Belinda

Belinda


Primera parte » Capítulo 29

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Me quedé trabajando hasta las cuatro de la madrugada. Ésta será la manera de engañar al mal sueño, de estar pintando y no durmiendo a la hora que habitualmente lo tengo. Hice un borrador de Belinda de pie en el embarcadero y de espaldas al río. Dibujé su cabello agitado por el viento. Tracé los zapatos blancos que llevaba puestos, la chaquetilla de tejido de algodón rayado y la falda. También dibujé el pequeño lazo de algodón alrededor de su cuello. No hacía nada por recordar los detalles. Me limitaba a mirar hacia arriba y me imaginaba que su fotografía aparecía en el aire. Le decía a mi mano: «Hazlo». Y a las cuatro en punto allí estaba ella, de pie al borde del embarcadero y mirándome. Y el río era un torrente oscuro de color marrón tras ella, y por encima el cielo era de color gris, entonces ella me decía: «No dejes que yo te haga daño».

No permitas que yo te haga daño.

Me quedé exhausto y me recosté en el camastro, los relojes de mi madre no dejaban de dar las horas, uno tras otro. Los insectos volaban alrededor de la bombilla sin pantalla que se hallaba en el exterior de la puerta.

Me di perfecta cuenta del cambio que se había operado, de niña a mujer, en los doce cuadros que había realizado, desde la tela en que llevaba el camisón, pasando por la del caballo de tiovivo, hasta llegar a esta figura que estaba de pie al borde del río. La desnudez ya no era importante. Ahora podía pintarla vestida.

Las cuatro y media. Me levanté y me puse a trabajar de nuevo, retoqué el color marrón que formaba el río y también el color gris del cielo.

Cuando el sol comenzó a brillar a través de las hojas verdes ella ya refulgía recortada sobre el río, y las enormes manchas de oscuridad que había tras ella parecían todavía más amenazantes de lo que habían sido las muñecas, los juguetes, el papel pintado y el velo de la comunión.

Miss Annie me trajo café. Oía el rumor del tráfico que pasaba por la avenida.

—Ponga en marcha el aire acondicionado, señor Walker —me decía miss Annie, mientras recorría la habitación y alcanzaba con cuidado los pestillos de las ventanas acristaladas, por detrás de las telas, para cerrarlas. Entonces junto con el soplo de frescor se produjo el silencio. Yo me sequé el sudor de la frente con el reverso de la mano.

Vaya un buen sistema para ahuyentar un mal sueño, pensé, mientras miraba con atención la pintura.

Fuera, sentada en una de las sillas de hierro, sobre el exuberante césped, estaba Belinda escribiendo en su nuevo diario.

—Ven aquí y mira esto —le pedí.

A la noche siguiente volví a tener el mal sueño. Me vi a mí mismo mirando con fijeza el reloj.

Estaba pensando que había cerrado bien la buhardilla y las puertas del laboratorio antes de abandonar el trabajo. Lo había cerrado todo con llave.

Y puesto que usted ha podido seguirla hasta la puerta de mi casa, realmente ¿qué le impediría a Daryl hacer lo mismo?

Bueno, digamos que yo tengo conexiones y contactos que Daryl no tiene.

¿Y cuáles son?

¿De qué contactos hablaba? ¿Cómo pudo alguien entrar?

¿Habría forzado una de las ventanas? ¿Y cuál de ellas? Las repasé todas otra vez antes de dejar San Francisco. Todas las cerraduras estaban en su sitio y no había señal de haberlas forzado.

Ella dijo que sabía que tenía cuadros en la buhardilla. ¿Cómo lo habría averiguado? Sin embargo, lo peor de todo era lo de los negativos del cuarto oscuro. Por Dios bendito, qué había hecho el intruso, ¿había examinado toda la casa con una lupa?

¿Dónde estás, querida mía?

Estoy en Carmel.

Quiero ir a buscarte.

No, no lo hagas esta noche. Prométeme que no vendrás esta noche.

En el sobre marcado con A y M guardaría los negativos de

Artista y modelo. No era necesaria ninguna otra indicación. A y M. Y el sobre se guardaba en la carpeta de papel manila marcado con una B. Ella había estado todo el tiempo a mi lado en el laboratorio. Le había enseñado cómo lo hacía. Cómo quedaba todo archivado. La A era para las fotografías de Angelica. La B para las de Belinda. ¿Cómo pudo él encontrarlas? Me refiero a su detective, quienquiera que fuese el extraño que había enviado para entrar en mi casa.

Ella era un extraño.

Prométeme que esperarás hasta mañana por la mañana.

La limusina negra había estado allí fuera, en la curva, durante una, dos y hasta tres horas.

