Belinda

Belinda


Primera parte » Capítulo 10

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Cuando me desperté ella ya estaba preparada para ir a montar.

Con la chaquetilla roja y los pantalones de amazona estaba adorable. Me explicó que había encontrado un establo en Marin donde le alquilarían un caballo de salto.

Perfecto, coge el coche. Vuelve para cenar.

La estuve mirando mientras se iba en el coche. Estaba muy elegante acurrucada en el asiento de piel negra del MG-TD verde oscuro. Cuando puso la tercera, las marchas ya reclamaban piedad. Criaturas, pensé.

La cocina estaba inundada con el humo de sus cigarrillos. El embrague se iba a caer en pedazos al cabo de una semana. Y yo tenía cinco pinturas arriba. Me sentía estupendamente bien.

Cogí la furgoneta para ir al centro y me llevé uno de sus zapatos.

Tenía un plan en la cabeza que estaba relacionado con la tela blanca y los botones perlados. Pero no estaba seguro de poder llevarlo a cabo. No tenía claro dónde podía encontrar todo lo que necesitaba.

En cuanto hube dado un par de vueltas al departamento de novias de uno de los grandes almacenes del centro, vi parte de lo que necesitaba. Tenían a la venta no sólo velos de novia de un blanco pristiño, sino también delicadas coronas de flores blancas. Demasiado perfecto. Estuve mirando todo aquello en uno de los rincones apartados de los grandes almacenes, que están suavemente iluminados, y a los que no llega el ruido porque las moquetas lo absorben. El ambiente de iglesia me envolvió de nuevo con un poder agridulce. Cosas que había perdido, que se habían ido para siempre.

Compré un velo y una corona de inmediato, pero los vestidos no se adecuaban a mis propósitos. Y los que había en el departamento para jovencitas no podían sentarle bien.

En el departamento de lencería encontré de modo inesperado lo que quería: preciosos saltos de cama europeos de lino blanco, con acabados de encaje blanco y cintas. Había una extensa variedad de estilos y largos. Y todos respondían al mismo efecto general: muy sofisticado, puro y pasado de moda.

Elegí un camisón corto que no estaba entallado ni llevaba frunces. Tenía un canesú exquisitamente bordado y, sí, llevaba botones perlados, justo lo que yo quería. Y las mangas, las mangas se ajustaban demasiado a lo que había soñado para ser de verdad. Eran cortas y abombadas, y terminaban en frunces hechos con cinta de satén. También tenían cintas en la sisa. Era lo que yo quería. Un vestidito.

Para asegurarme, compré las dos tallas pequeñas. También adquirí un montón de batines. Prendas que nunca estarían de más en mi casa.

Para los zapatos tuve que ir al departamento de jovencitas. Descubrí que en apariencia hay pocas chicas jovencitas con pies muy largos. Número treinta y ocho. Conseguí lo que deseaba. Un sencillo zapato de piel blanca con una banda en el empeine. Me pareció demasiado ancha, pero pensé que ella no tenía que utilizarlos para andar.

Conseguir medias blancas no fue problema. Compré unas que eran de encaje pero no me pareció que fueran muy adecuadas. Las que yo recordaba eran blancas y lisas.

Llamé a la florista de la calle Dieciocho que estaba a la vuelta de la esquina de mi casa y le pedí las flores. Me proponía pasar a recogerlas yo mismo con la furgoneta. Sólo quería que las tuvieran preparadas. Deseaba lirios, gladiolos y rosas, todas blancas. Claveles, perfecto, también, pero sobre todo flores de iglesia.

Tomé una comida ligera en el restaurante del piso de arriba de Saks, compré las velas de cera que necesitaba y, cuando estaba a punto de coger un taxi, pensé que quizá debía llamar a Dan. No tenía muchas ganas de hacerlo, pero pensé que debía.

Por suerte Dan estaba en los juzgados. No regresaría hasta el día siguiente. Pero su secretaria me dijo que él había estado muy interesado en encontrarme y que mi contestador automático no estaba conectado. ¿Me había yo dado cuenta de ello?

Le dije que lo sentía, que no me había dado cuenta. ¿Sabía ella lo que Dan tenía que decirme?

