Belinda

Belinda


Tercera parte » Capítulo 4

Página 61 de 72

4

Habíamos quedado con la policía a las nueve y media de la mañana del martes. Unas dos horas antes llegó David Alexander. Era un hombre delgado con cabello rubio, de unos cincuenta años; era de constitución delicada, llevaba unas gafas como las de los aviadores, con la montura dorada, y tenía los ojos de un frío color azul. Estuvo escuchando con las manos en gesto de plegaria, a mí me recordó que había leído algo sobre ese clase de amaneramiento: al parecer, indicaba sentimientos de superioridad, aunque por otra parte a mí eso me daba igual.

Yo no tenía ganas de hablar con él. Pensaba en Belinda, en cuanto me había dicho sobre lo que sintió al explicarle toda la historia a Ollie Boon. Pero Alexander era mi abogado, y Dan insistió en que se lo contase todo. Bien. Deja los sentimientos a un lado como si fuesen un sobre de cheques cancelados sobre la mesa.

Las noticias de la mañana parecían recién llegadas del infierno. G. G. y Alex, que vinieron a desayunar a casa, se negaron a verlas. Tomaron el café solos en la sala de estar.

Vestido con un sombrío traje de color gris carbón, Daryl había leído una declaración a los periodistas de la emisora la noche anterior:

—Mi hermana, Bonnie, se halla al borde del colapso. Un año de preocupaciones y de búsqueda se ha cobrado al fin su precio. En referencia a la exposición de cuadros en San Francisco, he de decir que nos encontramos ante un hombre muy desequilibrado y ante un serio problema policial, al mismo tiempo que estamos afrontando la desaparición de una chica, una joven que es menor de edad y que a su vez puede sufrir trastornos mentales. Es muy posible que esos retratos se hayan hecho sin su consentimiento, además de sin su previo conocimiento, y es sin duda cierto que se hicieron sin la autorización del único tutor de la chica, mi hermana Bonnie Blanchard, la cual desconocía la existencia de esas pinturas.

A continuación entrevistaron a la «portavoz de las feministas en contra de la pornografía», Cheryl Wheeler, una joven abogada de Nueva York que habló de la obscenidad de mi trabajo. Manifestó su punto de vista sin levantar ni siquiera un poco la voz.

—Esa exposición es una violación, simple y llana. Si Belinda Blanchard llegó a vivir con ese hombre, lo cual, por cierto, todavía no ha sido probado, nos hallaríamos ante una de las cada vez más abundantes víctimas del abuso infantil en este país. Lo que sí sabemos con certeza es que tanto su nombre como su imagen han sido violentamente explotados por Walker, tal vez sin el consentimiento de ella.

—Pero si Belinda estuvo de acuerdo en que se realizara la mencionada exhibición, si ella dio su consentimiento, según afirma Walker…

—Al tratarse de una chica de dieciséis años no puede hablarse propiamente de consentimiento cuando nos referimos a este tipo de explotación, así como tampoco lo haríamos si hablásemos del acto sexual. Belinda Blanchard será una menor hasta que cumpla los dieciocho años.

El programa de la televisión terminó con un señuelo: varios niños en la ciudad de Reading, en Alabama, dirigidos por un animador local, quemaban mis libros en público.

Me quedé mirando aquello en un estado de sorpresa e incredulidad. No se había visto nada parecido desde los años sesenta, cuando quemaron los discos de John Lennon por considerarlo más famoso que Jesucristo. Por supuesto, también los nazis habían quemado libros en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial. No sé por qué, pero no me enfadé. Por alguna razón, me parecía que aquello le estaba sucediendo a otra persona. Seguía viendo cómo ardían los libros en aquella pequeña plaza frente a la biblioteca de Reading. Los niños seguían llegando y echando los libros a las llamas.

David Alexander no mostró ninguna reacción. Le quedé muy agradecido a Dan porque no dijo aquello, que hubiese sido tan fácil, de «ya te lo dije». Se limitó a seguir tal como estaba, sentado, tomando notas.

De pronto se oyó el timbre de la puerta y entró G. G. al salón para decir que había llegado la policía.

Se trataba de dos caballeros vestidos con ropa de calle, bastante altos y que llevaban trajes oscuros y gabardinas, alabaron con educación y amabilidad a Alex diciendo que habían visto todas sus películas y que también le habían visto en

Champagne Flight. Todo el mundo se rió con buen humor de aquel comentario, incluidos Alexander y Dan, aunque yo me daba cuenta de que éste se sentía derrotado.

