Belinda

Belinda


Primera parte » Capítulo 4

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La última recepción importante de la convención de libreros iba a tener lugar aquella noche en un viejo y pintoresco hotel de la ladera de la montaña en Sausalito. Era una cena con mantel y cubiertos en celebración del lanzamiento de la autobiografía de Alex Clementine, la cual había escrito con orgullo —por sí mismo y sin necesidad de un fantasma—, y donde yo sólo tenía que hacer acto de presencia.

Alex era mi más viejo amigo. Fue protagonista de las películas más exitosas que se habían hecho de las novelas históricas escritas por mi madre: Evelyn y Martes de carnaval carmesí.

A través de los años habíamos compartido mucho juntos, tanto bueno como malo. Y recientemente, con motivo de su nuevo libro, le había puesto en contacto con mi agente literario y con mi editor. Hacía semanas que le había propuesto pasar a recogerle al hotel Stanford Court en lo alto de la ciudad y llevarlo por la bahía a la cena en Sausalito.

Por fortuna se mantenía el clima cálido y diáfano, los neoyorquinos envidiaban la maravillosa vista de San Francisco reflejándose en el agua, y Alex, con su cabello cano, tostado por el sol e impecablemente vestido, nos abrumaba con cuentos góticos californianos sobre asesinatos, suicidios, travestismo y locura en Tinseltown.

Por supuesto, él había visto a Ramón Novarro sólo dos días antes de que fuera asesinado por buscavidas homosexuales, había hablado con Marilyn Monroe unas pocas horas antes de que se suicidase, se encontró con Sal Mineo la noche antes de que le matasen, una belleza anónima le había seducido a bordo del yate de Errol Flynn, había estado en el vestíbulo del London Dorchester cuando sacaron en camilla a Liz Taylor de camino al hospital por la casi fatal neumonía que contrajo, y «casi había asistido» a una fiesta en la casa de la esposa de Roman Polanski, Sharon Tate, la misma noche que el grupo de Charles Manson la asaltó y asesinó a todos sus ocupantes.

Todos le perdonamos estas cosas, pues nos contó innumerables anécdotas de la gente que sí conocía. Su carrera se remontaba a cuarenta años atrás, eso era un hecho, desde su primer papel protagonista con Barbara Stanwyck hasta un papel constante en el nuevo serial nocturno, Champagne Flight, junto a la indómita estrella de cine erótico Bonnie.

Champagne Flight era el frívolo éxito de la temporada. Y todo el mundo quería saber lo que le sucediera a Bonnie.

En los años sesenta ella fue la tejana que conquistó París, la preciosa chica de Dallas de cabello oscuro que había llegado a ser reina de la nueva ola francesa junto a Jean Seberg y Jane Fonda. Seberg había muerto. Fonda estaba de regreso en casa. Pero Bonnie se quedó en Europa, recluida a lo Brigitte Bardot, tras años de participar en malas películas españolas e italianas que nunca se habían estrenado en este país.

Sus películas de pornografía dura, como Garganta profunda, Tras la puerta verde o El diablo y la señorita Jones, habían matado aquellas películas que, con estilo y a menudo profundamente eróticas, protagonizó en los años sesenta, y que la apartaron, como a la Bardot y a otras, del mercado americano.

Todo el mundo en la mesa estuvo de acuerdo en recordar con cariño viejas películas.

Bonnie, la Marilyn Monroe morena, asomándose desde detrás de las grandes gafas de montura de hueso y hablando de existencialismo y angustia en su suave francés con acento americano a los fríos e insensibles amantes europeos que la destruían. Nunca Monica Vitti se mostró más perdida, ni Liv Ullman más triste, ni Anita Ekberg fue más voluptuosa.

Comparamos nuestros recuerdos en torno a los teatros, verdaderas ratoneras para artistas donde habíamos visto las películas, y los cafés en que las habíamos comentado a continuación. Bonnie, Bardot y Deneuve habían obtenido aprobación intelectual. Cuando se desnudaban ante las cámaras eran valientes y saludables. ¿Existía actualmente alguien que pudiera comparárseles? Alguien tenía el Playboy en que Bonnie apareció por vez primera llevando sólo sus gafas de montura de hueso. Otro comentó que Playboy estaba reimprimiendo las fotos. Todo el mundo recordó el famoso anuncio que hizo para Midnight Mink con el abrigo abierto completamente por delante.

Y todos admitimos, no sin cierta vergüenza, haber sintonizado la elegante pero pésima serie Champagne Flight, por lo menos en una ocasión, sólo para darle un vistazo a Bonnie. Ella tenía ahora cuarenta años pero todavía era la Bonnie de primera clase que había sido.

Y aunque las pocas películas que hizo en Hollywood fueron desastrosas, compartía en la actualidad las páginas de la revista People y el National Enquirer junto a Joan Collins de Dinastía y a la estrella de Dallas, Larry Hagman. Su biografía podía encontrarse en ediciones en rústica por todos los quioscos. Se podían encontrar muñecas a la venta, realizadas con su imagen, en todas las tiendas de fruslerías. La serie se hallaba entre las diez de mayor audiencia y sus viejas películas volvían a proyectarse.

Era la Bonnie de Texas, la Bonnie con alma.

