Belinda

Belinda


Primera parte » Capítulo 20

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Eran las seis de la madrugada. El cielo estaba gris. Hacía un viento frío.

No estaba muy seguro de hacia dónde me dirigía, estaba caminando por la calle Powel en dirección a Union Square, desde la estación de metro, y no sabía qué quería hacer. Estaba buscando un sitio para descansar, para pensar.

La había dejado durmiendo en la cama de dosel, con las históricas colchas apiladas encima de ella, tenía la cara apoyada de lado y el cabello esparcido por todo el almohadón. Se había desmaquillado, y había eliminado todo resto del concierto de rock y de la imagen de chica callejera punk.

Dejé una nota junto a la cama.

«He ido al centro de la ciudad por un asunto de negocios. Volveré bien entrada la tarde».

Negocios. ¿Qué negocios? Palabras calculadas para herir y confundir. No había nada abierto a excepción de algunos bares y restaurantes nocturnos deslustrados. ¿Qué iba yo a hacer? ¿Qué quería hacer?

Una cosa estaba clara, después de lo de la noche anterior, no podía continuar a menos que tomara una resolución.

Cuando volvió del concierto de rock tuvimos una discusión a gritos.

En esta ocasión era yo el que había bebido demasiado whisky, y ella la que estaba sobria y cautelosa. Se quedó mirándome a través de la máscara de maquillaje punk.

—¿Pero qué pasa?

—Algunas veces no puedo soportarlo, eso es todo.

—¿Soportar qué?

—No saber nada. No sé de dónde vienes, qué te ha pasado, por qué te has ido de casa. —No dejaba de pasear por la cocina. Mi voz estaba llena de rabia, de una rabia ardiente.

¡Maldita sea, eres una asquerosa estrella de cine!

—Me prometiste que no volverías a preguntarme nunca nada de este asunto. —Masticaba chicle. Tenía los ojos tan brillantes como las joyas llamativas.

Deja de interpretar Lolita.

—No te estoy preguntando nada. Lo único que te digo es que en ocasiones me resulta insoportable, que a veces me siento como si estuviera predestinado al fracaso, ¿no me entiendes? —Estrellé el vaso en el fregadero.

Se quedó pasmada mirando el vaso roto.

—¿Qué es lo que va a fracasar sin remedio, por qué te estás comportando así?

—Tú, yo. Porque todo esto no es correcto. No está bien, de ninguna manera.

—¿Por qué no es correcto? ¿Acaso te persigo yo con preguntas sobre tus esposas, tus antiguas novias o sobre las veces que te has ido a la cama con hombres? Desaparezco un momento para ir sola a un concierto de rock y tú te emborrachas, y de repente estamos condenados.

—Lo que estás diciendo no tiene nada que ver. Me estoy volviendo loco, como si te hubieras apoderado de mi vida aun sin conocerte, ni saber de dónde vienes, durante cuánto tiempo te vas a quedar o hacia dónde vas…

—¡No voy a ninguna parte! ¿Por qué habría de desear marcharme? —De pronto estaba dolida. Parecía quedarse sin voz—. ¿Es que quieres que me vaya, Jeremy? ¿Eso es lo que quieres? Pues me marcharé esta noche.

—No quiero que te vayas. Vivo atormentado por la idea de que puedas marcharte. Maldita sea. Haría cualquier cosa con tal de que no te fueses, pero te estoy diciendo solamente que a veces…

—Nadie dice «solamente» nada. Yo estoy aquí, puedes tomarlo o dejarlo, pero ése es el trato. Y por Dios, ya hemos hablado de esto una y otra vez. Estás hablando de nosotros, Jeremy. ¡Nos pertenecemos!

—¿De la misma manera que tu cuerpo te pertenece a ti?

—Por el amor de Dios, ¡sí! —Tenía un acento californiano un poco seco, una voz elegante y cortante estaba apareciendo, la de la verdadera Belinda, la señorita actriz internacional.

Pero la verdad es que estaba llorando. Había bajado la cabeza, había salido a toda velocidad del vestíbulo y corría escaleras arriba.