Entonces el mayor de los dos hombres, el teniente Connery, le pidió a Alex que le firmase un autógrafo para su señora. El otro policía no dejaba de observar todos los juguetes de la sala, igual que si los estuviese inventariando. Sobre todo se fijó en las muñecas. Le vi coger una que estaba rota y pasar el dedo por la porcelana resquebrajada de la mejilla.

Les invité a entrar en la cocina. Dan sirvió tazas de café a todo el mundo. Connery dijo que prefería hablar conmigo a solas, sin los dos abogados, pero Alexander le dirigió una sonrisa y sacudió la cabeza, con lo que de nuevo todos volvieron a sonreír.

Connery era un hombre de estructura pesada y cara cuadrada, tenía el cabello y los ojos grises, y a excepción de una sonrisa atractiva y una voz agradable no tenía otras características destacables. Tenía ese acento que en San Francisco llamamos de mercado del sur y que se parece al acento callejero irlandés-alemán de Boston o de Nueva York. El otro hombre pareció difuminarse en el fondo en cuanto comenzamos a hablar.

—Ahora, Jeremy, está usted hablando conmigo por su propia y libre voluntad —dijo Connery, mientras empujaba la grabadora en dirección a mí. Yo repuse que sí—. Y sabe que no hay ningún cargo contra usted. —Volví a responder que sí—. En cambio es posible que existan cargos más adelante. Y si acabamos tomando una decisión en este sentido, entonces le leeremos sus derechos.

—No es necesario, sé cuáles son mis derechos.

Alexander volvió a juntar las manos como si estuviese rezando. La cara de Dan estaba completamente blanca.

—Puede usted pedirnos que nos vayamos cuando lo desee —me aseguró Connery. Yo sonreí. En ese momento me recordaba a los policías y bomberos de mi familia en Nueva Orleans, todos eran hombres grandes con el mismo tipo de cabello blanco que Spencer Tracy.

—Sí, comprendo lo que usted me dice, relájese, teniente —le pedí—. Este asunto ha de parecer muy misterioso, desde su punto de vista.

—Jeremy, ¿por qué no te limitas a contestar algunas preguntas? —dijo Dan en un tono de voz airado. Con aquel asunto lo estaba pasando muy mal. Alexander parecía una momia hecha con cera.

—Bien, Jeremy, he de decirle… —empezó Connery, mientras sacaba un paquete de Raleighs del bolsillo de su abrigo—. No les molestará que fume, ¿verdad? Muy bien, gracias, hoy en día nunca se sabe si los demás te permiten o no fumar. Se supone que si fumas tienes que irte a otra parte. Cuando voy a mi restaurante preferido, intento fumarme el cigarrillo de después de la cena y siempre me dicen que no. Bien, lo que más nos preocupa ahora es encontrar a Belinda Blanchard. De modo que mi primera pregunta, Jeremy, es si sabe usted dónde está.

—Rotundamente no. No tengo ni idea. En la carta que me envió a Nueva Orleans decía que estaba a más de tres mil kilómetros de allí, lo cual igual podría significar la Costa Oeste, Nueva York o tal vez Europa. Hace unas cuatro semanas cumplió diecisiete años, el día siete para ser más exactos. Llevaba un montón de dinero consigo cuando se fue, y también ropa bonita. Si yo supiera dónde se encuentra, iría a buscarla le pediría que se casase conmigo, porque la amo y porque creo que es lo mejor para nosotros en este momento.

—¿Cree usted que ella accedería, Jeremy?

Pronunció aquellas palabras con una extraña lentitud.

—No lo sé. Pero eso es lo que deseo —repuse.

—¿Por qué no nos lo cuenta todo?

Durante un momento me quedé pensando en lo que había dicho G. G.: que a él le parecía que ellos tenían una idea fija sobre Belinda. Luego pensé en todos los consejos de Dan.

Empecé a explicar cómo la conocí, lo que pasó en la Page Street, la decisión de que viniese a vivir conmigo. Sí, la afirmación del policía era correcta; sí, dije que era mi hija. Deseaba ayudarla. La traje aquí. Pero yo no sabía quién era ella, y una de las condiciones que ella me puso fue que yo no se lo preguntase. Continué hablando de las pinturas. Habíamos vivido juntos durante tres meses. Todo era normal…

—Y entonces fue cuando Bonnie apareció —dijo Connery—. Llegó al aeropuerto internacional de San Francisco en un avión privado a las once cuarenta y cinco de la mañana del día 10 de septiembre, y su hija se encontró aquí con ella, ¿es así?