—¿Algo relacionado con su advertencia?

¿Qué significaba? Estuve a punto de decirle a la secretaria que le transmitiese a él que lo dejara todo. Pero no lo hice. Colgué. Tuve una corazonada y traté de encontrar a Alex Clementine.

Había dejado ya el hotel Stanford Court y continuaba su ronda de presentaciones del libro hacia San Diego.

Llamé a Jody, la publicista, a Nueva York. Me informó de que Alex tenía una agenda muy apretada. Pero que ella le diría que yo quería hablar con él.

—No es importante, no le molestes.

—Ya sabrás que esta semana su libro está en el número ocho de la lista de ventas. Ni siquiera se queda en los almacenes… —me dijo.

—Maravilloso.

—Está siendo solicitado por todos los programas de coloquios del país. Te digo que todo tiene que ver con esa horrible Champagne Flight, quiero decir que esas telenovelas nocturnas han enganchado a todo el mundo. Incluso muñecas de esa actriz, Bonnie, están vendiendo aquí, ¿puedes creerlo? Las de plástico las venden a veinticinco dólares y las de porcelana a ciento veinticinco.

—Hazle un contrato a Bonnie para un libro —le dije—. Y asegúrate de que lo llenas de fotografías de sus viejas películas.

—Claro, claro. Por qué no quedáis con ella Alex y tú, os tomáis unas copas y le decís que escriba un libro con la historia de su vida.

—Eso está fuera de mi alcance. Haz que sea Alex quien realice esa entrega.

En busca de Bettina sigue vendiendo una cifra constante de cinco mil copias a la semana —me dijo.

—Lo sé, lo sé.

—Así que, ¿por qué no te sueltas un poco y recorres algunas librerías más? ¿Recuerdas que me prometiste pensarlo?

—Sí… Oye, dale recuerdos a Alex en caso de que yo no le localice.

—Me están llegando peticiones de que vayas a Berkeley y Marin. Sólo a una hora de distancia, Jeremy.

—No puede ser ahora, Jody.

—Te enviaremos una gran limusina alargada y un par de nuestras más dulces duendecillas para que se encarguen de todo.

—Es posible que pronto.

—La señora del Chronicle está furiosa porque cancelaste la entrevista con ella.

—¿Qué señora? Ah, sí. Ya. No puedo hablar con nadie en este momento.

—Muy bien, tú eres el jefe.

Cuando regresé a casa, ella todavía no había vuelto. La casa estaba silenciosa y calentita por el sol de la tarde, tal vez todo lo calentita que podía estar, al margen del tiempo que hiciese.

Olía de forma diferente y no me refiero sólo al olor de cigarrillos. Su perfume y su jabón. Olía a lencería, a miel, era un olor diferente.

Todos los muñecos de la sala de estar reposaban bajo un velo de polvo y de sol, y había ciertos cambios también en ellos. En algún momento, ella ordenó las muñecas, las puso en el carrito de mimbre y las esparció por el sofá. Abrió las puertas de cristal de la casa de muñecas de tres plantas y ordenó todo el mobiliario del interior. Limpió el cristal. Sacó el polvo de todas las piezas, de las pequeñas mesas y sillas de madera, de los pequeños parches de alfombras orientales tejidas a mano. Incluso había puesto a la gente del interior de la casita de muñecas china en posiciones distintas. Ahora el hombrecito estaba de pie junto al reloj de péndulo y su esposa encorsetada estaba sentada con mucho decoro en la mesa del comedor. En la buhardilla, la muñeca jugaba con el pequeño trenecito que podía correr de verdad por la vía si apretabas el botón que se hallaba en la pared.

En el pasado, aquel interior sugería más una escena de la Segunda Guerra Mundial.

Deseaba haber podido fotografiarla con la cámara cuando lo hizo. Cazarla cuando estaba de lleno en ello, con su cabello mezclándose con el sol de la tarde, como el que había ahora, y con sus pies calzados sólo con calcetines, y tal vez con aquella faldita plisada puesta.

Bueno, ahora tendría tiempo para todo.

Colgué mi abrigo y a continuación metí todas las cosas que había dejado en el porche, las flores, los paquetes; me lo llevé todo arriba y empecé a ordenarlo.

