Belinda

Belinda


Primera parte » Capítulo 11

Página 19 de 72

1

1

Dormimos mucho tiempo. Después me di cuenta de que las velas se habían gastado mucho. En el exterior reinaba la oscuridad. Cuando abrí los ojos, ella estaba sentada junto a mí, contemplándome. Se había quitado el vestido y las medias, pero seguía con la corona y el velo puestos, y este último caía hacia la cama formando un triángulo de luz blanco que la cubría. Su busto de perfil y su pierna doblada eran divinos. Le acaricié la pierna con la mano. El tono rosa de sus pezones era idéntico al de sus labios.

Mirarla a los ojos me asustaba un poco. Estaba asomándose desde aquel cuerpo y no creo que se diera cuenta de lo maravilloso que era. ¿Cómo podía saberlo? ¿Cómo podía saberlo cualquier criatura?

—Vamos a hacer las fotos —me dijo con ternura.

—¿No hay ninguna cosa que te dé miedo? —le pregunté con suavidad.

—Por supuesto que no. ¿Acaso tendría que tener miedo?

La expresión de su cara no tenía precio, era mucho mejor de lo que yo la había podido pintar.

Y allí estaba la cámara, mirándonos fijamente desde los pies de la cama.

Yo me sentía muy soñoliento, absolutamente drogado. Estábamos inundados por el olor de las flores. En el techo podía ver sombras que danzaban, sombras delicadas como las de los pétalos ondulados de los claveles, todo parecía temblar al ritmo del centelleo de las velas.

—¿Me alcanzarías el vino? —le pedí—. Allí, sobre la mesilla. Eso me despertará, ¿no crees?

La miré mientras vertía el vino de borgoña en el vaso. Cuando miraba hacia abajo era cuando más joven parecía, más que en ningún otro momento, porque se veían la rubias cejas peinadas y suaves y su labio inferior sobresaliendo un poquito. Tan pronto como volvió a mirar de frente y su cara se relajó, me pareció que no tenía edad alguna: como la ninfa que ha tenido ese mismo cuerpo durante cien años.

Estaba sentada a mi lado con una rodilla levantada, el cabello le caía sobre los hombros y sobre los pechos. Parecía refulgir a la luz de las velas.

—La comunión —dije yo.

Ella sonrió. Se dobló con el vino rojo en sus labios, me besó y susurró:

—Éste es mi cuerpo. Ésta es mi sangre.

Cuando Dan llamó todavía estábamos haciendo las fotos. Al oír su voz a través del teléfono que estaba junto a la cama, mientras la tenía a ella al lado, sentí que la sangre me subía a la cara.

—Oye, no puedo hablar ahora —le dije.

—Muy bien, pues entonces escúchame, estúpido. Hay alguien que está buscando a tu pequeña. Y toda la historia me parece muy extraña.

Ella estaba hojeando el libro de plegarias. Con su hombro me tocaba el brazo.

—Ahora no. Te llamaré más tarde —insistí.

—Sal de ahí y telefonéame ahora mismo.

—Imposible.

La miré de reojo, y ella me devolvió la mirada. Había una cierta conmoción en su mirada. No pude oír lo que él me estaba diciendo. Me sentí como si no supiera qué hacer con mi boca para parecer natural.

—… una fotografía de ella es lo que quiero que veas.

—¿Qué? Mira, en este momento tengo que dejarte. Ahora mismo.

—En mi oficina, a las ocho en punto, antes de que me vaya al juzgado. ¿Me estás escuchando?

—A las doce —respondí—. Trabajo hasta tarde.

—Jeremy, esto es muy extraño, te lo digo yo…

—Por la mañana, muy bien.

Colgué. Tenía la cara ardiendo. Sabía que ella me estaba mirando.

Darme la vuelta y volver a mirarla era lo más difícil del mundo. Sabía que ella estaba percibiendo algo, y que de ésta no me libraba nadie.

Acto seguido vi que la sospecha estaba allí mismo, tenía los labios apretados y también se le había enrojecido la piel.

—¿Qué pasa? —me preguntó. Directa al grano, por supuesto.

—Nada. Era sólo mi abogado. Negocios de libros. —Bien, bien, di algo parecido a la verdad y así parecerás convincente.

Estaba manoseando con torpeza la cámara. ¿Qué había estado yo haciendo? ¿Había cambiado la velocidad del nuevo rollo de película? ¿Qué?

