Behemoth

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Cinco

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CINCO

—¡Esto es completamente inaceptable! —exclamó la doctora Barlow.

—Lo siento, señora —farfulló el guarda—. Pero el capitán ha dicho que el muchacho clánker no debe recibir visitas.

Deryn hizo un gesto sacudiendo la cabeza. La resistencia de aquel hombre ya estaba empezando a flaquear. Estaba apoyado contra la puerta del camarote de Alek, con la frente bañada en sudor.

—¡No soy una visita, imbécil! —dijo la doctora Barlow—. ¡Soy un doctor que ha venido a ver a un paciente herido!

Las orejas de Tazza se alzaron al escuchar el tono agudo de la científica y soltó un grave gruñido. Deryn sostuvo su correa un poco más tirante.

—Quieto, Tazza. No muerdas.

—¡El cirujano ya ha estado aquí! —dijo el guardia casi chillando, mirando con los ojos desorbitados al tilacino—. Ha dicho que el chico solo tiene un hematoma en una costilla.

—Además de padecer un shock, sin duda —afirmó la doctora Barlow—. ¿O es que no se ha enterado de nuestro reciente encuentro con una prodigiosa cantidad de electricidad?

—Por supuesto que sí, señora —el guarda tragó saliva, aún mirando a Tazza nerviosamente—. Pero el capitán ha sido bastante concreto…

—¿Acaso ha prohibido concretamente que los doctores vean al paciente?

—Humm, no.

«Venga, ríndete», pensó Deryn. No importaba que la doctora Barlow fuese una científica —una fabricante de bestias—, y no un doctor de los que toma el pulso y te introduce una espátula en la boca y te hace sacar la lengua… Iba a ver a su paciente particular de una forma o de otra.

Deryn esperaba que Alek se encontrase bien. El rayo clánker había alcanzado a toda la nave, pero el impacto había sido peor en las cápsulas de los motores, con todo aquel metal por todas partes… Bueno, el segundo peor, al fin y al cabo. Newkirk tenía el pelo medio chamuscado y un chichón en la cabeza del tamaño de una pelota de críquet.

Pero ¿cómo era posible que Alek se hubiese herido en una costilla? Aquello no parecía algo que pudiera ser provocado por un shock eléctrico.

Finalmente el guardia renunció a quedarse en su puesto, escabulléndose para ir a consultárselo al oficial de guardia y confiando en que la doctora Barlow esperaría hasta que él regresase. Por supuesto, no lo hizo y, en cuanto el guardia se fue, empujó la puerta y la abrió de par en par.

Alek estaba postrado en la cama, con las costillas vendadas. Tenía la piel cenicienta y sus ojos verde oscuro brillaban bajo la tenue luz del ocaso que entraba a raudales por los ojos de buey.

—¡Arañas chaladas! —exclamó Deryn—. Estás tan pálido como una larva de gusano.

Una lánguida sonrisa se dibujó en el rostro del chico. Yo también me alegro de verte, Dylan. Y también a usted, doctora Barlow.

—Buenos días, Alek —dijo la científica—. Estás pálido, ¿verdad? Como si hubieses perdido algo de sangre. Un extraño síntoma si te has electrocutado.

Alek hizo una mueca de dolor mientras se esforzaba por sentarse un poco más incorporado.

—Me temo que tiene razón, señora. El señor Hirst me disparó.

—¿Te disparó? —exclamó Deryn.

Alek asintió.

—Por suerte fue con un arma poco potente de aire comprimido. El doctor Busk ha dicho que la bala golpeó una costilla y rebotó, pero que no se ha roto nada, gracias en parte a mi armadura de esgrima. Dice que enseguida debería poder ponerme en pie.

Deryn se quedó mirando los vendajes.

—Pero ¿por qué diantres te disparó?

—Él apuntaba a Klopp. Tuvieron una… disputa. Klopp se dio cuenta de lo que iba a suceder, de lo que era en realidad el cañón Tesla, y decidió hacernos dar marcha atrás.

