Belinda

Belinda


Primera parte » Capítulo 8

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Le expliqué con toda calma y detalle lo que pasó en la dirección de la calle Page; le hablé de la policía, de que anotaron mi dirección y el nombre falso de Linda Merit en su libreta.

—Desearía que el poli no me hubiera reconocido.

—Ponla en un avión con destino a Katmandu. ¡Inmediatamente! Sácala de tu casa, idiota.

—Dan, averigua quién es. No me preocupa lo que vaya a costarme. Tiene que haber gente a la que puedas preguntarle, en absoluto secreto, sin revelar nada por tu parte; debe de haber algún modo de averiguar algo en la calle. Estoy convencido, casi al ciento por ciento, de que alguien la está buscando.

—También yo lo estoy. Europa, dinero, educación… —Comprendí que se había formado la idea adecuada—. ¡Cristo! —murmuró.

—Pero recuerda, tengo que saberlo todo, quiénes son sus padres, qué hicieron, por qué se escapó ella.

—Supón que no le hicieron nada y que es una rica majadera que decidió buscar algo excitante.

—Eso está fuera de la cuestión. No podrías decir tal cosa si hubieses hablado con ella. En realidad, lo gracioso es que ella es demasiado amanerada para ser rica, y sin embargo tiene que serlo.

—No lo entiendo.

—Las niñas ricas están resguardadas. Son tiernas. A pesar de lo precoces que puedan ser, siempre traslucen cierta candidez. El aplomo que muestra es profundo, casi duro.

»Me trae a la memoria a las pobres chicas que conocí cuando era niño, me refiero a las que llevaban grandes anillos de diamantes de compromiso en sus dedos a los catorce años y que tenían dos hijos con un transportista de pianos cuando cumplían los veinte. Tú sabes a qué tipo de chica me refiero. A la que apenas sabe leer o escribir, pero que puede llevar una caja registradora por la noche en una tienda de artículos varios, y que durante cinco horas seguidas ni siquiera se rompe una de sus largas uñas pintadas. Bien, pues hay algo viejo, triste y difícil en esta chica que me recuerda eso. En cambio, es demasiado educada, demasiado refinada para encajar en el resto de la imagen.

Al tiempo que estudiaba la foto me lanzaba miradas furibundas.

—La he visto en alguna parte —me dijo.

—En la exposición de Andy del otro día —le indiqué—. Estaba conmigo.

—No, ni siquiera me di cuenta de que estabas allí. No te vi en absoluto…

—Pero ella estuvo dando vueltas y llevaba unas gafas de color rosa…

—No, no, te digo que conozco a esta chica; he visto su cara, la conozco de alguna parte.

—Bien, pues entonces ponte a ello, Dan. Porque yo tengo que saber quién es y qué le ha sucedido.

—Y ella no quiere decírtelo.

—Nada, ni una palabra, me pidió que le prometiese que nunca le preguntaría o de lo contrario se marcharía. Ya sé que es terrible.

—Quieres decir que confías en que se trate de algo horrible para quitarte el peso de tu conciencia.

—Es probable. Quizá sea eso.

—Tú crees que te sentirás liberado por el hecho de colgarle el sambenito a otro. Estás loco.

—Dan, lo único que quiero es saber…

—Mira, me ocuparé de ello. Pero a cambio tienes que escucharme. Esto podría destrozar tu carrera. Demolerla, aniquilarla, desintegrarla, ¿me entiendes? Tú no eres ningún director de cine europeo, tú eres un autor de libros para jóvenes.

—No me lo recuerdes.

—Si esto trasciende a la prensa, te lo habrás jugado todo, hasta el último centavo. Y si sus padres son ricos, además de todo lo anterior te acusarían de rapto. Podría haber cargos en los cuales ni siquiera he tenido tiempo de pensar. Tengo que estudiar esto muy bien. Tengo que…

Tendrías que ver los cuadros, pensé. Pero dije:

—Dan, eso puede esperar. Averigua todo lo que puedas sobre ella.

Sí, decididamente, estaba actuando de la forma más equivocada posible.

¿Pero por qué sentía yo aquella alegría, aquel calor interior, aquella sensación de estar vivo de repente? Igual que el día en que me dirigí al avión en el aeropuerto de Nueva Orleans, a sabiendas de que me iba a California.

—¡Mírame, Jer! Te van a dar el premio Lewis Carrol al Viejo Verde del Año, ¿te das cuenta? Sacarán todos tus libros de las estanterías y les prenderán fuego. Las librerías del Sur y las de las regiones del Medio Oeste ni se molestarán en almacenarlos. Y a cualquier trato que estés negociando con Disney le puedes dar un beso de despedida. ¡No me estás escuchando!

—Dan, yo tengo inventiva. Me pagan por imaginar cosas. Amo a esa jovencita. Y tengo que saber si hay alguien por ahí que la esté buscando, necesito saber qué le hicieron.

—No estamos en los años sesenta, Jeremy. La generación de las flores se ha ido. En estos días tanto las feministas como la Moral Majority unen fuerzas contra los que molestan a las niñas y los que hacen pornografía. No es el momento de…

No pude evitar reírme. Era la misma historia de Alex Clementine.

