Behemoth

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Dos

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DOS

Mientras corría hacia los motores, Alek pensó en si le había dicho a Dylan toda la verdad.

Se sentía mal por el hecho de apresurarse a unirse al combate. En su huida hacia Suiza, Alek y sus hombres habían luchado una docena de veces contra los alemanes, e incluso contra sus compatriotas austriacos. Pero esta vez era diferente: aquellos acorazados no los estaban persiguiendo.

Según las transmisiones de radio que el conde Volger había interceptado, los dos barcos habían quedado atrapados en el Mediterráneo al comienzo de la guerra. Dado que los británicos controlaban Gibraltar y el Canal de Suez, no habían podido regresar a Alemania por ninguna parte, de modo que habían estado huyendo durante toda la semana anterior.

Alek sabía lo que se sentía al verse perseguido y atrapado en una guerra que otros habían empezado y, sin embargo, allí estaba, listo para ayudar a los darwinistas a enviar a dos barcos repletos de seres humanos vivos al fondo del mar.

La enorme bestia giró bajo sus pies, los cilios que cubrían sus flancos se ondularon como si fueran hierba mecida por el viento y la hicieron girar lentamente. Las aves fabricadas se arremolinaban en torno a Alek, algunas con el arnés ya colocado y transportando armamento.

También en aquello era diferente: ahora estaba luchando codo con codo con aquellas criaturas. A Alek le habían educado para que creyera que eran abominaciones impías, pero tras cuatro días a bordo de la aeronave, sus graznidos y chirridos habían empezado a resultarle de lo más natural. Exceptuando a los horribles murciélagos fléchette, las bestias fabricadas incluso le parecían bellas.

¿Acaso se estaba convirtiendo en un darwinista? Cuando llegó al tramo de espina que quedaba sobre las cápsulas de los motores, Alek bajó por el flechaste de babor. La aeronave se estaba inclinando hacia arriba, con lo que el mar parecía caer en la distancia por debajo de él. Las cuerdas estaban resbaladizas por la sal transportada por el aire y, mientras se sujetaba bien para no caerse, en su mente empezó a tener dudas sobre su lealtad.

Cuando llegó a la cápsula del motor, Alek estaba empapado en sudor y deseando no haberse puesto la armadura de esgrima.

Otto Klopp se encontraba a los mandos. Su uniforme de guardia de los Habsburgo estaba hecho jirones tras pasar seis semanas lejos de casa. Tras él estaba el señor Hirst, el ingeniero jefe del Leviathan, que estudiaba la ruidosa máquina con cierto disgusto. Alek tuvo que admitirlo: aquellos pistones que se agitaban sin cesar y las chisporroteantes bujías tenían una pinta extraña acoplados al ondulado flanco de la bestia aérea, como si fuesen engranajes montados sobre las alas de una mariposa.

—Profesor Klopp —gritó Alek para hacerse oír por encima del rugido de la máquina—. ¿Qué tal funciona?

El viejo profesor alzó la vista de los controles.

—Bastante bien, teniendo en cuenta la velocidad a la que nos movemos. ¿Sabéis qué está ocurriendo?

Por supuesto, Otto Klopp apenas hablaba inglés. Aunque un lagarto mensajero hubiese llevado noticias hasta la cápsula del motor, él no sabría por qué la aeronave estaba cambiando de rumbo. Lo único que había visto eran códigos de colores que transmitían órdenes desde el puente hasta el panel de señales, órdenes que había que obedecer.

—Hemos avistado dos acorazados alemanes —Alek hizo una pausa, ¿había vuelto a decir «hemos»?—. La nave los está persiguiendo.

Klopp frunció el ceño, se tomó unos instantes para digerir la noticia, y después, se encogió de hombros.

—Bueno, la verdad es que los alemanes no nos han tratado muy bien últimamente. Pero también es cierto, joven señor, que podríamos perder un pistón en cualquier momento.

Alek echó un vistazo a los engranajes que giraban. Los recién reconstruidos motores aún rechinaban y no dejaban de surgir problemas inesperados. La tripulación nunca llegaría a saber si una avería temporal había sido intencionada. Pero aquel no era momento para traicionar a sus nuevos aliados.

A pesar de que se decía que Alek había salvado al Leviathan, en realidad era que la aeronave lo había salvado a él. El plan de su padre era que Alek se escondiera en los Alpes suizos durante toda la guerra, para después resurgir y revelar que él era el heredero al trono del Imperio austrohúngaro. El aterrizaje forzoso que la aeronave se había visto obligada a hacer le había salvado de estar largos años escondido en aquellos parajes nevados. Estaba en deuda con los darwinistas por haberle salvado y por confiar a sus hombres el funcionamiento de aquellos motores.