… antes de que vuelva mi hija.

Veía sus ojos cuando tomábamos el desayuno en Carmel, su mirada cuando le dije que su madre había venido a visitarme. Sus ojos. Ni siquiera había parpadeado.

Me levanté, medio dormido, me fui al estudio del porche y comencé a trabajar. Su cara me estaba quedando perfecta.

No permitas que yo te haga daño.

Jamás dejaría que te hiciesen daño, Jeremy.

¿Era aquello lo que me había dicho en Carmel?

Yo no soy una borracha, amigo, no soy ese cliché de Hollywood de mujer pomposa; no tienes que ocuparte de mí, yo seré quien cuide de los dos.

A la noche siguiente, el mal sueño apareció antes. Eran las tres de la madrugada.

Saint Charles Avenue me parecía un decorado. Las luces de la ciudad rodeadas por el abrazo de las ramas de los árboles. Las losas de piedra bajo la luz se tornaban de color púrpura a causa de la lluvia.

Deseo hablar con usted antes de que mi hija vuelva.

La limusina estuvo aparcada justo enfrente de la maldita casa durante tres horas. Belinda la habría visto, si no fuese porque ella…

… un extraño.

Fui a la biblioteca y puse en marcha el televisor. No existía la más mínima posibilidad de que ella lo oyese desde arriba con el aire acondicionado. Una película en blanco y negro era lo que necesitaba. Y estaban emitiendo una que era muy buena, aparecía Cary Grant hablando deprisa y diciendo cosas muy inteligentes. El contraste de luz y sombra era precioso.

Antes de salir de mi casa en San Francisco comprobé el juego de llaves de recambio. Todavía seguían en el tarro de especias, el cual estaba cubierto de polvo. ¿Cómo había sido tan listo el hijo de mala madre?

A primera hora de la mañana, antes de que yo saliera para ir al centro y leyese aquella biografía de Bonnie en edición de bolsillo, ella había bajado al rellano y me había pedido que nos marchásemos; no, mejor aún, me lo había rogado.

Prométeme que no vendrás a Carmel esta noche.

¡Nadie forzó la casa para entrar! ¡Tú lo sabes! ¡Nadie forzó la cerradura de la puerta del laboratorio!

Sentía cada latido en mi cabeza. En la pantalla de televisión la gente estaba de charla. El cabello liso y negro de Cary Grant era igual que el cabello liso y negro de Alex Clementine. La gente no quiere la verdad, quiere mentiras. Ellos creen que quieren la verdad, pero lo que en realidad quieren son mentiras.

Apagué el televisor y subí.

Ella estaba durmiendo profundamente. La luz del pasillo se reflejaba en su cara. La moví. Volví a agitarla. Sus ojos se abrieron.

—Lo hiciste tú, ¿no es cierto?

—¿Cómo dices?

—¡Tú la llamaste! ¡Tú le diste los negativos!

—¿Qué?

Se sentó y se apoyó contra el almohadón. La sábana cubría sus pechos, como si se estuviese escondiendo de mí.

—Tuviste que ser tú —proseguí—. Nadie pudo haberlos encontrado más que tú, nadie pudo entrar en el laboratorio a excepción de ti. Las llaves estaban en el tarro de especias y nadie más que tú sabía que estaban allí. ¡Tú lo hiciste!

Ella estaba agitada. Tenía la boca abierta. No conseguía emitir ningún sonido. Se movió, para alejarse de mí, hacia el otro lado de la cama.

—Lo hiciste tú. ¡Tú le dijiste a tu madre dónde estabas!

Tenía la cara blanca de miedo. Mi voz se oía más que el ruido del aire acondicionado.

—Fuiste tú, contéstame.

—¡Lo hice por ti, Jeremy! —Sus labios temblaban. Aparecieron las lágrimas, sí, lágrimas, por supuesto, le bajaban por las mejillas, y con los brazos se cubría los senos bajo la blusita del pijama.

—¡Por mí! ¡Dios mío!

—¡No dejabas de estar preocupado! ¡No parabas de hacerme preguntas! No hacías más que sentirte culpable todo el tiempo. ¡No tenías confianza en mí! —Los almohadones comenzaron a caerse de la cama, y ella empujaba con los talones el cubrecama arrugado—. ¡Registraste todas mis cosas y averiguaste quién era yo!

—Así que lo hiciste. ¡La llamaste para que fuese allí, a casa, y me dijese aquello!

Salió de la cama y siguió sollozando, después se dirigió hacia las puertas cristaleras.

—¡Maldita seas! ¿Cómo pudiste hacerlo? —Di la vuelta a la cama en dirección a ella.

