Belinda

Belinda


Primera parte » Capítulo 5

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Le aseguré una y otra vez que había hecho lo correcto y que ahora estaba a salvo. Hacía esfuerzos por no pensar en el policía que anotó mi nombre y dirección y que me reconoció.

Cuando llegamos a casa, prácticamente la entré en volandas. Todavía lloraba. La senté en la cocina, le limpié la cara y le pregunté si tenía hambre.

—Lo único que quiero es que me abraces —contestó.

Ni siquiera dejó que le diese un vaso de agua.

Al cabo de un tiempo se tranquilizó. Ya eran casi las cinco y la luz de la mañana empezaba a entrar a través de las cortinas de la cocina. Se la veía agotada y aturdida. Comenzó a hablarme de una redada de narcotraficantes en que los agentes habían aporreado las puertas de los pisos del rellano superior. Todos los muebles del lugar fueron convertidos en astillas. Me dijo que tenía que haberse marchado entonces.

—Deja que te prepare algo —sugerí.

Sacudió la cabeza y me pidió que le diera algo de beber.

La besé.

—No es eso lo que quieres, ¿verdad? —pregunté.

Se levantó y pasó por mi lado para coger la botella de Chivas Regal y servirse un vaso hasta arriba. La estuve mirando mientras lo bebía con calma, como siempre le había visto hacer, como si no le hiciera ningún efecto. Ver cómo le bajaba el whisky por la garganta me resultaba doloroso.

Se secó los labios, puso la botella y el vaso de nuevo en la mesa, y se volvió a sentar. Parecía atemorizada, vulnerable y preciosa, todo a un tiempo. Cuando por fin posó sus ojos azules sobre mí, la encontré irresistible.

—Quiero que te mudes aquí —le dije.

Guardó silencio. Me miró aturdida. La seguí con la mirada mientras se servía otro vaso de whisky.

—No te emborraches —susurré con suavidad.

—No me estoy emborrachando —repuso fríamente—. ¿Por qué quieres que venga a vivir aquí? ¿Por qué quieres que una cualquiera viva contigo?

Me puse a estudiar el perfil exacto de su rabia. Sacó del bolsillo un paquete de Garams y se puso uno en la boca. La caja de cerillas que había dejado durante el desayuno todavía estaba en el mismo sitio. La abrí, cogí una cerilla, la rasqué y le encendí el cigarrillo.

Se arrellanó en la silla con el vaso en una mano y el pitillo en la otra, el cabello suelto y enredado. Todavía llevaba el abrigo puesto, y entre las solapas se veían algunas lentejuelas; tenía casi el aspecto de una mujer.

—Y bien, ¿por qué quieres que me quede aquí? ¿Te doy pena? —Su voz era lisa y llana.

—No.

—Puedo encontrar otro sitio para vivir —explicó. Una voz dura y adulta salía de su boca de bebé. Soltó humo. El cigarrillo olía a incienso.

—Eso ya lo sé —le dije—. Deseé que te quedaras desde la primera noche que estuvimos juntos. Quería que te quedases esta mañana cuando saliste disparada. Te lo hubiese pedido antes o después. Y me sienta como me sienta (ya sabes, culpabilidad o ese tipo de cosas) estoy seguro de que estás mejor aquí conmigo que viviendo en un sitio como en el que vivías.

—¡Ah! Así que piensas que todo este barullo te saca del apuro, ¿se trata de eso?

Respiré profundamente.

—Belinda —le aclaré—, soy un tipo muy transparente y honesto cuando se me conoce. Puedes llamarlo aburrido, sin sofisticación, como quieras, pero yo creo que una chica de tu edad debería estar en su casa. Pienso que hay alguien en alguna parte que está llorando por ti, buscándote…

—¡Si tú supieras! —repuso con un tono de voz bajo y agrio.

—Pero nada puedo saber a menos que tú me lo digas.

—Yo no pertenezco a mi familia —dijo con dureza—. Yo me pertenezco a mí misma. Y estoy contigo porque así lo quiero. Además la condición todavía está en vigor. Si me preguntas por mi familia me marcharé por donde he venido.

—Eso es lo que me temía. Me estás diciendo que no volverás a tu casa, ni siquiera después de lo que ha sucedido esta noche.

—Ni siquiera me planteo la posibilidad —contestó.

Durante un instante miró en otra dirección, al tiempo que se mordía ligeramente las uñas, algo que no le había visto hacer hasta entonces, las pupilas de sus ojos bailaban de un lado a otro mientras miraba la habitación. Entonces dijo:

—Como niña americana con mayúsculas soy un fracaso.

—¿Cómo dices?

—Eso no va conmigo porque no soy una niña. Tengo que salir adelante a mi manera, no contigo, ni sin ti. Y eso es lo que voy a hacer. ¡Tengo que hacerlo! Si me traslado a vivir aquí contigo, no será porque tenga miedo. Lo haré porque…, porque quiero hacerlo.

—Lo sé, querida, lo sé.

Me incliné sobre la mesa. Le cogí la mano con que sostenía el vaso, que ella depositó en la mesa, y se la apreté con firmeza. Adoraba su pequeñez, su tersura y la forma en que entrelazaba sus dedos con los míos. Acto seguido, me dolió ver como sus ojos se cerraban y resbalaban las lágrimas por sus mejillas, igual que había sucedido antes, cuando le dio el arrebato en la puerta de entrada.

—Yo también te quiero, ¿sabes? —dijo todavía llorando—. Me refiero a que quería haber sido una chica americana de verdad, realmente lo deseé. Quería serlo por encima de todo. Pero tú eres como un sueño, ¿sabes?, eres como una fantasía que yo hubiera inventado, y eso es lo mejor de todo, y…

—También lo eres tú, pequeña —dije yo.

Cuando se hubo ido a acostar en la cama de dosel, puse su maleta y sus cosas en la habitación de invitados. Aquél podía ser su espacio privado.

A continuación me dirigí arriba a trabajar en el desnudo de la niña punk en el carrusel, en la versión del cabello de hechicera; estuve trabajando sin parar hasta primera hora de la tarde, y sin dejar de pensar todo el tiempo en las cosas extrañas que había dicho.

Me maravillaba pensar cómo quedarían los tres cuadros del carrusel.

En algún que otro momento pensaba en el policía que me había reconocido. Me lo figuraba escribiendo mi nombre y dirección en su pequeña libreta de notas. Debería haberme sentido atemorizado. De hecho, tendría que sentirme como un náufrago pensando en todo aquello. Yo era un hombre que jamás había cometido una infracción superior a exceder el límite de velocidad establecido.

Aquello me excitaba. De alguna manera recóndita y oscura me estremecía de emoción. Ahora ella estaba conmigo y yo sabía que era bueno para ella, tenía que serlo, y yo estaba pintando con una rapidez y con un poder que me resultaban desconocidos después de tantos años. Para mí todo era maravilloso.

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