—Esperemos que no ocurra tal cosa, Otto.

—Como digáis, señor.

—¿Algo va mal? —preguntó el señor Hirst.

Alek pasó al inglés.

—En absoluto. El profesor Klopp dice que la nave funciona como una seda. Tengo entendido que el conde Volger está destinado a la tripulación del motor de estribor. ¿Quiere que me quede aquí y os haga de intérprete?

El ingeniero jefe dio a Alek unas gafas para que se protegiera los ojos de las chispas y del viento.

—Sí, por favor. No quisiéramos que surgiera ningún… malentendido en el fragor de la batalla.

—Por supuesto que no.

Alek se puso las gafas, preguntándose si el señor Hirst había visto en Klopp algún atisbo de duda. Como ingeniero jefe de la aeronave, Hirst era un darwinista poco común, puesto que tenía conocimientos sobre máquinas. Siempre observaba con admiración cómo Klopp trabajaba en los motores clánker, aunque ambos no fueran capaces de intercambiar una sola palabra. No había ninguna razón para levantar sospechas, justo en aquel momento. Con un poco de suerte, aquella batalla terminaría pronto y podrían dirigirse a Constantinopla sin más retrasos.

Al caer la noche, los dos barcos aparecieron en el horizonte.

—El más pequeño no es gran cosa —dijo Klopp, bajando sus prismáticos.

Alek los cogió y echó un vistazo. El acorazado más pequeño ya había sufrido daños. Una de sus torretas estaba ennegrecida por un incendio y, tras de sí, dejaba una estela de petróleo que se extendía y que el sol del atardecer transformaba en un brillante arco iris.

—¿Ya han entrado en batalla antes? —preguntó al señor Hirst.

—Sí, la armada ha estado dándoles caza por todo el Mediterráneo. Los han bombardeado varias veces desde lejos, pero hasta ahora han logrado escabullirse —el hombre sonrió—. Pero esta vez no se escaparán.

—Desde luego no pueden dejarnos atrás —dijo Alek.

El Leviathan había cubierto una distancia de sesenta kilómetros en unas pocas horas.

—Ni tampoco contraatacar —dijo el señor Hirst—. Volamos demasiado alto como para que nos alcancen. Lo único que tenemos que hacer es que disminuyan la velocidad. La armada ya está de camino.

Un estruendo llegó de la espina situada encima de ellos y una bandada de alas negras se alzó desde el frontal de la aeronave.

—Están enviando primero a los murciélagos fléchette —le dijo Alek a Klopp.

—¿Qué clase de criatura impía es esa?

—Comen púas —fue cuanto Alek pudo decir.

Sintió que un escalofrío le recorría todo el cuerpo.

La bandada empezó a agruparse, formando en el aire una nube negra. La luz de los focos surgió de la barquilla y, a medida que la luz del sol se desvanecía, los murciélagos se reunían en torno a los haces de luz como si fueran polillas.

El Leviathan había perdido incontables bestias en las batallas en que había participado recientemente, pero la aeronave se estaba autorreparando poco a poco. Los murciélagos ya se estaban reproduciendo, como un bosque que se recuperara tras una larga temporada de caza. Los darwinistas decían que la aeronave era un «ecosistema».

Desde aquella distancia, había algo fascinante en la forma en que la negra bandada revoloteaba en torno a los focos. Se arremolinaron alrededor del acorazado más pequeño, listos para descargar una lluvia de púas de metal. La mayoría de la tripulación estaría a salvo bajo el revestimiento del blindaje, pero a los hombres que manejaban el armamento ligero de cubierta los iban a hacer pedazos.

—¿Y por qué empiezan con los murciélagos? —preguntó Alek a Hirst—. Los fléchette no hundirán un acorazado.

—No, pero destruirán sus banderas de señales y antenas de comunicaciones. Si podemos evitar que los dos barcos se comuniquen entre sí, será más difícil que se separen e intenten huir.

Alek tradujo para Klopp, quien señaló con el dedo a lo lejos.

—El más grande se está acercando.

Alek miró de nuevo a través de los prismáticos y tardó un instante en encontrar la silueta del barco, que se perfilaba contra el horizonte cada vez más oscuro. Incluso pudo leer su nombre en el fuselaje: el aspecto del Goeben era mucho más formidable que el de su compañero. Estaba equipado con tres torretas grandes y un par de catapultas para lanzar girotópteros. La forma de la estela que dejaba revelaba también la presencia bajo la superficie de un equipo de brazos de combate antikraken.

Sobre la cubierta de popa había una forma extraña: una gran torre revestida con aparejos de metal, parecidos a una docena de transmisores apiñados.

—¿Qué es eso que sobresale en el lado de popa? —preguntó Alek.

