Belinda

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Primera parte » Capítulo 22

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Durante mucho rato me dediqué a pensar estirado en la cama.

Aprender y absorber requiere de varios estadios. Decididamente lo peor era esto: la respuesta a una pregunta originaba otra, y yo estaba más desconcertado ahora de lo que lo había estado cuando no conocía nada de Belinda. Tenía mucho más miedo ahora por lo que pudiese pasarnos que cuando no sabía nada.

Si yo tenía que ejercer de salvador de ambos, debía tomar la decisión de que ella hablara, y para ello necesitaba saber y comprender todo el asunto. En ese momento no podía volver a casa y fingir. Tampoco podía volver, rodearla con mis brazos y aparentar que no me importaba por qué había abandonado Beverly Hills, la United Theatricals y todo aquello.

Y por lo que se refiere al numerito de la escuela suiza, estaba seguro de que se trataba de una coartada.

Lo esencial ahora era saber más.

Levanté el auricular y llamé a Dan Franklin al Beverly Wilshire, le dejé el número de teléfono del Saint Francis y a continuación, después de pensarlo durante exactamente cinco minutos, decidí ensayar si sabía mentir por teléfono.

Me refiero a que, en mi opinión, la gente que miente por teléfono es gente diferente de la que te puede mirar a los ojos y decirte mentiras. Pensé que valía la pena probar.

Llamé al editor de la biografía de Bonnie a Nueva York y le dije que yo era un agente llamado Alex Flint y que deseaba contratar al autor de la biografía para realizar un libro basado en una celebridad, que era clienta mía en San Francisco. Necesité unos quince minutos y decir un montón de mentiras, pero me proporcionaron el número de teléfono de Nueva York de la autora, a la que llamé acto seguido. Hasta el momento había ido bien.

—¡Ah!, sí, la biografía de Bonnie, pero es una verdadera mierda. Yo puedo hacerlo mucho mejor que en ese libro, he trabajado para

Vanity Fair,

Vogue y

Rolling Stone.

—No está usted siendo justa con el libro, parece muy sólido. Lo único que encuentro a faltar en él es lo concerniente a la hija de Bonnie, Belinda. ¿Qué le ha pasado a esa chiquilla? Parece que va a hacer más películas, ¿no?

—Por lo que respecta a la protección de esa chica, están locos. No estaban dispuestos a darme ni cinco minutos con la diosa, a menos que yo les asegurara que no hablaría de la niña en ningún momento, que no utilizaría ninguna fotografía de

Jugada decisiva.

—Me está usted hablando de la United Theatricals.

—Sí, e incluso de su propia madre, que por cierto está absolutamente drogada, o por lo menos lo estaba cuando yo fui a visitarla. Me sorprendió que no se pusiera a caminar por la piscina de su jardín.

—Y usted no llegó a ver a la hija.

—En absoluto, me contaron que estaba encerrada en una escuela en Europa. Pero debería haber visto usted la cantidad de material de que yo disponía para recortar y que trataba sobre la chica.

—¿Sí? ¿Qué tipo de cosas?

—Toneladas de papel de los periódicos europeos. ¿Ha visto alguna vez los anuncios que hizo ella con su padre a la edad de ocho años, en los que ambos estaban desnudos en un rompeolas, en Míkonos? Muy atrevidos y picantes. Pero ellos ni siquiera me permitieron que hiciera mención de G. G., su padre. Después, a la edad de trece años tuvo un amorío en París, durante quince días en época navideña, con un príncipe árabe. Los fotógrafos los perseguían por toda la ciudad. Pero lo más jugoso sucedió antes. Era ella la que arrastraba a Bonnie a las salas de emergencia de los hospitales por toda Europa cada vez que Bonnie tomaba una sobredosis. Fue ella la que sacó a su madre de una redada de drogas en Londres a la edad de nueve años. Y el último verano que estuvieron juntas en Saint Esprit, Bonnie trató de que ambas saltaran por un risco.

—Toda una madre.

—Sí, Belinda agarró el volante del coche y lo desvió a un lado de la montaña. Un grupo de turistas que estaba metiendo las narices en unas ruinas griegas lo vio todo. Bonnie corrió hacia el borde del risco e intentó saltar, y no dejaba de gritarle a la chiquilla: «¿Por qué lo has impedido?» El grupo de turistas evitó que saltara. Los periódicos italianos lo publicaron. Después de aquello no se volvió a conceder permiso a los turistas para visitar las ruinas griegas de Saint Esprit.

