Belinda

Belinda


Tercera parte » Capítulo 2

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Cuando llegué al Stanford Court, Blair estaba en el vestíbulo rodeado de periodistas. Todo el mundo escribía deprisa. Los flashes viejos empezaban a dejar de funcionar.

Durante un segundo quedé deslumbrado. Después pude ver a G. G. levantándose de una silla que se hallaba junto a Blair. G. G. estaba resplandeciente con su cuello cisne de seda blanca y su chaquetón marrón de terciopelo, pero aun con su enorme estatura, no conseguía eclipsar a Blair.

Cuando Belinda me describió a ese hombre, no exageró en lo más mínimo. Debía de tener un metro sesenta escaso de estatura, su rostro era muy moreno, con la nariz prominente, sólo le quedaba un poco de cabello gris y llevaba gruesas gafas de carey. Iba vestido con un traje que le sentaba muy bien, recubierto de lentejuelas plateadas. Incluso llevaba lentejuelas en la corbata. La gabardina que le colgaba de los hombros estaba forrada de piel de visón de color blanco. Fumaba un cigarro puro con el mismo estilo que George Burns, bebía whisky con hielo y les estaba diciendo a todos con una voz ronca y estentórea que no tenía forma de verificar si Belinda había tenido relaciones con Marty, eso estaba claro, y que si se creían que él era una especie de Peeping Tom. Por otra parte, les instaba a que preguntaran a Bonnie por qué había disparado contra su marido y por qué no había llamado al departamento de policía de Los Ángeles cuando Belinda se escapó.

Yo me quedé de piedra. De modo que las conclusiones se iban cerrando hasta ese punto, y de una manera tan rápida. ¡Oh, Belinda!, pensé, yo traté que esto fuera algo limpio.

—¡Jeremy! —Cynthia Lawrence, del Chronicle, apareció de pronto frente a mí—. ¿Te dijo Belinda alguna vez si ella y Moreschi habían tenido relaciones?

Mientras yo trataba de sortear a Cynthia, oí a Blair que me gritaba:

—¡Cien mil dólares por vuestra foto de boda, si os ponéis un Midnight Mink!

Se oyeron carcajadas y risitas de los reporteros, tanto de los que eran conocidos como de los que no.

—Si a Belinda le parece bien, por mí adelante —le contesté—. Nos podemos casar vestidos con uno de ésos, ¿por qué no? ¿Pero qué tal doscientos mil dólares, si vamos a ser dos en vez de uno?

Volvieron a oírse las risas.

—Cuando dos personas se casan se supone que se convierten en una sola —gritó Blair, señalándome con el cigarro.

Sin dejar de reír, los periodistas seguían haciendo preguntas.

—¿Así que tiene usted la intención de casarse con Belinda?

—¿Bonnie toma drogas? —preguntó Cynthia.

—¡De eso no sabemos nada! —dijo G. G. con impaciencia. Me di cuenta de que empezaba a encontrar la reunión tan desagradable como yo. De hecho, parecía casi furioso.

—¡Vaya si lo sabemos! —dijo Blair, poniéndose de pie, cubriéndose con la gabardina y dejando caer la ceniza sobre la alfombra—. Lo único que tenéis que hacer es ir a Los Ángeles, tomar una copa en el Polo Lounge y escuchar las habladurías. Va tan llena de drogas, que no podría hablar y masticar un chicle al mismo tiempo sin asfixiarse.

—¿Se casará usted con Belinda?

—¡Pero no son más que habladurías! —dijo G. G.

—Sí, deseo casarme con Belinda —respondí—, de hecho debería habérselo preguntado antes.

A causa de los destellos de los flashes todavía no podía ver nada frente a mí. Oía más preguntas. No me era posible seguirlas.

—Salgamos de aquí —me susurró G. G. al oído—. A Belinda no le gustaría todo esto. Blair está ido.

—Jeremy, ¿está usted contento con la reacción que han causado los cuadros?

—Jeremy, ¿asistió usted a la reunión previa a la inauguración?

Blair me cogió del brazo. Para ser tan pequeño me pareció un hombre muy fuerte.

—¿Fue muy larga la relación entre Marty y Belinda?

A esto contestó Blair diciendo:

—En Hollywood era como si los hubieran pegado con cola. Pregúntenle a Marty.

—G.G., ¿los que le arruinaron el negocio fueron Bonnie y Marty?

—Nadie ha arruinado mi negocio, ya se lo he dicho. Lo que pasa es que he decidido irme de Nueva York.

—Eso es una maldita mentira —dijo Blair—. Hicieron correr rumores por toda la ciudad.

—G.G., ¿les demandará usted?

