Behemoth

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Tres

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TRES

Tardaron bastantes minutos en cubrir la distancia que les separaba del Goeben. El barco disparó una vez, escupiendo fuego y humo hacia el cielo nocturno. Pero Hirst tenía razón: los proyectiles volaron muy por debajo del Leviathan y estallaron a varios kilómetros de distancia, alzando columnas blancas de agua.

A medida que el Leviathan se aproximaba, Alek observó el barco alemán a través de los prismáticos. La tripulación se movía frenéticamente por las cubiertas del acorazado, cubriendo sus armas ligeras con lo que parecían gruesas lonas negras. Las coberturas brillaban tenuemente bajo los últimos destellos del sol del ocaso, como el plástico o la piel. Alek se preguntó si estarían hechas de algún nuevo material lo suficientemente resistente como para detener las púas de los murciélagos fléchette. No obstante, ningún plástico era resistente a los explosivos.

Aun así, la tripulación del acorazado no parecía estar demasiado preocupada. No habían dispuesto ningún bote salvavidas y el segundo girotóptero permanecía en su catapulta, con los rotores sujetos con unas correas para protegerlos del viento. Al poco también fue cubierto con una cobertura negra brillante.

—Joven señor, ¿qué está ocurriendo sobre la cubierta de popa del acorazado? —preguntó Klopp.

Alek ajustó los prismáticos y vio destellos en lo alto de la extraña torre de metal que sobresalía del acorazado.

Agudizó la vista. Había hombres trabajando en la base de la torre, vestidos con uniformes confeccionados con el mismo material negro brillante que cubría las armas de cubierta. Se movían despacio, como si estuvieran atrapados en una capa fresca de alquitrán. Alek frunció el ceño.

—Eche un vistazo, profesor Klopp. Deprisa, por favor.

Cuando el viejo profesor cogió los prismáticos, los destellos de las luces se hicieron más brillantes. Alek podía verlos ahora a simple vista. Unas tenues luces se deslizaron por las riostras de la torre, como serpientes hechas de relámpagos…

—Goma —dijo Alek en un susurro—. Están cubriéndolo todo con goma. Toda la torre debe de estar cargada de electricidad.

Klopp soltó un juramento.

—Debería de haberme dado cuenta. Pero tan solo nos mostraron maquetas y modelos de demostración, nunca nada tan grande.

—¿Maquetas de qué?

El viejo profesor bajó los prismáticos.

—Es un cañón Tesla. Uno de verdad.

Alek hizo un gesto de incredulidad con la cabeza.

—¿Tesla? ¿Como el que inventó las radiotransmisiones? ¿Quiere decir que eso es una torre de transmisiones?

—El mismo señor Tesla, joven señor, pero eso no es un radiotransmisor —Klopp estaba lívido—. Es un arma, un generador de rayos.

Alek observó horrorizado la brillante torre. Dylan solía decir que los rayos eran los enemigos naturales de una aeronave. Si la electricidad fluía por la piel de la aeronave, incluso la más pequeña fuga de hidrógeno podría hacer que todo estallara en llamas.

—¿Estamos a tiro?

—Los modelos que he visto apenas tenían la suficiente potencia de disparo para cruzar una habitación. Tan solo te hacían cosquillas en los dedos o te erizaban el cabello. ¡Pero ese es enorme, y tiene las calderas de un acorazado para alimentarlo de energía!

Alek se volvió hacia el señor Hirst, que observaba la conversación con un aire indiferente, y le dijo en inglés:

—Tenemos que dar la vuelta. Esa torre que hay sobre la popa es una especie de… cañón de rayos.

Hirst arqueó una ceja.

—¿Un cañón de rayos?

—¡Sí! Klopp ha trabajado con el ejército de tierra alemán. Ya ha visto uno así antes —Alek suspiró—. Bueno, maquetas, en cualquier caso.

El ingeniero jefe miró atentamente al Goeben. Los sistemas eléctricos de la torre lanzaban ahora destellos más brillantes, desplegándose en forma de araña que danzaban por los puntales.

—¿Lo ve? —gritó Alek.

—Desde luego es algo bastante extraño —el señor Hirst sonrió—. Pero ¿disparar rayos? Dudo que tus amigos clánker tengan ese dominio de las fuerzas naturales.

—¡Debe informar al puente de mando!

—Estoy seguro de que el puente de mando puede verlo perfectamente —Hirst sacó un silbato de mando de su bolsillo y dio un toque corto—, pero les informaré de tu teoría.

—¡Mi teoría! —gritó Alek—. ¡No tenemos tiempo para debatir! ¡Tenemos que dar la vuelta!

