Belinda

Belinda


Segunda parte

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Pero él insistió en que había estado viviendo con Ollie durante cinco años, dijo que amaba a Ollie y aseguró que éste nunca comentaría nada con ninguna alma viviente.

He de decir que Ollie es dulce y amable como mi padre. Es un hombre alto y nervudo. Había sido bailarín, pero ahora, con setenta años, ya no puede bailar. Sin embargo, todavía tiene gracia y elegancia; tiene el cabello gris, muy abundante, y nunca ha dejado que los cirujanos plásticos toquen su piel, de modo que su cara expresa paciencia y también sabiduría. O por lo menos eso me parecía a mí. Muy bien. Al final accedí: cuéntaselo.

Papá comenzó a hablar utilizando parte de mi propio relato. Con la única diferencia de que empezó por el principio, de la misma manera en que yo he comenzado este relato. Explicó la historia desde que Susan llegó a la isla, pasando por nuestra asistencia al festival de Cannes.

—Toda una historia, ¿no te parece? —le dijo G. G. a Ollie.

Éste estaba sentado y tenía las gafas alzadas. Me miraba con verdadera simpatía. Durante mucho rato permaneció en silencio y luego habló con su voz dramática y quizás un poco teatral.

—De modo que se deshicieron de tu película —comentó—, cortaron tu carrera y después se han cargado tu idilio.

No contesté nada. Como ya he dicho antes, me resulta tan antinatural hablar de mi madre que me sentía desnuda. La comprensión de Ollie me confundía. Creo que nunca seré una persona que haga confidencias. No tengo la confianza necesaria para hablar de las cosas. Sencillamente me va subiendo la tensión.

—A continuación han querido borrarte a ti —continuó—. La escuela en Suiza era la salida definitiva. Y tú te has negado a que te sacaran del guión.

—Así parece, creo que eso es lo que ha sucedido —dije yo.

—Parece como si tu madre se hubiese dado cuenta de que tú representas una competencia para ella y no pudiese soportarlo.

—Puedes estar seguro de eso —dijo G. G.—. Su madre no soporta la competencia.

Yo empecé a protestar:

—Pero no estaba previsto así, señor Boon, de verdad que no. Ella ama a Marty, y eso es todo lo que es capaz de entender.

Entonces Ollie hizo una especie de discurso.

—Tú estás siendo muy buena con ella —dijo—, y te ruego que me llames Ollie. Permite que te diga una cosa de tu madre, aunque nunca he tenido el placer de conocerla.

Sé cómo es ese tipo de personas. Me he topado con ellas durante toda mi vida. Consiguen la atención y la simpatía de los demás con su aparente inseguridad. Pero lo que en realidad les mueve es una vanidad tan inmensa que la mayoría de nosotros ni siquiera puede imaginarla. La inseguridad es sólo un disfraz. Por lo que acabas de contar, yo no creo que a ella los hombres le importen mucho. Tú, sus amigas Jill y Trish, un círculo de relaciones deslumbradas, eso es lo que yo sospecho que tu madre ha deseado siempre. De modo que le pareció imprescindible seducir y contraer matrimonio con el señor Moreschi cuando se dio cuenta de que él estaba enamorado de ti.

Aquello me pareció cierto. Era la horrible verdad. Sin embargo, mi lealtad a mamá hizo que me sintiese muy dolida. Pero recordé aquella ocasión en que Marty me besó en la limusina. Recordé la mirada en la cara de mamá. ¿Habría sido aquel beso el redoble de campanas que anuncia la muerte?

Pero yo tuve que protestar. Le dije a Ollie que Marty se había ocupado de mamá como ningún hombre lo había hecho antes. Todavía podía recordar los novios de mamá de los primeros tiempos: pedían la cena, preguntaban dónde estaba su ropa, reclamaban que les diera dinero para comprar bebida y cigarrillos. Mamá había llegado a cocinar durante dos horas para Leonardo Gallo, y luego él se levantaba y tiraba el plato contra la pared. Marty había sido el primer hombre que se había ocupado de mamá.

—Desde luego —dijo Ollie—, y aquellos cuidados hubieran sido suficientes; en cambio tú te convertiste en una amenaza.

Yo empezaba a estar de acuerdo, pero todavía me parecía demasiado feo y complicado.

Entonces papá dijo que, en realidad, lo que había hecho que Bonnie saltara no tenía ninguna importancia, ahora yo estaba allí, podía vivir en Nueva York, junto a él y a Ollie, y él podía enfrentarse a cualquier cosa que Bonnie intentase hacer.

Ollie no contestó, pero dijo en una voz muy dulce:

—Todo eso estaría muy bien si no fuese por un pequeño detalle, G. G. La United Theatricals es mi productora. Han financiado Dolly Rose.

Vi que los dos intercambiaban miradas.

Entonces Ollie hizo el siguiente discurso:

—Mira, querida, yo comprendo tu situación. Cuando yo tenía quince años servía mesas en Greenwich Village y hacía pequeños papeles en el escenario cada vez que tenía ocasión. Eres una chica mayor, y no voy a intentar convencerte de lo bueno que es volver a casa y dejar que te envíen empaquetada a una escuela. Pero tampoco quiero engañarte. United Theatricals es la mayor oportunidad que he tenido en los últimos veinte años de intentar ligarlo todo con esparadrapo aquí, en Broadway. No sólo han financiado este musical, que por cierto tampoco les reporta una enorme cantidad de dinero, sino que están hablando de financiar la película. Yo sería el director, y es una oportunidad que deseo fervientemente.

»Por supuesto que lo que no harían sería cerrar Dolly Rose. No podrían hacerlo, ¿pero y la película? ¿Y la película que vendría después? Bastaría una palabra de tu madre y de su marido, el ejecutivo del estudio, para que el interés de ellos en Ollie Boon, se esfumase de la noche a la mañana. No cruzaríamos palabras, no habría explicaciones, sólo dirían: “Gracias por llamar, Ollie, nos pondremos en contacto contigo.” Y yo no volvería a tener línea directa otra vez, ni con Ash Levine ni con Sidney Templeton.