—Yo no voy por la vida poniendo demandas contra la gente. Blair, por favor…

—¡Diles lo que pasó, maldita sea! —rugió Blair, mientras cogía a G. G. por un brazo y a mí por el otro e intentaba llevarnos a través del vestíbulo en dirección al ascensor. Me parecía tan ridículo que casi me eché a reír. Los periodistas nos seguían como si fuesen insectos alrededor de una bombilla.

—Los rumores en torno al salón comenzaron cuando los investigadores se pusieron a buscarla en Nueva York —explicó G. G. con enorme dificultad—. Pero cuando vendí el negocio el asunto ya estaba dominado. Conseguí un buen precio por el negocio, ya deben saberlo…

—Te echaron de Nueva York —dijo Blair.

—¿Y en qué consistieron los rumores?

—¿Sabía usted que Belinda estaba viviendo con Jeremy Walker?

—Sabía que eran amigos, que él era bueno con ella y que le hacía retratos. Sí, lo sabía.

—Jeremy. —Cynthia casi tropieza conmigo—. ¿Te contó alguna vez Belinda que Marty había tenido una estrecha relación con ella?

—Mira —le dije—. Lo que a mí me importa es que la exposición se inaugura mañana. Eso es lo que tanto Belinda como yo deseamos, y confío en que dondequiera que esté se entere. Arruinaron su película Jugada decisiva, pero nadie va a impedir que yo muestre los retratos que hice de ella.

Llegamos a los ascensores y G. G. me empujó hacia el interior después de Blair. Luego se ocupó de mantener fuera de las puertas a los reporteros cuando aquéllas se cerraban.

—¡Ajá! —exclamó Blair. Sujetó el cigarro entre los dientes y se frotó las manos.

—¡Estás hablando demasiado! —le dijo G. G.—. Te estás pasando de la raya. Te lo digo en serio. —Incluso enfadado como estaba, mantenía el tono de voz calmado, y en su cara podía apreciarse por igual, la preocupación y la rabia.

—¡Sí! Eso es lo que me dijo tía Margaret cuando le compré la pequeña compañía de pieles e hice el primer anuncio con Bonnie, el que apareció en Vogue. No te pongas pálido Walker. Pienso crucificar a ese italianito de Hollywood, el de la «horrible estadística», el del «hecho atroz».

Cuando las puertas se abrieron, encontramos otros periodistas esperándonos.

—¡Venga, muchachos, salid de aquí! —les dijo Blair mientras nos conducía a través de ellos—, si no, llamaré a recepción. —Echaba humo del cigarro y caminaba por delante de nosotros, parecía una pequeña locomotora.

—Jeremy, ¿es cierto que la familia sabía que ella estaba con usted? ¿Es cierto que Bonnie vino aquí en persona?

¿Qué?, ¿había oído bien? Me di la vuelta y traté de identificar al periodista que había hecho la pregunta. Yo no le había revelado a nadie esa parte de la historia, a nadie excepto a los más íntimos, G. G., Alex y Susan. Pero ellos nunca lo hubiesen contado.

El reportero era un chico joven que llevaba un chaquetón deportivo y tejanos, una persona indefinida, con su cuaderno de notas de taquigrafía, su bolígrafo y una pequeña grabadora colgada del cinturón. Me estaba mirando con atención y me pareció que se daba cuenta de que me subía la sangre a la cara.

Volvió a preguntar:

—¿Es cierto que se encontró usted con Bonnie en el Hyatt Regency de San Francisco?

—Oiga, déjenos en paz, por favor —le dijo G. G. muy educadamente. Blair me miraba con intensidad.

—¿Es eso cierto? —preguntó.

—¡Escuche esto! —dijo el muchacho, situándose entre la puerta de la habitación y yo. Se puso a hojear el cuaderno de notas. Me di cuenta de que la pequeña grabadora estaba funcionando. Tenía la luz roja encendida.

Un montón de caras inquisitivas nos estaban mirando, pero yo no podía verlas. No se registró nada.

—Tengo aquí la manifestación de un conductor de limusinas que dice que el día 10 de septiembre llevó a Bonnie y a Belinda a las inmediaciones de su casa; después de que ésta bajase del coche, Bonnie se quedó esperando durante tres horas frente a su casa en la calle Diecisiete, hasta que usted salió. Después le recogió en…

—¡Sin comentarios! —le dije—. Pero Blair, ¿es que no tienes la llave de esta maldita puerta?

—¡Entonces ella sabía que usted estaba viviendo con Belinda!

—¡Bonnie sabía dónde se encontraba Belinda!

—¿Qué significa eso de sin comentarios? —gritó Blair—. Contesta a sus preguntas. ¿Acaso Bonnie lo supo todo el tiempo?

—¿Sabía Bonnie lo de los retratos?

—Abre la puerta, Blair —dijo G. G. Le arrebató la llave a Blair y abrió la puerta.