—Lo único que haremos será esperar órdenes —dijo el señor Hirst, devolviendo el silbato a su bolsillo.

Alek se tragó su frustración y se volvió de nuevo hacia Klopp.

—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó en alemán.

—Toda la tripulación ha abandonado la cubierta, a excepción de esos hombres que llevan trajes de protección. Así que podrían disparar en cualquier momento —Klopp bajó los prismáticos—. Si conseguimos que el motor dé marcha atrás a todo gas, giraremos más deprisa.

—¿Pasar de avante a toda máquina a dar marcha atrás? —Alek movió la cabeza—. Nunca conseguirá hacerlo pasar por un accidente.

—No, pero puedo hacerlo pasar por idea mía —dijo Klopp, y acto seguido cogió a Alek por el cuello y lo tiró al suelo con un fuerte empujón.

Alek se golpeó la cabeza contra la cubierta de metal de la cápsula del motor y quedó aturdido unos instantes.

—¡Klopp! ¿Qué demonios está…?

El chirrido de los engranajes ahogó las palabras de Alek. Toda la cápsula daba sacudidas, haciendo temblar la cubierta a su alrededor. De pronto, el aire se detuvo al pararse súbitamente la hélice.

—¡¿Qué significa esto?! —gritó Hirst.

A Alek se le aclaró la vista y vio a Klopp blandiendo una llave inglesa contra el ingeniero jefe. Con destreza, el anciano usó la mano que tenía libre para poner la marcha atrás y pisó con fuerza el pedal.

La hélice volvió a arrancar con un petardeo, impulsando el aire hacia atrás por toda la cápsula.

—¡Klopp, espere! —empezó a decir Alek.

Intentó incorporarse, pero la cabeza le daba vueltas y cayó de nuevo sobre una rodilla. ¡Diablos! ¡El profesor le había golpeado de veras!

Hirst hizo sonar de nuevo el silbato, esta vez con un tono más agudo. Alek escuchó a un respirador de hidrógeno que aullaba en respuesta. Pronto una manada de aquellas horribles criaturas se abalanzaría sobre ellos como un rayo.

Alek se puso en pie y trató de apoderarse de la llave inglesa.

—Klopp, ¿qué está haciendo?

El anciano trató de golpearle con la llave mientras gritaba:

—¡He de hacer que parezca convincente!

La llave inglesa pasó silbando sobre la cabeza de Alek, que se agachó y se apoyó de nuevo sobre una rodilla, mientras maldecía. ¿Es que Klopp se había vuelto loco?

Hirst metió la mano en su bolsillo y sacó una pistola de aire comprimido.

—¡No! —gritó Alek, abalanzándose hacia el arma.

Cuando sus dedos se cerraron sobre la muñeca de Hirst, la pistola se disparó con un chasquido ensordecedor. El disparo no alcanzó a Klopp, pero la bala resonó como una alarma al rebotar por la cápsula del motor.

Alek sintió que algo le golpeaba con fuerza en las costillas, y después notó un dolor punzante en un costado. Cayó hacia atrás y sus dedos soltaron la muñeca de Hirst, pero el ingeniero no volvió a alzar su arma. Hirst y Klopp, boquiabiertos, miraban estupefactos el flanco del Leviathan.

Alek parpadeó para sacudirse el dolor y miró en la misma dirección. Los cilios se movían con rapidez, meciéndose como hojas en una tormenta. La enorme aerobestia se doblaba sobre sí misma, retorciéndose con tanta fuerza como él jamás había visto. El gran arnés chirrió al tensarse a su alrededor y se escuchó el crujido de las cuerdas de los flechastes chasqueando.

—La bestia sabe que está en peligro —dijo Klopp.

Alek observó maravillado cómo la aeronave parecía enroscarse en el aire a su alrededor. Las estrellas giraban sobre sus cabezas y, al poco, el enorme animal ya se había dado la vuelta por completo.

—Ponga el motor a toda… —empezó a decir Alek, pero hablar le producía un dolor horrible.

Cada palabra que articulaba era como una patada en las costillas. Bajó la vista hacia la mano con la que se presionaba su costado izquierdo y vio sangre entre sus dedos.

Klopp estaba ya trabajando en invertir de nuevo la marcha del motor. Hirst aferraba su pistola con fuerza mientras miraba asombrado el flanco de la aerobestia.

—Abandonad la cápsula, joven señor —gritó Klopp a medida que los engranajes de las hélices arrancaban de nuevo—. El metal atraerá los rayos del cañón.

—No creo que pueda.

Klopp se volvió.