Después surgió algo que en aquel momento me pareció poco importante, pero que luego iba a significar mucho más. Ollie continuó con su disertación. Dolly Rose era una espléndida obra del Nueva Orleans de antes de la guerra civil, una verdadera ópera de Broadway, pero lo que quería convertir en una película musical era Martes de carnaval carmesí, un libro escrito por Cynthia Walker, la escritora del Sur, de la cual ¿adivinas quién ostentaba los derechos? United Theatricals. Ésta había realizado la película en los años cincuenta con Alex Clementine, y la miniserie algunos años atrás. Dolly Rose era buena para Broadway, pero nunca haría nada fuera de allí. La película iba a ser problemática. Pero ¿Martes de carnaval carmesí?, ésa se representaría siempre. Y la película sería un enorme éxito.

Muy bien, les dije que entendía la postura de Ollie. Y la verdad es que la comprendía.

Había crecido en rodajes por toda Europa. Sabía qué significaba perder el respaldo. Recordaba miles de argumentos, de llamadas telefónicas, de sufrimientos para obtener los camiones de comida, los de vestuario y las cámaras, para continuar rodando. Ya iba a levantarme de la mesa, cuando Ollie dijo:

—Siéntate, querida, no he terminado. Te he sido franco explicándote cuál es mi posición. ¿Pero qué me dices de la tuya?

—Me voy, Ollie, voy a vivir por mi cuenta. Serviré las mesas de Greenwich Village. También puedo hacer eso, ¿sabes? Y además tengo dinero.

—¿De verdad quieres vivir huyendo de la policía y de los detectives privados de tu familia? ¿Estás segura de desear eso ahora?

—¡Por supuesto que no quiere eso, Ollie! —dijo papá de repente, y por primera vez me di cuenta de lo enfadado que estaba con Ollie, le estaba mirando enfurecido.

Sin embargo Ollie no parecía tomarse aquello muy en serio. Se limitó a coger a papá de la mano, como para calmarle. Y luego me dijo:

—Pues entonces lo que tienes que hacer, querida, es engañar a esa gente. Engañarle con ganas. Diles que deseas obtener tu libertad aquí y ahora, y que de lo contrario utilizarás esa historia, y cree lo que te digo, es una historia de cuidado que no sólo puedes utilizarla con la policía, sino también con la prensa. Pero cuando lo hagas, no puedes estar en contacto conmigo, querida mía, porque es muy posible que yo pierda los apoyos que tengo ahora, independientemente de quien pierda esa pequeña guerra tuya.

Esta vez, cuando me levanté, no me indicó que me volviese a sentar. Y esto es lo que les dije a ambos, a él y a papá:

—No dejáis de llamarla mi historia. No hacéis más que decir lo importante que es. Me aconsejáis que utilice mi relato. Pero no es mío, ya veis, y ésa es la peor parte. Se trata de la historia de mamá, de Susan y de Marty, yo no puedo hacer daño a toda esa gente. Quiero decir, que podéis estar seguros de que la prensa metería Jugada decisiva en todo esto, y después este estudio, este enorme y gran poder ante el cual todos nos doblegamos, también cortaría la carrera de Susan. Yo no puedo hacer nada, ¿no os dais cuenta de eso? No puedo. ¡Es como si yo no tuviera el derecho a mi propia historia!, pues los derechos pertenecen a los adultos que están involucrados.

Ollie estaba muy callado, pero luego dijo que yo era un caso muy extraño. Le pregunté a qué se refería.

—En realidad no te gusta tener poder sobre otras personas, ¿verdad?

—No, supongo que no —repuse—. Creo que me he pasado la vida mirando cómo la gente jugaba con el poder, desde mamá hasta Gallo, pasando por Marty y otras personas de las que ni siquiera me acuerdo en este momento. Me parece que el poder hace que las personas se comporten de modo vil. Supongo que lo que me gusta es que nadie tenga poder sobre otra persona.

—Pero las situaciones como ésa no existen, querida —me dijo—. Y estás hablando de personas que han utilizado su poder contigo de manera vergonzosa. Han abortado tu carrera, querida, y lo han hecho en un momento clave. Y ¿para qué?, ¿por una telenovela a la hora de máxima audiencia? Si de verdad quieres vivir por tu cuenta, deberías endurecerte antes un poco. Es mejor que estés lista desde el primer momento para utilizar sus propias armas contra ellos.

Bueno, en aquel momento estaba demasiado agotada para decir nada más. Aquella noche había sido para mí una penosa experiencia. El hecho de haber confiado en ellos me dejó con sentimientos muy conflictivos. Estaba exhausta. Creo que G. G. se daba cuenta. Se levantó para coger una chaqueta para mí y también su abrigo.

Entonces él y Ollie se pusieron a hablar por lo bajo, aunque yo les oía porque en aquel lugar no había tabiques de separación. Ollie le recordaba a G. G. cuánto le había costado la última batalla legal contra mamá. Había tenido que salir de Europa en completa bancarrota. G. G. le dijo que al final no le había ido tan mal, puesto que al llegar a Nueva York le inundaron de ofertas para prestar su nombre a un montón de productos.

—Esa mujer podría conseguir que los abogados del estudio trabajasen exclusivamente para ella, con tal de manejar esto a su gusto. Te costaría más de diez mil dólares al mes.

—¡Se trata de mi hija, Ollie! —decía papá—. Y es la única descendencia que puedo tener.

A continuación Ollie se enfureció. Le explicó a papá que durante los últimos cinco años había hecho todo lo que estaba en su mano para hacerle feliz. Papá se echó a reír.

En otras palabras, habían empezado una verdadera pelea. Papá empezó a tomar las riendas, a su manera, con su actitud dulce y amable.