Yo entré detrás de Blair. G. G. cerró la puerta. Se le veía tan exhausto como a mí. Pero Blair pareció despertarse a la vida de inmediato.

Se quitó la gabardina forrada de visón, pataleó, y volvió a frotarse las manos, entre tanto el cigarro seguía entre sus dientes apretados.

—¡Ajá, perfecto! Y tú no me has contado que ella estuvo aquí. ¿De qué lado estás tú, Rembrandt?

—Si se te ocurre alentar esto, Blair, ellos te denunciarán —le dijo G. G.—. Te van a arruinar, igual que, como tú dices a todo el mundo, me arruinaron a mí.

—¡Ellos te arruinaron, claro! ¿Y de qué demonios estás tú hablando?

—No, no lo hicieron. —G.G. estaba exasperado. La sangre afluía a sus mejillas. Pero ni aun así, llegaba a elevar la voz—. Estoy aquí porque eso es lo que quiero. Para mí Nueva York había terminado, Blair; me marché porque todo había acabado. Y lo peor es que Belinda no sabe nada de eso. Incluso puede que ella crea que es todo por su culpa. Pero si tú no te callas, esa gente irá a por ti con sus revólveres.

—Que lo intenten. Mi dinero está en francos suizos. Nunca conseguirán ni un penique. Igual puedo vender pieles desde Luxemburgo que desde la Gran Manzana. Ya tengo setenta y dos años. Tengo cáncer. Soy viudo. ¿Qué pueden hacerme?

—Sabes bien que no puedes vivir en ninguna parte que no sea Nueva York —le explicó G. G. con paciencia—. Y tu cáncer está en fase de remisión desde hace diez años. Cálmate, Blair, por el amor de Dios.

—Escucha G. G., esto se está desmadrando —dije yo—. Si han conseguido hablar con ese conductor de limusinas…

—Tú lo has dicho —dijo Blair de inmediato. Levantó el auricular del teléfono, presionó un solo botón y ordenó, con su potente voz, que desalojasen el vestíbulo frente a su habitación en aquel mismo instante.

Pasó por mi lado, a toda velocidad, en dirección al baño, miró en la ducha y volvió a salir:

—Mira debajo de la cama, sí, tú, robusto bobalicón —le dijo a G. G.

—No hay nadie debajo de la cama. —Le aclaró G. G.—. Ya estás como siempre, dramatizándolo todo.

—¿Ah, sí? —Blair se agachó y levantó la colcha—. ¡Muy bien, no hay nadie! —Se levantó—. Ahora cuéntame todo eso de la reunión con Bonnie. ¿Qué es lo que ella sabía?

—Blair, no tengo intención de añadir más porquería —le expliqué—. Ya he dicho todo lo que había que decir.

—¡Qué carácter! ¿Acaso nadie te ha dicho que todos los pintores son unos pelmazos? Si no, mira a Caravaggio, un verdadero bastardo, y también Gauguin, un pelma, te lo digo yo, un pelmazo de primera categoría.

—Blair, estás hablando tan alto que van a oírte desde el pasillo —comentó G. G.

—¡Eso espero! —gritó en dirección a la puerta—. Muy bien. Olvidemos a Bonnie por el momento. ¿Qué has hecho con la carta que te escribió Belinda con toda la historia? —me preguntó Blair en tono exigente.

—Está en una caja fuerte de un banco en Nueva Orleans. Y la llave está en otra.

—¿Y las fotografías que hiciste? —inquirió Blair.

—Las quemé todas. Mi abogado insistió bastante en ello. Quemar aquellas fotografías fue muy penoso. Y sin embargo, siempre supe que llegaría el momento. Si la policía encontrase las fotografías, éstas llegarían a manos de la prensa, y con las fotografías todo sería muy distinto. Los cuadros eran otra cosa.

Blair se quedó pensando.

—De modo que estás seguro de que las convertiste en cenizas.

—Sí, y los trozos que no se quemaron, los tiré al triturador de basuras. Ni siquiera el FBI podría poner sus manos sobre las fotos.

G. G. sonrió con cierta tristeza y sacudió la cabeza. Me había ayudado a quemar las fotos y a deshacerme de ellas, y como a mí le había parecido algo odioso.

—¡Vaya, no seas tan arrogante, guapo! —le gritó Blair—. ¿Es que nadie te ha dicho que cruzar con una menor la frontera del estado con propósitos ilegales es un delito federal?

—Estás loco, Blair —dijo G. G. con calma.

—No, no lo estoy. Escucha, Rembrandt, estoy de tu lado. Y tú fuiste lo bastante listo como para quemar esos negativos y esas fotos. ¿Has oído hablar alguna vez de Daryl, el hermano de Bonnie? Lo tendrás pisándote los talones en menos que canta un gallo. La United Theatricals ya está recibiendo llamadas telefónicas de la Moral Majority…

—¿Tienes evidencia de ello? —le pregunté.