—No es de extrañar que quieran que esto no se sepa.

—¡Claro! Están haciendo un trabajo de limpieza muy profundo con Bonnie a causa de la serie de máxima audiencia. Pero yo no debí haberles hecho el juego para disponer de cinco asquerosos minutos de entrevista con la zombi. Las respuestas que me dio bien pudo haberlas leído de cualquier guión preparado. Sentí que me habían tomado el pelo.

—¿Cuándo volvió la niña a Suiza?

—No tengo ni idea. ¿En qué consiste ese trabajo biográfico que quiere que haga? ¿Quién es su cliente?

—¡Ah, sí, claro! Frankie Davis, un domesticador de animales de la época del cine mudo que se muere por contar su historia, que no es más que una dulce y nostálgica historia de su verdad. Está dispuesto a anticipar quinientos dólares y un uno por ciento de derechos de autor.

—Está usted bromeando. Le llamaré más tarde.

Colgó el teléfono.

Mentir resultaba más fácil de lo que yo había pensado.

Inmediatamente después llamé a William Morris de Los Ángeles y le pedí que me informase de si alguien allí representaba a Belinda, la hija de Bonnie.

—Llame usted a la agencia Creative Artists, ellos representan a Bonnie.

Lo hice. Les dije que necesitaba a Belinda para una gran película que se rodaría en Nueva York, el dinero era europeo, se trataba de un asunto importante. La asistente del agente de Bonnie me dijo que lo olvidara. Que Belinda estaba en una escuela en Europa.

—¡Pero si yo hablé con Belinda de esto en Cannes! —le dije—. ¿Cuándo ha decidido volver a la escuela?

—El pasado mes de noviembre. Lo lamentamos mucho, pero ella no tiene planes hechos para la continuación de su carrera.

—Pero yo tengo que encontrarla…

—Lo siento.

¡Clic!

Recorrí rápidamente la biografía. Bonnie le había disparado a Marty el cinco de noviembre del año anterior. Tenía que haber alguna conexión. No era posible que dos acontecimientos como aquéllos —el disparo y la desaparición de la chica— no tuvieran ninguna relación.

Volví a intentar encontrar a Dan. No tuve suerte.

Llamé a Alex Clementine al hotel Clift. Tenía la línea ocupada. Dejé un mensaje.

A continuación, aunque no tenía hambre, tomé un ligero desayuno, y llamé de nuevo a Alex, la línea seguía comunicando, de modo que dejé el hotel.

Las tiendas del vestíbulo acababan de abrir. El sol se reflejaba en los techos de los coches que estaban alineados frente a la puerta de entrada. Volví al quiosco y localicé dos publicaciones más sobre Bonnie. La misma porquería y nada sobre Belinda.

Salí y paseé por Union Square.

Había un precioso vestido de cóctel en el escaparate de Saks; era largo hasta el suelo, de seda blanca ribeteada en plata, mangas largas hasta la muñeca, transparentes, y falda ajustada.

Imaginé que era el tipo de vestido que una muchacha podía ponerse en Cannes. Parecía encajar con la atmósfera del Carlton, con los relucientes cubos de plata para champán, los vasos de cristal, las

suites repletas de rosas rojas y amarillas, y todo eso.

Me sentía vacío y destrozado. Todo se había estropeado. No importaba mucho si yo lo comprendía o no. El asunto estaba muerto.

Estuve haciendo memoria y recordaba que ella nunca me había mentido. ¿Pero qué importaba ahora? El secreto que ella había guardado era demasiado grande. Aunque fuera el suyo y yo no tuviera ningún derecho a estar enfadado. La verdad era que el tema no funcionaba.

Sin embargo, entré en Saks como un sonámbulo y compré el vestido blanco para ella, como si así pudiese recuperar el pasado de alguna manera.

Cuando lo envolvieron y cerraron la caja me pareció como si estuviesen encerrando un rayo de luz.

Al dejar la tienda eran sólo las once y media. El hotel Clift estaba a menos de cinco calles de distancia. Cogí un taxi y me dirigí allí, subí en el ascensor a la habitación de Alex.

Cuando abrió la puerta estaba completamente vestido: llevaba una gabardina de Burberry’s sobre los hombros e incluso se había puesto un sombrero gris antiguo, de los de fieltro de ala ancha y copa hundida.

