Belinda

Belinda


Tercera parte » Capítulo 3

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Durante toda la mañana, a medida que se formaba una cola de gente que cubría dos manzanas para entrar en la galería de Folsom Street, estuvieron llegando noticias, tanto por televisión, como por radio y mediante telegramas que me entregaban en la puerta principal. Recibí llamadas de George y de Alex por una línea privada que acababa de ser instalada.

Además de ésta, habían añadido tres líneas más a mi número habitual, pero ahora que la prensa sensacionalista había publicado la historia, la situación estaba empeorando y nuevas llamadas de gente que manifestaba su odio llegaban de sitios tan alejados como Nova Scotia. Barbara, la secretaria de Dan, se pasaba en casa todo el tiempo, y contestaba tan rápido como el contestador automático.

Empezaba a saberse todo. Enfermeras, asistentes, un chófer que había sido despedido por Marty, dos de mis vecinos que habían visto a Belinda conmigo; en apariencia, tanto ellos como otros habían vendido sus relatos. Los críticos cinematográficos habían desenterrado sus notas del festival de Cannes en relación a la proyección de

Jugada decisiva. Los de las cadenas de televisión y de las emisoras de radio eran muy cautos a la hora de citar literalmente a la prensa del corazón, pero cada medio alimentaba a otro con mayor confianza a medida que pasaba el tiempo. Aunque, como era lógico, seguía habiendo noticias sobre fuegos, inundaciones y acontecimientos políticos, nosotros constituíamos el escándalo del momento.

Las noticias de la mañana mostraron en directo entrevistas con ejecutivos de la United Theatricals en Los Ángeles, en que desmentían haber tenido conocimiento de la indicada desaparición de la hija de Bonnie, Belinda, e insistían en que no sabían nada de la distribución de

Jugada decisiva.

El portavoz de la cadena de televisión comentó que

Champagne Flight se emitiría esa semana, como estaba previsto. No hubo ningún comentario sobre la desconexión de los asociados del sur cuando se emitía el programa.

Aparecían detalles de los cuadros, una y otra vez, en la pantalla: ya fuese la cabeza de Belinda con el velo de comunión o el maquillaje punk de Belinda en el caballo de tiovivo, y también Belinda con trenzas, bailando.

Las cámaras de televisión bloquearon la marcha del coche de tío Daryl cuando éste intentaba abandonar el hotel Beverly Hills. Abrió la ventanilla del coche y dijo: «Lo que sí puedo decirles ahora, y pongo a Dios por testigo, es que mi hermana no sabía nada de la mencionada convivencia de su hija con ese hombre de San Francisco. No comprendo por qué la exposición no ha sido clausurada».

La última edición de la mañana del

Chronicle publicaba una foto de G. G. y de Blair conmigo, que habían hecho en el vestíbulo del hotel Stanford Court.

¿CONOCÍA BONNIE LOS RETRATOS DE WALKER?

Dos adolescentes del Haight decían que habían conocido a Belinda, la llamaban «salvaje, loca, muy divertida, un espíritu verdaderamente hermoso», y dijeron que había desaparecido de la calle en junio.

Cuando el Canal 5 emitió las noticias del mediodía y pude ver mi propia casa en la pantalla, decidí levantarme y mirar por la ventana. Allí estaban las cámaras de vídeo. Cuando regresé a la cocina, habían cambiado de imagen y mostraban el Clift en el centro de la ciudad, donde el presentador comentaba el cierre del salón de G. G. en Nueva York.

Cambié de canal. En directo desde Los Ángeles, las inconfundibles cara y voz de Marty Moreschi aparecían otra vez. Se dirigía a los periodistas con los ojos entornados a causa del fuerte sol del sur de California, en lo que parecía ser un aparcamiento.

Subí el volumen porque estaba sonando el timbre de la puerta.