Le dije que de aquello no tenía conocimiento preciso. Le expliqué cómo averigüé quién era Belinda, a partir de la cinta de

Jugada decisiva y todo lo demás. Le describí lo que sucedió cuando vino Bonnie, que fuimos al Hyatt y que me pidió que me ocupase de Belinda.

—Para ser exactos, intentó hacerle chantaje, ¿no es cierto?

—¿Qué le hace a usted pensar eso?

—La declaración del conductor de la limusina, que oyó cómo llegaban a dicho acuerdo madre e hija. Habían aparcado el coche y, según él, el cristal de separación entre su asiento y la parte trasera del coche no estaba del todo cerrado, de modo que pudo oír lo que ellas decían.

—Así que usted sabe que todo es una farsa. Además, antes de irme del Hyatt había recuperado todas las fotos.

Entonces pude relajarme, él sabía la peor parte. Yo no tuve que contársela. En aquel momento, y por vez primera, pude explicarme a mí mismo por qué Belinda y yo nos habíamos peleado, con la mente algo clara.

Le conté que nos peleamos, que Belinda se fue, que me envió una carta cinco días después y la razón por la que decidí hacer públicas las pinturas de inmediato.

—En ese momento sincronizábamos completamente —le expliqué—. Sus deseos y los míos habían llegado a ser los mismos. Yo siempre había deseado mostrar los cuadros. Cuando nos fuimos al sur, ya no me engañaba a mí mismo al respecto. Así que ahora la exposición también la beneficiará a ella, sacaría así a la luz la verdad sobre su identidad, ya que era el único modo de que ella pudiera dejar de correr y de esconderse, y tal vez de esa manera ella podría también perdonarme por haberle pegado y alejado de mí.

Connery me estaba observando. El Raleigh ya había ido a parar al cenicero.

—¿Me dejaría ver usted el documento que Belinda le envió?

—No. Es de Belinda, y además no lo tengo aquí. Está en un lugar del que nadie puede sacarlo. Yo no puedo hacerlo público puesto que es suyo.

Él reflexionó un momento. Entonces empezó a hacerme preguntas sobre todo tipo de cosas: sobre la librería donde vi a Belinda por primera vez, la casa de mi madre en Nueva Orleans, miss Annie y los vecinos, los restaurantes en que habíamos comido en San Francisco, cómo se vestía Belinda cuando estábamos en Nueva Orleans o cuántas maletas poseía ella.

De modo general me fui dando cuenta de que ciertas preguntas las repetía una y otra vez, sobre todo a propósito de la noche en que Belinda se marchó y de si ella se había llevado consigo todas sus pertenencias, también quería saber si yo había oído algo o no había oído nada, y otra vez me preguntaba si ella había posado voluntariamente para las fotografías y por qué las había destruido.

—Mire, ya hemos hablado y vuelto a hablar de todo esto —le dije—. ¿Qué es lo que quiere? Por supuesto que destruí las fotos, eso ya se lo he explicado. ¿Qué hubiera hecho usted en mi lugar?

Al instante, Connery se volvió conciliatorio.

—Mire, Jeremy, apreciamos mucho su cooperación —repuso él—. Pero ¿sabe?, la familia está muy preocupada por esta muchacha.

—Yo también lo estoy.

—Su tío Daryl está aquí ahora. Él cree que es posible que Belinda haya tomado drogas en la calle, que esté muy desequilibrada y que no sea capaz de cuidar de sí misma.

—¿Qué ha dicho su padre al respecto?

—Explíquemelo otra vez, usted se fue a dormir hacia las siete en punto. ¿Estaba ella en su habitación hasta ese momento? Y el ama de llaves, miss Annie, ¿le había subido algo para cenar?

Moví la cabeza afirmativamente.

—Y cuando yo me desperté, ella ya se había ido. La cinta de

Jugada decisiva estaba sobre la mesilla de noche, como le he dicho. Me di cuenta de que ella deseaba que yo la tuviera, que aquello tenía un significado especial, aunque nunca supe muy bien cuál. Quizás ella me estaba diciendo: «Muestra los cuadros». Eso es lo que dijo en la carta cinco días después.

—Y la carta…

—¡Está en una caja fuerte!