—¡Vaya, aquí estás, bribón! —me dijo—. Llevo toda la mañana intentando dar contigo. Acabo de llamar al Saint Francis y ya te habías marchado. ¿Qué demonios estabas haciendo allí?

Dos asistentes del hotel le estaban haciendo las maletas en la habitación. Y uno de los hombres más bellos que haya visto nunca estaba arrellanado en el sofá, vestido con un pijama de seda y leyendo una revista que tenía en la portada a Sylvester Stallone.

—Mira, me doy cuenta de que estás enfadado conmigo por haber sido tan misterioso anoche —le dije. El muchacho ni siquiera levantó la mirada—. ¿Hay algún sitio en el que podamos hablar?

—La verdad es que tampoco resultaste muy divertido —repuso Alex—. Pero ven abajo y comeremos algo. Yo también quiero hablar contigo.

Cerró la puerta y me condujo hacia los ascensores.

—Alex, tengo que saber una cosa y tú tienes que mantener en secreto que te lo he preguntado.

—Dios mío, más Raymond Chandler —dijo él. El ascensor iba vacío—. Muy bien, ¿qué quieres?

—Belinda —continué—, ése es el nombre de la hija de Bonnie.

—Ya lo sé, ya lo sé. He conseguido hablar con Nueva York esta mañana, con George Gallagher, pero no ha sido él quien me lo ha dicho.

Me cogió del brazo tan pronto se abrieron las puertas del ascensor y me condujo a través del vestíbulo. Me daba cuenta de que la gente le estaba mirando y le reconocía. Aunque quizá fuese a causa del romántico sombrero y del pañuelo rosa de cachemir que llevaba alrededor del cuello, o por su manera de andar y de llenar todo el espacio a cada paso que daba. Tanto los botones que pasaban como los empleados de mostrador del hotel le saludaban con la cabeza y le dirigían sonrisas respetuosas. El salón Redwood, con sus oscuros pilares de madera y las escasas mesas con su lamparita individual, estaba tan en penumbra y resultaba tan confortable como siempre.

La mesa de Alex ya estaba preparada y al instante nos sirvieron el café en tazas de porcelana. Cuando me miró, me pareció que Alex relumbraba en la oscuridad.

Tan pronto como el camarero se marchó, le pregunté:

—¿Qué te ha dicho George Gallagher de ella? Dime las palabras exactas.

—No demasiado. Pero te voy a decir algo muy extraño, Jeremy. Más que extraño es extraordinario, a menos que el tipo sea un vidente.

—Dime.

Tomó un sorbo de café y continuó:

—Bueno, le estaba contando que un amigo mío y yo estábamos cenando e intentábamos recordar el nombre de su hija, ya sabes, jugábamos a preguntas y respuestas sobre la

beautiful people y todo eso, hablábamos por hablar, y le he dicho que me sacaría un peso de encima si me decía el nombre de su hija, ¿comprendes? Y entonces G. G. me ha preguntado que quién era el amigo. Y yo le he contestado que un viejo amigo mío, un autor de libros, de literatura para niños, para ser más preciso; y él me ha dicho: ¿Jeremy Walker? Así, como si tal cosa.

Me quedé sin habla.

—¿Todavía estás conmigo, amigo?

—Sí. Quiero beber algo, ¿de acuerdo?

Llamó al camarero.

—Un bloody mary —dije—. Continúa.

—Bien. Le digo: ¿cómo has adivinado que se trata de Jeremy Walker? Y él me responde: porque es el único autor de libros para niños que conozco que vive en San Francisco. Pero agárrate, Jeremy, en ningún momento le he dicho que yo llamaba desde San Francisco. Sé muy bien que no lo he mencionado.

Seguía con la boca abierta.

—Sé que lo único que he dicho ha sido que era Clementine, porque lo que trataba era de parecer natural y todo eso, ya sabes. G. G. me ha estado gustando mucho durante años. De todos modos, me ha contestado que su hija se llama Rumpelstiltskin y se ha echado a reír. Tendrías que conocer a G. G. para comprenderlo. Él es una de esas personas que nunca crecerán. Es el amante de Ollie Boon, ya sabes, el director de Broadway, y ambos son…, bueno, son como ángeles o algo así; me refiero a que los dos son personas de buen corazón. Es la clase de gente que ha sido despedida sin ceremonias por el hecho de ser buena. No hay nada malicioso o desagradable que se pueda decir de ellos. Así que cuando se ríe, resulta más bien encantador. A continuación, y sin más preámbulo, me ha dicho que tenía que marcharse, que lo sentía, que me quiere y que le ha gustado mucho mi papel en

Champagne Flight, que le diera recuerdos a Bonnie y todo eso. Y acto seguido ha colgado.