Puse una vieja colcha blanca de felpilla en la cama de las cuatro columnas. Las adorné con las guirnaldas de flores blancas. Puse velas a los candelabros de plata que traje de la sala de estar y los puse sobre las mesillas de noche. Las guirnaldas ocultaban casi por completo las mesillas. Con las cortinas tiradas y las velas encendidas, el efecto del conjunto era como me lo había imaginado: la iglesia durante la misa. Incluso se percibía el delicioso aroma floral, el cual, sin embargo, nunca sería tan dulzón y tan poderoso como el que reinaba en Nueva Orleans. Aquello nunca podría ser reproducido con exactitud.

Puse la cámara sobre el trípode a los pies de la cama, sobre la que deposité lo que acababa de comprar junto con el misal y el rosario de perlas. Me puse de pie para inspeccionarlo todo. Tuve una segunda ocurrencia y bajé a buscar una botella de buen vino de borgoña que estaba en el armario, la abrí y la subí junto con dos vasos. Lo puse a un lado, sobre una de las mesillas de noche ahora ocultas.

Sí, era lujuriante y magnífico. Pero me sentí impresionado al momento por la locura que representaba.

Las otras fotografías que le había hecho habían surgido de manera espontánea. Los decorados ya estaban allí. Y el cuadro del caballo había sido idea suya.

Esto había sido planeado de una manera casi demente.

Y tal como yo estaba, allí de pie, mirando las flores y el titilar de las velas reflejándose en el blanco satén del pabellón —o como le solíamos llamar, del dosel—, me preguntaba si no iba a asustarla. Me decía a mí mismo que sin duda estaba equivocado.

Era enfermizo llegar tan lejos, ¿no? Tenía que serlo. Y aquellas guirnaldas de flores sostenidas por soportes de alambre negro eran adornos para un funeral. Nadie utilizaba nunca esas flores, ¿no es cierto? Sin embargo no estaban allí por eso.

Pero una persona que llegaba a hacer aquello, a verla así, quizá podría hacerle daño.

Pensar que ella podría estar contándome que había hecho todo aquello con un hombre. «Y entonces él compró un velo blanco y zapatos blancos y…»

Yo le hubiera dicho que tal hombre estaba loco, que se alejara de él. No te puedes fiar de una persona que es capaz de hacer eso.

Pero no se trataba sólo de la maquinación. También estaba la evidente blasfemia. El misal, el rosario.

Mi corazón latía demasiado deprisa. Me apoyé en la pared durante un momento, y crucé los brazos. ¡Me encantaba!

Bajé, me serví una taza de café y la llevé a la terraza de atrás. Una cosa es evidente, pensé, yo nunca le haría daño. Es una locura el pensar de otro modo. No le estoy haciendo daño si le pido que se ponga esas ropas, ¿o sí? Se trata sólo de un cuadro. Y encaja perfectamente, ¿no?

Hasta ese momento, con las telas pintadas podía hacerse un libro: el caballo de carrusel, el de la indumentaria de montar a caballo, y ahora la comunión.

Cuando oí el ruido de la puerta de la entrada al cerrarse, no me moví. En unos momentos verá esas cosas. Vendrá aquí abajo y me dirá lo que piensa. Esperé.

Oí el correr del agua en el piso de arriba. Las tuberías que pasaban junto a la estrecha casa cantaban al unísono. Ella se estaba duchando. Pensé en ella entre el vaho, deliciosamente rosada…

Después el agua dejó de correr. Yo percibía hasta la más mínima vibración que ella causaba al moverse por la casa.

Me dirigí al interior con mucha cautela y dejé la taza.

Ningún sonido.

—¿Belinda?

Ella no contestó.

Subí. No había luz en ninguna parte a excepción de la del dormitorio, la de los candelabros cuyo reflejo titilaba sobre el papel de la pared y sobre el techo blanco.

Entré en la habitación.

Ella estaba de pie junto a los pies de la cama, vestida con todo el atuendo, con la corona blanca rodeándole la cabeza y el velo cubriéndole la cara. Sostenía el misal y el rosario. Sus pies estaban uno junto al otro, los tacones de los zapatos blancos se tocaban. Y el corto camisón le llegaba hasta las rodillas como si se tratara de un vestido de primera comunión muy antiguo. Ella sonreía a través del velo. Sus brazos desnudos bajo las mangas abombadas eran muy redondos, sin embargo sus dedos, entre las perlas de las cuentas del rosario, eran finos, delgados y afilados.

