Belinda

Belinda


Primera parte » Capítulo 9

Página 17 de 72

9

También me encontraba bien con ella en la buhardilla. Mientras trabajaba en el cuadro de montar a caballo, durante tres noches, ella estuvo leyendo

French Vogue o

Paris Match, dormitando o mirándome. Iba vestida con tejanos ajustados y camisetas de algodón; le gustaba llevar el cabello recogido con trenzas, decía que le resultaba más fácil cuidárselo así. Cuando le compré los pasadores de plástico para las colas de las trenzas en la tienda de baratijas se rió de mí. Pero los utilizaba.

(No mires las apretadas arrugas formadas por la tela entre sus piernas, o sus pezones que sobresalen a causa del fino sujetador bajo la blusa. Cuando se inclina sobre el suelo pulido de madera y le cuelga el pecho, no te vuelvas loco. Ella golpea el suelo con los pies, cruza las piernas. Aplasta un cigarrillo, se acaba la bebida de coca-cola que, gracias a mi insistencia, no lleva nada de whisky. No la mires. La marca de lápiz de labios es Bronze Bombshell).

Con y sin aquella inspiración, me encontré terminando el cuadro antes de la medianoche del tercer día.

Quedó con el mismo resultado que sugería la pose que ella había adoptado en lo alto de las escaleras. Las botas, el sombrero, la mano en la cadera, la desnudez, por supuesto, y la fusta. Espléndido.

Había utilizado más de la mitad de un rollo de película. Aunque tenía la cadera estrecha, había algo en el cuadro que sólo podía describirse como voluptuoso. Pero lo importante era su cara, siempre su cara, ése era el tema. La boca como un cogollito, la nariz respingona. En cambio en los ojos había una extremada madurez.

Las doce de la noche. El reloj del abuelo enviaba sus campanadas hacia arriba a través de los viejos suelos.

Me dolía el brazo derecho. La luz que reflejaba el cuadro me estaba fatigando. Empezaba a sentirme cansado de pintar los detalles con el pequeño pincel rígido de pelo de camello. Por otra parte no podía dejarlo. Deseaba oscurecer el color de las telas del fondo: era esencial para obtener la textura rugosa de terciopelo antiguo en esa zona. Unos toques mágicos y algo de brillo en la bota derecha. Algún loco se pararía algún día a mirarlo en la galería de arte —¿la galería?, ¿algún día?— y se preguntaría: ¿cómo es posible que parezca que va a salir del cuadro y tocarte?

O besarte. Tomarte entre sus brazos y aplastar tu cara contra su pecho como lo hace conmigo. Correcto. Exacto.

Estaba descansando sobre su espalda y mirando al techo. Bostezó. Me dijo que tenía que irse a la cama, y que por qué no iba con ella.

—Pronto.

—Bésame. —Se levantó, y con el puño cerrado me tocó el pecho—. Venga, déjalo ya, párate durante el tiempo suficiente para besarme.

—Hazme un favor —le pedí—. Duerme en la cama de latón en la habitación del medio. Más tarde quiero hacer algunas fotos. —Pensaba en las barandillas laterales que podían subirse, como las de una cuna aunque un poco más bajas.

De acuerdo, dijo, siempre y cuando después fuese a la cama con ella.

La acompañé abajo.

Había una vieja lámpara de bronce, que había sido de aceite y a la que ahora se le había adaptado una bombilla, la cual proporcionaría una luz muy suave para fotografiarla.

Yo mismo le puse el camisón y le abroché los botoncitos perlados hasta el cuello.

La estuve contemplando mientras se deshacía las trenzas para peinarse el ensortijado cabello. La mezcla del color blanco de la tela y de las perlas me sonó a

déjà vu, sentí que me desvanecía, tenía que ver con iglesias y velas.

Durante unos instantes no podía relacionarlo con nada, después, una multitud de cosas olvidadas me vinieron a la memoria, aquellas largas y suntuosas ceremonias que había presenciado un millón de veces siendo niño en Nueva Orleans. Bancos llenos de gladiolos blancos junto al altar, vestiduras de satén cuidadosamente bordadas que incluso a veces parecían pintadas. Moaré. El púrpura, el verde oscuro, el oro, todos los colores tenían su propio sentido litúrgico.