—Ollie, si ya ni siquiera puedo trabajar sin que te enfades por ello. Si no estoy en el teatro antes de que comience la representación, te pones como una fiera.

Aunque tienes que comprender que con estos dos hombres incluso aquello era muy tierno y civilizado, como si no supiesen gritarse y nunca lo hubiesen hecho.

—Mira —decía Ollie—, yo quiero ayudar a tu hija. Es una preciosidad. ¿Pero qué esperas que haga?

Bonitas palabras, pensé para mis adentros, y las dice con el corazón, pero es un hombre inteligente y tiene razón. Además se habían olvidado por completo del hermano de mamá, el tío Daryl era abogado, por amor de Dios.

Lo siguiente que oí fue que papá hacía una llamada telefónica. Después vino a ponerme un abrigo sobre los hombros, una maravilla con el contorno de piel de visón, que Blair Sackwell le había regalado, y me explicó el plan.

—Ahora escúchame bien, Belinda. Tengo una casa en Fire Island. Ahora es invierno y no hay nadie por allí. Pero la casa está bien aislada del frío, tiene un enorme hogar y una buena nevera; podemos enviarte todo lo que te haga falta. Aunque quizá te sientas sola una vez allí. Aquello puede ser un poco desolador, pero podrás permanecer escondida hasta que averigüemos lo que Bonnie está haciendo, si ha llamado a la policía o qué ha hecho.

Ollie estaba muy enfadado. Me dio un gran beso de despedida y papá y yo nos fuimos en la limusina de Ollie de inmediato. Nos pasamos la noche reuniendo cosas que yo pudiese necesitar. Recorrimos todos los mercadillos que están abiertos por la noche y compramos toda la comida necesaria; a continuación, papá tomó nota de mis medidas y me prometió que me traería ropa. Por fin, hacia las tres de la madrugada cruzábamos la oscura sección Astoria de Queens y salíamos de la ciudad de Nueva York en dirección al pueblo donde se cogía el ferry que llevaba a Fire Island; de pronto recordé algo y me incorporé de un brinco.

—¿Qué día es hoy, papá? ¿Es el siete de noviembre?

—¡Claro, Belinda! ¡Hoy es tu cumpleaños! —me dijo él.

—Sí, pero no sé de qué me sirve, sólo tengo dieciséis años.

En el primer ferry de la mañana casi nos quedamos helados. Fire Island parecía fantasmagórica, pues no había un alma viviente por allí, si exceptuamos a los trabajadores que habían llegado con nosotros. El viento del Atlántico ululaba entre las calles, mientras caminábamos por las aceras de madera en dirección a la casa de papá.

Dentro se estaba muy bien. Todavía había muchas cosas en el congelador, todos los radiadores estaban funcionando y había un montón de leña para la chimenea. Incluso la televisión estaba bien. También había un montón de libros en las estanterías y muchos discos y cintas de música. Había una copia de Martes de carnaval carmesí junto al hogar, llena de notas de Ollie Boon.

El primer día que pasé allí me resultó divertido. Dormí perfectamente. Al atardecer salí y paseé hasta el final del embarcadero. Contemplé la Luna sobre el negro océano y me sentí segura y contenta de estar sola. Quiero decir que se parecía un poco a estar en Saint Esprit.

Sin embargo, esta felicidad no duró.

Acababa de entrar en uno de los períodos más extraños de mi vida.

Al día siguiente, G. G. trajo un montón de cosas necesarias, como cálidas prendas de invierno para mí, pantalones, suéters, chaquetas y ese tipo de cosas. Aunque también vino con la noticia de que no había nada en los periódicos sobre mi desaparición, y tampoco se habían puesto en contacto con él. Nadie había dicho nada sobre mi escapada.

Cuando me lo explicaba volví a tener aquella sensación de frío dentro de mí. Es decir, debía sentirme contenta de que no se hubiesen puesto a buscarme, ¿verdad? Pero tendría que estar preocupada, o eso creo, de que no estuviesen lo bastante inquietos como para buscarme, ¿no?

¡Ah!, estaba muy confundida. Permanecí tres meses en la casa de Fire Island, con un malestar tremendo a causa de mis dudas y el miedo de que no me estuviesen buscando, y por la pérdida de Marty; me preguntaba asimismo qué le habría explicado mamá, también sentía muchas ganas de volver a ver a Susan.

Cuando en el mes de diciembre se heló la bahía, papá no pudo venir a visitarme. Incluso algunas veces los teléfonos no funcionaban.

Y en aquel mundo extraño de hielo constante, de nieve que caía, de fuegos encendidos y de música disco que sonaba con fuerte volumen, yo me sentía más sola de lo que me había sentido en toda mi vida.

De hecho, me percaté de que nunca antes había estado verdaderamente sola. Incluso en el Château Marmont estaba al menos el hotel a mi alrededor, el mundo de Sunset Boulevard lleno de vida a cualquier hora del día o de la noche. Y antes de eso, el mundo había sido como una matriz que me protegía, estaban mamá, Trish, Jill y los demás.

Ahora ya no era así. Me dedicaba a pasear alrededor de aquella casa y durante horas hablaba en voz alta conmigo misma. Hacía la vertical. Me ponía a gritar. Por supuesto también leí mucho: novelas, historias, biografías, lo que me traía papá. Leí todos los libretos que se habían escrito para obras de Broadway, puesto que estaban todos en las estanterías; también escuché tanta música de Romberg, Rodgers, Hammerstein y Stephen Sondheim que, después, hubiese podido superar la prueba de los sesenta y cuatro mil dólares sobre musicales de Broadway.

Leí Martes de carnaval carmesí dos veces. También leí todos los demás libros de tu madre que Ollie tenía, y, no te lo creerás, pero alguno de tus libros también estaban allí. Hay mucha gente adulta que tiene tus libros, como sin duda tú ya sabrás, pero yo no me di cuenta hasta que los vi en las estanterías de Ollie.