Ella me observó durante un momento.

—Hagamos un descanso —propuse—. No puedo trabajar después de esta interrupción. —Bajé, me eché encima del contestador automático de llamadas y quité el sonido. Aquello no iba a volver a suceder.

Para cuando salimos a cenar ella ya había estado bebiendo durante un rato. Era tal vez la primera vez que la veía un poco borracha. Se había recogido el pelo en un moño y se había puesto un traje de terciopelo y una blusa blanca. Muy madura. El cenicero estaba lleno de colillas. No dijo nada cuando sugerí que fuéramos a un pequeño restaurante a la vuelta de la esquina. Apuró el whisky escocés y se levantó lánguidamente.

Las mesas eran de mimbre, había ventiladores en el techo y la comida era buena. Seguí insistiendo en entablar conversación. Ella estaba como una piedra.

Y Dan, ¿qué había dicho de una foto de ella? ¿Otra foto?

—¿Quién te ha llamado? —me preguntó de repente. Acababa de encender otro cigarrillo. No había tocado las gambas.

—Mi abogado, ya te lo he dicho. Cuestiones de impuestos o algo así. —Sentí de nuevo el calor en mi cara. Sabía que parecía un mentiroso. De pronto dejé el tenedor en la mesa. Aquello era demasiado feo.

Me estaba mirando abierta y fríamente.

—Tengo que ir al centro, tengo que verle a mediodía y me fastidia.

Ella no respondió.

—Todo ese asunto de mis libros, el hecho de que Disney esté pensando en comprar los de Angelica. Rainbow Productions también los quiere. —Muy bien, sigue enganchándote a ese pequeño quiebro a la verdad—. No tengo muchas ganas de pensar ahora en ello. Mi mente está en ti, está a un millón de kilómetros de todas esas cosas.

—Mucha pasta —dijo ella elevando un poco las cejas—. Rainbow es una empresa nueva. Realizan unos dibujos animados en que la animación es exquisita.

¿Cómo podía saber ella todo aquello? Y el tono de voz, todo trazo de deje californiano había desaparecido. Volví a oír aquella forma crujiente de articular palabras que ya había notado la primera vez que la vi. Sus ojos eran extraños. El muro había vuelto a cerrarse.

¿Y cuál era la impresión que yo le estaba causando?

—Ya, Rainbow…, hicieron un… —No podía pensar.

Los caballeros de la mesa redonda. La vi.

—Sí, exacto. Bueno, pues quieren hacer un par de películas con Angelica.

Pero aquello no estaba funcionando. Ella notaba que algo sonaba absurdo.

—Aun así, Disney es Disney —continué—. Y quienquiera que lo haga, debe asegurarse de que la animación es fiel reflejo de los dibujos. Ya sabes, si desean añadir personajes tendrán que encajar bien con el resto.

—¿No tienes agentes y abogados que se encargan de todo eso?

—Claro. Ése es el que llamó. El abogado. Al final soy yo quien tiene que firmar la línea de puntos. Nadie puede hacer eso en mi lugar.

Sus ojos estaban asustándome. Ella estaba bebida. Realmente bebida.

—¿Eres feliz conmigo? —me preguntó en un tono de voz muy bajo.

No había dramatismo en su actitud. Aplastó el cigarrillo encima de la comida del plato, la cual no había tocado. No acostumbraba hacer cosas como aquella.

—¿Eres feliz? —insistió.

—Sí, feliz —respondí. Levanté la cabeza despacio para mirarla—. Soy feliz, quizá más feliz que en toda mi vida. Creo que ahora podría escribir una nueva definición de feliz. Quiero ir a casa a revelar las fotografías. Quiero estar despierto toda la noche y pintar. Me siento como si volviese a tener veintiún años, si te interesa saberlo. ¿Crees que estoy loco?

Se produjo una larga pausa. Entonces vino la sonrisa, incipiente, y a continuación se hizo más amplia, como una luz que estuviera iluminando un pasadizo oscuro.

—Yo también soy feliz —dijo ella—. Esto es tal como yo lo había soñado.

Al infierno con Dan. Al infierno con todo, pensé.

Revelé el rollo de las fotos de la comunión antes de irme a la cama. Durante un ratito ella estuvo en el cuarto oscuro del sótano conmigo, con una taza de café en la mano.