En aquel momento no sabía si en la Iglesia católica seguían confeccionándose prendas como aquélla o si en California las habrían realizado alguna vez. Recuerdo una noche en que pasé por delante de una iglesia católica y oí que cantaban

God Bless America.

Veni Creator Spiritus era lo que oía ahora. La cantaban voces infantiles. Era algo relacionado íntimamente con el pasado, con las molduras de las viejas casas en las calles del Garden District, que habían sido construidas por amorosos inmigrantes de la vieja Europa y en las que se habían utilizado grandes cantidades de cristal teñido importado y estatuas finamente talladas.

Aquello quedaba muy lejos, sin embargo había una cierta afinidad que se me escapaba, y estaba en la forma en que la luz iluminaba la piel tersa y virginal de su cara, de sus pequeños labios.

Su cabello se esparcía sobre la franela blanca. El cepillo lo levantaba, parecía estirarlo y luego enderezarlo para dejarlo caer después, mientras las ondas rizadas absorbían de inmediato las mechas.

Podía casi revivir aquellos momentos en la iglesia, con todas las niñas vestidas de encaje y lino blanco esperando fuera en el claustro para poder entrar. Nosotros llevábamos trajes blancos.

Sin embargo lo que recordaba bien eran las niñas, las niñas con sus sonrosadas mejillas y labios, el crujir del tafetán, los rizos, las cintas de satén.

Y las procesiones. Las niñas tiraban pétalos de rosa que llevaban en cestitos blancos de cartón piedra a lo largo del pasillo de mármol de la iglesia, antes de que el cura lo recorriese bajo el dosel que se balanceaba. O las hileras que, en la procesión de mayo al anochecer, se movían por las calles estrechas en torno a la parroquia, donde una clase tras otra desfilaban formando un conjunto, todos vestidos de blanco, cantando avemarías con ímpetu. Entretanto la gente nos contemplaba de pie en sus porches, y las ventanas de las estrechas casitas bajas de dos plantas estaban adornadas con pequeños altares con velas titilantes que habían puesto en honor de la Virgen. Las mujeres lucían vestidos sueltos llenos de flores y andaban por las aceras detrás de nosotros, rezando el rosario.

No, creo que se trataba de algo diferente, algo distinto en la misma iglesia, y aquella lucecita me lo decía: la comunión.

Una idea se estaba abriendo paso, otro cuadro. Y me parecía que iba a ser más extraño que todo lo que había hecho hasta ahora: el caballo del tiovivo, la casa de muñecas o las botas de montar. Pero sabía que si era capaz de hacerlo sería extraordinario, fascinante.

Y probablemente a ella no le daría miedo. No a ella. En aquel momento estaba descansando sobre el almohadón y yo elevé los laterales de latón de la cama. Barras estrechas la rodeaban. Era como si estuviera en una cama vieja de hospital o en una jaula de oro.

En realidad estaba como en un pesebre.

Me dedicaba una suave y pacífica sonrisa de ensueño. Una extraordinaria sensación de felicidad, la certeza de ser feliz y de sentirme completo, me recorrió el cuerpo.

Su cabello estaba esparcido por la almohada, creando un color amarillo pálido. Me hizo saber que no le importaba quedarse dormida con la lámpara encendida, que no se despertaría cuando viniese a fotografiarla.

—Buenas noches, mi amor —me dijo. Mi pequeña. Se le había ido el rojo de labios y su boca me parecía irresistible y deliciosa. Nunca tendría la boca de una mujer. Prometía toda una vida de besos perversos.

A la una de la mañana ya estaba dormida.

Me pasé una hora haciéndole fotos a través de las barras de latón de la cama. Seguía percibiendo la sensación de felicidad, una rotunda percepción.

No creo que sea algo que suceda a menudo en la vida; por lo menos, a mí no me ha pasado a menudo. Por lo común la sensación de felicidad viene después, está en la memoria junto a una tardía apreciación del momento. Este sentimiento se parecía al placer. Amarla y pintarla completaban un círculo, cerrado por completo al mundo exterior.

