Behemoth

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Uno

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UNO

Alek alzó su espada.

—¡En guardia, señor!

Deryn levantó su arma, sopesándola mientras estudiaba la pose de Alek. El muchacho tenía los pies abiertos en ángulo recto y su brazo izquierdo echado hacia atrás y doblado apoyándolo en su espalda como el asa de una taza de té. La armadura de esgrima le hacía parecer un edredón andante. Incluso con su espada apuntándola directamente, tenía un aspecto rematadamente estúpido.

—¿Tengo que ponerme así? —preguntó ella.

—Sí, si quieres llegar a ser un auténtico esgrimista.

—Un auténtico idiota, más bien —murmuró Deryn, deseando de nuevo que su primera lección tuviera lugar en un sitio menos concurrido.

Una docena de tripulantes los estaban observando, junto a dos rastreadores de hidrógeno curiosos. Pero el contramaestre, el señor Rigby, había prohibido que se practicara esgrima dentro de la aeronave.

Deryn suspiró, alzó su sable y trató de imitar la pose de Alek.

Al menos, hacía un tiempo agradable en la parte superior del Leviathan. La aeronave había dejado atrás la península italiana la noche anterior y ahora el mar en calma se extendía en todas direcciones, con el sol de la tarde esparciendo destellos como diamantes por su superficie. Traídas por la fría brisa del mar, las gaviotas revoloteaban sobre sus cabezas.

Y lo mejor de todo era que no había ningún oficial ahí arriba para recordarle a Deryn que estaba de servicio. Se rumoreaba que dos acorazados alemanes merodeaban por los alrededores, y se suponía que Deryn debía estar atenta a las señales que pudieran provenir del cadete Newkirk, que colgaba de un elevador Huxley a seiscientos metros de altura sobre ellos.

Pero en realidad no estaba perdiendo el tiempo. Tan solo dos días antes, el capitán Hobbes le había ordenado que vigilara a Alek y que averiguase lo que pudiera sobre él. Sin duda alguna, una misión secreta encomendada por el capitán era más importante que las tareas que realizaba normalmente.

Tal vez era una estupidez que los oficiales aún consideraran enemigos a Alek y sus hombres, pero al menos aquello proporcionaba una excusa a Deryn para pasar más tiempo con él.

—¿Tengo pinta de bobo? —le preguntó a Alek.

—Ciertamente, señor Sharp.

—¡Bien, tú también entonces! Se diga como se diga «bobo» en clánker.

«CLASES MARCIALES EN LA ESPINA»

—La palabra es «dummkopf», pero yo no lo parezco porque mi postura no es tan horrible como la tuya —respondió él.

Bajó su sable, se acercó más y ajustó las extremidades de Deryn, como si fuese un maniquí de un escaparate.

—Desplaza más peso sobre el pie de atrás —dijo Alek, separándole las piernas con un leve empujón en las botas—, de este modo podrás apartarte cuando ataques.

Ahora Alek estaba justo detrás de ella, con su cuerpo pegado al suyo mientras le ajustaba el brazo que sostenía la espada. A Deryn no se le había ocurrido que practicar esgrima pudiera ser tan delicado.

Cuando él la cogió por la cintura, sintió como si una descarga recorriese su piel. Si Alek llevaba las manos algo más arriba, quizás se daría cuenta de lo que estaba oculto bajo su cuidado uniforme.

—Mantente siempre de costado a tu oponente —dijo, haciéndola girar con delicadeza—. De ese modo tu pecho será un blanco mucho más difícil.

—De acuerdo, un blanco mucho más difícil —dijo Deryn con un suspiro.

Al parecer, su secreto estaba a salvo.

Alek dio un paso atrás y retomó su postura, de forma que las puntas de sus espadas casi se tocaron. Deryn inspiró profundamente, lista para luchar al fin.

Pero Alek no se movió. Transcurrieron unos interminables segundos. Los nuevos motores de la aeronave zumbaban bajo sus pies mientras las nubes se deslizaban lentamente sobre ellos.

—¿Vamos a luchar o nos vamos a quedar mirándonos fijamente hasta el aburrimiento? —preguntó Deryn finalmente.

—Antes de que un esgrimista pueda cruzar espadas con alguien, debe aprender esta postura básica. Pero no te preocupes —Alek sonrió con malicia—, no estaremos así más de una hora. Solo es tu primera lección, después de todo.

—¿Qué? ¿Toda una maldita hora sin moverme? —Deryn notó que sus músculos se resentían y cómo los demás tripulantes contenían la risa.

Uno de los rastreadores de hidrógeno se acercó arrastrándose y olisqueó su bota.

—Eso no es nada —dijo Alek—, cuando empecé mis lecciones con el conde Volger, ni siquiera me permitía coger una espada.

—Bueno, es una manera bastante estúpida de enseñar a alguien a luchar con espada.

—Tu cuerpo tiene que aprender a colocarse en la postura adecuada. De lo contrario adoptarás malos hábitos.

