Belinda

Belinda


Primera parte » Capítulo 8

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8

Al día siguiente por la tarde ya tenía las paredes de la habitación de invitados llenas de pósters: Belmondo, Delon, Brando y Garbo junto a caras más nuevas como Aidan Quinn, Richard Gere y Mel Gibson. En la radio se oía a Madonna todo el tiempo y a toda potencia. Hacía juegos con las prendas recién adquiridas, las plegaba y guardaba con cuidado en el armario, planchaba las blusas, cepillaba viejos zapatos y experimentaba con las nuevas botellas y tarros de los caros maquillajes.

De vez en cuando, al pasar en dirección a la cafetera que estaba en la cocina, me paraba a mirarla. Las tres pinturas del carrusel estaban casi acabadas y me dispuse a poner los títulos en la base de las telas, como había hecho años atrás con mis primeros cuadros: Belinda en el caballo de tiovivo, uno, dos y tres. El efecto del tríptico puesto a secar me producía vértigo.

Me puse a hacer la comida para los dos hacia las seis de la tarde: bistés, ensalada y vino tinto, la única comida que sé cocinar. Cuando bajó llevaba el cabello trenzado y formando un cruce con las trenzas atadas en lo alto de la cabeza. La besé durante un buen rato antes de empezar a comer.

—¿Por qué no miras las cintas esta noche? —le pregunté. Le dije que podía disponer de mi cuarto de trabajo todo el tiempo que quisiera. Yo casi nunca lo utilizaba. Me dijo que quizá lo haría. Si yo tenía que trabajar, ella vería la televisión o leería alguno de mis libros de pintura.

Después de ordenar la cocina, mientras yo estaba sentado frente a la mesa, dejaba que el café contrarrestara los efectos del vino que había bebido y me disponía a subir a trabajar de nuevo, ella bajó a la biblioteca del sótano y oí el sonido de las bolas de billar. Me proponía dar unos toques a los fondos de los tres cuadros y los daría por terminados.

Toda la casa olía a su perfume.

Cuando bajé, la encontré profundamente dormida en la cama de las cuatro columnas. Se había quitado el camisón de franela, había apartado la colcha, y estaba acostada boca abajo, los labios entreabiertos y la larga y fina mano reposando relajada sobre el almohadón, junto a la cara.

Tenía el culito pequeño, casi infantil, y se le veía un asomo de vello púbico dorado. Acaricié las sedosas curvas de sus rodillas, aquellas pequeñas arrugas que eran tan sensibles al tacto cuando estaba despierta. Pasé la mano por las suaves plantas de sus pies. No se movió. Dormía con la confiada entrega de la infancia.

—¿Quién eres tú? —susurré. Pensé en todo lo que me había estado contando.

Durante la cena mencionó algo sobre un viaje que había hecho a Cachemira, atravesando en tren toda la India con dos estudiantes ingleses que fueron sus compañeros aquel verano.

—Pero de lo único que hablamos fue de Estados Unidos. Imagínate, estábamos en uno de los lugares más maravillosos de la Tierra, Cachemira, y de lo único que sabíamos hablar era de Los Ángeles y de Nueva York.

Me incliné y le besé la nuca, en el único sitio que se veía un trozo de piel por debajo de su espesa melena.

Dieciséis.

Pero cómo puedo darte permiso, mi amor, ¿cómo puedo autorizarme a mí mismo? Si de verdad no hubiese nadie más, nadie a quien le importara. Aunque entonces, tú no estarías huyendo, ¿verdad?

El pasillo estaba oscuro.

En la habitación de invitados, que ahora era la suya, vi un montón de caras mirándose una a la otra a través de la oscuridad, la cama de latón brillaba, su bolso estaba abierto y todas sus cosas esparcidas. Había un cepillo para el pelo.

El baño tenía la puerta abierta.

Estaban las cintas de vídeo. ¿Por qué las llevaba consigo a todas partes si además tenía tan pocas cosas? Un saco y una maleta. ¿Tendrían algo que ver con su vida pasada? ¿Qué habría en la maleta?

