Belinda

Belinda


Tercera parte » Capítulo 7

Página 67 de 72

—La policía está por todas partes, Jeremy. Trata de mantener la calma —me contestó.

En ese momento, Belinda se dio la vuelta y le preguntó en voz muy alta a uno de los policías si se podía fumar en el cine. Él le dijo que no. Ella levantó la mano en señal de exasperación, y oí que él se adelantaba para decirle algo en italiano, me pareció que empleaba un cierto tono de disculpa.

De pronto ella entabló conversación con él en italiano y él le contestaba en el mismo idioma.

—¡Por Dios bendito! G. G., el maldito policía es italiano —dije en voz baja.

—No dejes de respirar profundamente, Jeremy —respondió G. G.—. Deja que ella maneje la situación. Es una actriz, ¿no te acuerdas? Está tratando de obtener el premio de la Academia.

Lo único que reconocía de la conversación eran nombres de ciudades: Florencia, Siena, sí, sí. North Beach. ¡North Beach! Pensé que se me iba la cabeza.

Miré al escenario y vi que Susan subía a él por la escalerita. Un foco de luz se situó sobre ella y su preciosa indumentaria roja de satén pareció encenderse. La audiencia de todo el teatro adquirió nueva vida con un aplauso entusiasta.

Susan sonrió, se quitó el sombrero, recibió una nueva oleada de silbidos y aplausos, y con un gesto rogó a los asistentes que permanecieran callados.

—Gracias a todo el mundo por estar aquí esta noche —comenzó a decir—. Este estreno de

Jugada decisiva en San Francisco tiene un significado especial para todos nosotros, y sé bien que todos desearíamos que ella pudiera encontrarse aquí y pudiera ver la proyección.

La multitud aplaudió embravecida. Todo el mundo aplaudía, incluso los de la prensa sentados delante de nosotros. Todo los asistentes a excepción de los policías y de Belinda. Ella escribía otra vez en su libretita.

—Bien, estoy aquí para recordaros lo que creo que en el fondo todos vosotros ya sabéis…, es decir, que muchas personas han participado en la realización de esta película, que un montón de gente ha contribuido a que trabajar en ella fuese una experiencia muy especial. Entre ellos debo de resaltar la colaboración de la actriz Sandy Miller pues en realidad ella es la estrella.

El público volvió a aplaudir, y Susan prosiguió:

—Sandy se hubiese unido a nosotros en esta ocasión con gusto, de no hallarse en Brasil localizando exteriores para una nueva película. Tengo la certeza de hablar también en nombre de ella cuando os doy las más expresivas gracias por vuestros calurosos aplausos. Ahora me gustaría pediros que leáis con atención los créditos, ya que en ellos podréis ver a los que con su buen hacer contribuyeron al resultado final. No puedo dejar este micrófono sin antes agradecer a la madre de Belinda, la señora Bonnie Blanchard, su aportación a la financiación del film, pues sin su colaboración éste no habría podido realizarse.

Abandonó el escenario inmediatamente y no esperó la reacción de la muchedumbre ante este último agradecimiento. Así que tras unos instantes de vacilación, la multitud volvió a prorrumpir en aplausos.

Antes de que Susan pudiese alcanzar su butaca, las luces se apagaron. El teatro se quedó en el más absoluto silencio.

Jugada decisiva había empezado a proyectarse en la pantalla.

Apenas pude ver las primeras escenas, o siquiera oírlas. Sudaba tanto a causa de la camisa y de la calurosa chaqueta del esmoquin, que apoyé la cabeza en las manos.

Al momento, Blair me sobresaltó al empujarme tratando de salir de la fila de butacas, y mientras lo hacía me susurró:

—Quédate donde estás.

Susan esperó unos instantes y después salió tras él.

Belinda cogió sus cigarrillos y su encendedor y, manteniéndolos a la vista, miró al policía mientras se encogía de hombros, y se dirigió asimismo hacia el vestíbulo.

—Me parece que nos vamos a quedar aquí sentados como dos pajaritos en la rama de un árbol —murmuró G. G.

Me concentré en mirar la película para no empezar a gritar como un loco. Enseguida volvió Susan.

En cambio Blair y Belinda no volvieron.

—¿Qué está pasando? —le pregunté en voz baja.

Me hizo un gesto para indicarme que permaneciera callado.

Cuando ya habían transcurrido los primeros cuarenta y cinco minutos de película, dos cosas estaban claras. Blair y Belinda se habían marchado definitivamente. Y la película demostraba ser un éxito comercial.

Como es natural, yo conocía todas y cada una de las palabras que decían puesto que la había visto una y otra vez durante los días en que estuve bebido en Nueva Orleans, justo antes de que G. G. y Alex vinieran a visitarme. A pesar de ello, ninguna cinta de vídeo resulta ser un sustituto adecuado a la experiencia en una sala de cine. En efecto, era allí donde se apreciaba el ritmo, la respuesta de la audiencia, las pausas y el considerable humor, y que la película funcionaba.

Cuando al final del filme apareció Belinda montando a caballo, la audiencia se volcó en un aplauso espontáneo.

El silencio volvió a inundar la sala durante la escena de amor que se desarrollaba en la blanca habitación de la pequeña casa. Sentí que un temblor me recorría el cuerpo cuando llegó aquel instante, aquel momento que yo había pintado, la cabeza de Belinda inclinada hacia atrás y los labios de Sandy sobre su barbilla.

Nada más terminar la escena, el público rompió de nuevo el silencio con sus aplausos.