Deryn soltó un bufido.

—¡No creerás que en una lucha no moverse es un mal hábito! Y si solo vamos a estar aquí de pie plantados, ¿por qué llevas armadura?

Alek no respondió y se limitó a entornar los ojos, con su sable inmóvil en el aire. Deryn veía cómo la punta del suyo se agitaba y apretó los dientes.

Por descontado, al dichoso príncipe Alek le habrían enseñado a luchar correctamente. Por lo que ella sabía, su vida entera había sido una sucesión de tutores. Puede que el conde Volger, su profesor de esgrima, y Otto Klopp, su profesor de mekánica, fuesen sus únicos profesores ahora que se había convertido en un fugitivo. Pero cuando aún vivía en el castillo familiar de los Habsburgo, debía de haber tenido una docena más, todos llenándole la azotea con tonterías como idiomas antiguos, buenas maneras y supersticiones clánker. No era pues extraño que para él quedarse allí parado como un perchero fuera educativo.

Pero Deryn no iba a permitir que un príncipe engreído aguantara más que ella.

De modo que se quedó completamente quieta, mirándole fijamente. Según pasaban los minutos, su cuerpo se tensaba y empezaba a sentir un dolor punzante en los músculos. Y lo peor estaba en su mente: el aburrimiento se convertía en rabia y frustración, y el zumbido de los motores clánker se le estaba metiendo en la cabeza como si fuese una colmena.

Lo más difícil era sostenerle la mirada a Alek. Sus ojos de color verde oscuro se mantenían fijos en ella, tan inmóviles como la punta de su espada. Ahora que conocía los secretos de Alek: el asesinato de sus padres, el dolor por tener que dejar atrás su hogar y el gélido peso de las disputas familiares que habían empezado aquella guerra horrible, Deryn podía percibir la tristeza que había tras aquella mirada.

En raras ocasiones veía cómo a Alek se le humedecían los ojos por las lágrimas, que solo contenía por un fiero orgullo implacable. Incluso, cuando a veces competían en juegos estúpidos, como sobre quién conseguiría subir más rápido por el flechaste, Deryn casi deseaba dejarle ganar.

Pero nunca sería capaz de declarar aquellos pensamientos en voz alta, no al menos fingiendo ser un chico, y Alek jamás volvería a cruzar aquella mirada con ella si averiguaba que en realidad era una chica.

—Alek… —empezó a decir.

—¿Necesitas un descanso? —preguntó él.

Su sonrisita burlona borró los pensamientos caritativos de Deryn.

—¡Vete al cuerno! —dijo ella—. Me estaba preguntando qué haréis los clánkers cuando lleguéis a Constantinopla.

La punta de la espada de Alek se movió un instante.

—El conde Volger pensará en algo. Espero que podamos abandonar la ciudad lo antes posible. Los alemanes jamás me buscarán en las zonas boscosas del Imperio otomano.

Deryn miró hacia el vacío horizonte que se extendía ante ella. El Leviathan podría llegar a Constantinopla al amanecer del día siguiente, y solo hacía seis días que conocía a Alek. ¿De veras iba a marcharse tan rápido?

—No es que esté mal en este sitio. La guerra parece más lejana en esta aeronave de lo que jamás me lo pareció cuando estaba en Suiza. Pero no puedo quedarme aquí, en el aire, para siempre —dijo Alek.

—No, imagino que no —dijo Deryn, centrando su mirada en las puntas de ambas espadas.

El capitán podía desconocer quién era el padre de Alek, pero, aun así, resultaba obvio que el muchacho era austriaco. Solo era cuestión de tiempo que el Imperio austrohúngaro entrara en guerra oficialmente con Gran Bretaña y entonces el capitán jamás dejaría marchar a los clánkers.

Era muy injusto pensar en Alek como en un enemigo después de que hubiera salvado la aeronave ya dos veces. En la primera ocasión, les había salvado de una gélida muerte dándoles comida y, en la segunda, les había salvado de los alemanes entregándoles los motores que habían permitido a todos escapar.

Los alemanes seguían buscando a Alek para intentar terminar el trabajo que habían empezado con sus padres. Alguien tenía que estar de su parte… Y, tal y como Deryn había ido admitiendo poco a poco durante aquellos últimos días, no le importaría ser ella la que acabase siendo ese alguien.

Algo que ondeaba en el cielo llamó su atención y Deryn bajó el brazo dolorido con el que sostenía la espada.

—¡Ajá! —dijo Alek—. ¿Has tenido suficiente?

—Es Newkirk —comentó ella, intentando descifrar los gestos frenéticos del muchacho.

Las banderas de señales se agitaban formando las letras una vez más y, lentamente, el mensaje fue cobrando sentido en su mente.

—Dos grupos de chimeneas avistados a una distancia de cuarenta millas —dijo mientras cogía su silbato de mando—. ¡Son los acorazados alemanes!

