Belinda

Belinda


Tercera parte » Capítulo 1

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¿Pero había alguna posibilidad de que acudiesen a una galería sin nombre de Folsom Street, en San Francisco, aunque fuese por Rhinegold, el hombre que les había invitado a tomar los mejores vinos y las mejores cenas en los lugares adecuados, tanto de Berlín como de Nueva York?

Me apoyé en el respaldo de la silla con los brazos cruzados, pensaba en los años en que yo sólo había deseado ser un pintor, simplemente un pintor; cuando tenía el estudio en el Haight-Ashbury. Odiaba a esta gente, las galerías, los museos. Los odiaba a todos.

Tenía la boca seca, como si estuviese a punto de ser fusilado. Oía el tic tac del reloj. Belinda no llamaba por teléfono. La operadora no interrumpía el fluido constante de voces del contestador automático para decir: «Es una emergencia, una llamada de Belinda Blanchard, ¿pueden dejar libre la línea?»

Cuando Rhinegold entró ya era muy tarde. Presentaba un aspecto amenazador. Se secó la cara con el pañuelo, como si estuviese pasando un calor insoportable. Sin embargo, no se había sacado el abrigo negro. Se sentó acurrucado en la silla y miró el vaso de whisky.

Yo no dije nada. Fuera, el viento no dejaba de agitar los álamos. La voz que hablaba por el contestador automático era tan baja que apenas podía oírla: «… debería usted llamarme por la mañana, yo fui la que organizó su recorrido por Minneapolis y me gustaría hacerle algunas preguntas…»

Miré a Rhinegold. Si no empezaba a hablar de inmediato, me iba a morir. Sin embargo, no pensaba preguntarle nada.

Hizo un gesto con la cara refiriéndose al whisky escocés.

—¿Deseas alguna cosa más?

—Muy amable por tu parte —dijo en tono socarrón. Me parecía que estaba temblando. Pero por qué sería, ¿por rabia?

Saqué el vino blanco del refrigerador, llené un vaso para él y se lo puse en la mesa.

—Durante toda mi vida —empezó a decir lentamente— he insistido en que la gente ha de mirar el arte de manera desapasionada para evaluar la habilidad y la calidad del resultado. He intentado no precipitarme hablando de ventas y compradores con cierto nivel; no he querido situar las obras en función de la moda ni de nada por el estilo. Mira, es lo que les digo a mis clientes. Mira la pintura, considérala por sí misma.

Me senté frente a él y crucé las manos por encima de la misma. Él seguía mirando el vaso.

—No he soportado los trucos publicitarios ni los malabarismos —continuó diciendo—. He aborrecido las manipulaciones de los artistas menores para conseguir publicidad para sus trabajos.

—No te culpo —le dije en voz baja.

—Y ahora voy y me encuentro en medio de este escándalo. —Se sonrojó. Me miró a través de aquellos cristales increíblemente gruesos—. Los representantes de todos los museos del mundo han estado allí, ¡te lo juro! Nunca he visto tanta asistencia, ni en Nueva York ni en Berlín.

El cabello de la nuca se me empezaba a erizar.

Cogió el vaso de vino como si se dispusiese a tirármelo a mí.

—¿Y qué puede uno esperar de una situación semejante? —preguntó. Sus ojos llameantes me recordaron a los de un pez mirando a través del grueso cristal del acuario—. ¿Te das cuenta del peligro?

—Desde que esto comenzó no has dejado de avisarme del riesgo que corríamos —le contesté—. Estoy rodeado de gente que me previene de casi todo. Belinda solía prevenirme, tres veces a la semana, por lo menos.

»Y entonces, ¿qué demonios ha sucedido? ¿Han escupido a las telas? ¿Se han burlado al marcharse? ¿Les han dicho a los periodistas de la esquina que se trataba de una porquería?

Dejé que el whisky me calentara. De pronto me sentí triste, inmensamente triste. Durante un segundo me pareció que Belinda y yo estábamos allí, yo arriba, solo en el estudio, la radio emitiendo música de Vivaldi, yo estaba pintando y ella estirada en el suelo, con la cabeza sobre un almohadón y leyendo

French Vogue; el final de este sufrimiento se vería algún día.

Algún día. Yo había estado en aquella habitación durante cinco días. Eso no es mucho tiempo. De hecho es poco, pero me parecía que había estado así siempre. ¿Dónde estaría ella?

Aunque el volumen del contestador automático estaba bajo, pude oír una voz fuerte y rota que decía:

«Jeremy, soy Blair Sackwell, estoy en el Stanford Court, en San Francisco. Quiero verte. Ven aquí ahora».

Cogí el lápiz y escribí: Stanford Court. Al parecer, Rhinegold ni siquiera se dio cuenta, me pareció que no había oído nada. Siguió con la mirada fija en el vaso.

Miré la pantalla de la televisión apagada que estaba en una esquina. Me preguntaba si en las noticias de las once dirían que los expertos habían empleado la palabra porquería. Miré a Rhinegold. Estaba observando el vaso con los ojos entrecerrados y le sobresalía el labio inferior.

—Les ha encantado —dijo.

—¿A quién? —le pregunté incrédulo.

—A todos —repuso. Levantó la mirada y volvió a sonrojarse. La blanda piel de sus mejillas temblaba ligeramente—. La sala estaba cargada de electricidad. ¡Estaban los del Centro Pompidou, los que compraron tu último cuadro! También han ido los del Whitney que jamás se han dignado mirar tu trabajo. El conde Solosky de Viena, que una vez me dijo que tú eras un ilustrador y no un pintor, no deseaba ni que le mencionara a los ilustradores. Hoy me ha mirado a los ojos y me ha dicho: «Quiero comprar

La comunión. También quiero

El tríptico del caballo de tiovivo». Así me lo ha dicho, tal como suena. ¡El conde Solosky es el coleccionista más importante de toda Europa!

Estaba muy furioso. Había cerrado la mano que tenía junto al vaso, en un puño.

—¿Y por eso te sientes tan infeliz?

—Yo no he dicho que me sintiera así —me aclaró, mientras se sentaba más erguido, se ajustaba las solapas del abrigo y entrecerraba los ojos—. Me parece que puedo afirmar que, a pesar de todos tus esfuerzos para destruir mi integridad y mi reputación, esta exposición va a ser un éxito. Ahora, si me perdonas, voy a volver a mi hotel.

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