Klopp cogió los prismáticos y echó un vistazo. Había trabajado durante años en el ejército alemán y, a menudo, opinaba con entusiasmo sobre asuntos militares. Pero esta vez se limitó a fruncir el ceño y, cuando habló, su tono era vacilante.

—No estoy seguro. Me recuerda a un juguete que vi una vez… —Klopp se ajustó más los prismáticos—. ¡Está lanzando un girotóptero!

Una forma pequeña salió disparada desde una de las catapultas. Giró bruscamente y se dirigió zumbando hacia los murciélagos.

—¿Qué es lo que pretende? —preguntó Klopp en voz baja.

Alek observaba la escena con el ceño fruncido. Los girotópteros eran máquinas frágiles, apenas lo suficientemente potentes para transportar a un piloto. Se habían diseñado para la exploración, y no para el ataque. A pesar de ello, el pequeño avión se dirigía directamente hacia la nube de murciélagos, con sus rotores gemelos girando a plena potencia.

A medida que se acercaba a la bandada, el girotóptero se encendió repentinamente en la oscuridad. Desde su parte frontal disparó una llamarada que cruzó el cielo, una lluvia de brillantes fuegos artificiales carmesí. Alek recordó algo que Dylan había dicho sobre los murciélagos: tenían un miedo mortal a la luz roja, tanto que les hacía soltar las púas de metal.

La lengua de fuego se abrió paso entre la bandada, dispersando a los murciélagos en todas direcciones. Segundos más tarde, la nube había desaparecido, como si fuera un diente de león negro arrastrado por una ráfaga de viento.

El girotóptero trató de virar para alejarse, pero se vio atrapado debajo de una oleada de murciélagos que huían. Alek pudo ver cómo caían las púas de metal, brillando a la luz de los focos. El girotóptero empezó a dar sacudidas en el aire. Las aspas de sus rotores se rompieron y abollaron, y la energía que quedaba retorció el delicado fuselaje hasta convertirlo en chatarra. Alek observó cómo la máquina voladora caía del cielo y desaparecía entre una pequeña salpicadura blanca en la negra superficie del mar. Se preguntó si el desafortunado piloto habría sobrevivido a las púas el tiempo suficiente como para llegar a sentir la frialdad del agua.

Los focos del Leviathan aún seguían barriendo el cielo, pero la bandada estaba demasiado dispersa como para reanudar el ataque. Un grupo de pequeñas formas ya fluía de vuelta hacia la aeronave.

Klopp bajó los prismáticos.

—Parece que los alemanes tienen nuevos ases en la manga.

—Siempre los tienen —consiguió decir Alek, observando cómo las ondas se expandían en la superficie, allí donde había caído el girotóptero.

—Nos llegan órdenes —dijo el señor Hirst, señalando el panel de mandos, que se había vuelto azul, señal de reducir la velocidad del motor. Klopp ajustó los controles, lanzando a Alek una mirada inquisitiva.

—¿Vamos a abandonar el ataque? —preguntó Alek en inglés.

—Por supuesto que no —dijo el señor Hirst—. Tan solo estamos cambiando de rumbo. Imagino que ignoraremos al Breslau por el momento e iremos tras el barco más grande. Solo para asegurarnos que otro girotóptero no nos cause problemas con esas bengalas.

Alek escuchó el zumbido de la nave durante unos instantes. El motor de estribor seguía funcionando a plena potencia, impulsando al Leviathan en su lento giro hacia el Goeben. La batalla aún no había terminado. Morirían más hombres aquella noche.

Volvió la mirada hacia los engranajes del motor que seguían girando. Klopp podría detenerlos sutilmente al menos de doce formas distintas. Una sola palabra de Alek bastaría para detener aquella batalla.

Pero le había prometido a Dylan que lucharía con lealtad. Además, tras revelar su escondite, entregar a su Caminante de Asalto y tirar el oro de su padre para convertir a los darwinistas en sus aliados, parecería absurdo traicionarlos ahora.

Sabía que el conde Volger estaría de acuerdo con él. Como heredero al trono del Imperio austrohúngaro, Alek tenía el deber de sobrevivir, y la supervivencia en terreno enemigo no podía empezar con un motín.

—¿Qué ocurrirá ahora? —le preguntó a Hirst.

El ingeniero jefe cogió los prismáticos de Klopp.

—No perderemos más tiempo destruyendo sus banderas de señales, de eso estoy seguro. Probablemente, pasaremos directamente al ataque con bombas aéreas. Un girotóptero no podrá detenerlas.

—Vamos a bombardearles —tradujo Alek para Klopp—. Están indefensos.

El hombre se limitó a asentir, ajustando los controles.

El panel de señales se volvió rojo de nuevo. El Leviathan había encontrado su rumbo.

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