—¿Un cañón Tesla? —repitió la doctora Barlow—. ¿Cómo el del horrible señor Tesla?

—Eso es lo que dice Klopp —dijo Alek.

—Pero vosotros, clánkers, no nos hicisteis dar la vuelta —dijo Deryn—. Todo el mundo comenta que fue la bestia quien se dio la vuelta porque se asustó.

Alek negó con la cabeza.

—Klopp puso el motor de babor marcha atrás y luego la aerobestia hizo lo apropiado.

—Parece que el Leviathan tiene más sentido común que sus oficiales.

—¿Has dicho que tuvieron una disputa? —preguntó la doctora Barlow—. ¿Te refieres a que cambiasteis de rumbo sin que os lo hubiesen ordenado?

—No había tiempo para esperar órdenes —dijo él.

Deryn dejó escapar un gruñido por lo bajo. No era de extrañar pues que Alek estuviese bajo arresto.

—Esto es un condenado motín —dijo ella en voz baja.

—Pero hemos salvado la nave.

—Sí, aunque no podéis desobedecer órdenes solo porque los oficiales se comportan de forma estúpida. ¡Especialmente en una batalla! ¡Esto es una ofensa por la que te pueden incluso colgar!

Alek abrió mucho los ojos y la habitación quedó en silencio por un momento.

La doctora Barlow carraspeó.

—Por favor, no le diga cosas alarmantes a mi paciente, señor Sharp. No es más miembro de esta tripulación de lo que puedo ser yo y por lo tanto no está sujeto a su brutal autoridad militar.

Deryn reprimió una respuesta. Dudaba que el capitán Hobbes lo viese del mismo modo. Aquella había sido su preocupación desde que los clánkers habían subido a bordo, que pasasen por alto las órdenes del puente y pilotasen la nave a su antojo.

Cambiar el rumbo no se podía equiparar a hacer travesuras o aprender esgrima mientras se estaba de servicio. Aquello era un motín, simple y llanamente.

La científica se sentó remilgadamente en la única silla que había en el camarote y chasqueó los dedos para que Tazza se acercase.

—Veamos, Alek —dijo ella, dando unos golpecitos en el lomo rayado del tilacino—: dices que Klopp maniobró el motor. ¿De modo que «amotinarse» no fue idea tuya?

El chico se quedó pensando un momento.

—Creo que no.

—Entonces, por favor, explícame, ¿por qué estás bajo arresto?

—Porque, cuando el señor Hirst sacó la pistola, yo intenté arrebatársela.

Deryn cerró los ojos. Golpear a un oficial: otra ofensa merecedora de la horca.

—Un detalle por tu parte —añadió la doctora Barlow—. ¿Esta nave no llegaría muy lejos sin su profesor de mecánica, verdad?

—Y ahora ¿dónde está Klopp? —preguntó Alek.

—Creo que está en el calabozo —dijo Deryn.

—Y no trabajando en los motores y así se retrasará aún más mi misión —la doctora Barlow se puso de pie, y se alisó la falda—. No te preocupes por el profesor Klopp, Alek. Ahora que ya conozco todos los hechos, estoy segura de que el capitán entrará en razón.

La doctora entregó la correa a Deryn.

—Por favor, dé un paseo a Tazza y luego vaya a comprobar los huevos, señor Sharp. No confío en el señor Newkirk, especialmente ahora que su cabeza está hinchada como un melón —se dio la vuelta—. En realidad, preferiría que tú estuvieses vigilándolos, Alek. Por favor, mejórate pronto.

—Gracias, señora. Lo intentaré —dijo el chico—. Pero si no le importa, ¿podría quedarse Dylan un momento?

La científica se los quedó mirando a los dos y después sonrió.

—Por supuesto. Tal vez pueda entretener al señor Sharp con lo que sepa sobre ese… ¿cañón Tesla? Estoy un poco familiarizada con el inventor y parece un aparato de lo más interesante.