Estaba de pie en el umbral de su habitación. Por supuesto que no tenía intención de forzar ningún cerrojo, ni siquiera iba a levantar la tapa de ninguna maleta. Sabía que aquéllas eran sus cosas. ¿Qué pasaría si ella despertase, bajase al distribuidor y me encontrara allí?

Miré en el armario. Ahora estaba repleto de ropa nueva.

La maleta estaba en el suelo, cerrada con llave. Las cintas de vídeo estaban apiladas y ordenadas en un estante, detrás de un bolso vacío de ropa interior plegada y de un secador de cabello.

Las estuve examinando a la luz del descansillo.

Las etiquetas de las cintas me parecían extrañas. Sólo estaba escrito el nombre de un distribuidor de Nueva York: Video Classics. En uno de ellos distinguí una marca de comprobación rascada sobre el plástico negro, quizá con la ayuda de un bolígrafo o una horquilla para el pelo. No había nada más que mostrara qué contenían o por qué las conservaba.

Las revistas que tenía formaban una buena pila. Muchas de ellas eran extranjeras. En primer lugar

Cahiers du Cinéma, después

L’Express y también varios ejemplares de la alemana

Stern, había algunas francesas y también italianas. El único tema era el cine. Las inglesas eran

Film Arts,

American Cinematographer e

Interview de Andy Warhol.

Me pareció que para una chica de su edad eran muy sofisticadas. Por otra parte, con su historial, tal vez no fuese tan extraño.

Muchas de aquellas revistas eran viejas. De hecho, algunas tenían etiquetas con precios de venta de segunda mano. La única revista nueva era

Film Arts, con una foto en la portada de «La directora de cine de Tejas, Susan Jeremiah, que pega fuerte». Dentro de ésta había un artículo recortado de la revista

Newsweek, también sobre la señora Jeremiah —«Tormenta en el Sudeste»—, una mujer alta de Houston, con el cabello negro ondulado y profundos ojos negros, que sorprendentemente llevaba sombrero y botas de vaquero. Nunca pensé que la gente de Tejas se vistiera con aquel atuendo.

Por lo que se refiere a las otras revistas, no había ninguna pista inmediata de por qué las había comprado. Cine, cine y más cine. Algunas se habían publicado hacía diez años. No detecté ninguna marca en ellas.

Volví a poner todo aquello con cuidado en su sitio. Sólo entonces me di cuenta de que había una vieja revista de televisión debajo de las cintas. Cuando la saqué, vi a Susan Jeremiah de nuevo, sonreía bajo la sombra que hacía el sombrero blanco de vaquero. Era una mujer atractiva. La edición era de dos meses atrás. La hojeé deprisa en busca del artículo.

La primera película para la televisión de la señora Jeremiah, que se llamaba

Persecución implacable, se había estrenado en abril. El artículo era corto, decía que ella pertenecía a la nueva generación de mujeres con talento en el cine. Su primera película,

Jugada decisiva, había obtenido una importante ovación en el festival de Cannes del pasado año. Se había criado en un rancho de Tejas. La señora Jeremiah creía que el cine americano estaba abierto a las mujeres.

Había más, pero yo me estaba poniendo nervioso. Pensaba que Belinda podía despertarse. Me pareció oír un ruido y creí que me había descubierto. Puse la revista de nuevo en su sitio y cerré el armario.

Era posible que la llave de la maleta estuviera en su bolso. Éste se hallaba sobre la cama de latón. Pero me había arriesgado ya demasiado. Tampoco me autorizaba a mí mismo a fisgar en su bolso, no, tenía que haber un límite para lo que estaba haciendo.

Estos pequeños descubrimientos eran tentadores. Igual que lo eran sus relatos sobre Europa. Exactamente igual que lo era ella, quienquiera que fuese.

No me sorprendía que una chica de su edad estuviera interesada por el cine, como tampoco me extrañaba que sus gustos fueran buenos. ¿Pero por qué se interesaba por aquella directora de cine?

Por descontado que era la clase de tema que podía interesar a una chica moderna: la mujer de Tejas fuerte e independiente que se hace directora de cine y no actriz. La mujer irresistiblemente americana por excelencia. A la prensa le gustaba que llevara el sombrero y las botas, eso era obvio.