Bien, el domingo anterior, por la tarde, Alex la había rodeado con sus brazos; ella era un «amor» de mujer; sí, verdaderamente necesitaba las gafas con montura de hueso, no veía nada a más de medio metro de distancia; sí, desde luego leía todo el tiempo, pero no a Sartre, a Kirkegaard o a Simone de Beauvoir y «todas aquellas viejas ridiculeces». Se trataba de misterio, era adicta a las novelas de misterio. Y no, ya no bebía, la habían liberado de la bebida. Y tampoco tomaba drogas. ¿Quién había dicho tal cosa?

¿Y, por favor, podíamos dejar de hablar mal de Champagne Flight? Era la mejor oportunidad que Alex había tenido durante años, y no le importaba confesárnoslo. Había actuado en siete episodios y le habían prometido trabajar en dos más. Su carrera nunca había tenido una inyección igual de adrenalina.

En los seriales nocturnos estaban volviendo a actuar todos los talentos que valían la pena: John Forsythe, Jane Wyman, Mel Ferrer, Lana Turner. ¿Dónde demonios estaba nuestro buen gusto?

Bien, muy bien. Pero queríamos un verdadero plato fuerte sobre Bonnie. ¿Qué había de cierto en lo del tiroteo del pasado otoño cuando confundió a su nuevo marido, el productor de Champagne Flight Marty Moreschi, con un merodeador y le disparó cinco balas en su habitación de Beverly Hills? Incluso yo me fijé en dicha historia en las noticias. Y ahora, venga, Alex, tiene que haber algo que nos puedas contar, debe de haberlo.

Alex movió la cabeza. Según él podía jurar, Bonnie era tan ciega como un topo. Ella y Marty se comportaban como polluelos enamorados en el rodaje de Champagne Flight. Y Marty era el director, productor y escritor de Champagne Flight. Todo el mundo le quería. Y eso era cuanto Alex podía contarnos.

La versión oficial, refunfuñamos.

No, protestó Alex. Además, el plato fuerte sobre Bonnie era material antiguo, la historia de cómo eligió un padre para su hijo cuando ella todavía cobraba una fortuna en el cine internacional. ¿Acaso no habíamos oído hablar de ello?

En el momento en que Bonnie se decidió a tener un hijo, se fue a buscar el espécimen de macho perfecto. Y el hombre más guapo y atractivo que ella había visto jamás era el peluquero rubio de ojos azules George Gallagher, más conocido como G. G., con dos metros de estatura y un cuerpo que quitaba la respiración hasta en el más mínimo detalle. (Se produjeron inclinaciones de cabeza afirmativas por parte de todos los que habían visto los anuncios de champú de G. G. Y todos los neoyorquinos le conocían. Para tener cita había que hacer la reserva con tres meses de antelación). El único problema era que él fuese homosexual, absoluta, completa e incurablemente homosexual; nunca se había acostado con una mujer. De hecho, la versión más veraz que se conocía sobre su desahogo sexual —si me perdonan la expresión— era que se masturbaba mientras permanecía arrodillado a los pies de un semental de color, vestido en traje de cuero y calzando botas negras.

Bonnie le trasladó a su suite en el hotel Ritz de París, le llenó de vinos de añada y comidas exquisitas, le hacía llevar y traer de su trabajo en los Campos Elíseos en su limusina, y se lamentaba con él durante horas de sus problemas sexuales; todo ello sin el más mínimo avance, hasta que dio con la clave de modo accidental.

La clave era hablar mal. Utilizar palabras verdaderamente obscenas de manera constante. Háblale mal a G. G. y ya no le importa quién seas, ¡puede hacerlo! El hecho de susurrarle al oído, hablándole de maniatarle con esposas, de botas de cuero, látigos negros y miembros negros, hizo que Bonnie consiguiera que él fuese a la cama con ella y lo «hicieran» toda la noche; y consiguió también que «lo hiciera» con ella durante todo el tiempo que estuvo filmando en España su último gran éxito, Muerte al sol. Por cierto que él también la peinaba, la maquillaba y la vestía. Y ella siguió diciéndole palabras soeces, e incluso llegaron a dormir juntos en su camerino. Pero cuando se hubo convencido de haber quedado embarazada, le plantó un billete de regreso a París en la mano, le dio un beso de despedida y le dijo adiós.

Nueve meses más tarde, él recibió una postal desde Dallas, Texas, con una fotocopia del certificado de nacimiento con su nombre impreso como padre natural del bebé. La criatura era preciosa.

—¿Y cómo es ella en la actualidad?

¡Eso ni se pregunta!

La verdad es que era una pequeña muñeca aquella niña, ciertamente era preciosa. Alex la había visto en el festival de cine de Cannes del año pasado en el mismo aperitivo que se ofreció en la terraza del Carlton donde Marty Moreschi, en busca de actores para Champagne Flight, había «redescubierto» la mujer que poco después se convirtió en su esposa, a la sola y única Bonnie.

Y resultó, por lo que se refiere a G. G., que estaba encantado de ser el padre de la pequeña muñequita, y persiguió a Bonnie y a la criatura por toda Europa con el objeto de estar cinco minutos con la niña aquí y allí, poder llevarle un oso de peluche y sacarle un par de fotos para colgar en la pared de su peluquería, hasta que al final Bonnie se hartó y encargó a sus abogados que echaran a G. G. de Europa, de modo que él acabó abriendo la caprichosa peluquería de Nueva York.

Cuéntanos otra, Alex.