Yo seguía sin articular palabra.

Trajeron el bloody mary y me lo bebí. De pronto mis ojos empezaron a humedecerse.

—Te digo que todo esto es mucho más que extraño. De modo que sentí que se había burlado de mí. ¡A esas alturas tenía verdadera curiosidad por saber su nombre! Así que llamé a mi agente a Los Ángeles, en la C. A. A., y se lo pregunté, lo cual, por cierto, debiera haberlo hecho en primer lugar.

—Claro.

—No, si a lo que me refiero es a que la C. A. A. también es agente de Bonnie, ¿sabes? E inmediatamente me contesta: Belinda. Se llama Belinda. Lo sabía de entrada. Y también me ha explicado que lo de la escuela en Suiza es cierto, y que supiera que se había ido en noviembre. Me ha contado que Marty y Bonnie han decidido apartarla de la escena por su propio bien. ¿Y qué te hace pensar todo esto, estando G. G. en Nueva York?

—¿Puedo tomarme otra copa?

—¡Desde luego que sí! —Miró en dirección al bar y señaló mi copa—. Y ahora que lo sabes, ¿a qué te lleva todo esto? Es lo que quiero saber.

—Alex, amigo mío —repuse—. Dime todo lo que sepas sobre esa chica, cualquier detalle. Trato de decirte que esto es muy importante, no tienes ni la más remota idea de cuánto.

—¡Pero, Jeremy! Te estoy hablando muy en serio, ¿por qué?

—Alex, esa información lo es todo para mí. Te lo pido por favor, cualquier cosa sucia, lo que sea. ¿La has visto en Los Ángeles? ¿Has oído hablar de ella en algún sitio? Dímelo aunque se trate de la habladuría más impensable. Me doy cuenta de que te guardas algo. Lo supe desde el momento en que te oí contar a la gente del mundo de la edición, la noche de la fiesta, todas aquellas historias. Te estabas quedando con algo en el tintero en relación a Bonnie y a Marty, todos nos dimos cuenta, había algo en torno al tiroteo que quedó incompleto. Tú sabes algo, Alex, y por encima de todo tienes que decírmelo.

—Cálmate, ¿quieres? Estás hablando ni más ni menos que de mi jefe.

El camarero dejó en la mesa la nueva copa.

—Alex, es estrictamente confidencial. Te lo juro.

—Muy bien, ésta es la bomba, la información que podría dejar en blanco mi cuenta en Hollywood. Y que además haría que me pusiesen en la lista negra de todos los estudios cinematográficos y televisivos de la ciudad. Tienes que asegurarme que sabrás tener la boca cerrada. Trato de que entiendas que aquí estamos hablando de mi carrera, y no me voy a poner enfrente de Moreschi por…

—Lo juro.

—Bien. Los rumores que corren por allí, me refiero a rumores secretos, dicen que Marty Moreschi intentó abusar de la chica. Eso es lo que pasó. Bonnie le pescó y le disparó sin parar.

No dije nada.

—Al día siguiente la enviaron a Suiza, pobre chica. Bonnie estaba sedada; Marty, en cuidados intensivos. El hermano de Bonnie voló desde Tejas, se llevó a la chica al aeropuerto y consiguió apartarla de todo el asunto.

Y Bonnie se arregló con Marty.

—Tenía que hacerlo, hijo.

—Me estás poniendo nervioso.

—Jeremy, no juzgues demasiado rápido a la pareja. Cree lo que yo te digo. Conozco a esa dama desde hace años. Una de esas mujeres bonitas que no son nadie y que cuando se hacen famosas se desmoronan. El dinero no puede hacer nada por ellas. La celebridad sólo empeora las cosas. Podría decirse que Bonnie ha estado legalmente muerta desde los años sesenta. Ella creyó en todo aquello de la Nouvelle Vague en París; es cierto que iba por ahí con libros de Jean-Paul Sartre bajo el brazo. Todos aquellos tipos, Flambeaux y demás, la hicieron sentir que era alguien, que algo estaba sucediendo. Le enseñaron cosas que quizás una mujer como ella nunca debería saber. A continuación, diez años de

spaghetti westerns y películas épicas de gladiadores la mataron. Me refiero a que ella es una persona normal y corriente, lo bastante bonita para haber sido la esposa de un médico que viviese en una casa de estilo ranchero con cinco habitaciones en un barrio residencial.