—Dan, no estamos en el juzgado. Estoy impresionado. Se me han leído mis derechos. Llámame tan pronto tengas algo… cualquier cosa.

Cerré el maletín y me dirigí hacia la puerta.

—¡Cancelarán el programa del sábado por la mañana!

—Un asunto privado entre un abogado y su cliente, Dan.

—Disney está pujando en este mismo momento contra Rainbow para obtener los derechos de Angelica.

—Ah, me has recordado una cosa. A Belinda le interesan las películas, y mucho.

Cahiers du Cinéma y revistas así. Cháchara sobre cine.

—Tiene dieciséis años y quiere ser una estrella, también lo quiso ser Lolita. Líbrate de esa pequeña bruja.

—Vamos, Dan, no hables así de ella. Te estoy diciendo que lee cosas serias sobre cine. Y tiene un interés especial en una mujer que dirige películas, alguien que se llama Susan Jeremiah.

—Nunca he oído hablar de ella.

—Es de Tejas, nueva y en rápido ascenso. Hizo una película de televisión para United Theatricals en abril. Puede que haya alguna conexión ahí.

—Voy a ocuparme de esto, desde luego. Es mejor que me creas, de verdad, ¡voy a demostrarte lo peligroso que es!

—Ten mucho cuidado cuando me llames. Ella está allí todo el tiempo.

—No me digas…

—Si dejas algún mensaje en el contestador, asegúrate de que parezca un asunto de libros.

Estuve parado en el vestíbulo el tiempo suficiente para respirar profundamente. Me sentía como un completo traidor. Por favor, que sea algo muy sucio. Por favor que sean corruptos. Que ella pueda quedarse conmigo.

Me dirigí a una cabina telefónica de Market Street y busqué la dirección de una tienda de ropa para practicar equitación. La encontré en Divisadero.

Me acordaba de las tallas del día antes y la mujer me aseguró que podría devolver lo que a ella no le gustase. Así que le compré de todo. Una chaquetilla de lana roja de cochero, una chaqueta de caza negra y dos preciosos sombreros rígidos de terciopelo negro con barboquejo. Pantalones de montar, guantes y un par de fustas. Algunas blusitas preciosas y otras cosas. Tenía muy claro que no era el tipo de cosas que la gente se pone para montar a caballo. Eran para demostraciones. Pero yo deseaba vérselas puestas y esperaba que a ella le gustasen.

Entonces volví a casa, puse todo aquello sobre la cama y fui al piso de arriba. Todavía había pintura fresca de la noche anterior en la paleta, y también los pinceles seguían húmedos, de modo que me puse a trabajar al instante. Añadí el último toque dorado a las letras del último cuadro: el de la punk abandonada.

Apenas me detuve a mirar el trabajo realizado. Tenía pintura por todos los pantalones, pero no me importaba.

Sólo me paré al mirar la imprecisa V entre sus piernas, entonces tuve que apartarme. Ella estaba demasiado viva para mí. Di un paso atrás, y cuando vi la cantidad de trabajo que había hecho —el tamaño de las tres telas, el detalle y el nivel de resolución— me sentí intimidado. Incluso para mí el ritmo era maravilloso.

Hacia las cuatro me dirigí al mercado de la esquina y compré un poco de cerveza, leche y las nimiedades que necesito habitualmente.

Le compré cinco marcas distintas de cigarrillos extranjeros: Jasmine, Dunhill, Rothmans y otras marcas raras que pudiesen gustarle. Compré también un montón de manzanas, naranjas, peras y otras cosas saludables para que las comiese en sustitución de tanta porquería.

Así que allí estaba yo comprando cigarrillos para una chiquilla. Doblé la cantidad de leche y cogí unas cuantas cajas de cereales.

El coche estaba en el pasaje cuando regresé.

Cuando hube cerrado la puerta, la vi de pie en lo alto de las escaleras.

La escasa iluminación provenía de una ventana que había con cristales ahumados, y mis ojos tuvieron que habituarse a las sombras antes de poder verla con claridad.

Se había puesto el sombrero de terciopelo negro de montar y las botas altas de piel.

Era la pose de un cuadro pasado de moda: una mano reposaba en la cadera y con la otra asía la fusta de piel negra. En cuanto al resto, estaba desnuda. Golpeó un lado de la bota con el látigo.

Al pie de la escalera me arrodillé. Me desembaracé de las bolsas de la compra.

Mantuvo la pose tanto tiempo como le fue posible, pero al final acabó agitándose por las risitas que trataba de contener. Me partía de risa al acercarme a su lado.

Me puse encima de ella en lo alto de las escaleras y comencé a besarla.

—No, en la cama —me dijo—. En la cama es mucho mejor.

La levanté y me la llevé a cuestas. Todavía se reía cuando la dejé en la cama. La besé y le rocé la barbilla con la cinta del barboquejo; podía sentir sus botas contra mis piernas, la dureza del cuero y la suavidad de sus muslos.

—Dime que me quieres, brujita mía —le decía—. Vamos, dímelo.

—Sí —contestó devolviéndome los besos—. Va a ser más que perfecto ¿no crees?

Antes de que dejara de pensar en cualquier cosa que fuese racional, me dije: ya tengo el próximo cuadro.

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