El mundo me parecía menos real que las caras de los pósters que cubrían las paredes, sus actores y actrices. En la penumbra los estuve observando un momento. Susan Jeremiah estaba ahora colgada con su sombrero blanco de vaquero, igual que en las improvisadas fotografías de la revista

Newsweek. Susan Jeremiah entrecerrando los ojos por causa del sol ¿de Tejas?

Desapareció en el instante en que miré en dirección a la luz de la lámpara y ajusté el objetivo.

No, yo no era un traidor por lo que había hecho, por hacer que investigaran quién era ella. Más bien tenía la certeza de que nada de lo que averiguase nos separaría. Estaba seguro de descubrir cosas sobre ella que harían que desease tenerla junto a mí para siempre.

Anduve de puntillas alrededor de la cama, me arrodillé para enfocarla entre los barrotes, para producir el efecto de una enorme cuna de latón. Si deseaba que cambiara de posición mientras dormía, lo único que tenía que hacer era inclinarme y besar sus labios o sus ojos, entonces se movía y adoptaba otra postura lánguida y maleable. En una ocasión le cubrí la cara con el cabello para que sólo los ojos quedaran al descubierto. Luego se lo aparté, le volví la cabeza y conseguí un perfil perfecto.

Siempre que los botones perlados reflejaban la luz, me asaltaba aquel fuerte sentimiento relacionado con la iglesia. Flores, incienso, vestidos blancos. Debía tratarse de la primera comunión o de la confirmación. Llevábamos trajes blancos otra vez, quizá los vestíamos por última vez. Las chicas se parecían a pequeñas novias, estaban asombrosas. El obispo puso aceite en nuestras frentes, hablaba latín.

A partir de aquel momento éramos todos iguales, tanto los niños como las niñas, éramos todos soldados de Cristo. Me parecía una mezcla enfermiza de imaginería y de metáforas.

Le subí el camisón muy, muy despacio, hasta que la suave franela estuvo recogida en mis manos y sus pechos quedaron al descubierto. Entonces los besé y me quedé mirando cómo los pezones se hacían pequeños, tiesos, erectos. Me pareció que se volvían ligeramente oscuros.

—Jeremy —me dijo mientras dormía. Me cogió el brazo y, pese a estar aturdida y con los ojos cerrados, me cogió la cabeza para acercársela.

Le besé la boca muy suavemente, y a continuación noté que se perdía de nuevo en el sueño.

Yo todavía no tenía sueño.

Bajé al sótano y abrí uno de los baúles que había traído de Nueva Orleans. Era uno de aquellos en que yo guardaba viejos objetos personales. Hacía muchos años que no lo había abierto.

El olor de alcanfor era muy desagradable. Pero encontré lo que buscaba. El libro de plegarias de mi madre. Era un misal en latín que ella utilizaba cuando era niña, la cubierta imitaba el acabado de las perlas y había un crucifijo dorado impreso en ella. Las páginas tenían los bordes dorados. El rosario se encontraba en una pequeña cajita de joyería. Lo saqué y lo sostuve bajo la luz. El papel azul había evitado que las uniones de plata se ennegrecieran. Las cuentas del avemaría eran perlas, los padrenuestros eran diamantes, y todos estaban montados sobre plata.

A mi madre no le habían gustado mucho aquellas cosas. Recuerdo que una vez me dijo que desearía poder tirarlas todas, pero le resultaba extraño deshacerse de rosarios y de libros de oraciones. De modo que yo los conservé.

La foto de mi padre también estaba en el baúl, se trataba de la última que le habían hecho antes de zarpar. El doctor Walker en uniforme. Se hizo voluntario el día que bombardearon Pearl Harbour, y murió en el sur del Pacífico. Eso sucedió dos meses después de nacer yo, y me parece que mi madre nunca se lo perdonó. Vivíamos en la gran casa del doctor Walker de la avenida Saint Charles. Y sin embargo yo no llegué a conocerle.

Devolví la foto a su sitio, cerré el baúl, cogí el rosario y el libro de oraciones y me los llevé arriba.

De nuevo me sentí poseído por el regocijo, por la sensación de estar vivo, estimulado.

Ir a la siguiente página

Report Page