»En este momento, Moreschi le bombea el suficiente líquido balsámico para evitar que ella se caiga destrozada al instante. Si revienta el éxito de

Champagne Flight estará acabada. Pastillas, bebida, una bala, ¿qué importancia tienen? Además ha quemado sus naves. Incluso sus viejos amigos la odian ahora. Blair Sackwell, ya sabes, el de Midnight Mink, que la hizo famosa, y las actrices a las que conoció en Europa nunca consiguen que se ponga al teléfono estos días. De modo que se sientan juntos en el salón de polo y la ponen verde. Esa mujer está viviendo un tiempo de préstamo.

—¿Y qué pasa con Moreschi?

—Si quieres que te sea sincero, él no es tan malo. Es un hombre de una cadena de televisión y chupa lo que puede pero no lo sabe. No es un hombre vicioso. Si he de ser realista, él es mejor que todos los que están a su alrededor, que casi todos los que conozco. Ésa es la razón de que esté en la cima con sólo treinta y cinco años. Lo más probable es que ésa sea la historia de su vida. Ha hecho más esfuerzo a cambio de lo que ha obtenido que cualquier otro que conozca. Esta gente no es como tú y yo, Jeremy.

—¿Qué quieres decir?

—Tú tienes tus pinturas, hijo. Tienes ese universo privado tuyo y esos valores de los que siempre estás hablando. Cuando te miro a los ojos veo a alguien que me devuelve la mirada. En cuanto a mí, soy feliz. Siempre soy feliz. Conozco la manera de serlo. Faye fue quien me lo enseñó, y aunque Faye haya muerto, he sabido reaccionar. Esa gente nunca se ha sentido igual que tú o que yo, no han estado vivos ni se han emocionado una sola vez en toda su vida.

—Ya te entiendo, ya sé de qué me hablas, pero no sabes lo irónico que resulta que me lo cuentes ahora. —Me bebí el bloody mary y sentí cómo volvían a humedecérseme los ojos. El salón Redwood se me antojaba misteriosamente silencioso a nuestro alrededor. Alex sonrió con tristeza a la sombra de su sombrero gris. Se sacó un cigarrillo y dos camareros corrieron a su lado para encenderlo.

—Lo que trato de decirte de Marty —prosiguió— es que quizá fue sólo cosa de cinco minutos de besuqueo con la chiquilla. De pronto ella se daría cuenta de que se trataba de un hombre, no de un muchacho en la parte trasera de un coche, y en ese momento no fue capaz de disuadirle, con lo que sin duda se puso a gritar ¡mamá!, y un hombre puede acabar pagando una cosa así el resto de su vida.

—Puede que él y alguien más —dije yo.

—Jer, no quiero que me torees más. ¿Qué tiene esto que ver contigo? Lo quiero saber ahora.

—Alex, no sabes lo agradecido que te estoy por lo que acabas de decirme —le expliqué—. Me has dado justo lo que necesitaba.

—¿Para qué? Jeremy, te estoy hablando. Respóndeme.

—Te prometo que te lo diré todo, pero tienes que darme algo de tiempo. Además en realidad no quieres saberlo ahora tampoco. Alex, tienes mi palabra como garantía. Si alguien te hace preguntas sobre este tema, podrás decirles que no sabes nada.

—Pero qué demonios…

Me puse en pie.

—Siéntate, Walker —me ordenó—. Siéntate ahora.

Me senté.

—Ahora escúchame. Hemos sido amigos durante muchos años y tú me resultas más querido que casi todo el mundo que conozco.

—Alex…

—Pero hubo un momento muy especial en mi vida, justo después de la muerte de Faye, en que yo te necesité y tú viniste en mi ayuda. Sólo por esa razón, hijo, haría casi cualquier cosa que estuviera en mi mano por ti.

—Alex, nunca me has debido nada por aquello —le dije. Y además era cierto.