Me quedé absorto, sin poder respirar. Sus graves ojos azules brillaban a través del velo, sus labios de capullito estaban a punto de sonreír. Lo único que tenía de mujer eran sus manos. Es decir, hasta que me di cuenta del volumen de su pecho bajo el canesú y de los pezones rosados que se transparentaban bajo el delicado lino.

Sentí cómo la pasión subía de entre mis piernas. La sentí cómo iba, al instante, directa a mi cabeza.

Me acerqué a ella. Levanté el velo y lo puse hacia atrás sobre sus cabellos, por encima de la corona blanca. Esa era la posición adecuada. Las chicas jovencitas nunca habían llevado el velo cubriéndoles la cara. Siempre hacia atrás. Sus ojos azules brillaban a la luz de las velas.

La estreché entre mis brazos, apretando su trasero a través del suave lino. La levanté y la dejé sobre la cama. Fui empujándola hasta situarla sobre los almohadones. Tenía las piernas estiradas y sostenía el libro de oraciones y el rosario sobre su falda. Le besé las rodillas y acaricié las corvas con mis manos.

—Ven aquí —me dijo con ternura. Juntó ambas manos para indicarme que subiera a la cama. Subí y ella volvió a ponerse sobre los almohadones—. Vamos —dijo otra vez. Abrió la boca y comenzó a besarme muy deprisa, con mucha impaciencia. Podía percibir cómo sus ojos se movían bajo los párpados cerrados. Acaricié sus cejas con mis pulgares, seda. Su cuerpo vibraba suavemente bajo el mío.

Estuve a punto de tener un orgasmo antes de penetrarla. Me quité los pantalones y la camisa, y a continuación le saqué las medias blancas con un gesto rápido y agresivo.

Allí estaba su sexo bajo la pila de lino arrugado, aunque no estaba escondido, con los tímidos labios pequeños bajo la sombra del bello ceniciento. Una veta de carne rosa oscuro como el melocotón, que me asustaba. Un corazón que deseaba acariciar…

Su cara estaba sonrosada. Me empujó para acercarme a ella y a continuación se recostó y se subió el vestido para que pudiera verle los pechos. Apreté mi cara contra su estómago y después me apoyé en mis brazos para moverme y acariciar sus pechos, besarlos y chuparlos. Sus pezones eran pequeños y estaban duros como la piedra. Ella emitía suaves gemidos. Tenía las piernas abiertas.

Alcancé el vaso de cristal que contenía vino y que había puesto encima de la mesilla. Dejé caer unas pocas gotas en su sexo y miré cómo resbalaban entre sus secretos y húmedos pliegues. Lo esparcí con suavidad con mis dedos, sintiendo cómo ella se abría más, percibiendo su invitación y cómo sus caderas se elevaban apenas. Vertí el vino sobre ella, vi cómo manchaba el cubrecama blanco y ella se agitaba.

Y allí estirado, con mis manos rodeando sus muslos, bebí el vino en ella. Empujé la lengua hacia su interior y bebí el vino, sintiendo las tirantes contracciones de sus músculos. Sus muslos se cerraban contra mi cara, calientes y apretados. Ella se estremecía y temblaba.

—Vamos —dijo.

Tenía la cara muy colorada, movía la cabeza de un lado a otro sobre su cabello revuelto. El velo estaba debajo de ella.

—Vamos, Jeremy —volvió a decir en un susurro.

La penetré y pude sentir que esta vez sus piernas me encerraban en un verdadero abrazo. Pero yo tenía que liberarme para poder moverme con fuerza dentro de ella, así que me soltó y se arrellanó, se dejó ir mientras su cabeza aplastaba el amasijo de velo blanco y las blancas flores de seda.

Me di cuenta de que estaba teniendo un orgasmo, lo supe cuando me apretó con fuerza, entonces me abandoné dentro de ella.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete. Los niños buenos el cielo merecen.

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