La alcancé cuando estaba en la entrada de la habitación, la estreché en mis brazos.

—Te quiero. Por lo tanto nada me importa, te lo juro…

—Lo dices, pero no lo piensas. —Trataba de apartarse—. Ve arriba y contempla tus malditas pinturas, de eso te sientes culpable, de lo que estás haciendo, de que esos cuadros sean mil veces mejores que las malditas ilustraciones que has estado haciendo hasta ahora.

—¡Al infierno los cuadros, ya sé todo eso!

—¡Suéltame! —Me estaba empujando y la agarré.

Levantó la mano, pero no llegó a abofetearme. Dejó caer la mano.

—Oye, dime qué quieres. ¿Quieres que invente algo para ti, para que te resulte fácil? No les pertenecía, ¿es que no lo entiendes? ¡No soy una maldita propiedad suya, Jeremy!

—Ya lo sé.

Y también se quiénes son «ellos», y maldita sea, no comprendo cómo puedes mantenerlo en secreto. ¿Cómo puedes soportarlo, Belinda?

—No, ¡no sabes nada! Si lo supieras, me creerías cuando te digo que estoy donde yo quiero estar. Y te ocuparías de esas malditas pinturas y de por qué son mucho mejores que todas las cosas empalagosas que hacías antes.

—No digas eso.

—Siempre has querido pintar lo que había bajo los vestidos de las jovencitas…

—No es cierto. ¡Lo que quiero es pintarte a ti!

—Sí, bien, lo que hay ahora ahí arriba es la obra de un genio, ¿no es cierto? Dilo tú, tú eres el artista. Yo sólo soy una niña. ¿Es genial o no? Por primera vez en toda tu vida no son sólo ilustraciones para un libro. ¡Se trata de arte!

—Puedo manejarme muy bien con eso. Puedo muy bien hacerme cargo de mi vida. Lo que no soporto es no saber si tú puedes hacerte cargo de lo que te pasa a ti. Yo no tengo ningún derecho…

—¡Ningún derecho! —Se acercó a mí, y esta vez creí que iba a pegarme de lo furiosa que estaba. Tenía la cara completamente enrojecida—. ¿Quién dice que no tienes derecho? ¡Yo te di el derecho, maldita sea! ¿Qué te crees que soy yo?

Me resultaba imposible soportarlo: aquella expresión de su cara, su inocente malicia.

—Una chiquilla. Una chiquilla según la ley. Eso es lo que tú eres.

Hizo un extraño sonido, como si fuese a llorar. Sacudió la cabeza.

—Sal de aquí —dijo en un susurro—. ¡Lárgate de mi lado, vete, largo!

Me empujaba, pero yo no me iba. La cogí por las muñecas, la acerqué a mí y la rodeé con mis brazos. Empezó a darme patadas, a pisarme los pies.

—Suéltame —gruñía. Y acto seguido pudo desasirse de una mano y me abofeteó una y otra vez, sus bofetadas eran dolorosas, seguro que se estaba lastimando la mano.

Hundí mi cabeza en su cuello. Me silbaban los oídos. Su cabello me rascaba. Me empujaba con sus manos. Pero yo seguía sujetándome a ella.

—Belinda —le dije—. Belinda.

Y seguí diciéndolo hasta que ella dejó de revolverse.

Por fin se relajó. Podía percibir en mi pecho el calor de sus senos. A causa de las lágrimas, le caían chorretones negros de máscara por las mejillas. Trataba de contener los sollozos. Con una voz frágil y suave me dijo, como en un ruego:

—Jeremy… Te amo. De verdad. Te amo. Y deseo que sea para siempre. ¿Por qué no es suficiente para ti?

Las dos de la madrugada. Había supuesto que era esa hora. Sin embargo no había mirado el reloj. Llevaba rato sentado frente a la mesa de la cocina fumando sus cigarrillos. Probablemente a esa hora ya debía estar sobrio. Por lo que recuerdo tenía dolor de cabeza. Un fuerte dolor de cabeza. Me dolía la garganta.