También bebí mucho en Fire Island. Sin embargo, era muy cuidadosa. Cuando papá llamaba por teléfono, no quería que me encontrase bebida, y mucho menos cuando venía a visitarme. De modo que me mantuve a un nivel constante, pero al mismo tiempo me escondía. Me bebí todo lo que papá tenía en el bar de Fire Island. Una semana acabé el whisky, a la siguiente me bebí la ginebra y después el ron. Durante mi estancia allí celebré una buena fiesta, aunque lo extraño era que en esa situación pensaba mucho en mamá. Al hacer lo mismo que ella, beber, escuchar música y bailar, podía comprenderla mejor.

Uno de los primeros recuerdos que tengo de mamá es el de ella en el piso de Roma, bailando con los pies descalzos al ritmo de una banda de música de Dixieland que tocaba Midnight in Moscow, y con un vaso en la mano.

Pero volviendo a la historia, también viví una cierta clase de infierno durante mi estancia en Fire Island. Me refiero a que, cuando estás tan solo, te sientes confinado y te pasan un montón de cosas por la cabeza.

Mientras tanto, papá me comunicó que los periódicos informaban de que mamá y Marty eran dos tortolitos, y que nadie, absolutamente nadie, le había llamado desde la Costa Este.

—Uno podía esperar que llamaran para saber, por lo menos, si yo te había visto —me dijo.

A continuación, cuando vio la expresión de mi cara, decidió callarse.

—Vamos, no queremos que me busquen —le recordé.

Un día, papá recibió una llamada enfurecida de Blair Sackwell. Al parecer, lo único que quería Blair, según dijo, era enviarme un regalo de Navidad, por el amor de Dios, y ni le dejaban hablar con Bonnie ni ese cerdo de Moreschi le daba el nombre de la escuela en que yo estaba en Suiza.

—¿Qué es todo esto? —gritaba Blair enfurecido—. Cada año le envío un pequeño detalle a Belinda, como un sombrero de piel, unos guantes forrados de piel, ese tipo de cosas. ¿Acaso están locos? Lo único que me dicen es que ella no vendrá estas Navidades y que no van a darme ninguna dirección.

—Pues creo que sí lo están —le contestó papá—, porque a mí tampoco me dan la dirección.

Cuando llegó Navidad, yo me sentía fatal.

En la ciudad de Nueva York había caído una tremenda nevada, la bahía estaba helada, como he dicho antes, y los teléfonos no funcionaban. Hacía cinco días que no sabía nada de papá.

La víspera de Navidad encendí un gran fuego y me estiré sobre la piel de oso a modo de alfombra que se hallaba junto al hogar, me puse a pensar en todas las Navidades que había pasado en Europa, en la misa del Gallo en París, en las campanas que no dejaban de sonar en el pueblo, situado al pie de las montañas, de Saint Esprit. Te digo de verdad que aquélla fue mi hora más baja. No sabía cuál era el sentido de mi existencia.

Pero a eso de las ocho en punto, ¿quién crees tú que estaba llamando a la puerta? Era papá, que traía un montón de regalos. Había alquilado un jeep para que le llevase a la punta más lejana de la isla y había venido andando por las aceras de madera, soportando el fuerte viento, hasta la casa.

Amaré a papá hasta el día en que me muera por el mero hecho de haber venido a Fire Island aquella noche. Me parecía un hombre maravilloso. Llevaba un sombrero de esquiador, tenía la cara contraída por el frío viento y, cuando le abracé, olía maravillosamente.

Hicimos una fantástica cena de Navidad, servimos el jamón que había traído y las demás exquisiteces, y a continuación escuchamos coros navideños hasta medianoche. Puedo decir que fue una de las mejores Navidades que jamás he pasado.

Sin embargo, me daba cuenta de que algo iba mal entre papá y Ollie, puesto que cuando le pregunté si Ollie le echaría de menos, él me dijo: «Al diablo con Ollie». Estaba cansado de pasar todos los días de fiesta detrás de un escenario, tanto por la representación matinal como por la de la tarde para que, a fin de cuentas, sólo pudiese beber una copa de vino en el camerino de él. Me explicó que toda su vida, antes de llegar yo, había girado en torno a la de Ollie, y que quizá yo le había hecho un gran favor, y quería que lo supiese.

Pero aquello era una fanfarronada. Papá se sentía desdichado. Él y Ollie se estaban separando.

Cuando llegó febrero, yo ya no podía soportar un día más en Fire Island. Todavía no se sabía nada de mamá y Marty en relación a mí. Todo lo que sabíamos era la perorata que le habían contado sobre la escuela de Suiza, cuando él llamó por Navidad.

Le expliqué a papá que yo tenía que volver a vivir mi vida. Tenía que trasladarme a Nueva York, conseguir un apartamento en el Village, encontrar un trabajo o hacer algo parecido.

Papá, como es evidente, me ayudó. Eligió un sitio adecuado para mí, pagó la enorme suma que hay que soltar para tener un apartamento en Nueva York y después escogió algo de mobiliario y un montón de ropa. Me sentía libre como había esperado, podía pasear por las calles, ir al cine y hacer todo tipo de cosas como un ser humano, pero además de que estaba nevando, yo estaba todo el tiempo aterrorizada con la ciudad. Era más grande, más fea y más peligrosa que ningún otro lugar en el que yo hubiera estado.

Quiero decir que, por ejemplo, Roma es peligrosa, pero yo comprendo la ciudad. París también la conozco muy a fondo. Quizá me engaño a mí misma, pero en estos dos sitios me parece estar segura. En el caso de Nueva York, desconozco las reglas básicas para moverme.

Con todo, las dos primeras semanas estuvieron bien. Papá venía a recogerme siempre para llevarme a espectáculos musicales. Fuimos a todos los que se representaban en la ciudad. Me llevó a ver el salón que tenía instalado en un gran apartamento, el cual me resultó increíble, era como si allí dentro estuviera uno en otro mundo.

