Belinda

Belinda


Primera parte » Capítulo 23

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Acababan de encenderse las luces de la calle y el color del cielo cambiaba de rojo a plateado. Varias luces parpadeaban en las lomas colindantes.

«Coge un buen libro —me dije a mí mismo en un susurro—, porque pueden pasar años antes de que vuelvas aquí». ¡Y aquello hacía que me sintiera maravillosamente bien!

La limusina seguía allí. Ahora ya comenzaba a parecerme muy extraño. Le eché una mirada mientras me dirigía a Noe Street. El conductor volvía a estar dentro.

¿Podría ser que alguien la hubiese enviado para vigilarla a ella? Pues si es así, has llegado demasiado tarde, hijo de puta, porque ahora ella está a trescientos kilómetros al sur de aquí, y yo me libraré de ti en la autopista en menos de cinco minutos. Vamos, Jeremy, esto es pura paranoia. Nadie se pone a vigilar una casa desde una limusina. Basta.

Pero en el momento de llegar a la esquina de Noe Street, el motor del coche se puso en marcha y el enorme vehículo fue hasta la esquina y se paró.

Mi corazón latía agitado. Aquello era una locura. Era como si el hecho de haberla mirado la hubiese movido.

Crucé Noe Street y caminé hacia Market, sentía una extraña flojera en las rodillas. El viento era más fuerte, lo cual me libró de la fatiga que había comenzado a dominarme mientras estaba esperando en casa. Bien.

La limusina también había cruzado Noe Street y se movía en mi dirección por el carril derecho de la calzada. Empecé a sudar. ¿Qué demonios es esto?

Miré dos veces a las ventanas traseras, aunque sabía perfectamente que no podría ver nada a través del cristal teñido. Recordaba la enorme cantidad de veces que había visto a la gente en la acera, mirando mi limusina y tratando de ver quién había dentro. Era estúpido.

Tendría que seguir por Market Street. Tenía que hacerlo. Era imposible que girase a la izquierda y me siguiese por Castro Street. Además de ser ilegal era torpe y absurdo. Comprar un filete. Llevarlo a casa, asarlo a la parrilla. Tomar un poco de vino. El suficiente para que me entrase sueño. Eso era todo.

Pero me había olvidado de Hartford, de la pequeña calle que cruza la Diecisiete, y que estaba allí al lado. A mi lado. La limusina hizo un giro difícil a la izquierda y siguió por Hartford, parándose justo frente a mí en el momento en que llegué a la esquina.

Me quedé parado mirándola, mirando otra vez el cristal oscuro, y pensando que aquello no tenía ningún sentido. Un estúpido chófer piensa preguntarme por una dirección. Nada más.

¿Y ha estado más de tres horas esperando allí, sólo para preguntármelo personalmente?

El conductor miraba al frente.

Oí el sonido que hace la ventanilla al bajar; era la de atrás. Bajo la luz de las lámparas de la calle vi a una mujer morena que me miraba. Tenía los ojos oscuros tras las enormes gafas de montura de hueso. Había visto la misma mirada implorante bajo esas gafas en una docena de películas, el mismo cabello ondulado peinado hacia atrás dejando la frente al descubierto, los mismos labios rojos. Me resultaba más que familiar.

—¿Señor Walker? —preguntó. Tenía un acento inconfundible de Tejas.

No contesté. Sentía mi propio pulso en los oídos y pensaba en la extraña y confusa calma que reinaba; ella era verdaderamente hermosa, aquella mujer era preciosa. Parecía una estrella de cine.

—Señor Walker, soy Bonnie Blanchard —me dijo—. Me gustaría hablar con usted, si es que no le importa, antes de que mi hija Belinda vuelva.

El chófer estaba saliendo del coche. La dama volvió a esconderse en la oscuridad. Entonces el hombre abrió la puerta de atrás para que yo entrase.

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