«¡Escuchen! ¿Quieren saber lo que he de decir? —les decía con su habitual dejo neoyorquino y callejero—. Deseo saber dónde se encuentra ella, eso es lo que quiero saber. Tenemos dieciocho retratos donde ella sale desnuda, se están vendiendo a medio millón cada uno, pero ¿dónde está Belinda? No, no hace falta que me lo digan ustedes, ¡yo se lo diré! —Señalaba a los periodistas con el dedo índice como si fuese una pistola del calibre treinta y ocho—. Hemos pedido a varios detectives que la busquen por todo el país. Hemos estado enfermos de preocupación por ella. Bonnie no tenía la menor idea de dónde se encontraba su hija. Y ahora ese payaso de San Francisco viene diciendo que ella ha estado viviendo con él. Y además que ella estaba de acuerdo en que le hiciese esos retratos. ¡Quién se lo cree!»

—Sabía que iba a actuar así —dijo Dan.

Acababa de entrar en la cocina. No se había afeitado y su camisa estaba hecha un asco. Habíamos dormido vestidos, tratando de escuchar las llamadas del contestador y la radio. Sin embargo, ahora ya no parecía enfadado. En vez de eso, se concentraba en la que debía ser nuestra estrategia.

«¿Teníamos que haber publicado que ella había desaparecido? —gritaba Marty—. ¿Y provocar así que alguien la secuestrase? Y ahora nos encontramos con que ese mundialmente famoso ilustrador para niños estaba muy ocupado pintando todos los detalles de su anatomía. ¿Alguien puede creer que no sabía quién era ella?»

—Es un embaucador, es listo y muy hábil —dijo Dan.

—Trata de desafiar —le aclaré—. Desde el principio, todo ha sido una sarta de provocaciones.

Marty se acababa de meter en el coche y estaba cerrando la ventanilla. La limusina se abría camino entre los micrófonos plateados y las cabezas bajadas.

Volví a apretar el mando a distancia del televisor; allí estaba la presentadora habitual del Canal 4:

«… del departamento de policía de Los Ángeles acaba de confirmar que no se ha presentado ninguna denuncia de persona desaparecida en relación a la chica de quince años Belinda Blanchard. Aunque en estos momentos Belinda ya tiene diecisiete años y todavía se desconoce su paradero. Su padre, el internacionalmente famoso estilista de peluquería, George Gallagher, nos ha confirmado esta mañana que no sabe dónde se halla, y que es su deseo encontrarla».

En ese momento el timbre de la puerta ya sonaba sin parar. También llamaban con los nudillos.

—¿Qué te parece si no abrimos? —dijo Dan.

—¿Y si ella está ahí fuera? —pregunté yo.

Me dirigí a las cortinas de blonda. Las escaleras estaban repletas de periodistas, y justo detrás estaban los de las cámaras.

Abrí la puerta. Cynthia Walker sostenía una copia de la revista

Time, había llegado a los quioscos hacía una hora escasa. ¿Había visto yo el artículo?

Se lo quité de las manos. En ese momento resultaba imposible leerlo. No cesaban de hacerme preguntas, tanto ella como los que estaban más abajo de la escalera e incluso en la acera. Recorrí con la vista toda la escena, había una multitud al otro lado de la calle, algunos adolescentes estaban en la esquina, y también había gente en los balcones de la casa de apartamentos de enfrente. Junto a la cabina telefónica de al lado de la tienda de ultramarinos había un par de hombres vestidos con traje. ¿Serían policías? Era posible.

—No, no se ha puesto en contacto conmigo —dije, en respuesta a una pregunta que apenas había oído—. No tengo ni idea de dónde puede encontrarse. —Contesté que no a otra pregunta—. Sí, sí que lo haría, puedo asegurar que ella estaba de acuerdo con que le hiciera esos retratos y le gustaban mucho.

Cerré la puerta. Cynthia podía comprarse otra revista. Decidí no hacer caso de los timbrazos y los golpes en la puerta y me puse a leer el artículo de

Time. Publicaban fotos a todo color de

El tríptico del caballo del tiovivo, y de la que a mí secretamente me gustaba más, Belinda en traje de baño, de pie, de espaldas al río, y que había titulado

Belinda, mi amor.