Tengo que aclarar que en el fondo a papá no le gusta nada ser peluquero. Lo vuelvo a repetir, no le gusta en absoluto. Y si tú pudieses ver su salón de Nueva York, comprenderías lo que ha hecho allí.

Se diría que es cualquier cosa a excepción de un salón de belleza. Está lleno de carpintería con maderas oscuras, así como de alfombras orientales a juego. Tiene cacatúas y loros en viejas jaulas de bronce, tiene incluso tapicerías procedentes de Europa y aquellos paisajes ensombrecidos pintados por gente a quien nadie parece conocer. Quiero decir que es un lugar que más parecería un club para caballeros. Se trata de una defensa para papá, no sólo por ser peluquero, sino también por ser homosexual.

Debido a su propia caballerosidad y dulzura, papá aborrece ser homosexual. Todos los hombres en la vida de papá, Ollie Boon incluido, son como ese lugar. Mi padre fumaría en pipa si fuese capaz de soportarlo. Ollie sí fuma en pipa.

De cualquier manera, todo lo que había en el salón era auténtico, si exceptuamos la combinación. Las señoras toman té en porcelana china, como la de los viejos hoteles, y servicio de plata, parecida a la que tú utilizas en tu casa de Nueva Orleans. Es un lugar sombrío y encantador al mismo tiempo, donde los otros peluqueros son europeos y las señoras han de pedir hora con seis meses de anticipación.

Sin embargo, allí no había ningún espacio para quedarse a dormir. Hacía tiempo que papá se había organizado para no hacerlo. Y de pronto le oí decir que pensaba coger otro piso en el mismo edificio y sugerir que podríamos vivir los dos juntos en él, entonces me di cuenta de que se quedaba a dormir todos los días en mi apartamento porque Ollie Boon le había echado.

Cuando lo supe, sentí que algo se me rompía por dentro, me pareció que algo se hacía pedazos. Me refiero a que pensé: ¿seré como un veneno? ¿Acaso destruyo a cada adulto con quien me relaciono? Ollie amaba a papá. Yo sabía que le amaba. Papá también amaba a Ollie. Y habían roto por mi causa. La situación me ponía enferma y no sabía qué hacer. Papá fingía sentirse feliz, pero en realidad no era así. Sólo estaba enfadado con Ollie, y además se comportaba con testarudez, nada más.

Entonces fue cuando sucedió. Se presentaron dos hombres en el salón, les enseñaron a los otros peluqueros una foto mía y les preguntaron si me habían visto por allí.

Cuando papá llegó estaba furioso. Aquellos hombres habían dejado un número de teléfono y él les llamó. Les dijo que había reconocido a su hija en aquella foto. ¿Qué demonios estaba sucediendo?

Por la manera en que los describió eran hombres muy ladinos. Se trataba de abogados. Le recordaron a papá que él no tenía ningún derecho sobre mí. Le informaron de que si interfería en su investigación, que por cierto era privada, o si se proponía comentarla con alguien o hacer público que yo estaba desaparecida, se buscaría problemas que le costarían mucho dinero.

—Quédate cerrada en tu apartamento, Belinda —me dijo papá—. No se te ocurra poner el pie en la calle hasta que sepas algo de mí.

Pero el teléfono sonó al momento. En esta ocasión se trataba de Ollie. Los mismos abogados habían ido a verle al teatro. Le explicaron que yo tenía una enfermedad mental, que me había escapado y que era posible que me hiciese daño a mí misma, también le dijeron que no se podía confiar en que G. G. supiera lo que era adecuado para mí. Si se daba el caso de que me viese o supiese algo de mí, debía llamar a Marty Moreschi, y que por cierto, Marty le admiraba mucho. De hecho, tenía previsto volar en breve a Nueva York para hablar con él de la producción prevista de Martes de carnaval carmesí. Le dijeron que Marty opinaba que era una elección mejor para una película de lo que lo había sido Dolly Rose.

Vaya sarta de mentiras, ¡como si Marty tuviese tiempo de ir a la ciudad de Nueva York para hablar de la producción de una película! Se trataba de una amenaza, Ollie se dio cuenta y yo también.

—Querida, escúchame bien —me dijo Ollie con su voz teatral de siempre—. Amo a G. G. Y si quieres que te diga la verdad como la siento, no creo que pueda vivir sin él. Mi último experimento de estos días me ha salido fatal. Pero este asunto nos sobrepasa a los dos. Esa gente quizá sigue a G. G. Incluso es posible que sepan que se ha visto contigo. Por el amor de Dios, Belinda, no me obligues a hacer este papel. No he hecho el papel de villano en ninguna obra en toda mi vida.

Adiós Nueva York.

***

¿Y adónde te diriges cuando eres una menor que se ha escapado? ¿Adónde irías si ya estuvieses harto de tanta nieve, del viento helado y de la suciedad de la ciudad de Nueva York? ¿Cuál es el sitio que los chavales llaman paraíso, donde la policía ni se molesta en perseguirte porque los establecimientos de acogida están llenos?

Llamé por teléfono a la compañía aérea de inmediato. Había un vuelo en dirección a San Francisco que salía del aeropuerto de Kennedy en un par de horas.

Llené una sola bolsa, conté el dinero que tenía, cancelé los servicios de teléfono y demás del apartamento y me largué.

No telefoneé a papá hasta que estuve a punto de embarcar. Estaba muy enfadado. Los abogados, o quienesquiera que fuesen, habían ido a la casa de Ollie en el Soho. Se habían puesto a interrogar a los vecinos. Pero cuando le dije que me encontraba en el aeropuerto y que sólo disponía de cinco minutos, pareció como si se derrumbase.

Nunca antes había oído a papá llorar, no le había oído llorar con sentimiento. Y en esa ocasión lo hizo.