Alex se emborrachaba más y más, pero a medida que la noche se iba consumiendo y las historias iban siendo más sabrosas y divertidas, una interesante verdad se hizo palpable: ninguna de las anécdotas jugosas aparecía en la autobiografía de Alex. No había nada escandaloso sobre Bonnie o cualquier otra persona. Causar daño a sus amigos no era propio de Alex.

Estábamos escuchando un número uno en ventas que nadie leería jamás. No era de extrañar que tanto mi querida publicista Jody como la editora de Alex, Diana, estuvieran sentadas frente a sus bebidas sin haber tomado un sorbo y mirando a Alex en un estado catatónico.

—¡Me estás diciendo que nada de esto aparece en el libro! —le susurré a Jody.

—Ni una sola palabra.

—¿Entonces qué hay? —le pregunté.

—¡No me preguntes!

Me tomé tres tazas de café para estar sobrio y fui a la cabina telefónica a llamar a casa, en la esperanza de que Belinda hubiera encontrado las llaves y se hubiera instalado, o para comprobar si había dejado algún mensaje en el contestador automático.

Ni una cosa ni otra. Sólo había una llamada de mi ex mujer, Celia, desde Nueva York, diciéndome en sesenta segundos, o quizá menos, que necesitaba que le prestase quinientos dólares inmediatamente.

Más tarde regresé con Alex, y estuvimos hablando los dos a un tiempo mientras nos daba el viento en la cara sentados en el descapotable de las razones por las que no había incluido aquellas historias reales en su autobiografía.

—¿Pero qué pasa con las que son sabrosas? No harían daño a nadie —insistí de nuevo—. No es necesario que incluyas a Bonnie y a George Peluquero, o como quiera que se llame, pero conoces todo tipo de cosas…

—Demasiado arriesgado —repuso, meneando la cabeza—. Además, a la gente no le gusta la verdad, y tú lo sabes.

—Alex, estás anticuado —le dije—. La gente está tan enganchada a la verdad en estos días como lo estaba a la mentira en los años cincuenta. Y ya no te puedes cargar la carrera de nadie, absolutamente de nadie, con un pequeño escándalo.

—Vaya si puedes —me contestó—. Puede ser que estén más preparados para admitir la porquería que no querían conocer antes. Pero debe tratarse de la suciedad justa en la medida correcta. Se trata de una nueva sarta de espejismos, Jeremy.

—No lo creo, Alex. Pienso que no sólo es cinismo, sino una mala observación. Créeme, las cosas ahora son diferentes. Los años sesenta y setenta cambiaron a todo el mundo, incluso a la gente de las ciudades pequeñas, que nunca ha oído hablar de la revolución sexual. Las ideas de aquellos tiempos elevaron el nivel del arte popular.

—Pero ¿de qué demonios estás hablando, Walker? ¿No has visto nada de televisión últimamente? Champagne Flight, te lo digo, es una porquería. Es un hijastro de la serie de los cincuenta, Peyton Place. Sólo ha cambiado el estilo de los peinados.

Me reí. Hacía una hora escasa que la había estado defendiendo.

—Muy bien, puede ser —comenté—. Pero cualquier programa televisivo de hoy habla de incesto, prostitución y temas tabú, de los que ni siquiera se podía hacer mención veinte años atrás. La gente no está del todo atemorizada por el sexo en estos días. Se sabe que muchas de las grandes estrellas son homosexuales.

—Sí, claro, y se lo han perdonado a Rock Hudson porque murió de cáncer, del mismo modo que le perdonaron a Marilyn Monroe que fuera una reina del sexo porque acabó suicidándose. Sexo, por supuesto, mientras vaya acompañado de muerte y sufrimiento, eso les proporciona el tono moral que todavía han de tener. Mira los dramas documentales y los programas sobre policías. Te lo digo, se trata de sexo y de muerte, igual que siempre ha sido.

—Alex, se sabe que las estrellas beben. La gente sabe que se tienen hijos sin pasar por el matrimonio, como hizo Bonnie. Los tiempos en que echaron a Ingrid Bergman de la ciudad por tener un bebé de un director italiano con quien no se había casado han pasado hace mucho.

—No. Probablemente durante un corto tiempo hubo una verdadera apertura, mientras la generación de las flores fue importante, pero hoy la rueda vuelve a girar a su posición inicial, si es que alguna vez cambió de posición. Sí, claro, tenemos a un joven homosexual en Champagne Flight porque en Dinastía habían incorporado a uno antes, pero adivina quién hace el papel, un actor hecho y derecho, y aun así se trata de poca cosa, además se puede oler la enorme cantidad de desinfectante que utilizaron desde un kilómetro de lejos. Te digo que sólo la porquería justa en la medida adecuada. Hay que tener tanto cuidado en las proporciones ahora como en el pasado.

—No, podías haber llenado tu libro con la verdad y la gente todavía te querría, tanto a ti como a todos aquellos sobre los que has escrito. Además es tu vida, Alex, eso es lo que tú has visto, se trata de tu recuerdo.

—No, no es así, Jeremy —repuso—. Es otra cosa que se llama escritor-estrella de cine.

—Eso es demasiado frío, Alex.

—No. Es un hecho. Y les he proporcionado lo que querían como siempre. Léelo. Es una representación extraordinariamente buena.

—¡Mierda! —exclamé. Me estaba enfadando. Nos hallábamos en la ciudad, tras haber cruzado el puente por la vía rápida y dejado atrás el fantasmagórico Palace of Fine Arts, y yo ya no tenía que hablar tan alto—. Y suponiendo que tuvieras razón, sabes bien que las historias son buenas, son entretenidas, Alex. La verdad siempre tiene fuerza. El mejor arte se basa siempre en la verdad. Así debe ser.