«¿Por qué este hombre, que es conocido en los hogares de todo el mundo, arriesgaría su reputación de artista admirado por los niños con una exposición semejante? —preguntaba el reportero—. Pocas cosas son más inquietantes que el franco erotismo de estos cuadros, que han sido reproducidos, en fotografías a todo color, en el lujoso catálogo de la exposición. Cada uno de ellos constituye una narrativa que representa la profunda locura con que Belinda se somete a las más extrañas fantasías del autor:

Belinda con muñecas,

Belinda en ropas de montar,

Belinda en el caballo de tiovivo, para transformarse luego en la más seductora de las mujeres en

Belinda en la cama de mamá, y ser víctima de una sorprendente violencia en el exquisitamente detallado

Artista y modelo, donde el autor abofetea a su musa con crueldad y hace que se estrelle contra una pared cubierta de papel roto y manchado. Así pues, no se trata sólo del intento de suicidio público por parte de un autor para niños, tampoco es el mero tributo a la belleza de una mujer, sino más bien una crónica autoincriminatoria de un asunto espeluznante y trágico. El hecho de saber que cuando estos cuadros fueron pintados la adolescente Belinda Blanchard era en realidad una muchacha que se había escapado de casa; el hecho de saber ahora que todavía se desconoce su paradero, convierte las especulaciones que se están produciendo en un asunto para ser tratado por las autoridades, y no por críticos de arte».

Cerré la revista. Dan bajaba en ese momento al vestíbulo. Llevaba en la mano una humeante taza de café.

—Rhinegold ha llamado por teléfono, me ha explicado que cuatro tipos del departamento de policía han estado visitando la exposición.

—¿Cómo sabe él que eran policías? Lo más seguro es que no le enseñasen sus identificaciones…

—Eso es exactamente lo que hicieron. No deseaban hacer cola como el resto de la gente.

—Maldita mierda —dije yo.

—Sí, puedes decirlo —replicó—. He llamado a un abogado criminalista, David Alexander, que vendrá en un par de horas. No quiero volver a oírte decir nada en contra de esta decisión.

Me encogí de hombros y le enseñé el artículo de

Time.

—¿Crees que este tipo dice lo que yo creo que está diciendo?

Me dirigí a la línea privada que tenía en la cocina y llamé a Alex:

—Quiero que te vayas de aquí ahora. Regresa a Los Ángeles. La situación ya se está poniendo demasiado fea.

—Que te crees tú eso —repuso—. Acabo de hablar con las chicas de

Entertainment Tonight. Les he contado que te conozco desde que eras un chaval. Mira, George y yo te llevaremos algo para cenar hacia las seis en punto. No intentes salir. Te arruinarán la digestión. Por cierto, G. G. está ahora abajo, en el vestíbulo, hablando con unas personas. Esta mañana ha venido uno de los abogados de Marty en persona, y tengo que decirte que G. G. es un hombre dulce pero en absoluto tonto; se ha comportado de un modo muy hábil, como si se tratase de una pluma mecida por el viento. Jamás he visto a nadie tan evasivo. Oye, espera. Muy bien, ha venido un chico muy guapo que me ha conseguido cigarrillos y otras cosas. Me dice que cree que los tipos que están abajo hablando con G. G. son policías vestidos de paisano. He llamado a mi abogado a Los Ángeles para que venga a echarle una mano a G. G.

Tan pronto como colgué el auricular volvió a sonar el teléfono. Fue Dan el que lo cogió, lo único que pude oír fueron síes, noes y palabras sueltas durante diez minutos.

El timbre de la puerta volvió a sonar. Miré de nuevo a través de las cortinas. Toda la zona estaba llena de adolescentes, algunos de ellos eran vecinos que yo había visto en la tienda de la esquina, y también en mis paseos por Castro o Market Street. Una manzana más abajo había un par de chicos punk que había visto en el café Flore, uno llevaba el pelo rosa y el otro como el de un indio mohawk. Pero a Belinda no se la veía por ninguna parte.

