Belinda

Belinda


Primera parte » Capítulo 30

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La libreta llegó con el correo cinco días después de que ella se marchase.

Después de la pelea intenté hablar con ella. Pero cuando entré en su habitación para decirle que lo sentía y las palabras no salían de mi garganta, fue espantoso. Ella tenía el cuerpo lleno de morados, la cara, los hombros y los tiernos brazos desnudos. Recuerdo haber dicho:

—Nos arreglaremos de algún modo, hablaremos sobre ello. Éste no puede ser el final, no tratándose de nosotros.

Y de ella no obtenía nada más que silencio. El mismo y conocido silencio. Los ojos, sus ojos, eran como los de una persona que estuviese muerta, y ella miraba a través de mí a las hojas de los árboles detrás de los cristales.

Una noche se marchó.

Yo me había quedado despierto tanto tiempo como me fue posible, caminaba arriba y abajo, y sólo venía miss Annie de vez en cuando a decirme que sí, que ella estaba bien. La verdad era que yo tenía miedo de que ella se marchase, de que yo no pudiera impedírselo, de que fuera a quedarme mirando cómo se iba, incapaz de hacer ni decir nada.

Estuve despierto tanto tiempo como pude.

Ni siquiera recuerdo haber ido a acostarme a la cama, sólo recuerdo que cuando me desperté a las tres, ella se había ido. Los armarios estaban vacíos, todas sus cosas habían desaparecido. La lluvia entraba por las ventanas abiertas de su habitación y el suelo estaba mojado.

Recorrí toda la casa en busca de alguna nota que ella me hubiese dejado, pero no encontré ninguna. Al final, bien entrada la mañana, encontré la cinta de

Jugada decisiva, estaba encima del mármol de la mesilla de noche de mi habitación.

Debió de entrar mientras yo estaba durmiendo y lo debió de poner justo a mi lado. Lamentaba no haberme despertado en aquel momento.

Entonces, cinco días después, una vez que hube llamado a Bonnie y al maldito hijo de puta de Moreschi, y después de llamar a Alex y a George Gallagher en Nueva York, la libretita llegó en el correo.

Me hallaba sentado en el canapé de la habitación de mi madre y estaba pensando en lo horriblemente viejo que era todo aquello y lo difícil que sería restaurarlo. El viento empujaba la lluvia hacia dentro de la habitación a través de las rendijas de las puertas cristaleras del porche. El número privado de Bonnie estaba desconectado. ¿Qué demonios había querido yo de él? Moreschi me había dicho que ahora vivía su vida, que siempre había sido así. No, no pensaban utilizar más detectives. George prometió llamarme si llegaba a saber algo de ella. Alex no dejaba de preguntarme dónde me hallaba, y yo no se lo quise decir. No deseaba que nadie viniese a verme. Lo único que deseaba era estar sentado en una habitación que se desmoronaba de aquel vestigio de casa y oír la lluvia al caer.

La brisa, a finales de septiembre, ya comenzaba a ser fresca. ¿Y por qué me habría dejado

Jugada decisiva? ¿Qué sentido tenía? ¿Cómo me habría mirado cuando puso la cinta encima de la mesilla de noche? ¿También lo había hecho entonces con odio?

Miré la cinta una docena de veces. Conocía todos los movimientos, todas las palabras de los diálogos y cada uno de los ángulos de su cara.

Aquella cinta y la lluvia que caían era lo único que me interesaba. Y alguna que otra vez, el whisky en mi vaso.

Fue entonces cuando subió miss Annie con un paquete marrón y plano, y me dijo que lo había traído un mensajero. Ella había firmado el recibo.

En el paquete no había ninguna dirección de remitente ni tampoco un nombre que indicase quién lo enviaba. Pero al instante reconocí su escritura por las viejas notas que me habían dejado: «He venido y me he ido, Belinda».

Lo abrí impetuosamente y encontré la libreta de espiral, de cincuenta páginas rayadas, llena de su pequeña y cuidadosa escritura. En la etiqueta de la portada estaban las palabras que tanto daño me causaron:

PARA JEREMY, CON AMOR, TODA LA HISTORIA

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