Sonrió un poco sin querer al soplar el silbato: Constantinopla tendría que esperar.

El aullido de alarma se propagó con rapidez, pasando de un rastreador de hidrógeno a otro. Enseguida, los aullidos de las bestias resonaron por toda la aeronave.

La tripulación se reunió en la espina dorsal, preparando las armas aéreas y llevando sacos de comida a los murciélagos fléchette. Los rastreadores se movían por todo el flechaste buscando fugas en la piel del Leviathan.

Deryn y Alek hicieron girar el cabrestante del Huxley para acercar a Newkirk a la nave.

—Lo dejaremos a trescientos metros —dijo Deryn mientras observaba los marcadores de altura de la cuerda—. Eres un tipo con suerte. ¡Desde aquí arriba podrás ver toda la batalla!

—Pero no será una gran batalla, ¿verdad? —preguntó Alek—. ¿Qué puede hacer una aeronave contra dos acorazados?

—Imagino que nos quedaremos completamente inmóviles durante una hora. No sea que caigamos en malos hábitos.

Alek puso los ojos en blanco.

—Hablo en serio, Dylan. El Leviathan no tiene armas pesadas. ¿Cómo podemos luchar contra ellos?

—Un respirador de hidrógeno grande puede hacer muchas cosas. Aún nos quedan algunas bombas aéreas y murciélagos fléchette… —las palabras de Deryn quedaron en el aire—. ¿Has dicho «podemos»?

—¿Cómo dices?

—Acabas de decir «¿Cómo podemos luchar contra ellos?». ¡Como si fueras uno de los nuestros!

—Supongo que sí lo he dicho —dijo Alek, bajando la vista y mirando fijamente sus botas—. Mis hombres y yo estamos sirviendo en esta aeronave, después de todo y a pesar de que seáis un atajo de darwinistas impíos.

Deryn sonrió de nuevo mientras aseguraba el cable del Huxley.

—Mencionaré esto al capitán la próxima vez que me pregunte si eres un espía clánker.

—Muy amable por tu parte —respondió Alek, y a continuación elevó la mirada para encontrarse con la de ella—. Aunque se trata de una cuestión importante: ¿los oficiales confiarán en nosotros si entramos en combate?

—¿Por qué no iban a hacerlo? ¡Salvaste la nave al cedernos los motores de tu Caminante de Asalto!

—Sí, pero si yo no hubiera sido tan generoso, nosotros también seguiríamos atrapados con vosotros en aquel glaciar. O, más probablemente, estaríamos en una prisión alemana. No lo hice por amistad exactamente.

Deryn frunció el ceño. Quizás las cosas fueran algo más complicadas ahora, con una batalla en perspectiva. Los hombres de Alek y la tripulación del Leviathan se habían convertido en aliados casi por accidente y solo hacía unos pocos días.

—Supongo que prometiste ayudarnos a llegar al Imperio otomano —dijo en voz baja—. Pero no a luchar contra otros clánkers.

Alek asintió.

—Eso es lo que tus oficiales estarán pensando.

—Sí, pero ¿qué es lo que piensas ?

—Nosotros obedeceremos las órdenes —señaló hacia la proa—. ¿Lo ves? Klopp y Hoffman ya se han puesto manos a la obra.

Era cierto. Las cápsulas de los motores que estaban a cada lado de la enorme cabeza de la bestia rugían con más intensidad y expulsaban al aire dos gruesas columnas de humo. Pero la visión de unos motores clánker montados en una aeronave darwinista constituía otra muestra de la extraña alianza que se había establecido en el Leviathan. Comparados con los minúsculos motores de fabricación británica que se habían diseñado para aquella aeronave, sonaban y escupían humo como un tren de mercancías.

—Tal vez esta sea la ocasión ideal para ponerte a prueba a ti mismo —dijo Deryn—. Deberías ir a echar una mano a tus hombres. Necesitaremos ir a velocidad para alcanzar a esos acorazados al anochecer, pero no dejes que te maten —dijo dándole una palmadita en el hombro.

—Intentaré que no.

Alek sonrió y la saludó marcialmente.

—Buena suerte, señor Sharp —se dio la vuelta y salió corriendo por la espina.

Mientras veía cómo se iba, Deryn se preguntó en qué estarían pensando los oficiales del puente. Ahí estaba el Leviathan, a punto de entrar en combate con unos motores nuevos que apenas habían probado y que manejaban unos hombres que en toda justicia deberían estar luchando en el bando contrario.

Pero el capitán no tenía muchas alternativas, ¿verdad? Podía optar entre confiar en los clánkers o volar a la deriva empujado por la brisa. Por su parte, Alek y sus hombres también se veían obligados a unirse a ellos en el combate o si no perderían a sus únicos aliados. Nadie parecía pues tener demasiadas alternativas.

Deryn suspiró, preguntándose cómo era posible que aquella guerra se hubiese embrollado tanto.

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