Connery miró al otro detective. Después miró su reloj.

—Escúcheme, Jeremy, aprecio de veras su cooperación, no intentaremos robarle demasiado tiempo, pero si pudiera excusar al teniente Berger…

Berger se levantó y se dirigió a la puerta de entrada, vi que Alexander le hacía un gesto a Dan para que fuera con él. Connery prosiguió:

—Y usted dice, Jeremy, que miss Annie no vio a Belinda cuando se fue de la casa.

—Exacto. —Oí que se abría la puerta de entrada.

Dan había regresado y le hacía un gesto a Alexander. Salieron los dos.

—¿Qué sucede? —pregunté.

Ambos estaban de pie en el descansillo y leían un par de papeles grapados, entonces Connery se levantó y se unió a ellos, Dan volvió a mi lado y me dijo:

—Tienen una orden muy detallada y perfectamente legal para inspeccionar la casa.

—Pues dejémosles —me levanté—. No era necesario que obtuvieran una orden judicial.

Dan estaba preocupado.

—De la manera que ese papel está redactado, pueden hasta levantar el maldito parqué —me dijo casi sin respiración.

—Oiga, voy a ir arriba con ustedes —le dije a Connery. Pero él me dijo que no, que no era necesario; él se encargaría de que los hombres fueran cuidadosos—. Vayan pues, la buhardilla no está cerrada.

La cara que puso David Alexander cuando miró a Dan era enigmática y yo lamenté su actitud. Si se suponía que yo tenía que pagarle a aquel tipo, prefería que me contara los secretos a mí.

En ese momento la casa estaba llena a rebosar de detectives. Había dos hombres en la sala de estar, donde G. G. y Alex se habían puesto de pie y a los que se veía extraños en medio de la casa de muñecas, el caballo de tiovivo, los trenes y todo lo demás; también se oían los pasos de otros agentes que subían las escaleras sin moqueta de la buhardilla.

Cuando me dirigí al pie de las escaleras, Connery estaba bajándolas. Otro detective llevaba un par de bolsas de plástico, en una de ellas había un suéter, uno que pertenecía a Belinda y que yo no sabía que todavía estaba allí.

—Por favor, no se lleve eso —le dije.

—Pero ¿por qué, Jeremy? —me preguntó.

—Porque es de Belinda —repuse yo. Empujé al otro hombre a un lado y subí para ver lo que estaban haciendo.

Lo estaban revisando absolutamente todo. Oí el disparador de una cámara en la buhardilla y llegué a ver la luz plateada del flash reflejada en las paredes. Debajo de la cama de latón habían encontrado un cepillo para el pelo que le pertenecía a ella, también se lo llevaron. Ver todo aquello, cómo abrían mi armario, cómo daban la vuelta a la colcha, me ponía enfermo.

Volví al piso de abajo. Connery estaba mirando la casa de muñecas. Alex estaba sentado en el sofá, le miraba pacientemente. G. G. estaba de pie junto a la ventana, detrás de Connery.

—Oiga, Connery, esto no tiene ningún sentido —le dije—. Ya le he explicado que ella estuvo aquí. ¿Por qué necesita encontrar pruebas de ello?

Sonó el timbre de la puerta, y uno de los detectives se dirigió a ver quién era. Se trataba de dos policías uniformados que estaban en el porche y traían dos enormes perros, fieros pastores alemanes de color marrón.

—Jeremy —me dijo Connery en el mismo tono amable mientras me rodeaba los hombros con su brazo, tal como lo hubiese hecho Alex—. ¿Le importa si metemos los perros para que recorran la casa?

Oí que Dan murmuraba que así estaba escrito en la maldita orden judicial, de todos modos.

G. G. miraba a los perros como si fueran peligrosos, y Alex se limitaba a fumar su cigarrillo con una decepcionada y serena expresión en la cara, sin decir nada.

—Pero ¿para qué necesitan los perros? ¡Por Dios! —exclamé—. Belinda no está aquí.

La situación comenzaba a ser una locura, y yo me daba cuenta de que estaba empezando a acobardarme. Fuera de la casa parecía haber una multitud. No quería asomarme a la ventana para asegurarme.

Me quedé de pie mirando cómo los perros pasaban por encima de los viejos trenes Lionel. Les vi olfatear las muñecas francesas y alemanas que estaban apiladas en el sofá, junto a Alex. También fueron a oler los pies de Alex, él se limitó a sonreír y el oficial los apartó de inmediato.