La cogí por el brazo y gritó.

—Jeremy, ¡suéltame!

—A mí nada me importaba tu relación con ese hombre, su marido. Todo lo que ella me contó me daba igual. ¡Lo único que deseaba era protegerte! Y tú me hiciste esa jugada; aquella mujer y aquellos negativos. ¡Tú organizaste todo el montaje!

—¡Cállate! ¡Déjame! —Ella gritaba tanto que la gente de fuera podía oírla. Daba alaridos. Con la intención de soltarse, me clavaba las uñas en las manos.

—¿Cómo pudiste? —La estaba agitando, la sacudía con fuerza.

—¡Déjame, déjame!

—Pues entonces vete de mi lado —le dije. La empujé contra el tocador. Se oyó un tintineo de botellas. Se vertió no sé qué líquido y otra cosa se partió sobre el mármol. Tropezó, estuvo a punto de caerse. El cabello le cubría la cara, y oí un sonido extraño entre sollozos, como si no pudiese respirar.

—¡Apártate de mí!

Dio la vuelta a la cama y pasó a mi lado en dirección al pasillo.

A continuación se paró en lo alto de las escaleras. Estaba llorando sin control. Vi que se dejaba caer hasta quedar sentada en el último escalón. Después se cayó de lado y se acurrucó contra la pared. Sus sollozos retumbaban por toda la casa, como si se tratase de un fantasma en una casa encantada.

Me quedé mirándola y sin saber qué hacer. El ruido del aire acondicionado parecía un gemido, un horrible y repiqueteante quejido. Yo sentía mi propio cuerpo agitarse y calentarse, el inevitable dolor de cabeza comenzó a atormentarme acompañado del latido de la sangre dentro de mi cráneo. Deseaba moverme, decir algo. Me daba cuenta de que movía la boca, pero no articulaba palabra.

Ella no dejaba de llorar. La vi ponerse de pie, tratando de erguirse; tenía los hombros caídos y el cabello suelto de cualquier manera.

—¡No, no vengas aquí, no te acerques a mí!

—¡Oh, Dios mío! —decía ella, las lágrimas no dejaban de resbalar por sus mejillas.

No me importa quién fue el que lo empezó todo… quién tuvo la culpa, lo que no deseo es volverla a ver siquiera otra vez.

—¡Aléjate de mí!

Pero ella no dejaba de aproximarse.

—Jeremy —susurró—. Jeremy, ¡por favor!

Vi cómo mi mano se soltaba e iba a darle a un lado de la cara; vi cómo ella se inclinaba hacia el marco de la puerta.

—¡Maldita seas, maldita, maldita seas!

Volví a abofetearla. Ella no dejaba de gritar. Estuvo a punto de caerse, pero yo la cogí por el brazo con la mano izquierda y con la derecha le di otra bofetada.

—¿Cómo pudiste mentirme de esa manera?, ¿cómo fuiste capaz? ¿Cómo te atreviste a hacerme esta pasada?, ¿cómo pudiste?

Oí la voz de miss Annie desde el fondo de las escaleras.

—¡Señor Walker!

Belinda trató de soltarse. Dio con la cabeza contra el papel de la pared del pasillo. Se dio la vuelta como si intentase atravesar la pared misma.

—¡Mírame! —gritaba yo—. ¡Contéstame!

Se volvió y me dio patadas con su pie desnudo.

—Déjame —dijo en su sollozo.

—Mentirosa, mentirosa. Mira que hacerme eso. Yo hubiese hecho cualquier cosa por ti, me hubiese ido hasta el fin del mundo por ti, ¡lo único que quería era que me contases la verdad!

Le había vuelto a dar una bofetada y ella cayó de rodillas; miss Annie me estaba sujetando el brazo derecho.

—Señor Walker, basta ya. —Aquella mujer tan pequeña, intentaba sujetarme el puño.

—¡Suélteme!

—Señor Walker, va usted a matarla. ¡Señor Walker, no es más que una chiquilla!

Me di la vuelta, cerré el puño y lo estampé contra el marco de la puerta. Lo volví a estampar contra el enyesado de la pared. Me pareció que el yeso cedía bajo mi puño, por debajo del papel. Se produjo un boquete entre los dibujos de hojas y rosas. Olía a podredumbre. Olía a lluvia, a ratas y a podrido. Miss Annie decía:

—Vamos, querida, vamos.

Oí sus pasos. Belinda tenía arcadas.

Volví a dar un puñetazo contra el marco de la puerta. Vi una mancha de sangre sobre el lacado. A continuación, oí, gracias a Dios, que daban la vuelta al cerrojo de su habitación.

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