—Me temo que no sé mucho… —empezó a decir Alek, pero la doctora Barlow ya había salido por la puerta y se había ido.

Deryn se quedó unos momentos en silencio, sin saber por dónde empezar. ¿Por aquel aparato clánker que lanzaba rayos? ¿O explicándole que Newkirk se había quemado casi como una patata frita? ¿O con la posibilidad de que Alek fuese sometido a un consejo de guerra y colgado?

Entonces bajó la vista hacia los vendajes del muchacho y sintió un extraño sentimiento en su interior. Si la pistola hubiese apuntado unos pocos centímetros más arriba, Alek podría estar muerto.

—¿Duele mucho que te disparen? —preguntó.

—Como si me hubiese coceado una mula.

—Hummm. Yo nunca he sido tan bobo como para dejar que me coceen.

—Ni yo tampoco —Alek sonrió débilmente—. Pero se parece a algo así.

Los dos se quedaron en silencio otra vez, y Deryn se preguntó cómo era posible que las cosas se hubiesen complicado de aquella manera, tan rápido. Antes de que Newkirk hubiese avistado los acorazados, ella deseaba que Alek se quedara de alguna forma en el Leviathan. Pero ello no significaba que tuviese que quedar herido en la cama o atado con grilletes por un motín, o ambas cosas a la vez.

—Esta es la segunda vez que alguien me dispara —dijo Alek—. ¿Recuerdas aquellos artilleros en el zepelín?

Deryn asintió lentamente. Allí en los Alpes, aquel príncipe estúpido había ido a parar en medio de una batalla, justo delante de una metralleta. Solamente una fuga de hidrógeno le había salvado y los artilleros alemanes habían hecho volar en llamas su propia nave.

—Tal vez no estaba destinado a morir aquel día —dijo él—. Ni tampoco ayer noche.

—Sí, o tal vez lo que sucede es que eres rematadamente afortunado.

—Tal vez —dijo Alek—. ¿De veras crees que nos colgarán?

Deryn se quedó pensando un momento y a continuación se encogió de hombros.

—Me parece que no hay normas para algo así. Nunca antes habíamos tenido clánkers a bordo. Y además escucharán a la científica, gracias al apellido de su abuelo.

Alek hizo una mueca de nuevo. Deryn se preguntó si era por su herida o al recordar que la doctora Barlow estaba emparentada con el mismísimo Charles Darwin. Incluso después de encontrarse sirviendo en una aeronave viva, los clánkers continuaban siendo supersticiosos acerca de las cadenas de vida y la fabricación de especies.

—Ojalá nos hubiésemos amotinado —dijo Alek—. De este modo hubiésemos acabado con esta batalla sin sentido antes de que empezase. Klopp y yo pensamos en detener los motores y hacer que todo pareciera una avería.

—Bueno, pensarlo no es lo mismo que hacerlo —dijo Deryn, dejándose caer en la silla.

Ella misma había tenido ideas más disparatadas que un motín. Como contarle a Alek que era una chica, o darle a la doctora Barlow un bofetón. Eso último más de una vez. El truco era impedir que lo que estabas pensando se trasladase al mundo real.

—Y, de todas formas —prosiguió ella—, no he oído rumores sobre el asunto del motín, por lo tanto los oficiales deben de estar callados como una tumba. Tal vez el capitán quiere que te libres de esta sin parecer blando. Todo el mundo cree que fue la aerobestia quien nos hizo dar la vuelta por temor a aquel cañón clánker.

—En realidad, la bestia sí que nos hizo dar la vuelta. Debió de oler el relámpago y sabía que todos arderíamos.

Deryn se estremeció de nuevo, como cada vez que pensaba en lo cerca que habían estado todos de morir. Aún podía ver el Huxley, ardiendo en el aire igual que el globo de papá.

—Pero Newkirk no está muerto —se dijo a sí misma en voz baja.

—¿Decías?

Deryn carraspeó. No quería terminar hablando con su voz chillona como la de una chica.