Me dijo que vendría a buscarme, que tenía que esperarle. Nos iríamos juntos a Europa, no le importaba un bledo. No tenía intención de perdonar a Ollie por haberme llamado. No le importaba el salón ni nada. Me pareció que se desmoronaba.

—Por favor, papá, basta ya —le dije—. Voy a estar bien, y tú te estás jugando aquí mucho más que la relación con Ollie Boon. Escúchame, te llamaré, te lo prometo, te quiero papá, nunca podré estar lo bastante agradecida contigo. Dile a Ollie que me he ido, papá. Hazme ese favor. —En ese momento me puse a llorar, ya no podía hablar más. El avión estaba a punto de salir y no quedaba más tiempo que para decir—: Papá, te quiero.

***

San Francisco fue superior a cuanto hubiera podido soñar.

Quizá me habría parecido distinto si hubiese llegado desde Europa, desde las coloridas calles de París o Roma. Pero al venir de Nueva York, donde era pleno invierno, me pareció la ciudad más bonita que hubiese visto jamás.

Un día estaba en medio de la nieve y del viento y al siguiente me encontraba paseando por aquellas calles cálidas y seguras. Dondequiera que mirase veía casas victorianas de reluciente pintura. Bajé en el tranvía hasta la bahía. Paseé por los húmedos bosques del Golden Gate Park.

Nunca hubiese pensado que existían ciudades como ésta en América. Si la comparaba con Los Ángeles, las calles de ésta me parecían contaminadas y espantosas; por no hablar de lo dura y fría que era Dallas con sus autovías y rascacielos.

De inmediato conocí a otros chicos que me ayudaron. Conseguí la habitación de Page Street la primera noche. Me daba la sensación de que nada en San Francisco podía hacerme el menor daño, lo que por supuesto no era más que una ilusión, y me dispuse a confeccionar mi falsa identidad. Solía deambular por Haight Street para hacer amistad con otros jóvenes escapados y pasear por Polk con dos buscavidas homosexuales que se convirtieron en mis mejores amigos.

El primer sábado conseguimos una jarra de vino y cruzamos la Golden Gate para montar una fiesta en Vista Point. El cielo era clarísimo, el agua azul estaba llena de minúsculas y en apariencia inmóviles embarcaciones, y la ciudad tras la bahía tenía un color blanco prístino. Puedes imaginarte cómo me impresionó. Incluso la niebla encajaba, me parecía que se trataba de humo blanco que salía de las brillantes torres de Golden Gate.

Pero, ya sabes, la felicidad no duró. A las tres semanas de llegar me asaltaron. Cierto tipo me pegó a la entrada de la casa de Page Street e intentó arrebatarme el monedero. Lo mantuve sujeto con las dos manos y no dejé de gritar y gritar, hasta que, gracias a Dios, él se fue corriendo. Todos mis cheques de viaje estaban allí. Me quedé petrificada, así que después de aquello los escondí debajo de los tablones del suelo de mi habitación.

Luego estaban las detenciones a los drogadictos del piso de arriba de Page Street, cuando los policías de narcóticos venían y rompían todo lo que poseían los chavales que vivían allí, me refiero a que rompían y desmantelaban los muebles, tiraban de los cables de la televisión, arrancaban las moquetas y rompían las cerraduras de las puertas, a medida que sacaban a los ocupantes esposados, a quienes no volvíamos a ver más.

Sin embargo, con todas aquellas experiencias yo estaba aprendiendo, y seguía resuelta a vivir por mi cuenta. Aunque una cosa sí debía hacer: adquirir el conocimiento de quién había sido yo. Y fue ésa la razón que me llevó a los almacenes de revistas de segunda mano, donde conseguí ejemplares atrasados que contenían artículos sobre mi madre. Fue en aquellos días también cuando obtuve las cintas de sus viejas películas. Entonces tuve un verdadero golpe de suerte, pues encontré una publicación con cintas de vídeo donde se decía que podían conseguirte cualquier película, incluso aunque no se hubiese estrenado en Estados Unidos. Envié un cupón de pedido para Jugada decisiva y me la enviaron. De todas maneras, como ya sabes, yo no tenía ningún aparato de vídeo para verlas. No me importaba. Ahora las tenía conmigo. Tenía parte de mi pasado conmigo, incluso habiendo quitado las etiquetas de manera que no se supiera lo que las cintas contenían.

Una de las cosas que aprendí fue que las chicas de la calle eran muy diferentes de los chicos. Ellas no iban a ninguna parte. Se quedaban embarazadas, se enganchaban a la droga e incluso se convertían en prostitutas. A menudo estaban locas por los chicos que se encontraban. Solían cocinar y fregar para algún músico de rock sin dinero, y luego se dejaban echar a la calle. Sin embargo, ellos eran un poco más listos. Los homosexuales por los que se dejaban comprar los llevaban a sitios bonitos, solían idealizarlos. Los chicos podían, y de hecho lo hacían, utilizar aquellos encuentros para ascender en el mundo social y dejar la calle.

Bien, todo aquello era un pequeño rompecabezas para mí. ¿Cómo podía ser que la calle gastase a las chicas, mientras que los chicos salían de ella indemnes? Por supuesto, no todos eran listos. También los había que vivían al día, y se engañaban a sí mismos con el glamour de sus aventuras, aun así disfrutaban de una cierta libertad que las mujeres nunca me pareció que tuvieran.

En cualquier caso, yo decidí actuar como si fuese uno de los chicos. Me consideraba a mí misma un ser especial, algo misterioso, y contaba con que el resto de la gente se interesase. Y me comportaba en consecuencia.