—Oye, Jeremy, tú haces esos libros para jovencitas. Ellas son dulces, saludables, preciosas…

—Me estás poniendo enfermo. Esos libros son exactamente lo que yo quiero hacer, Alex. Ellos son la verdad para mí. Algunas veces desearía que no fuera así. No es como si hubiera algo mejor que yo escondo y paso por alto.

—¿No hay nada escondido? Jeremy, te conozco desde hace años. Podrías pintar cualquier cosa que te propusieses ¿y qué es lo que haces? Jovencitas en casas encantadas. La verdad es que las pintas porque eso vende…

—No es cierto, Clementine, y tú lo sabes.

—Las pintas porque tienes un público y deseas que te quiera. No me hables de la verdad, Jeremy. La verdad no tiene nada que ver con esto.

—No es así. Te estoy diciendo que la gente nos quiere más por la verdad —le solté, y casi me salía humo de la cabeza—. Eso es lo que trato de explicarte. Hoy día, las estrellas lavan la porquería de sus asuntos amorosos escribiendo libros, y el público los devora porque son auténticos.

—No, hijo, no —contestó—. Limpian la suciedad de algunos asuntos, y sabes muy bien de lo que te estoy hablando.

Se produjo un silencio de muerte. A continuación, mientras ponía la mano sobre mi hombro, volvió a reír. Me di cuenta de que debíamos intentar animarnos.

—Venga, Walker…

Pero yo no podía quedarme así. Me atormentaba demasiado que hubiera estado arengando en la fiesta y que ninguna de aquellas historias estuviera en el libro. Y yo, ¿qué le había dicho a aquel reportero dos noches atrás en la cena de promoción? ¿Que había escrito Buscando a Bettina porque mis lectoras lo deseaban? ¿Había querido decir aquello? Aquel patinazo iba a volver una y otra vez a mi cabeza, y quizá también me lo merecía.

Se trataba de un punto crucial, algo que era demasiado crítico para mi vida. Sin embargo, yo había bebido probablemente en exceso y estaba muy cansado para darme verdadera cuenta.

—No sé lo que me pasa esta noche. No lo sé —le dije—. Pero te digo que si pusieras todo lo que sabes en ese libro les gustaría todavía más, incluso harían una película con él.

—Harán una película con él, tal como está ahora, Jer —repuso, con una risa todavía más estentórea—. Hay dos empresas que nos han hecho ofertas.

—Vale, vale —contesté—. El dinero está detrás siempre, y todo eso. ¡Como si yo no lo supiera! ¡Me voy a dedicar a hacer algunas pinturas que den dinero!

—Tú también venderás a tu pequeña Angelica, o como se llame, para hacer una película, ¿no es cierto? Escúchame bien, hijo, están diciendo que eres un genio por tu libro En busca de Bettina. Lo he visto en un escaparate en el centro. En el mismo centro. No en una tiendecita para críos. Genio, Jeremy. Tengo que admitirlo. Lo he leído en la revista Time.

—Que le den por el saco. Hay algo que está mal, Alex. Hay algo equivocado en mí y es por eso que discuto contigo. Algo que está muy mal.

—Ah, venga, Jeremy, tú y yo, los dos estamos bien —dijo espaciando las palabras—. Siempre hemos estado bien. Lo has hecho todo por esas jóvenes, y cuando escribas tu vida, les contarás mentiras, y tú lo sabes.

—No es culpa mía que esos libros sean saludables y dulces. Es la carta que he elegido, por Dios bendito. Cuando eres un artista no escoges tus obsesiones, ¡maldita sea!

—¡Bueno, bueno, bueno! —dijo él—. Espera un minuto chico listo. Deja que te explique por qué no puedo contar las verdaderas historias. ¿Quieres que le diga a todo el mundo que cuando tu madre se estaba muriendo fuiste tú quien escribió sus dos últimas novelas?

No le contesté. Me sentí como si alguien me hubiera aporreado la cabeza.

Nos paramos en el semáforo del solitario cruce de Van Ness con California. Sabía que estaba mirando furioso la calle que tenía frente a mí, totalmente colérico, pero no podía mirarle a él.

—No tenías ni idea de que yo lo supiera, ¿verdad? —preguntó—. Que tú fuiste el que escribió todas las páginas de Avenida San Carlos y Martes de carnaval carmesí.

Puse la primera y giré, cometiendo una infracción, hacia la izquierda por California. Alex era quizá mi más próximo amigo en el mundo, y no, no sabía que compartiese aquel viejo secreto.

—¿Te han dicho eso los editores? —inquirí. Habían editado también la obra de mi madre, veinticinco años atrás. Pero todo el equipo editorial de entonces se había marchado ya.

—Nunca me has contado nada de ellos —prosiguió Alex, haciendo caso omiso de mi pregunta—. Nunca. Pero tú escribiste esos dos últimos libros porque ella estaba muy enferma y tenía demasiados dolores para hacerlo. Y la crítica dijo que eran sus dos mejores obras. Y tú nunca se lo has dicho a nadie.

—Eran sus personajes y sus ambientes —repuse.

—No lo creas —dijo él.

—Le leía los capítulos cada día. Ella lo supervisaba todo.