¿Por qué me habría puesto a mirar las películas? ¿Por qué habría telefoneado a Dan? ¿Por qué le habría hecho preguntas a Alex? ¿Por qué no habría dejado en paz todo el asunto, tal y como le había prometido a ella? Y si ahora se lo contase, si le confesase que había estado metiendo la nariz, curioseando, y le explicase que había encargado una investigación, ¿qué haría ella? ¡Dios mío!, no podía ni pensar en perderla; era horrible pensar que deseara alejarse de mi lado, que pudiera irse por la puerta.

¿Y qué hay de las otras piezas del rompecabezas? La parodia sobre la maldita escuela suiza, y por supuesto la pregunta del millón. Sí, ¿por qué?, ¿por qué había abandonado ella todo aquello?

Bajó a donde yo estaba, vestida con camisón. Ya no llevaba el de Charlotte, ahora llevaba uno suyo. Se sentó junto a mí, alargó las manos y acarició la mía.

—Lo siento mucho, querida —dije yo—. Lo lamento, lo siento, lo siento mucho.

Pero tú no estás dispuesta a contármelo ¿verdad? No piensas decirme nada de Bonnie, de Susan Jeremiah, de

Jugada decisiva. Y yo no puedo mirarte a los ojos.

Ahora el cabello, que le caía sobre los hombros, se veía suelto y ligero como la espuma a la luz de la lámpara que pendía sobre nuestras cabezas; tras la ducha se le veía limpio y agradable.

—Jeremy —me había dicho ella—, escúchame. ¿Qué te parecería que nos fuéramos lejos? Imagínate, lejos de verdad.

No respondí.

—¿A algún sitio como Europa, Jeremy? Podríamos ir a alguna parte de Italia o del sur de Francia.

—Pero tú eras la que deseaba estar en América —le susurré.

—Yo puedo esperar para estar en América, Jeremy. Si estuviésemos en Europa, tú no te preocuparías tanto por los detectives o la policía o quienquiera que sean los que te preocupan. Estaríamos tranquilos y tú podrías pintar, y podríamos estar los dos solos, juntos.

—Querida, ¿no puedes decirme quién eres?

—Yo soy yo, Jeremy. Yo soy Belinda.

Nuestros ojos se encontraron y volví a sentir la amenaza de la ira, el horrible y tortuoso calor de la pelea otra vez, pero yo me aferré a ella y la atraje hacia mí. No, no quiero más de eso. No, ya basta.

Había dejado que la besara. Se había abandonado a la ternura e incluso, durante un momento, se había entregado.

Pero después se apartó. Se puso de pie y me miró; en sus ojos había una expresión helada y adulta que nada tenía que ver con las lágrimas.

—Jeremy, te lo digo por última vez, toma una decisión. Si vuelves a preguntarme por mi pasado, saldré por la puerta y no volverás a verme nunca más.

Seis de la madrugada. Estaba en el centro de la ciudad. Había taxis frente a la puerta del Saint Francis. No pasaban trolebuses en aquel momento.

¿Y por qué estás tan enfadado con ella? ¿Por qué caminas dando patadas al suelo por Powell Street y lejos de ella, como si te hubiese hecho algo? La primera vez que la viste, te diste cuenta de que no era una chiquilla como las demás. Lo sabías. Y por eso la quieres. No era necesario que nadie me lo recordara.

Y además, ¡ella nunca te ha mentido al respecto! No ha hecho como tú, que le has mentido con lo de Dan, que te has metido en su habitación y has estado hurgando en las cintas de vídeo. Sus condiciones han sido siempre: no me preguntes. Y tú las has aceptado, ¿o no?

Y lo que es más, sabes muy bien que no te lo hubieras perdido por nada del mundo.

Pero todo se está viniendo abajo. Ésa es la verdad subyacente en este momento. No puedes continuar hasta que lo hayas resuelto. Tienes que tomar una decisión, eso es lo que dijo ella.