Vi pasar a mi vecina Sheila, que me saludaba con la mano. Luego vi que alguien se le acercaba.

Ella intentaba apartarse con naturalidad, pero había otras personas que le hacían preguntas. Se encogió de hombros, trató de apartarse, estuvo a punto de caerse de bruces. Acto seguido salió corriendo en dirección a Castro Street.

¿Qué aspecto tendría Belinda si intentase entrar en casa?

Regresé a la cocina. Dan había colgado el teléfono.

—Escucha, el tío Daryl acaba de llamar a la oficina del fiscal del distrito —me explicó—. Los del departamento de policía de San Francisco desean hablar contigo, y estoy intentando mantenerles a raya hasta que Alexander esté informado al detalle del caso. Ahora el tío Daryl ha tomado un avión en Los Ángeles y viene hacia aquí, además Bonnie acaba de ingresar en un hospital.

—Puedo atender a la policía en cualquier momento —le dije—. No deseo contratar a ningún abogado criminalista, Dan, ya te lo dije.

—Por lo que a esto se refiere, paso de tus reglas —comentó con tono paciente—. Tan pronto como llegue Alexander veremos lo que nos conviene.

Bajé las escaleras de atrás en dirección al garaje, arranqué el coche y salí por la calle Diecisiete en dirección a Sánchez antes de que la multitud se diese cuenta de lo que estaba sucediendo.

Cuando llegué al Clift, la policía acababa de marcharse. G. G. estaba sentado en el sofá de la

suite con los codos apoyados en las rodillas. Se le veía cansado y confundido, no había cambiado casi nada respecto de la noche anterior. Alex estaba vestido con su maravilloso batín de satén y nos servía un par de bebidas a los dos, también había pedido al servicio de habitaciones que nos trajesen algo para comer.

—Lo he estado valorando de la siguiente manera, —comentó G. G. con serenidad—. Yo no estaba bajo juramento, de manera que no tenía que decir toda la verdad, sólo tenía que decir la verdad, no sé si me entiendes. De modo que les expliqué que vino a Nueva York y que la escondí un tiempo en Fire Island, también les expliqué el desagradable comportamiento de los tipos que habían enviado desde Hollywood, pero no les he dicho nada de lo que ella me contó. Les he dicho que ella decidió irse a San Francisco y que cuando me llamó para explicarme su relación contigo estaba muy contenta, también les he explicado que a ella le encantaron los retratos. Que le gustaban de verdad.

Calló un momento, bebió un poco del vino que Alex le había servido y a continuación añadió:

—Pero lo que de verdad me preocupa, Jeremy, es que no han dejado de preguntarme cuándo fue la última vez que supe algo de ella; insistían en saber si yo estaba seguro de que la llamada de Nueva Orleans era la última. Parecía que tuvieran una idea fija. ¿Tú crees que ellos saben dónde está?

Cuando regresé, la multitud que se agolpaba frente a la casa era todavía mayor. Tuve que tocar el claxon para entrar por la puerta del garaje. Me vi obligado a empujarles hacia la calle para cerrar la puerta, y también tuve que pedirles que fueran hacia la parte delantera para que no bloquearan el jardín de atrás.

—Jeremy, ¿es cierto que usted encontró a Belinda en un apartamento hippie de Page Street? —gritó alguien—. ¿Le dijo usted a un policía de San Francisco que era el padre de Belinda? Oiga, Jeremy, ¿ha visto ya la película

Jugada decisiva?

Cerré la puerta delantera.

Dan bajó al vestíbulo. Se había afeitado y lavado, pero la expresión de su cara me ponía nervioso.

—La policía está presionándome —me comentó—. Alexander hace esfuerzos por mantenerles alejados, pero tarde o temprano tendrás que acabar hablando con ellos, y Alexander cree que lo mejor es hacerlo voluntariamente.