Contemplé en silencio cómo recorrían todas las habitaciones del piso de abajo y luego subían las escaleras. Vi que Alexander les seguía hasta arriba.

Otro policía de paisano bajaba con una bolsa de plástico. De pronto me di cuenta de que en ella llevaba el velo de comunión, la corona y también el rosario de mamá y el misal nacarado.

—Espere, no puede llevarse eso —le dije a Connery—. Ese libro y ese rosario pertenecieron a mi madre. ¿Qué están haciendo ustedes? ¿Quiere alguien explicármelo?

Connery me rodeó de nuevo con el brazo:

—Lo cuidaremos todo bien, Jeremy.

Entonces vi que dos hombres que entraban en el salón, desde la cocina, se llevaban todos mis archivos fotográficos del sótano.

—Ahí no hay ninguna foto de ella —les dije—. Eso es material viejo en su totalidad. ¿Qué está pasando?

Connery me estaba estudiando. No me dio ninguna respuesta. Dan miraba cómo se llevaban todas aquellas cosas fuera de la casa y las bajaban por las escaleras de la entrada.

Barbara entró en el vestíbulo desde la cocina, dijo que la llamada telefónica era para Connery y le rogó que la acompañase.

—Dan, ¿qué demonios están haciendo? —susurré.

Era obvio que Dan estaba enfurecido.

—Mira, no les digas nada más —repuso en voz muy baja.

G. G. se había dirigido hacia la ventana y miraba al exterior. Yo me puse a su lado. Los policías que llevaban el velo de comunión estaban hablando con los reporteros de fuera. El camión del Canal 5 lo estaba filmando todo. Tuve ganas de acuchillar a aquel tipo. Vi que también llevaba otro saco con algo dentro. Se trataba de la chaquetilla de montar de Belinda y sus botas de cuero.

Connery volvió de la cocina.

—Bien, Jeremy, deseo comunicarle que la policía de Nueva Orleans ha completado la inspección legal de la casa de su madre. Se ha hecho todo de la manera más correcta, con el permiso del juez, como debe ser; yo creo que lo ha de saber usted.

Miró en dirección a las escaleras, los perros ya estaban saliendo de la casa. Vi que Connery miraba al hombre uniformado que conducía a los animales, se dirigió a él y estuvieron hablando un minuto en voz baja; entre tanto Alexander pasó a su lado y entró en la sala de estar.

Connery regresó.

—Bueno, charlemos un poco más, Jeremy —me dijo. Sin embargo, ninguno de los dos hizo un movimiento para sentarse. Ni Alex, ni G. G. se movieron para marcharse. Connery echó una mirada a su alrededor y sonrió a todo el mundo.

—¿Desea que hablemos en privado, Jeremy?

—En realidad, no. ¿Es que hay algo más de qué hablar?

—Muy bien, Jeremy —me dijo con un tono condescendiente—. ¿Se le ocurre alguna razón por la que Belinda no se haya puesto en contacto con usted todavía?

Alexander nos estaba mirando con mucha atención. A Dan le llamaron desde la cocina, quizá para contestar el teléfono.

—Bien, es posible que ella no sepa lo que está sucediendo. Puede que esté demasiado lejos para enterarse. Puede que tenga miedo de su familia. Y ¿quién sabe?, es posible que no desee regresar.

Connery sopesó mi explicación durante unos segundos.

—Pero ¿acaso hay alguna razón por la que ella no se haya podido enterar, o por la que no le sea posible regresar?

—No le entiendo —repuse.

Alexander se acercó sin hacer ruido.

—Escuche, mi cliente ha cooperado tanto como podía esperarse o más —dijo en un tono de voz bajo y frío—. Usted no querrá que cursemos una orden judicial basándonos en el acoso, y eso es exactamente lo que…

Connery le interrumpió, y con igual educación dijo tranquilamente:

—Y ustedes, caballeros, no desean que reunamos al gran jurado e iniciemos un auto de acusación inmediato, ¿no es cierto?

—¿Y en qué se basarían ustedes para hacer tal cosa? —inquirió Alexander con frialdad—. Ustedes no tienen nada. Los perros no han encontrado nada, ¿no es cierto?

—¿Encontrar qué? —pregunté yo.

Dan había regresado y estaba en el salón con Alexander.

Antes de contestar, Alexander se humedeció los labios reflexivamente. Su voz era tan baja y tan equilibrada como siempre.