Me di cuenta también de otra cosa. Si dejaba a un lado la indumentaria callejera y el maquillaje punk, y me vestía con un uniforme de escuela católica (se podían conseguir faldas de segunda mano en Haight Street), dondequiera que fuese me trataban bastante bien. A veces tenía que ir a los grandes hoteles. Debía tener una buena apariencia mientras tomaba el desayuno en el Stanford Court o en el Fairmont. Tenía que volver a veces a sitios como aquellos en que había vivido antes. No hacía más que tomar un desayuno completo y leer Variety mientras bebía el café, pero cuando me sentaba tranquilamente en el restaurante junto al vestíbulo, me sentía bien y a salvo. Bueno, pues en estas ocasiones vestía siempre el uniforme de escuela católica. También solía ponérmelo cuando recorría los grandes almacenes. Se trataba de ir disfrazada como la hija de alguien.

Entonces, una tarde, al abrir el periódico, vi tu fotografía y el anuncio de una gran fiesta editorial en el centro de la ciudad. He de decir que aunque Ollie no me hubiese hablado de Martes de carnaval carmesí, estoy convencida de que hubiese atraído mi atención. Recuerdo haber leído todos tus libros cuando era pequeña.

Sin embargo, tenía el aliciente de haber leído hacía poco la citada obra y haber encontrado todos los viejos libros de ilustraciones en la casa de Fire Island. Sentía curiosidad, y deseaba tener la ocasión de verte. De modo que decidí actuar del modo en que lo hubiese hecho uno de los chicos homosexuales, yendo allí y estableciendo contacto visual, igual que hacían ellos, ya sabes, inspeccionar y dejarse ver.

Cuando vi lo guapo que eras y que no dejabas de flirtear conmigo, decidí llevar la cosa un poco más allá. Oí que hablaban de la celebración en el Saint Francis. Compré un libro y decidí seguir adelante e ir a esperarte allí.

Desde luego, tú sabes muy bien lo que sucedió. Pero debo confesarte que aquélla fue una de las más extrañas experiencias que había tenido desde mi escapada de casa. Tú eras algo así como el príncipe de un cuento, muy fuerte y al mismo tiempo sensible, una especie de amante loco que pintaba preciosos cuadros, además, eso de que tuvieses la casa llena de juguetes, bueno, para mí se situaba al borde de la locura definitiva.

Me resulta difícil de analizar y también creo que quizá sea demasiado pronto. Pienso que eras la persona más independiente que se haya cruzado en mi vida. No había nada que te afectase, excepto tu deseo de que yo te tocara, eso me pareció clarísimo desde el principio. Y como he dicho antes, tú fuiste el primer hombre hecho y derecho con el que hice el amor. Nunca me había encontrado con esa dedicación y paciencia con anterioridad.

A diferencia de lo que hacía toda la gente con quien me había relacionado, que utilizaban su atractivo de manera constante, tú ni siquiera parecías darte cuenta de tu encanto. La ropa que llevabas no te sentaba bien. Llevabas siempre el cabello revuelto. Fue un placer, más tarde, poder transformarte, comprarte nuevos trajes, chaquetas decentes y suéters. Tomarte medidas para todas esas prendas. Y tú sabes muy bien lo que sucedió. No te importaba lo más mínimo, pero estabas tremendamente guapo. Todo el mundo se fijaba en ti cuando salíamos juntos.

Pero creo que estoy adelantándome. Las dos primeras noches me enamoré de ti. Telefoneé a papá desde una cabina en San Francisco y le hablé de ti, sabía entonces que todo iría bien.

Sin embargo, el día que me enseñaste las primeras pinturas de Belinda y me dijiste que nunca las vería nadie, que podrían terminar con tu carrera, pudo haber terminado todo. Cuando me dijiste aquello creía que me volvía loca. Creo que lo recordarás. En aquel momento estaba decidida a alejarme de ti, y quizás hubiese sido mejor para ti que lo hubiese hecho. No se trataba de que yo no comprendiese lo que habías dicho sobre no mostrar jamás las pinturas, sino de que era demasiado parecido a lo que había pasado con Jugada decisiva.

Otra vez, pensé. Soy un veneno, ¡un veneno! Pero de todos modos la rabia que sentía, la rabia que tenía contra todo, me estaba destrozando.

Tú ya sabes lo que sucedió después, el asesinato en Page Street y mi llamada, con lo cual volvimos a estar juntos, y fue como con Marty, porque yo te quería y no pensaba dejarte nunca, independientemente de lo que hicieses con los cuadros; bien, era una decisión tuya, eso es lo que yo me decía a cada momento.

Yo era tan feliz por estar contigo, por el hecho de que me amases, que nada más en el mundo tenía importancia para mí.

Una noche llamé a papá a cobro revertido desde tu casa, en esta ocasión le conté quién eras tú y le di el número de teléfono, aunque le advertí que no llamase porque tú siempre estabas en casa. Papá estaba encantado con lo que estaba sucediendo.

Luego me enteré de que conocía a Celia, tu ex mujer, la que trabaja en la ciudad de Nueva York; al parecer iba a menudo al salón de G. G., y él consiguió hacerla hablar sobre ti, de modo que cuando llamé la segunda vez me dijo que tú eras una persona bastante buena, de acuerdo con lo que le había contado Celia. Ella le explicó que el matrimonio no había funcionado porque tú siempre estabas trabajando, que lo único en que tú estabas interesado era en pintar.

Bien, eso a mí me parecía perfecto.

Pero mientras tanto, las cosas a papá no le estaban yendo bien. Ya no vivía con Ollie. En lugar de eso, dormía en un sofá en el mismo salón de belleza. Incluso en la noche de los premios Tony, cuando Dolly Rose salió premiada con todo, papá no hizo caso de la llamada de Ollie y no regresó con él.

Además, aquellos abogados seguían molestándole. No dejaban de insistir en que yo me hallaba en Nueva York, y que papá sabía dónde. Luego empezaron a suceder cosas extrañas. Se inició el rumor de que uno de los peluqueros de papá había contraído el sida.

Tú ya sabes lo que es el sida, no puedes contagiarte por un contacto casual. Pero al mismo tiempo a la gente le da miedo, así que papá se encontró con varias cancelaciones. Incluso Blair Sackwell le telefoneó para hablarle de los rumores. Después Blair le ayudó a sofocar todo el asunto.