El hecho seguía siendo que todo aquello no contribuía a explicar nada sobre Belinda. Sólo añadía nuevas preguntas a las que yo me hacía.

Cerré la casa con llave por la noche, apagué las luces, me metí en el baño y me toqué la cara. A esa hora de la noche tenía la barba muy rasposa, como siempre. Decidí afeitarme.

No quería que cuando se despertase entre mis brazos, por la mañana, mi cara arañase sus mejillas.

Recostado en la cama en la oscuridad, seguía pensando: ¿quién la estará buscando?, ¿quién estará llorando por ella? Dios mío, si fuese mi pequeña removería cielos y tierra para encontrarla.

Por otra parte, ella es mi pequeña. ¿Y de verdad quiero que, quienquiera que sea, la encuentre?

No, no puedes devolverla. No ahora.

A las nueve de la mañana yo estaba sentado en mi oficina y ella seguía durmiendo. Cogí el teléfono de la mesa y llamé a mi abogado, Dan Franklin. Su secretaria me informó de que no esperaba que volviera de los juzgados hasta las once, pero que, en efecto, tal vez me recibiera a esa hora. Me invitó a ir.

Debo decir que mi abogado y yo fuimos juntos a la escuela. Es quizás el mejor de mis amigos y la persona en quien más confío.

Los agentes, por mucho que te quieran y trabajen para ti, son siempre intermediarios. Muchas veces conocen incluso mejor a la gente del cine y a los editores que a sus autores. A menudo, también, les gustan más que éstos. Tienen más en común con ellos.

En cambio mi abogado trabaja sólo para mí. Cuando estudia un contrato o una oferta de derechos, se pone de mi lado. Y es uno de los pocos abogados buenos en el mundo del espectáculo que no ha abierto despacho en Nueva York o en Los Ángeles.

Además de tener confianza en mi abogado, también me gusta, me agrada como persona. Confío en su juicio y le considero un hombre amable.

Ahora me estaba dando cuenta de que durante la exposición de Andy Blatsky le estuve evitando por no explicarle lo de Belinda.

Confirmé la cita para verle a las once. A continuación me duché, me volví a afeitar, cogí dos buenas fotos de las que le había hecho a Belinda, las metí en un sobre de papel manila y puse éste en mi maletín.

Para empezar hubiera deseado tener algo más. Pero tal vez ese más lo tuviera después.

Cuando bajé, Belinda estaba comiendo patatas fritas y bebiendo una coca-cola. Había ido al otro lado de la calle a comprarlas mientras yo estaba en la ducha.

—¿Es ése el desayuno? —le pregunté.

—Sí, claro, puede atravesar el humo —repuso, al tiempo que me mostraba el cigarrillo encendido.

—Eso es una porquería —dije yo.

—Los cereales tienen la misma cantidad de sal, ¿lo sabías?

—¿Y qué les pasa a los huevos, las tostadas y la leche? —insistí yo. Me puse a preparar desayuno para los dos.

Sí, bueno, vale, agradecía los huevos pero estaba llena por culpa de las patatas fritas. Abrió otra lata de coca-cola y se sentó para explicarme lo maravilloso que era estar allí.

—Esta noche he podido dormir; quiero decir que he dormido profundamente, sin pasarme todo el tiempo pensando que alguien iba a entrar por la ventana o se iba a poner a tocar el tambor en el pasillo.

Tuve una idea.

—He de ir al centro a ver a mi abogado —le dije—. Por un asunto que tiene que ver con un libro de mi madre, un contrato para una película.

—Parece emocionante. No sé si sabrás que me gustaban mucho los libros de tu madre.

—Me estás tomando el pelo, tú nunca los has leído.

—¡Estás equivocado! Los he leído todos, me gustó muchísimo

Martes de carnaval carmesí.

Nos miramos durante un instante.

—¿Qué es lo que anda mal? —preguntó.

—Nada —repuse—. Tengo los negocios metidos en la cabeza. Voy a coger la furgoneta para ir al centro. ¿De verdad sabes conducir un coche?

—Por supuesto, ¿cómo crees que obtuve la licencia falsa? Es decir, el nombre es falso, pero yo conducía en… yo llevaba coche en Europa cuando tenía once años.