En ese momento me levanté y me dirigí al vestíbulo. No podía soportarlo más. Al menos necesitaba levantarme y mover las piernas. Y maldita sea, Susan tenía que abandonar aquella butaca y venir a decirme algo. Si no lo hacía, yo mismo iría a sacarla de su asiento.

Me dirigí al pequeño bar del vestíbulo y pedí palomitas de maíz. El grupo de personas que había estado hablando en lo alto de las escaleras se calló de repente.

Dos de los policías vestidos de paisano pasaron por mi lado y se quedaron junto al cenicero que había en la entrada de los lavabos de caballeros.

—La casa te invita, Jeremy —me dijo la muchacha que estaba tras el mostrador.

—¿Te acuerdas de Belinda? —le pregunté—. ¿Recuerdas las veces que veníamos juntos?

La muchacha asintió.

—Espero que todo acabe bien.

—Muchas gracias, encanto —repuse.

Susan acababa de salir. Se dirigió a la única puerta que permanecía abierta a la calle y se quedó allí de pie mirando hacia fuera. Llevaba el sombrero bien calado y tenía los pulgares enganchados a la cintura de los pantalones por la parte de atrás.

Me acerqué a ella. Me di cuenta de que la limusina estaba allí fuera. Uno de los policías se mostraba muy tenso, como si temiera que nos fuésemos a ir corriendo.

—Señora, la felicito por la película, va a ser un éxito —le dije—. Deberían haberla estrenado mucho tiempo atrás.

Me dirigió una sonrisa y asintió con la cabeza. Por lo menos era tan alta como yo. La altura de nuestros ojos casi coincidía, aunque bien mirado ella llevaba las consabidas botas tejanas con un buen tacón.

A continuación casi sin mover los labios, me dijo:

—Reno o el arresto, ¿de acuerdo?

Un escalofrío me recorrió la espalda.

—Tan pronto como tú me des la señal.

Otra vez dirigió la mirada hacia la calle. Le ofrecí palomitas de maíz. Se puso unas cuantas en la mano y se las comió.

—¿Estás seguro? —inquirió en voz baja—. ¡Belinda quiere que estés completamente seguro! Me pidió que te dijera: la comunión y ¿estás seguro?

Sonreí y miré la limusina que brillaba como si se tratase de un enorme ópalo blanco iluminado por las luces de la marquesina. Me acordé de mi casa, que estaba a una manzana de allí, de aquella fortaleza que había sido para mí en las dos últimas décadas, repleta como estaba de muñecas, juguetes, relojes y otras cosas, que durante años no habían significado nada para mí. Pensé en Belinda que me sonreía bajo aquel encantador disfraz.

—Querida, no puedes imaginarte lo seguro que estoy —le contesté—. Tal como ella ha dicho, la comunión. Reno o la cárcel.

Se quedó satisfecha. Dio la vuelta para regresar al interior de la sala. Acto seguido con un tono de voz normal, me dijo:

—Estará muy bien sentarse en la última fila. Por lo menos, por una vez, podré dejarme el sombrero puesto.

De pronto, Dan apareció a mi lado.

Por lo visto ya había encendido un cigarrillo, lo sostenía entre los dedos anular y corazón, y le temblaba como una hoja; dio unos golpecitos al cenicero que se hallaba sobre la alfombra. Los policías seguían junto al cenicero, muy cerca de nosotros y sin dejar de mirarnos.

—Sigue siendo el privilegio del cliente con su abogado —le dije.

—Así ha sido siempre —repuso él.

Su voz sonaba como si ya no le quedaran fuerzas. Apoyó el hombro en la puerta.

—Eres uno de mis amigos más íntimos, ¿lo sabes, no? —le pregunté.

—¿Deseas mi opinión sobre alguna cosa? —quiso saber—. ¿O acaso me estás diciendo adiós?

Me di cuenta de que se mordía el labio.

Antes de contestar me tomé un poco de tiempo. Comí unas cuantas palomitas. De hecho, comprobé que no había dejado de comerlas desde que las había comprado. Debía de ser la única cosa que había comido con placer en varios días. Estuve a punto de soltar una carcajada.

—Dan, deseo que hagas algo por mí.

Me miró inquisitivamente, como preguntándome ¿y ahora qué? Pero al momento me dirigió una mirada amable acompañada de una cálida y cansada sonrisa.

—Regala todos mis juguetes a un orfanato, a una escuela o lo que se te ocurra —le rogué—. No es necesario que expliques de dónde provienen. Sólo tienes que asegurarte de que estarán en un lugar donde los niños podrán disfrutarlos, ¿de acuerdo?

El labio no paraba de temblarle y levantó los hombros como si fuera a ponerse a gritar. Pero no lo hizo. Volvió a dar una calada al cigarrillo y miró hacia fuera a través de la puerta que permanecía abierta.

—También está la escultura de Andy, tienes que sacarla del patio trasero de mi casa y llevarla a algún lugar donde la gente pueda verla.

Asintió.

—Me ocuparé de ello.

De pronto sus ojos se quedaron fríos.

—Dan, por lo que a ti se refiere, lamento de verdad todo lo que está ocurriendo.

—Jer, ahórrate las palabras por lo menos hasta que recibas mi factura.

Volvió a dedicarme otra de sus escasas, pero cálidas y amables sonrisas. Fue tan rápido que es probable que nadie más que yo se hubiese dado cuenta. Miró otra vez a través de la puerta y dijo:

—Sólo espero que lo consigas.

Ir a la siguiente página

Report Page