—¡Me lo dijo el mismo Marty! —me aclaró—. Me lo contó entre imprecaciones gitanas y amenazas mafiosas. Me dijo que recibían llamadas de los afiliados locales de la Bible Belt[1]. Están preguntando si es cierto que Bonnie dejó que su hija se escapase de casa. Tendrás que ir a tu casa y comprobar que nada te relaciona con ella, que no sea arte y todos esos disparates románticos que pusiste en el catálogo.

—Eso ya lo he hecho. Pero creo que G. G. tiene razón. Tú no estás actuando con suficiente precaución en lo personal.

—¡Vaya!, eres una persona encantadora, de verdad que sí. —Se puso a caminar con las manos en los bolsillos y el cigarro entre los dientes. Después se lo sacó de la boca—. Sin embargo, quiero decirte una cosa, yo quiero a esa jovencita. No, no me mires así, y no me digas lo que tienes en la punta de la lengua. Tú crees que odio a Bonnie porque ella me rechazó. Pues tienes razón, pero odiar a Bonnie es como odiar al mal tiempo. Yo quiero a esa chiquilla. La vi crecer. La tuve en mis brazos cuando todavía era un bebé. Es dulce y amable igual que su padre, de hecho siempre lo fue. La porquería que la rodeaba nunca influyó en ella. Y quiero decirte otra cosa. Ha habido momentos en mi vida en que todos los contactos que yo tenía consistían en basura, mentiras, negocios, mierda y exageraciones, ¡porquería de verdad! ¿Sabes lo que solía hacer? Cogía el teléfono y la llamaba. Sí, a Belinda. Era sólo una niña, pero era una persona, una persona de verdad. En Saint Esprit salíamos a veces los dos juntos y nos íbamos en su maldita motocicleta. Charlábamos. Esos imbéciles le hicieron daño, lo cual era prácticamente inevitable. ¡Alguien debía haber cuidado de ella!

Blair aspiró el humo del cigarro con intensidad, lo soltó y después se hundió en una pequeña silla que había junto a la ventana y puso el talón de su zapatilla de tenis plateada sobre el terciopelo de otra silla que tenía frente a él. Durante un momento se perdió en sus pensamientos. Yo no dije nada. Volvió a invadirme la tristeza, la misma que había sentido con tanta intensidad en la cocina de mi casa y en la pequeña casita blanca de Carmel. La echaba mucho de menos. Tenía miedo de que le sucediese algo malo. La exposición era un éxito, ésa era la palabra que utilizó el más cauto de los hombres, un triunfo, y ¿dónde estaba ella para compartirlo conmigo? ¿Qué maldito significado tendría todo para mí, si ella no estaba conmigo?

Detrás de una nube de humo, Blair me estaba mirando.

—¿Me vas a contar ahora qué sucedió cuando Bonnie vino aquí? —dijo en tono inquisitivo—. ¿Me vas a contar toda esa porquería o no?

De pronto se oyó un fuerte golpe en la puerta. Después otro golpe y todavía otro, como si hubiese más de una persona allí fuera.

—No, Jeremy —me dijo G. G. mirándome a los ojos—, no lo hagas.

Le miré y volví a ver a Belinda. Vi que aquel muchacho demasiado crecido me hablaba muy en serio.

Los golpes en la puerta eran cada vez más fuertes. Blair hizo caso omiso de ellos. Continuó mirándome fijamente.

—Blair, ¿no lo ves? —inquirí—. Eso ya lo doy por terminado. No tengo por qué contarle nada más a nadie. Y vosotros tampoco.

—Abre esa condenada puerta, G. G., ¡maldita sea! —dijo Blair.

Los periodistas agolpados en el pasillo sostenían los periódicos de la mañana en alto. Llevaban en la mano las nuevas ediciones de The World This Week, la edición matinal de Los Angeles Times y el periódico sensacionalista de Nueva York, News Bulletin.

—¿Ha leído usted lo que dicen? ¿Tiene usted algo que comentar?

LA ENFERMERA LO CUENTA TODO. BONNIE, SU MARIDO Y SU HIJA EN UN TRIÁNGULO AMOROSO. RETRATOS DE PURA PORNOGRAFÍA INFANTIL DE LA HIJA DE BONNIE. LA HIJA DE BONNIE HUYE DE SU PADRASTRO PARA REUNIRSE CON UN PINTOR DE SAN FRANCISCO. BONNIE, LA ESTRELLA DE CHAMPAGNE FLIGHT, ABANDONA A SU HIJA POR SU MARIDO, EL PRODUCTOR. BELINDA TODAVIA SE HALLA DESAPARECIDA.

—Bien, Rembrandt —dijo Blair elevando su voz sobre el tumulto—. Creo que tienes alguna cosa en tu favor.

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