—¿Quieres que te deje las llaves del MG, entonces?

—Jeremy, no lo dirás en serio.

Se las lancé.

Tragó el anzuelo.

Volvió abajo en menos de diez minutos, se había puesto un par de pantalones de gamuza blancos como la nieve y un jersey también blanco. Era la primera vez que la veía con aquella prenda desde que se había puesto, para estar por casa, los pantalones míos que recorté para ella. Me cogió desprevenido. No quería que saliera de casa vestida así.

—¿Sabes lo que estás provocando en mí con esa ropa? —le dije guiñándole el ojo.

—¿Qué? —No entendió la indirecta y, mientras se cepillaba el cabello frente al espejo del vestíbulo, dijo—: ¿Cómo estoy?

—Violable.

—Gracias.

—¿Vas a ponerte algún abrigo?

—Ahí fuera hace casi treinta grados, debes estar bromeando. Es la primera vez que la ciudad está a una temperatura civilizada desde que he llegado.

—No durará. Coge un abrigo.

Lanzó sus brazos en torno a mi cuello y me dio un beso. Sentí la suave presión de su cuerpo y de sus mejillas; su boquita era suculenta y suave.

—No necesito un abrigo.

—¿Adónde vas?

—Al salón de belleza a ponerme bajo los rayos UVA durante quince minutos —me dijo señalándose la mejilla con un dedo—. Es la única manera de mantener la piel morena en esta ciudad. Luego iré a montar a caballo a los establos de Golden Gate Park. He hecho la reserva por teléfono. He querido hacerlo desde que llegué aquí.

—¿Y por qué no lo habías hecho?

—No lo sé. De la manera que vivía no me pareció apropiado, como te puedes imaginar. —Se puso a buscar un cigarrillo en su bolso—. Como sabes, estaba en la calle y todo eso. No me pareció apropiado combinarlo con montar a caballo.

—Pero sí hacía buena combinación con los rayos UVA.

—Desde luego. —Se rió. Tenía el cabello voluminoso a causa del cepillado. No se había maquillado, sólo llevaba el cigarrillo en los labios.

—Así que ahora puedes volver a montar a caballo.

—¡Sí! —sonrió con absoluta franqueza, de la manera más deliciosa.

—Eres preciosa —le dije—. Pero los pantalones son demasiado ajustados.

—¡Ah, no!, me van perfectamente —repuso. Encendió el mechero.

Cogí varios billetes de diez dólares y se los di junto con las llaves de casa.

—No tienes que hacerlo, de verdad… —me dijo—. Tengo dinero…

—Oye, no te tomes la molestia de volver a decirme eso —dije—. Es como cuando te hago preguntas sobre tus padres. No me hables de dinero. No me gusta.

Me dio otro abrazo cálido y suave, y se marchó; salió volando por la puerta como cualquier jovencita americana.

Y probablemente con la llave de su maleta en el bolso. Pero…

Esperé hasta oír el motor del coche calle arriba antes de subir a abrir su armario.

La llave estaba en la maldita maleta, y ésta estaba abierta.

Respiré hondo, me arrodillé, di la vuelta a la tapa y empecé a mirar lo que había.

¡Había un pasaporte falso a nombre de Linda Merit! Dios mío, qué detallista era. Había dos libros de una biblioteca pública de Nueva York, uno era una novela de Vonnegut y el otro de Stephen King. Bastante típico, me dije. También estaba la copia de mi libro

La casa de Bettina, firmado por mí, y una foto mía sobre una noticia recortada del

San Francisco Chronicle, de una sesión de dedicatorias organizada por el gremio de libreros.

También había ropa íntima que parecía de segunda mano, como enaguas antiguas de tafetán azul marino y sujetadores de encaje con varillas, que no creo que la gente joven use en la actualidad. Preciosas braguitas de algodón por ser tan sencillas. Había un sobre de papel marrón que contenía programas de varias representaciones musicales de Broadway, como

Cats,

A Chorus Line,

Dolly Rose de Ollie Boon y otras cosas. El programa de Ollie Boon había sido autografiado, pero no tenía ninguna dedicatoria escrita al lado de la firma.

No había nada que fuera personal.