Le expliqué paso por paso lo que hacía y ella lo estuvo mirando con interés. Me preguntó si la vez siguiente podría ayudarme. Parecía agotada por todo el whisky que había estado bebiendo antes, pero por lo demás estaba bien. Casi bien.

Estaba fascinada por el proceso, por el modo en que las fotos se volvían mágicamente visibles en su paso por la bandeja de revelado. Le expliqué cómo lo haría un verdadero profesional, cómo en realidad se tomaría mayor tiempo en cada paso. Para mí sólo se trataba de una preparación, igual que el apretar el tubo de pintura para depositarla sobre la paleta o como limpiar los pinceles.

Hice tres ampliaciones y nos las llevamos a la buhardilla. Sabía que aquélla iba a ser la mejor tela que había pintado.

La comunión o

Belinda ataviada para la comunión. Sólo vestida con el velo y la corona, por supuesto, sin ninguna otra prenda. También incluiría el misal y el rosario en sus manos. Sería tan formal como el cuadro en que iba vestida para montar a caballo, como las pequeñas fotografías en blanco y negro que tomaban las madres de las niñitas que salían de la iglesia, antes de ir a la procesión. El truco estaba en la forma que adquirirían los fondos.

En una primera mirada debería parecer que se veían claustros o arcadas góticas. Quizá también las flores de un altar con velas. Más tarde se daría uno cuenta de que estaba viendo una habitación, una cama de cuatro columnas y dosel, papel en la pared. Tenía que crear esta ilusión sin que hubiera costuras: se trataba de jugar bien con la textura así como con la iluminación. Tenía que ponerme a pintar yendo más allá de la simple aplicación y de la práctica adquirida con mi talento, tenía que crear una nueva forma de engaño de los sentidos.

Quería empezar en aquel mismo instante; mantener el ritmo en acción. Pero ella me pidió que fuera a la cama con ella, que nos relajásemos y nos abrazásemos.

Vi desesperación en sus ojos y en su voz.

—Muy bien, querida mía —le contesté.

Cuando la rodeé con mis brazos la noté rígida.

—Sabes, hay un sitio al que podríamos ir —dije yo de repente—. Quiero decir que nos podríamos ir de San Francisco por un tiempo. Tengo una casa en Carmel que rara vez utilizo. Tendríamos que limpiarla, pero es muy pequeña, no sería pesado. Está a una manzana del océano.

—Pero nosotros ya nos hemos ido, ¿no? —me preguntó con una voz fría y distante—. Quiero decir que ¿de quién nos estaríamos alejando?

Hacia las cuatro de la madrugada me desperté y me di cuenta de que ella estaba llorando. Había empezado a darme empujones para que me despertase. Estaba de pie junto a la cama y estaba sollozando, se limpiaba las lágrimas con un pañuelo de papel.

—Despiértate —me estaba diciendo.

—¿Qué te pasa? —dije yo.

Encendí la lamparilla que estaba junto a la cama. Ella sólo llevaba puesta una braguita de algodón. Ahora estaba borracha. No sólo podía verlo, sino también oler el whisky. Llevaba un vaso en la mano, estaba lleno de cubitos de hielo y de whisky, y la mano que lo sostenía era una mano de mujer.

—Quiero que me escuches con atención. —Estaba haciendo rechinar los dientes y tenía los ojos enrojecidos. Estaba muy asustada.

—¿De qué se trata? —le dije tomándola entre mis brazos. Estaba tan enfadada que se estaba asfixiando.

—Quiero que comprendas una cosa —dijo ella.

—¿El qué?

—Si llamas a la policía por mí, si tratas de averiguar quién soy, si encuentras a mi familia y les dices dónde estoy, quiero que sepas…, quiero que sepas que les diré todo lo que hemos estado haciendo. No quiero hacerlo, preferiría morirme antes. Pero te lo digo en serio, si alguna vez me traicionas, maldita sea, si en alguna ocasión lo haces, si llegas a traicionarme de ese modo, si alguna vez haces eso, lo haré, te lo juro, lo haré, se lo diré…

—Pero yo no lo haría, nunca haría…

—Nunca me traiciones; nunca lo hagas, Jeremy.

Sollozaba entre espasmos. Yo la abrazaba con firmeza y ella no hacía más que temblar contra mi pecho.

—Belinda, ¿cómo se te ocurre pensar que yo voy a hacer eso? —Aquello no estaba bien, de ningún modo.