—Ah, claro. Y ella estaba preocupada por dejarte con todas las facturas del médico.

—Hacía que olvidara sus dolores —comenté—. Era lo que ella quería.

—¿Y tú lo querías? ¿Escribir dos libros con el nombre de ella?

—Estás haciendo una montaña de algo que ahora no tiene ninguna importancia, Alex. Hace veinticinco años que ella murió. Además, yo la quería mucho. Lo hice por ella.

—Y esos libros están todavía a la venta en todas las librerías de este país —me dijo—. Y Martes de carnaval carmesí es representada en televisión, de madrugada, en alguna parte del país, por lo menos una vez cada semana.

—Vamos, Alex. Qué tiene eso que ver con…

—No, ése es el punto exacto, Jeremy, y tú lo sabes. Tú nunca lo dirás por respeto a ella. Aquella biografía sobre ella, ¿cómo se llamaba?, la leí años atrás y no había una sola referencia al tema.

—Escoria populachera.

—Desde luego. Y te voy a decir la verdadera tragedia que encierra, Jeremy. Es sin duda la mejor historia que nadie pueda contar sobre tu madre. Y probablemente es la única historia sobre su vida que vale la pena contar.

—Bueno, y de eso es de lo que estoy hablando, ¿no es cierto? —dije. Me di la vuelta y le miré con indignación—. Eso es lo que estoy tratando de decirte, Alex.

La verdad está donde está, por Dios bendito.

—Eres un pelmazo, ¿lo sabes? Mira por dónde vas.

—Sí, pero ése es el punto que quiero resaltar —insistí. Y le grité—: ¡La verdad es comercial!

Estábamos ya entrando en el pasaje del Stanford Court y yo me sentía aliviado de que el trayecto llegara a su fin. Estaba deprimido y atemorizado. Hubiera deseado estar ya en casa. O bien ir en busca de Belinda. O también beber peligrosamente con Alex en el bar.

Paré el coche. Alex seguía sentado. A continuación presionó el encendedor y sacó un cigarrillo.

—Te quiero mucho, ya lo sabes —me dijo.

—Vete al infierno. Además, ¿a quién le preocupa esa historia? Cuéntala.

Pero sentí igual que si me aguijonearan por dentro cuando lo dije. El secreto de mamá. El maldito secreto de mamá.

—Esas criaturas te mantienen joven, inocente.

—Bah, cuántos disparates —dije yo. Y me reí, pero me sentía fatal. Pensé en Belinda, en poner la mano bajo el camisón de Charlotte y percibir la calidez del pequeño y suculento muslo de Belinda. El cuadro de Belinda desnuda. ¿Era ésa la verdad? ¿Eso era comercial? Me sentí como un orate. Estaba exhausto.

Tengo que irme a casa a esperar que llame o que venga, luego quitarle la ropa. Acostarla sobre el camisón de franela arrugado en la cama del dosel, sacarle las ajustadas medias y penetrarla suave, suavemente…, como si de un guante nuevo se tratase …

—Fue tu madre, ¿sabes?, la que me contó que tú escribiste los libros —comentó Alex, mientras su voz se elevaba con facilidad hasta el tono que tenía durante la cena. Luces, cámaras, acción. Me di cuenta de cómo se arrellanaba en el asiento—. Y nunca me dijo que tenía que mantenerlo en secreto.

—Sabía quién era un caballero en el momento en que lo veía —repuse conteniendo la respiración mientras le miraba.

Sonrió y soltó el humo. Se le veía extremadamente atractivo incluso ahora que se acercaba a los setenta años. Su cabello blanco era muy espeso y lo llevaba al estilo de Cary Grant. Y el poco peso que había ganado a lo largo de los años lo llevaba con autoridad, como si los demás fuésemos ligeramente delgados. Tenía los dientes perfectos, un bronceado perfecto.

—Fue después del estreno de Martes de carnaval carmesí —me reveló, entrecerrando los ojos y poniendo la mano en mi hombro—. Recordarás que intentamos llevarla en avión a California y que no pudo venir, era imposible para ella en aquellos momentos, pero tú viniste, y yo después volé a Nueva Orleans para visitarla.

—Nunca lo he olvidado.

—Jeremy, no sabes lo difícil que me resultó aquel viaje al sur.

—Tienes mi agradecimiento.

—Mi coche se acercó a aquella casa gigantesca, pintada de color rosa, en la avenida Saint Charles, con todas los cerrojos de color verde oliva pasados y la verja de estacas que impedía que las adelfas cayesen sobre la acera. Teníamos que empujar los dos para que la puerta de entrada se abriera.

—No hay nada como el hogar —comenté.

—Y luego me adentré por aquel frío pasillo con la siniestra cabeza de pirata hecha en bronce sobre la columna, y el gran cuadro oscuro pintado al óleo de…, ¿quién era, Robert E. Lee?

—Lafayette —le aclaré.

—Aquellos techos debían de tener más de cuatro metros de altura, Jeremy, y las tablas de madera de ciprés viejo que cubrían el suelo eran enormes. Subí y subí por aquellas escaleras de estilo Scarlet O’Hara. Recuerdo que las fijaciones para lámparas de gas estaban todavía en la pared.

—No funcionaban.

—Y sólo colgaba un minúsculo candelabro en el corredor de lo alto de las escaleras.

—Cambiar las bombillas era complicadísimo.