Quiero decir, que no encontré ninguna pista sobre su identidad. Y por alguna razón, eso hacía que me sintiera más culpable por lo que estaba haciendo.

¿Habría destruido ella su pasado deliberadamente? ¿O se había precipitado en el presente de improviso?

Me puse a mirar todas las prendas del armario, las viejas que ella había traído consigo.

Excepto por los uniformes de colegiala, de los que había tres, toda la ropa tenía mucha clase, tal como yo había imaginado. Los trajes de lana eran de Harris o Donegal, las faldas y los chaquetones de Brooks Brothers, Burberry y Cable Car. No había nada frívolo como lo que habíamos comprado la tarde anterior en nuestro pequeño paseo por el centro. Incluso los zapatos eran respetables.

Sin embargo, todo lo que había era ropa usada, eso estaba claro, incluso era posible que alguna de las prendas fuese confeccionada antes de nacer ella.

Lo más probable era que nada de aquello hubiese sido suyo antes de lanzarse a la calle. Todo resultaba demasiado confuso.

En los bolsillos encontré pedazos de entradas de teatro de Nueva York, y algo de un concierto reciente en San Francisco.

Tenía cajas de cerillas de los grandes hoteles. El Fairmont, el Stanford Court y el Hyatt Regency.

Esto último me preocupaba. No quería ni pensar en lo que hubiera podido estar haciendo en aquellos hoteles. Quizá sólo se pasease por los vestíbulos y, al tratarse de sitios similares a aquellos en los que había vivido, se sintiese como en casa. Seguramente intentaba volver la mirada hacia el mundo de los adultos.

Aunque el pasado reciente no era lo que me preocupaba. Juntos íbamos a destruir todo aquello. Lo que me importaba era el verdadero pasado de ella. No había nada entre lo que estaba mirando que me aclarara en lo más mínimo quién era ella. Me resultaba muy alarmante.

Incluso las cintas tenían sólo aquellas etiquetas comerciales.

La mejor pista hasta ese momento era Susan Jeremiah.

Saqué las revistas, me senté en la cama de latón y me puse a hojearlas.

Bien, aquélla era una mujer ciertamente interesante. Había nacido en un rancho de Tejas, había ido a la escuela en Dallas y después en Los Ángeles. Hacía películas con una cámara familiar a la edad de diez años. Cuando era jovencita trabajó en una cadena de televisión de Dallas.

Jugada decisiva, que había recibido elogios de la crítica en Cannes, era descrita como una película de atmósfera, de ritmo rápido y filosófica. Rodada en las islas griegas, trataba de un grupo de jóvenes tejanos nihilistas que traficaban con narcóticos. Eran comentarios entusiastas en torno a cómo manejaba la cámara, cuánto debía a Orson Wells artísticamente hablando, a la Nouvelle Vague, el punto de vista filosófico y todo ese tipo de cosas. Una información demasiado escasa. El mismo artículo continuaba hablando de otra directora de cine de Nueva York.

El recorte de

Newsweek no era mucho mejor. Hablaba de la película para la televisión

Persecución implacable, que se había estrenado en abril, la cual elogiaba por «tratarse de una película con un alto porcentaje de belleza visual, que rara vez puede verse en productos realizados para el medio televisivo». Jeremiah iba a dirigir dos más para la United Theatricals, pero no quería ser estigmatizada como una directora de televisión. Se hacían sombríos elogios a la estrella de la película, una chica de Dallas llamada Sandy Miller, que también había hecho de protagonista en la «artística y a menudo autocomplaciente película erótica»

Jugada decisiva, que nunca se estrenó en este país. Pero extrañamente, la única película de la que hablaba la revista era la de Jeremiah. Creo que se sentían atraídos por el atavío tejano y la enjuta cara fronteriza. Una pena para Sandy Miller.

Me quedé más confuso que nunca, sintiéndome verdaderamente culpable.

Deseaba llevarme las cintas abajo y pasarlas en el aparato de vídeo de mi oficina. O mejor aún, en el que tenía arriba en el cobertizo. Por lo menos allí la puerta tenía cerrojo.