—Yo no quiero decir cosas horribles, me siento morir por el mero hecho de decir que te haría daño. Me moriría si tuviera que decir cosas que te hiciesen daño, significaría que cambiaría todo esto por su sucia moralidad y su estúpida e idiota estrechez. Pero lo haría, créeme que lo haría; lo haría si me traicionases…

—No tienes que decir eso, lo comprendo. —Acaricié sus cabellos y la mantuve abrazada con fuerza. Le besé la cabeza.

—Pero si tú me traicionas, te juro que…

Nunca, nunca, nunca.

Cuando por fin se hubo calmado, nos recostamos y nos abrazamos. Todavía estaba oscuro en el exterior. Yo no pude volver a conciliar el sueño. No dejaba de repetirme que con lo que hacía no la estaba traicionando. Le mentía, sí, pero no la traicionaba.

Ella susurró:

—No quiero volver a hablar de ello jamás. No quiero tener que pensar nunca, nunca, de nuevo en ello. Yo nací el día en que tú me viste. Nací entonces, y tú también.

Sí, sí, sí.

Lo único que yo seguía queriendo saber es lo que le había sucedido, de modo que los dos pudiéramos dejarlo atrás, que los dos supiéramos que todo estaba bien, bien, bien…

—Jeremy, abrázame. Abrázame fuerte.

—Vamos, levantémonos, vistámonos y salgamos de aquí —dije yo.

Estaba como aturdida. Saqué la faldita de lana y el chaquetón, y la vestí. Yo mismo le abroché la blusa blanca hasta el cuello, y la besé. Cogí el pañuelo de cachemir y se lo puse alrededor del cuello. También le puse los guantes de piel.

Vestida así parecía una muñeca, una chiquilla inglesa. Incluso le cepillé el cabello y le puse el pasador de forma que se viese la impecable lisura de su frente. Adoraba besar su frente.

Me estuvo contemplando en silencio mientras recogía las fotografías de

La comunión, llevaba las telas al sótano, abría la furgoneta y las metía por la parte de atrás.

Luego la ayudé a subir y sentarse en el asiento delantero.

En la oscuridad del amanecer, me dirigí a las afueras de San Francisco por el sur, y mientras recorríamos el vacío y silencioso tramo de autopista en dirección a la península de Monterey, la mañana se abría paso entre nubes grises.

Ella estaba sentada a mi lado, y con el pelo recogido y los brazos cruzados se la veía majestuosa. La solapa de la chaqueta se movía un poco a causa del viento y rozaba la curva de su cuello por debajo de la mandíbula.

Después de hora u hora y media, el cielo empezó a iluminarse por detrás de las nubes. De repente el sol traspasó el parabrisas y sentí un agradable calorcillo en las manos.

Giré en la dirección del viento, hacia el océano, en dirección a Monterey, para luego atravesar los bosques de pinos de Carmel hacia el sur.

No creo que ella supiese dónde estábamos. No había visto nunca esa pequeña y extraña ciudad costera que antes de que los turistas llegasen parecía un escenario hecho ex profeso; seguro que nunca había visto las casitas de campo con techo de paja, tras blancas y selectas cercas y bajo cipreses grises con ramas de corteza rugosa, de Monterey.

La dejé junto al camino de gravilla que llegaba hasta la puerta redondeada de la casita de campo.

La tierra era arenosa, y las prímulas rojizas y amarillas estaban desparramadas y entremezcladas con montoncitos de césped.

El sol entraba por las pequeñas ventanas de la casita de tablas de madera rojiza natural y de suelo hecho de piedra. Las altas hojas verdes se transparentaban en el cristal emplomado.

Subí por la escalerilla del desván con ella, nos metimos en la cama y nos hundimos bajo las húmedas mantas.

La luz del sol en forma de haces penetraba por entre las plantas que cubrían el tragaluz.

—Dios mío —dijo ella. Volvió a llorar y a temblar de repente, y sin prestarme atención, miró hacia la luz que venía de arriba—. Si no puedo confiar en ti, ya no me queda nadie.

—Te quiero —le dije—. No me importa nada más, te lo juro. Te quiero.

—La comunión —dijo, y apretó los ojos mientras le caían más lágrimas.

—Sí, la comunión, querida mía —repetí.

Ir a la siguiente página

Report Page