—Decía que los motores están apagados. Y que la aerobestia está un poco chiflada y cree que aún está escapando de aquella cosa Tesla. ¡Estamos a medio camino de África!

Alek lanzó un juramento:

—Creo que los acorazados aún están allí.

—¿Qué, en África?

—No, dummkopf, en Constantinopla —señaló el escritorio de la habitación—. Hay un mapa en aquel cajón. Si eres tan amable de acercármelo…

—Por supuesto, Su Alteza —dijo Deryn, alzándose para coger el mapa.

Muy propio de Alek, estar pensando en mapas y planes mientras se encontraba en la cama malherido, y además siendo culpable de un delito mayor.

Se sentó en la cama junto a él, alisando el rollo de papel. Estaba escrito en escritura clánker, pero vio que era el Mediterráneo.

—Los acorazados se dirigían al norte, hacia el mar Egeo —dijo Alek—. ¿Lo ves?

Deryn trazó el rumbo del Leviathan desde el sur de Italia con un dedo, hasta que encontró el lugar donde habían luchado contra el Goeben y el Breslau, justo al sur de Constantinopla.

—Sí, se dirigían hacia esta dirección —la muchacha señaló los Dardanelos y la estrecha franja de agua que conducía a la antigua ciudad—. Pero si los barcos se dirigen al norte, quedarán atrapados en el estrecho como una mosca en una botella.

—¿Y si planean quedarse allí?

Deryn negó con la cabeza.

—El Imperio otomano aún es neutral y los barcos en tiempo de guerra no pueden atracar en un puerto neutral. La doctora Barlow dice que solo se nos permite estar en Constantinopla durante veinticuatro horas. Debe de suceder igual para los alemanes.

—Aunque ¿no dijo también que los otomanos estaban furiosos con los británicos? ¿Por robarles su buque de guerra?

—Bueno, sí —afirmó Deryn y más tarde murmuró—, en realidad solo lo tomamos prestado.

No obstante, a decir verdad, había sido algo parecido a un robo. Gran Bretaña había construido un nuevo acorazado para la armada otomana, junto con una enorme criatura que lo acompañaba, un nuevo tipo de kraken. Ya se había pagado tanto por el buque de guerra como por la criatura, pero, cuando la guerra empezó, el primer ministro del Ministerio de Marina decidió quedarse el navío y la bestia por lo menos hasta que el conflicto terminase.

Tanto si había sido tomar prestado como robar, aquello había causado un gran revuelo diplomático y por eso la doctora Barlow y el Leviathan tenían la misión de mediar en el conflicto. Y, de alguna forma, los misteriosos huevos guardados en la sala de máquinas estaban destinados a ayudar en todo ello.

—De modo que los otomanos podrán decidir que los acorazados se queden —dijo Alek—. Solo para vengarse de vuestro lord Churchill.

—Bueno, eso haría que todo fuese un poco más complicado, ¿verdad?

Alek asintió.

—Significaría que aún habría más alemanes en Constantinopla. ¡Incluso podría provocar que los otomanos se inclinasen por el bando de los clánkers! El cañón Tesla del Goeben es bastante convincente.

—Desde luego, a mí me ha convencido —dijo Deryn.

No quería ni imaginarse compartir la misma ciudad con aquel aparato.

—¿Y qué sucedería si los otomanos cerrasen los Dardanelos a los navíos británicos?

Deryn tragó saliva. Los beligerantes osos del ejército ruso necesitaban montones de comida, la mayoría de la cual era transportada por barco. Si les cortaban el suministro de sus aliados darwinistas, los rusos pasarían un largo y hambriento invierno.

—¿Estás seguro de adónde se dirigían los acorazados?

—No. No aún.

El muchacho alzó su oscura mirada del mapa.

—Dylan, ¿podrías hacerme un favor? ¿Un favor secreto?

La muchacha tragó saliva.

—Depende de lo que sea.

—Tengo que entregar un mensaje.

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