Subí las escaleras del hotel Saint Francis, atravesé la pesada puerta giratoria y me encontré en el dorado silencio del vestíbulo. En aquel lugar no existía ni la noche ni el día. La quietud era fascinadora. Me vino a la mente la imagen de ella el día en que la vi apoyada junto a los ascensores, tan fríamente elegante como todo lo que nos rodeaba. Ha estado haciendo cine desde los seis años, o quizá desde mucho antes. Y la superestrella Bonnie es su madre, imagínate.

Caminé por el largo corredor y pasé frente a la tienda de flores que estaba cerrada y frente a los escaparates de las tiendas de ropa. Era como adentrarse en una pequeña ciudad.

¿Qué era lo que yo quería? ¿Estaba buscando el quiosco? ¿Buscaba libros, periódicos?

¡Oh!, aquello resultaba demasiado fácil.

Allí estaba la biografía en tapa blanda de la diosa madre, en el expositor de libros. Se trataba de una publicación hecha deprisa, para las masas, sin bibliografía ni índice; las letras eran enormes y toda la información que contenía había sido obviamente copiada de las entrevistas y artículos de otra gente. Muy bien. Quiero tenerla. No voy a ir ahora con subterfugios.

En la mitad del libro había fotos en blanco y negro impresas con puntitos:

Uno: Bonnie está sonriendo de manera forzada y lleva gafas de sol en la terraza de su casa de una isla de Grecia.

Dos: conocido desnudo de Bonnie en la revista

Playboy publicada en el sesenta y cinco. Sí, excepcional. Buenos genes para heredar.

Tres: la famosa foto de Bonnie con gafas, junto a un hombre con la camisa blanca abierta hasta el pecho, que le hicieron para el anuncio del perfume Saint Esprit.

Cuatro: Bonnie desnuda junto a perros dálmatas de Eric Arlington, se trataba del póster que acabó colgado en las paredes de miles de dormitorios.

Cinco: foto de la boda de Bonnie en Beverly Hills, que tuvo lugar el año pasado, con Marty Moreschi, el productor de

Champagne Flight, y ¿quién está a su lado con un vestido de cuello alto y mangas transparentes, tan preciosa como la novia? Belinda.

Seis: la misma situación pero con la madre y la hija junto a la piscina de rigor.

Todo eso está aquí, en un libro que ella sabe muy bien que yo no compraría nunca. ¡Podría haberlo dejado ella en cualquier sitio de la casa! Incluso podía haber estado leyéndolo delante de mí. Jamás le hubiera echado siquiera una mirada por encima del hombro.

Ah, y las números siete y ocho: Bonnie en algunas escenas de

Champagne Flight, por supuesto, ¿y con quién?, con Alex Clementine. Mi viejo amigo.

Saqué los tres dólares que costaba aquel inapreciable retal de basura y me puse a hojear las revistas. Había visto la cara de Bonnie en las del año pasado, tan a menudo que ahora me resultaba invisible.

National Enquirer, muy bien, la presentación de la historia en la cubierta era muy jugosa:

BONNIE DICE QUE LOS AMANTES

ITALOAMERICANOS SON LOS MEJORES.

«Y YO LOS HE PROBADO TODOS».

También me la quedé. ¿Puedes creer que estás comprando el

National Enquirer?

También compré un cepillo, una maquinilla de afeitar de plástico y un poco de espuma de afeitado, y me dirigí al mostrador principal para alquilar la habitación más barata que tuvieran disponible. ¿Equipaje? Los pintores están trabajando en mi casa, y los vapores casi me matan. Aquí tiene las tarjetas más conocidas del mundo civilizado. ¡No necesito equipaje!

Lo único que quiero es el desayuno servido en mi habitación. Y una jarra de café, por favor.

Me estiré en la cama y abrí la estúpida biografía. Tal como había pensado estaba llena de datos y citas cuya procedencia no se mencionaba en ningún sitio. Deberían quemar las editoriales que publican este tipo de cosas. Sin embargo, en aquel momento me estaban proporcionando justo lo que yo quería.

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