De pronto me pregunté si podría pintar en la cárcel. Era un pensamiento estúpido. ¿Cómo podría protegerla yo si me encerraban en prisión? No, las cosas no debían ir tan aprisa.

Cuando entré en la oficina de la parte de atrás, Bárbara me entregó un telegrama abierto. Tenía ante sí otros, estaban llegando casi sin interrupción. El contestador automático atendía las llamadas que se producían con el volumen bajo. Creo que oí a alguien que susurró:

—¡Pervertido!

Cogí el telegrama.

FELICIDADES POR LA NUEVA EXPOSICIÓN. HE VISTO EL CATÁLOGO. SORPRENDENTE. ESTARÍA AHÍ SI PUDIERA. VOY DE CAMINO A ROMA PARA HACER UN DUPLICADO POSITIVADO DE

JUGADA DECISIVA. HABLARÉ POR TELÉFONO CONTIGO A MI REGRESO SI ENCUENTRO LA LÍNEA DESOCUPADA. SUSAN JEREMIAH.

—¡Ah!, maravilloso —susurré—. Eso quiere decir que va a hacer más copias de la película. ¿Cuándo llegó esto?

—Lo más seguro es que fuese ayer —repuso Barbara—. Aquí debe de haber unos cincuenta. Esta mañana nos han traído veinte más. Los voy leyendo tan deprisa como me es posible.

—Bueno, en este momento es la mejor manera de comunicarnos —dije yo—, de modo que puedes dejar que el contestador atienda las llamadas mientras compruebas los telegramas.

—Intenta averiguar el número de teléfono desde el cual enviaron este telegrama —le pidió Dan—. Es un número de Los Ángeles. Trata de saber si podremos contactar con Jeremiah más adelante.

—Tengo más noticias para ti —dijo Barbara—. Son de Rhinegold. Mientras estabas fuera ha pasado por aquí. Un multimillonario de Fort Worth que se llama Joe Travis Buckner estaba furioso porque los museos tienen preferencia para comprar los cuadros. Quiere dos ahora mismo. Pero el representante del museo de Dallas ha hecho la primera oferta, sin posibilidad de retracción: quinientos mil dólares por

Belinda con muñecas. Rhinegold les ha pedido dos semanas para evaluar la oferta. ¡Ah, sí!, ese otro tipo —se paró para mirar en el cuaderno de notas—, el conde Solosky, ¿se pronuncia así?, ¿es Solosky? Bueno, como sea, uno de Viena, ha cerrado un trato por cuatro de los cuadros, ya ha pagado. ¿Sabes de cuánto dinero estamos hablando? Por lo que Rhinegold dice, es tan importante como un museo. Es fantástico, ¿verdad?

Se quedó mirándome, y a mí me pareció que debía decir algo, que debía decirle algo educado, pues era una persona excelente y estaba trabajando mucho. Pero no dije nada. No pude.

Regresé a la cocina y me senté en la silla de siempre.

De modo que el conde Solosky había estampado su firma en un cheque. Sólo se trataba del coleccionista que Rhinegold había estado cortejando durante tres décadas, era el hombre que él consideraba el más importante coleccionista de arte del mundo en el momento actual. Y esto además de mi primera venta a un museo de Estados Unidos. Era fantástico. Por lo menos así se lo parecía a la persona que yo había sido seis meses atrás; a aquel tipo que un fin de semana memorable, cuando la encontró en la convención de libreros, había dicho: «Si no salto por encima del risco, nunca seré nadie». Recuerdo que ella se rió.

Me hubiese resultado imposible explicarlo. Incluso a mí me parecía difícil comprender la situación. Era como si todo se estuviese moviendo, como el paisaje pintado por un impresionista: color, trazo, simetría, todo se mezclaba de modo indistinto; tenía más relación con la luz que con las cosas sólidas.

—Esto no va a ser de ninguna ayuda, ¿sabes? —me dijo Dan.

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