—¿Qué…?

—Me ha disparado.

El anciano abandonó los controles y se agachó junto a él con la mirada desencajada.

—Os levantaré.

—¡Ocúpese del motor, profesor! —gritó Alek.

—Joven señor… —empezó a decir Klopp, pero sus palabras se vieron ahogadas por un estallido en el aire.

Alek se incorporó haciendo un doloroso esfuerzo y miró hacia atrás. El Goeben se alejaba, pero el cañón Tesla brillaba con una luz cegadora. Emitía destellos como un soplete, proyectando sombras que se agitaban sobre la negra superficie del mar.

Junto a él, los cilios de la aeronave aún se agitaban con furia y se henchían, impulsando el aire como un millón de pequeños remos. Alek rezaba para que la aerobestia se moviera más deprisa.

En la base de la torre se formó una gran bola de fuego, luego cambió rápidamente al rosado, destellando mientras ascendía rápidamente por la estructura. Cuando llegó a lo alto, se produjo un estruendo ensordecedor.

Del cañón Tesla surgieron unos rayos en forma de colosales dedos como dientes de sierra. Primero se extendieron por el cielo, formando un gran árbol de fuego blanco, y a continuación se precipitaron hacia el Leviathan como si lo hubieran olfateado atraídos por el motor. Los rayos extendieron una fulgurante red sobre la piel de la aerobestia, una ola deslumbrante que recorrió toda su longitud. En pocos instantes, la electricidad recorrió los trescientos metros que separaban la cola de la cabeza, transfiriéndose con rapidez por las riostras de metal que sostenían la cápsula del motor.

Toda la cápsula empezó a crujir y los pistones y engranajes arrojaron al aire violentamente unos radiantes rayos de fuego. Alek quedó atrapado por una fuerza invisible; todos los músculos de su cuerpo se tensaron. Durante unos prolongados instantes, los rayos le dejaron sin aliento. Finalmente, su potencia se debilitó y Alek se deslizó de nuevo sobre la cubierta.

El motor volvió a pararse súbitamente.

Alek percibió el olor a humo y sintió un horrible martilleo en su pecho. Sus costillas le dolían con cada latido del corazón.

—¿Joven señor? ¿Podéis oírme?

Alek se obligó a abrir los ojos.

—Estoy bien, Klopp.

—No, no lo estáis —dijo el anciano—. Os llevaré a la barquilla.

Klopp rodeó a Alek con el brazo y le incorporó, con lo que provocó una nueva oleada de agonía al muchacho.

—¡Cielos! ¡Duele!

Alek se tambaleó, aturdido por el dolor. Hirst no les ayudó; no dejaba de recorrer con mirada nerviosa toda la extensión del Leviathan que tenían bajo ellos. Inexplicablemente, la aeronave no se había incendiado.

—¿Y el motor? —preguntó Alek a Klopp.

El hombre husmeó el aire e hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Todos los sistemas eléctricos se han chamuscado, y el lado de estribor tampoco se oye.

Alek se volvió hacia el señor Hirst y dijo:

—Hemos perdido los motores. Quizás sea el momento de que enfunde esa pistola.

El ingeniero jefe miró fijamente la pistola de aire comprimido que empuñaba, la guardó en el bolsillo y sacó un silbato.

—Avisaré a un cirujano. Dile a tu amotinado amigo que te deje en el suelo.

—Mí «amotinado amigo» acaba de salvar su… —empezó a decir Alek, pero sintió que se mareaba de nuevo—. Deje que me siente —murmuró a Klopp—. Dice que puede hacer venir a un cirujano.

—¡Si es él quien os ha disparado!

—Sí, pero le apuntaba a usted. Ahora bájeme, por favor.

Klopp lanzó una ruda mirada a Hirst y apoyó a Alek con suavidad en los controles. Cuando recuperó el aliento, Alek observó el flanco de la aeronave. Los cilios seguían ondulándose como hierba movida por el viento. Incluso sin los motores que la impulsaran, la enorme bestia seguía alejándose de los acorazados.

Alek miró hacia popa, a través de la hélice inmóvil. Los acorazados estaban dando la vuelta.

—¡Qué extraño! No parece que quieran terminar el trabajo —dijo.

Klopp asintió.

—Han retomado su rumbo nornordeste. Deben de estar esperándolos en alguna parte.

—Nornordeste —repitió Alek.

Sabía que aquello era importante por alguna razón. También sabía que debería estar preocupado por el hecho de que el Leviathan virase en dirección sur, alejándose de Constantinopla.

Aunque, por el momento, tratar de respirar ya era preocupación suficiente.

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