —dije yo, intentando no parecer asustado. Cogí el saco y la maleta.

—A usted le conozco yo de algo —comentó el policía—. Seguro que le he visto en televisión. ¿Me ha dicho usted en la calle Diecisiete o en la avenida Diecisiete? ¿Dónde le habré visto?

—Calle Diecisiete —repuse tratando de contener mi voz.

Una persona se le acercó por la espalda. Aparentemente estaban trasegando algo desde la habitación trasera. Me pareció que era un sofá. Los fogonazos de las cámaras fotográficas eran constantes.

—Y si la necesitamos, ¿la encontraremos en esta dirección?

—Pero yo no los conocía —dijo Belinda intentando no llorar—. Y tampoco oí nada.

—¿Puede mostrarme algún documento que le identifique —me preguntó el policía— con estas señas?

Cogí mi billetera y le enseñé mi carnet de conducir. La mano me temblaba. Noté cómo me resbalaba el sudor por la cara. La miré a ella. Se encontraba en un mudo estado de pánico.

Pensé que si me preguntaba por la fecha de su nacimiento me encontraría de verdad en apuros. No tenía ni la más remota idea de cuál podía ser, y mucho menos de la que les había podido decir a ellos. Y este tipo está anotando mis datos en esa pequeña libretita. Y yo aquí de pie mintiendo y diciendo que ella es mi hija. La mano con que sujetaba la maleta me sudaba.

—Ya sé quién es usted —dijo de pronto el policía, mientras levantaba la cabeza para mirarme—. Usted es el que escribió

Sábados por la mañana con Charlotte. Mis niñas están locas por sus libros. Mi mujer los adora.

—Muchas gracias, le estoy muy agradecido. Ahora dejará que me la lleve a casa, ¿verdad?

Cerró su cuaderno de notas y me miró con bastante frialdad por un momento.

—Sí, creo que es una buena idea —dijo desdeñosamente. Me miraba como si yo fuera algo sucio—. ¿Sabe usted en qué clase de lugar ha estado viviendo su hija?

—Un terrible error, terrible…

—El tipo de ahí atrás ha acuchillado a su chica, la ha contemplado mientras moría y después nos ha llamado. Nos ha explicado que Dios le dijo que lo hiciera. Cuando llegamos estaba totalmente drogado. Tenía marcas en las piernas y en los brazos. No recordaba habernos llamado y ni mucho menos haberla matado. ¿Y sabe usted lo que hay al otro lado del vestíbulo?

—Lo único que quiero es sacarla de aquí…

—Dos buscavidas completamente apaleados que se trabajan a los morbosos en la calle Polk. ¿Adivina usted quien vive arriba? Traficantes sin importancia, señor, del mismo estilo de la que encontramos muerta con una bala en la parte posterior de la cabeza disparada después de que hubiera sido violada.

No me quedaba otro remedio que esperar a que acabara.

Me quedé de pie allí, rígido y sintiendo como me subía el calor a la cara.

—Caballero, tal vez escriba usted libros maravillosos, pero en lo que se refiere a hacer de padre de esta pequeña, necesita usted leer algunos.

—Tiene usted toda la razón, absolutamente toda —murmuré.

—Lárguese de aquí.

—Sí, señor.

Ella se derrumbó cuando nos metimos en el coche. No podía entender lo que me estaba diciendo porque sus sollozos me lo impedían. Pero lo que sí me quedó claro es que el asesino era el mismo tipo que le había robado la radio, un verdadero hijo de puta que la estaba persiguiendo todo el tiempo, que aporreaba y daba patadas a la puerta de su habitación cuando ella se negaba a abrirla.

En cuanto a su permiso de conducir, a nombre de Linda Merit, se trataba de una falsificación. La policía no pudo probarlo porque ella lo había conseguido con el certificado de nacimiento perteneciente a una chica muerta de Los Ángeles, cuyo nombre ella había leído en los periódicos viejos de la biblioteca.

Sin embargo la policía siguió diciendo que no la creía. Le dijeron que esperase mientras comprobaban el nombre en los ordenadores. Ella no dejó de rezar para que la chica muerta no hubiera dejado ninguna multa de tráfico pendiente de pago en San Francisco. Sólo la dejaron en paz cuando dijo que tenía un padre y que vendría a buscarla.

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