—Y allí estaba ella, nuestra Cynthia Walker, en aquella caverna con una habitación que daba a la calle. Y el papel de la pared, Jeremy, ¡aquel papel de hojas doradas!

»Un diseñador de decorados hubiera dado cualquier cosa por obtener un papel así. Con todo, era como estar en una casa sobre un árbol cuando mirabas a través de las tablillas de las persianas. Se veían únicamente las ramas del roble llenas de hojas verdes. Cuando te asomabas a la fachada, apenas podías ver el tráfico moviéndose por la calle, sólo se veían pequeñas manchas de color y el tranvía de madera oscilando al pasar. Hacía un gruñido como el del mar en una concha.

—Tienes que escribir otro libro, Alex, una historia de fantasmas.

—Y en la cama vieja y pasada de moda estaba ella, con tanques de oxígeno a su lado, tanques de oxígeno justo en medio de todo aquel papel de oro y los muebles caoba. Una cómoda de patas altas, ¿no es cierto?, con las patas curvadas de estilo reina Ana y uno de esos viejos armarios franceses de puertas con espejo.

—Repleto de bolas de naftalina.

—Puedes imaginarte lo que me pareció a mí aquella habitación. Y las pastas de los libros, las fotografías y los recordatorios por todas partes, y el tintineo de las campanillas deprimentes de latón…

—En realidad eran de cristal…

—… y aquella mujer menuda, aquel mito de mujer, estaba sentada apoyándose en los cojines bordados.

—Seda.

—Ya, seda. Llevaba puesto un salto de cama de seda color lavanda, Jeremy, una cosa preciosa, y también unos camafeos. Los llevaba colgados del cuello, en los dedos y en las pulseras. Nunca olvidaré aquellos camafeos. Me dijo que se los habían traído de Italia.

—De Nápoles.

—Y una peluca, una peluca de color gris; pensé que debía tener mucha clase para encargar que le hicieran una peluca como aquélla, de color gris natural y con una trenza larga de cabello, nada que se viera muy moderno o falso en ella. Y estaba tan consumida…, quiero decir que no quedaba nada de ella.

—Treinta y siete kilos.

—Aun así era muy vivaz, Jeremy, muy aguda, y sabes muy bien que todavía era bonita.

—Sí, todavía era hermosa.

—Me pidió que me sentara con ella a beber una copa de champán. Tenía el cubo de plata con cubitos de hielo allí mismo. Y me estuvo explicando que en martes de carnaval el rey de la procesión Rex se paraba en todas las casas de la avenida Saint Charles, donde había vivido un rey anterior, y el que lo había sido ascendía por una escalerilla de madera hasta el trono del nuevo rey en la carroza, y ambos brindaban con una copa de champán mientras el resto del desfile esperaba.

—Ah, sí, hacían eso.

—Bueno, ella dijo que el hecho de que yo hubiera ido a visitarla a Nueva Orleans era como si fuera el rey de la procesión Rex a beber champán con ella. Por supuesto yo le dije cuán gran escritora era, qué gran privilegio había sido para mí el representar el papel de Christopher Prescott en Martes de carnaval carmesí y cómo había ido la presentación. Se rió y me dijo en ese mismo momento que la habías escrito al completo tú. ¡Ni siquiera sabía quién era el tal Christopher Prescott! ¡Cómo se rió! Me dijo que confiaba en que el tal señor fuera un caballero, y que deseaba que brindase con champán con el rey de Rex en el transcurso de la obra. Me explicó que tú habías escrito los dos últimos libros en su nombre y que ibas a hacer más, muchos más. Cynthia Walker estaba en tus manos, viva y bien. Cynthia Walker no iba a morir nunca. Incluso te dejaba su nombre en el testamento. Tú harías libros de Cynthia Walker toda la vida, diciendo que habías encontrado los manuscritos en sus archivos y en las cajas fuertes de los bancos, después de su muerte.

—Bueno, y no los hice —dije yo.

Suspiró y aplastó el cigarrillo. Se produjo un profundo silencio.

No había más sonido que el del tranvía de Saint Charles en mis oídos. Se hallaba a dos mil seiscientos kilómetros pero lo oía perfectamente. Incluso el olor de aquella habitación.

—Recibí la llamada en Nueva York cuando ella murió —proseguía—. Debió de ser dos meses después de mi visita. Brindamos a su salud en el Stork Club. Ella era auténtica y genuina.

—Sin duda alguna. Ahora sal de mi coche, vagabundo borrachín —le dije—. Y la próxima vez que escribas un libro, acuérdate de llenarlo con la historia que contiene.

—Me gustaría verte a ti haciendo eso mismo —repuso.

Pensé durante unos instantes.

—¿Y qué pasaría si lo hiciera? —pregunté—. Alguien se me acercaría con intención de hacer una película para la televisión utilizando esa misma historia. Y las ventas de todos sus libros ascenderían…

—Pero tú no lo contarías.

—Y también subirían las ventas de mis libros, y todo porque la gente obtendría una pequeña verdad. La verdad crea arte y la gente lo sabe. Y ahora ve adentro, borrachín, algunos tenemos que trabajar para vivir.

Me miró durante un largo instante y me dedicó una de sus fáciles y amplias sonrisas de película. Estaba bien conservado como si alguien le hubiera repasado con un cristal de aumento y le hubiera quitado todas las imperfecciones, todas las arrugas y cabellos no deseados.

Me preguntaba si estaría pensando en la otra parte de la historia, o incluso si la recordaría.