Después del funeral de Faye, uno de los amantes de Alex, un joven actor, se había trasladado allí a vivir de él, gastaba muchísimo en bebida y comida, y antes de que Alex se diera cuenta había vendido la mitad de los muebles y recuerdos de valor que poseía éste. Alex, vestido con el batín y el pijama, tuvo que ir a casa de un vecino para llamarme por teléfono, porque todos los teléfonos de la casa habían sido bloqueados con un candado.

Cogí el avión y me presenté allí al momento, entré con mi propio juego de llaves y me libré del tipo con un par de amenazas.

No fue tan terrible como Alex se había imaginado. El chico era un camorrista y un pendenciero, pero también era un cobarde. Y yo me sentí muy honrado de ser el elegido por Alex para ayudarle. Pero el incidente le hizo daño a Alex, le dolió de verdad. Así que nos fuimos a Europa inmediatamente después de eso y nos instalamos en su casa, cerca de Portofino, hasta que él consideró que ya se encontraba bien otra vez y que podía volver al trabajo.

—Alex, aquella vez disfruté jugando a ser un héroe, si es que te hace falta saberlo, y luego en Portofino me trataste como nadie lo ha hecho.

—Estás en peligro, Walker, sé que lo estás.

—No, no lo estoy en absoluto.

—Entonces me dirás quién era la chica joven —insistió—, la encantadora jovencita que ha contestado el teléfono en tu casa esta mañana, cuando yo he llamado.

No respondí.

—Podría tratarse de esa chica, ¿verdad? ¿Esa que todo el mundo piensa que está en una escuela suiza?

—Sí, era Belinda. Y te prometo que un día podré explicártelo todo. Pero por ahora no le hables a nadie de este asunto. Te prometo que te llamaré pronto.

Cogí un taxi frente al hotel.

Todo lo que deseaba en ese momento era estar con ella, tomarla entre mis brazos y decirle que la amaba. Recé para que George Gallagher no la hubiese llamado y alarmado, y para que estuviera todavía en casa cuando yo llegase.

Le confesaría que había estado investigando. Se lo confesaría todo y después le diría que la decisión estaba tomada, que no le haría preguntas nunca más, y que esta vez hablaba en serio. Le diría que íbamos a dejar San Francisco y que nos marcharíamos al sur.

Si ella me comprendía y no tenía en cuenta lo que había hecho, todo acabaría bien.

Pensar en esto de pronto me parecía maravilloso; la furgoneta cargada, el largo trayecto a través del país, cruzar juntos el desierto y las montañas, y por fin emerger en el calor abrasador de Nueva Orleans.

Todos los recuerdos asociados a la casa, a mi madre, a las novelas y a todo aquello carecerían de importancia. Nosotros ahora crearíamos nuestros propios recuerdos en ella, y de paso nos alejaríamos de todo el asunto. Allí nadie iba a encontrarnos nunca.

Mientras el taxi recorría Market Street en dirección al Castro, abrí otra vez la biografía de Bonnie y me quedé mirando la foto de Marty Moreschi: los ojos oscuros que brillaban detrás de los gruesos cristales de las gafas y el espeso cabello negro.

—Gracias, imbécil —dije en voz alta—. Me la has devuelto, me has preparado el terreno para que esté con ella; tú eres mucho peor que yo.

Me parecía que él me estaba mirando desde la página del libro. Y durante un extraño segundo no le odié tanto porque lo reconocí como un hermano. Los dos la encontrábamos irresistible, ¿no? Los dos nos habíamos arriesgado por ella. Pensé en cuánto se hubiera burlado él de mí.

Bien, pues que le jodan.

En aquel momento me sentía demasiado liviano y liberado como para preocuparme de él.

Recordé lo que la autora de la biografía me había dicho, los intentos de suicidio y el coche que estuvo a punto de caer por el precipicio en Saint Esprit.

Sí, todo adquiría sentido; todo explicaba su carácter, la singular precocidad, la extraña dureza casi proletaria y también la elegancia y la sofisticación.

Ella tenía que estar harta incluso antes de llegar a Los Ángeles, y luego van y la exilian a Suiza; ella se larga después de que él la moleste y así

Champagne Flight puede seguir emitiéndose. Malditos sean. Y le doy gracias a Dios por ellos y por su locura.

Porque nosotros tenemos nuestra propia locura, ella y yo. O acaso no es eso.

Sólo pido que estés ahí todavía cuando yo llegue, querida, por favor no te vayas de mi lado a causa de lo que te haya podido contar George Gallagher. Únicamente te pido que me des una oportunidad.

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