Pese a todo, papá se sentía optimista. Estaba ganando la batalla. El día anterior había hecho su jugada, como él decía, con los abogados que habían vuelto a la peluquería. «Miren, si ella ha desaparecido deberíamos llamar a la policía y explicárselo», les había dicho en su propia cara, y a continuación se dirigió al teléfono. Incluso llegó a pedirle a la operadora que le pusiese con el departamento de policía, antes de que uno de aquellos tipos cogiera el auricular y lo colgara. «Se lo estoy diciendo en serio —continuó diciéndoles papá—, si les vuelvo a ver por aquí y todavía no la han encontrado, llamaré a la policía sin más preámbulos».

Cuando escuché a papá contándome la historia, no pude más que echarme a reír. Pero me resultaba espantoso pensar en papá enfrentándose a aquellos desagradables tipos. Aunque él seguía insistiendo en que se sentía feliz:

—Es como el ajedrez, te lo digo de verdad, Belinda, lo único que has de hacer es la jugada correcta en el momento preciso. Y por otra parte, Belinda, lo mejor de todo es que ellos no tienen la más remota idea de dónde estás.

***

Ahora bien, cuando hice aquellas llamadas telefónicas a papá a cobro revertido y le di tu número de teléfono, no se me ocurrió ni remotamente que nadie pudiese encontrar ese número en los archivos de las llamadas de papá. Pero eso es lo que sucedió. Y así fue como me localizaron en tu casa.

En julio, después de que estuviéramos juntos durante unas seis semanas, Marty apareció en Castro Street, caminaba hacia mí pasando por delante de la tienda Walgreen. Me pidió que subiese con él al coche.

Me quedé anonadada. Estuve a punto de acabar con todo, pues ¿qué habría sucedido si tú hubieses estado conmigo en aquel momento?

En cuestión de segundos nos dirigíamos a toda velocidad hacia el centro de la ciudad, a la suite que la United Theatricals tenía en el hotel Hyatt Regency, la misma en que tú te entrevistaste más tarde con mamá.

Bien pues, Marty, antes incluso de llegar allí, estuvo temblando y haciendo una escena de ópera italiana. Sin embargo, yo no estaba preparada para su ataque inmediato, en el momento de cerrarse la puerta de la suite. Tuve que pelearme con él para apartarle, y digo bien, pelearme en serio. Pero Marty no es malo, de verdad que no lo es.

Así que cuando se dio cuenta de que no iba a acostarme con él, estuvo a punto de desmoronarse al estilo de Marty, como había hecho en tantas otras ocasiones en el Château Marmont y en Beverly Hills, y acabó contándome todo lo que había estado sucediendo.

Después de que me hube ido, las cosas habían ido de mal en peor, el tío Daryl insistía en contratar a sus propios detectives para encontrarme y Marty seguía la investigación por su cuenta. Mamá pareció volverse loca por el sentimiento de culpa en las semanas que siguieron, le decía a Marty que no me buscase y luego se despertaba gritando que sabía que yo estaba en peligro, que tenía que estar herida.

Trish y Jill habían regresado, así que hubo que explicarles lo de mi desaparición, y resultó muy difícil controlarlas. Jill estaba convencida de que había que llamar a la policía y estaba muy enfadada con Bonnie. Daryl me culpaba a mí de todo lo que sucedía y era partidario de declararme legalmente enferma mental y recluirme en una institución en Tejas tan pronto como se averiguase mi paradero.

Marty no hacía más que insistir en que todo había sido un malentendido y que no había sucedido nada entre él y yo, que mamá lo había imaginado todo. Si no se hubiese precipitado todo el mundo antes de que él regresara del hospital, todo habría ido bien. Pero los tres tejanos, como él les llamaba, creían la versión de mamá de que yo había intentado seducir a Marty, si bien Trish y Jill manifestaron sincera preocupación por mí e insistían en que había que llamar a la policía.

Marty dijo que fue un infierno, un verdadero infierno. Sin embargo lo peor de todo es que ahora mamá estaba autoconvencida de que Marty me tenía escondida en alguna parte. Estaba segura de que yo me hallaba en Los Ángeles y de que Marty y yo seguíamos viéndonos.

La semana anterior, sus imaginaciones habían llegado al punto máximo. Mientras él estaba en Nueva York comprobando mis posibles contactos con G. G., mamá decidió que lo que pasaba era que Marty estaba conmigo. Le había escrito una nota a Daryl explicándoselo así, y después se cortó las venas de las muñecas, estaba desangrándose y casi muerta cuando la encontraron.

Por fortuna Jill vio la nota y la destruyó, y Marty tuvo la oportunidad de hablar con mamá y conseguir que confiase en él de nuevo. Sin embargo, era cada vez más difícil mantener la calma. Si él la dejaba sola, aunque fuese durante una hora, ella se convencía de que él estaba conmigo. Incluso este viaje a San Francisco resultaba arriesgado. Trish creía en él, Jill también, y aceptaron que él seguía con la búsqueda. Con respecto a Daryl, Marty no estaba muy seguro.

Desde luego Marty estaba frenético de preocupación por mí. Se había sentido extremadamente temeroso mientras sus hombres comprobaban a ese artista, así te llamó, y verificaban que era una persona correcta.

—Pero la verdad de todo, Belinda, es que tienes que volver, tienes que darle un beso de despedida a ese tipo y volver conmigo a Los Ángeles ahora. Se está hundiendo, Belinda. Y también tenemos otros problemas allí. Susan Jeremiah se ha ido a Suiza para tratar de localizarte. Está dejando exhausto y sin respiración a todo el mundo. Amor mío, sé lo que piensas de mí, lo sé. Y también sé que tú no quisiste que esto llegase a suceder, pero, por Dios bendito, Belinda, esa mujer va a terminar con su vida, maldita sea. Sólo hay una salida.

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