Aquella tarde en que se había acercado a la parte posterior, donde yo tenía el estudio de pintura, y le invité a pasar, cerró la puerta y como por casualidad le dio la vuelta al pestillo. Cuando se sentó en el catre me hizo gestos para que me sentara junto a él. Estuvimos haciendo el amor —creo que así es como se diría— durante quince minutos, más o menos, antes de que él se fuera en la gran limusina.

Se había comportado como el hombre que toma decisiones en todo su esplendor, tenía una estructura grácil y el cabello rizado de un negro lustroso. Recuerdo que llevaba un traje blanco de lino y un clavel rojo en el ojal, también llevaba una gabardina blanca sobre los hombros que recordaba vagamente las capas que siempre se ponía para los papeles de época en la pantalla. Tenía un encanto natural. Cualidad que no había perdido en absoluto.

—Cuando vengas al oeste te quedarás en mi casa —me había dicho. Escribió su número de teléfono particular en una caja de cerillas y me la dio.

Tres meses después, cuando decidí dejar la casa, marqué aquel número.

Durante una semana como máximo tuvimos una breve aventura en aquella espléndida y nítida casa de Beverly Hills, hasta que un día me dijo: «No tienes que hacer esto por mí, chico. Me gustas mucho tal como eres». Al principio no le creí, pero lo había dicho honestamente.

El sexo era algo que podía conseguir en cualquier parte, y no le importaba si era con el pequeño y encantador jardinero japonés o con el nuevo camarero de Chasen’s. Lo que en realidad ansiaba tener en casa era un chico de buen ver, que fuera honesto y que pudiera encajar como si de un hijo se tratase.

Lo comprendí un poco mejor cuando su esposa, Faye, volvió de Europa y me quedé con ellos varias semanas; les quería mucho a ambos y creo que entonces pasé los mejores días de mi vida.

Asistíamos a fiestas, íbamos al cine, jugábamos a cartas hasta altas horas de la madrugada, bebíamos, hablábamos, salíamos a dar paseos por la tarde, hacíamos excursiones para ir de compras, y todas aquellas cosas las hacíamos con facilidad y comodidad; la cuestión del sexo se olvidó por completo, como si en realidad yo lo hubiera imaginado. Cuando hube pintado el retrato de Faye, que todavía sigue colgado en la chimenea del salón, me marché.

Ella había sido una de esas estrellas bastante cómicas, de las que nadie se acuerda ahora, y su carrera y su vida fueron absorbidas por Alex, y a pesar de la cantidad de «hijos» o amantes que él llegase a tener a través de los años, ella fue la única y verdadera primera dama. Cuando ella murió él sufrió un verdadero infierno.

Aunque alguna vez tuve la fuerte tentación de hacerlo, siendo aún muy joven, después de aquello nunca he vuelto a irme a la cama con un hombre. Y si bien Alex había perdido interés en muchos de sus «hijos», nosotros nos convertimos en grandes amigos.

Desde aquellos tiempos habíamos compartido algunos momentos muy difíciles y seguramente soportaríamos otros en el transcurso de los años.

—No te preocupes, chico —me estaba diciendo ahora—. Nunca contaré aquella historia de Nueva Orleans o ninguna otra. Decir la verdad no es lo que me interesa. Nunca lo ha sido.

—Ya, muy bien —le dije con amargura—, quizá tengas tú razón.

Se rió con cierta incomodidad.

—Esta noche estás de mal humor. Estás un poco ido. ¿Por qué no te alejas de la niebla durante un tiempo y te vienes al sur conmigo?

—No en este momento —repuse.

—Vete a casa a pintar jovencitas, entonces.

—Has dado en el clavo.

Encendí uno de aquellos horribles Gauloises porque eran los únicos que me quedaban, y me puse a conducir en dirección al Haight, bajando por Nob Hill, para buscar a Belinda.

Pero no podía liberarme de la historia con Alex. Él tenía razón en decir que a mí no me era posible contar aquel episodio. Ninguna de mis esposas lo conocía, ni mis amigos más íntimos tampoco. Y yo habría odiado a Alex si lo hubiera puesto en uno de sus libros. Me preguntaba qué pensaría él si supiese que desde el día en que abandoné la casa de mamá para coger el avión hacia California no había puesto el pie en ella. Por lo que yo sabía, la casa seguía exactamente igual a como él la había descrito.

Durante algunos años alquilé el piso de abajo, por medio de una agencia local, para recepciones de bodas y otras reuniones. Si tenías una mansión en la avenida Saint Charles podías permitírtelo. Pero cuando insistieron en que había que redecorarla, dejé de hacerlo.

En el momento presente tenía una ama de llaves irlandesa y mayor que cuidaba de la casa, se llamaba miss Annie y yo sólo la conocía por la voz al teléfono. La mansión ya no aparecía en las guías turísticas, y los autobuses de turistas no hacían una parada frente a ella. Aunque me contaron que alguna dama mayor llamaba a la puerta de vez en cuando preguntando si podía ver donde había escrito sus libros Cynthia Walker. Miss Annie siempre las dejaba entrar.

Finalmente estos pensamientos oscuros fueron desvaneciéndose a medida que cruzaba el Haight nocturno. Pero otros pensamientos, igual de oscuros, empezaron a acudir a mi mente.

¿Por qué habría yo dejado a Alex y a Faye tan pronto para ir a San Francisco? Una y otra vez me habían pedido que me instalara en el sur, cerca de ellos.