Y de ese modo si ella volvía…

Pero ¿cómo podría perdonarme si se enteraba de lo que estaba haciendo? También podría yo sacar a colación las cintas en una charla con ella. Pudiera ser que ella me explicara de qué iban. No era necesario que llegara a traicionarla hasta ese punto, porque probablemente nada de esto tenía que ver con su identidad.

Eran las once menos cuarto. Tenía que irme.

Dan no se presentó hasta mediodía. Le pedí disculpas por impedirle ir a comer.

—Mira —le dije—, éste es un asunto privado entre un cliente y su abogado.

—¿Qué se supone que debo entender? ¿Has matado a alguien? —Se sentó frente a mí al otro lado de su mesa de despacho—. ¿Quieres comer algo? Voy a pedir que me traigan un bocadillo.

—No. Intentaré ser tan rápido como me sea posible. Quiero que hagas de detective para mí.

—Estarás bromeando.

—Tienes que hacerlo tú personalmente. No puedes encargárselo a ninguna agencia. Debes hacer todo lo que puedas por teléfono, y si luego tienes que viajar, yo me haré cargo de todo.

—¿Sabes cuánto te va a costar eso?

—No me importa. Tienes que averiguar una cosa para mí.

—¿Qué?

—La identidad de esta chica —le dije. Le entregué las fotos que le había sacado a ella.

Las observó un momento.

—Esto es confidencial —continué—. No debes dejar que nadie se entere de quién está pidiendo la información.

—Venga —dijo agitando la cabeza con impaciencia—. Dímelo todo. ¿Qué es lo que estoy buscando?

—Tiene dieciséis años.

—¡Ajá! —Se detuvo a estudiar la foto.

—Hasta hace un par de días estaba en la calle. Me ha dicho que se llama Belinda. Lo cual puede ser cierto o no. Ha recorrido toda Europa, se crió en Madrid, según dijo, y pasó algún tiempo en París y en Roma. El pasado invierno estuvo en Nueva York, de eso estoy bastante seguro. No sé cuándo llegó aquí.

Le describí los programas de los teatros y los trozos recortados de las entradas.

—Medirá metro sesenta y cinco. Debe de pesar unos cuarenta y cinco kilos o un poco más. El cabello y la cara ya los puedes ver. Su cuerpo está muy desarrollado. Tiene el busto de mujer. Su voz es también la de una adulta, muy adulta, pero no tiene ningún acento, a excepción de un dejo que no he podido situar. En fin, no sé si esto puede ser de mucha ayuda.

—¿Y qué tienes tú que ver con ella?

—Estoy viviendo con ella.

—¿Que estás… qué?

—No quiero oír lo que estás pensando. Quiero saber quién es ella, de dónde viene…

—¡Que no quieres saber lo que pienso! ¡Tiene dieciséis años! ¿Y tú no quieres oír lo que tengo que decirte?

—En realidad quiero saber más que eso. Quiero saber por qué se marchó de su casa, qué pasó. Estoy convencido de que el dinero tiene algo que ver. Ella tiene una educación demasiado buena, sus gustos son demasiado exquisitos. En alguna parte tiene que haber una familia con dinero. Sin embargo esto no añade nada. Es extraño. Quiero saber todo lo que puedas…

—Jeremy, esto es una locura.

—No hables todavía, Dan, no he terminado.

—¿Tienes idea de lo que significaría que te atraparan con esa jovencita?

—Quiero saber por qué acabó donde está ahora. ¿De quién se esconde? Te voy a decir una cosa muy extraña: he revisado todas sus pertenencias y no he encontrado ni una sola pista de su verdadera identidad.

—Eres un loco hijo de… ¿Te das cuenta, en serio, de lo que esto puede perjudicarte? Jeremy, ¿te acuerdas de lo que le pasó a Roman Polanski?

—Lo recuerdo.

¿Qué estaba pasando con toda aquella porquería que le había contado a Alex Clementine a propósito de que el escándalo no le hacía daño a nadie? Él me respondió que sólo la cantidad adecuada en la medida justa. Bueno, en mi caso sabía que era la porquería equivocada y no importaba la cantidad ni la medida.

—A Polanski lo condenaron por pasar una asquerosa tarde con una menor. ¿Y tú me dices que estás viviendo con ésta?

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