—Estos perros conocían el olor de Belinda antes de venir aquí —me explicó—. Lo han hecho con prendas que ha traído su tío. Y si Belinda se hubiese encontrado en una situación extraña en este lugar, los perros habrían detectado el lugar aproximado en que el cuerpo había sido dejado. Los perros pueden oler la muerte.

—¡Por Dios bendito! ¿Creen ustedes que yo la he matado?

Miré con atención a Connery y noté que él me estaba escrutando tan clínicamente como había hecho antes.

—Así que los perros de Nueva Orleans tampoco han dado ninguna señal, ¿verdad? —prosiguió Alexander—. De modo que ustedes no tienen ninguna prueba de homicidio.

—¡Por Dios! Esto es horrible —susurré.

Me dirigí al sillón y me senté. Levanté los ojos y sin ninguna intención, me quedé mirando a Alex. Él estaba sentado en el sofá limitándose a contemplar lo que sucedía, y su cara era una máscara complaciente que no mostraba sus sentimientos. Con mucho disimulo me hizo un gesto con la mano que indicaba que me lo tomase con calma.

—Si ustedes hablan de esto con la prensa —dije—, lo destruirán todo. Arruinarán todo el esfuerzo que he hecho.

—¿Y eso por qué, Jeremy? —inquirió Connery.

—¡Por Dios!, ¿es que no lo ve? Se supone que los cuadros son una celebración. Su razón de ser es la belleza y el atractivo. Se suponía que eran un tributo a su sexualidad y al amor que nos profesábamos y que me ha salvado. Esta joven ha sido mi musa. Me despertó de todo esto, ¡maldita sea! —Miré en dirección a los juguetes. Le di una patada al tren cuando me puse de pie—. Ella trajo la vida a este lugar, a esta misma sala. No era una muñeca, no era un dibujo animado, era una mujer joven, ¡maldita sea!

—Eso le debe haber dado mucho miedo, Jeremy —dijo Connery con suavidad.

—No, no, señor, nada de eso. Y si quiere decir que yo la he matado, entonces convierte usted todo esto en algo sucio y retorcido, como otros miles de historias aberrantes (como si la gente no pudiese romper las reglas y amarse), pero en este caso no ha habido nada violento ni malo. ¡No hay nada malvado o violento!

Tenía la sensación de que Alexander me estudiaba con la misma intensidad que Connery. Dan lo estaba observando todo, pero al mismo tiempo asentía ligeramente con la cabeza, como si mis palabras fueran las adecuadas. Le quedé muy agradecido por aquel asentimiento, y deseaba poder decírselo, deseaba acordarme de decírselo.

—¡El propósito de la exposición era el de ser el final perfecto y el principio perfecto! —le dije. Pasé a su lado hacia la zona del comedor. Miré las muñecas que estaban encima del piano. Sentí deseos de aplastarlas, de destrozar toda porquería—. ¿Es que no se da cuenta? Iba a ser el final de su ocultación. Y también de la mía. —Me di la vuelta para mirar a Connery—. Íbamos a salir de esto como gente normal, ¿es que no lo ve?

—Teniente —dijo Alexander con voz suave—. Tengo que rogarle que se vaya.

—Yo no la maté, teniente —le dije, andando hacia él—. Usted no puede salir de aquí y decir que lo he hecho. Usted no puede convertir esto en algo horrible, así, de ese modo, ¿me oye? Usted no puede presentarme como un monstruo.

Connery puso la mano en el bolsillo de su gabardina y sacó una copia plegada del catálogo de la exposición.

—Jeremy, mire, usted ha pintado esto, ¿no es cierto? —Me enseñaba el cuadro de equitación, con las botas, el látigo y el sombrero.

—Sí, pero qué tendrá eso que ver con asesinar, por Dios bendito.

Alexander trató de intervenir otra vez. G. G. y Alex seguían contemplando la escena en silencio, aunque G. G. se había alejado más en dirección a la ventana y yo distinguí el miedo en sus ojos. ¡No, G. G., no te creas esto!

—Bien, ¿no diría usted que es bastante retorcido, Jeremy?

—Bueno, podría llegar a parecerlo, ¡y qué! —contesté.

—Y mire este otro, Jeremy, el título de este cuadro es

El artista está afligido por Belinda. Ésa es la expresión elegida por usted, Jeremy, «estar afligido», ¿no es cierto?

Ir a la siguiente página

Report Page