Pero yo tenía que crecer y hacerme independiente, por supuesto. Sentía mucho miedo del amor que profesaba tanto a Alex como a Faye, y de la comodidad absoluta que sentía estando en su casa. ¿Y cómo llegué a ser independiente? ¿Acaso fue pintando chicas jovencitas en borrosa imitación de las mujeres victorianas de San Francisco que me recordaban la vieja casa de mi madre en Nueva Orleans?

Fue en el Haight, en una casa victoriana de la calle Clayton, donde la editora de mi madre intentó persuadirme, sin éxito, de que escribiera más libros de Cynthia Walker; donde descubrió mis pinturas y me hizo firmar un acuerdo para publicar mi primer libro para niños.

El último cuadro que realicé de una mujer adulta fue el de Faye, que se quedó en la pared de Alex.

Olvídalo. Quítatelo todo de la cabeza como siempre has conseguido hacer. Piensa en el regocijo que tienes cuando pintas a Belinda. Sólo en eso.

Belinda.

Crucé todo el Haight lentamente desde Masonic a Stanyon y la busqué en ambos lados de la calle, bloqueando en ocasiones el poco tráfico existente hasta que alguien tocaba la bocina.

Esa noche el vecindario parecía inusualmente abandonado y claustrofóbico. Las calles eran demasiado estrechas, las casas tenían las redondas ventanas frente a la bahía raídas y descoloridas. Había basura en las cunetas. No era romántico. Sólo estaban los perdidos, los descalzos, los locos.

Volví a tomar la calle Masonic. Y de nuevo por Stanyon, y a través del parque observé todas las figuras femeninas que pasaban.

Para entonces estaba completamente sobrio. Debí de hacer el mismo circuito seis veces antes de que una criatura llegara hasta mí como una exhalación, se apoyara en el coche y me besara mientras yo aguardaba en el semáforo de Masonic.

—¡Belinda!

Allí estaba ella bajo un revoltijo de maquillaje.

—¿Qué estás haciendo aquí abajo? —preguntó. Llevaba los labios rojos, cercos negros alrededor de los ojos y máscara color oro. Su cabello estaba lleno de tiznes color magenta. Absolutamente horrible. Pero yo lo adoraba.

—Te estaba buscando —contesté—. Métete en el coche.

La miré mientras daba la vuelta al coche por delante. El abrigo era de feísima piel de leopardo y los tacones de cristal en imitación de diamante. Lo único que me resultaba familiar era el bolso. Podía haberme cruzado con ella mil veces y nunca la hubiera visto.

Se deslizó hacia el asiento de piel a mi lado y echó sus brazos alrededor de mi cuello de nuevo. Cambié de marcha, pero en realidad no podía ver nada.

—Éste es el mejor coche —me dijo—. Apuesto a que es tan viejo como tú.

—No exactamente —murmuré.

Se trataba de un MG-TD del 54, el deportivo con la rueda de recambio en el maletero, una pieza de coleccionista igual que los malditos juguetes, y me alegré mucho de que a ella le gustase.

De hecho, no podía creer que la tenía de nuevo conmigo.

Di una vuelta brusca hacia Masonic y subí la loma en dirección a la calle Diecisiete.

—Y bien, ¿adónde nos dirigimos? —preguntó—. ¿A tu casa?

El perfume tenía que ser Tabú, Ambush o algo parecido. Un olor tan propio de una mujer adulta como lo eran los enormes pendientes de imitación de diamante y el vestido de cuentas negro. En cambio, estaba masticando un trozo de chicle que olía deliciosamente a menta.

—Sí, a mi casa —repuse—. Tengo que enseñarte algunas telas que he pintado. ¿Por qué no pasamos por tu habitación y recogemos tus cosas para que puedas quedarte algún tiempo? Es decir, si no te enfadas con lo que he pintado.

—Sobre pasar por mi habitación tengo malas noticias —contestó. De pronto, hizo un chasquido con el chicle, y a continuación lo hizo dos veces más. Yo di un respingo—. El hombre que vive en la habitación trasera y su novia se estaban peleando. Si no paran, seguro que alguien llamará a la policía. Mejor nos largamos, ¿vale? Llevo mi cepillo de dientes. Por si no lo sabes he estado en tu casa hace un par de horas. El taxi me ha costado cinco dólares. ¿Has encontrado la nota que te he dejado?

—No. ¿Cuándo me vas a dar una dirección y un número de teléfono?

—Nunca —repuso—. Pero estoy aquí ahora, ¿no? —Hizo el chasquido de nuevo tres veces seguidas—. Acabo de aprender a hacerlo. Todavía no sé cómo hacer un globo con el chicle.

—Es encantador —dije yo—. ¿De quién lo has aprendido, de un camarero? No, no me lo digas, te lo ha enseñado el mismo del truco de las cerillas.

Se rió del modo más dulce. Después me dio un beso en la mejilla y otro en la boca. En realidad, me tenía atrapado con suavidad y firmeza al mismo tiempo, con las pestañas como un alambre, con su boca jugosa, sus mechones de cabello y sus mejillas como melocotones.

—Basta o vamos a salirnos de la carretera —dije, mientras nos dirigíamos por la calle Diecisiete en dirección al Market, donde una manzana más allá está mi casa—. Y además, es muy posible que te irrites mucho conmigo cuando veas las pinturas que he hecho de ti.

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