Behemoth

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Ocho

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OCHO

Aquella noche, mientras Alek contemplaba los huevos en la sala de máquinas, su mente vagaba a la deriva.

Eran unos objetos de apariencia tan insignificante… Y sin embargo, aquella gigantesca y magnífica aeronave se había abierto camino luchando por toda Europa para llevarlos hasta allí. ¿Qué habría en su interior? ¿Qué clase de criatura impía podría evitar que los otomanos entraran en guerra?

Los calentadores amontonados alrededor de los huevos emitían una luz tenue y, en la quietud de la nave, Alek sintió que el sueño se apoderaba de él. Se puso de pie y sacudió sus miembros para despertarse.

Eran las tres de la madrugada, hora de ponerse en marcha.

Al quitarse las botas, una punzada de dolor le recorrió el costado. Pero el dolor que sentía en las costillas era un mal menor que no iba a quitarle el sueño aquella noche.

Había estado discutiendo una hora con el conde Volger para hacerle entender la lógica de su plan. Klopp seguía estando bajo custodia, Bauer y Hoffman estaban ocupados con los motores y al conde Volger ya le habían sorprendido husmeando por allí una vez. Sería Alek quien se preocupara de encontrar una vía de escape.

Presionó una oreja en la puerta de la sala de máquinas y contuvo el aliento. Nada.

Descorrió el pestillo y abrió la puerta con precaución. Las lámparas eléctricas estaban apagadas. Los pasillos estaban iluminados tan solo con la tenue luz de las luciérnagas, un resplandor tan débil como la luz de las estrellas. Alek salió al pasillo, donde reinaba un profundo silencio, calzado únicamente con calcetines. Cerró la puerta tras de sí con cuidado.

Esperó unos instantes a que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad y se dirigió a las escaleras. Tenía que haber una escotilla de escape por alguna parte, una vía para que la tripulación pudiera abandonar la nave usando una cuerda o un paracaídas. Y la cubierta inferior de la barquilla era el lugar más lógico donde buscarla.

Ahora bien, Alek no tenía ni idea de dónde podría conseguir cinco paracaídas, o unos metros de cuerda. Tendrían que esperar a que la nave aterrizase en Constantinopla y más adelante usar el último lingote del oro de su padre para comprar su camino a la salvación.

Los peldaños no crujieron bajo su peso. La madera que usaban los darwinistas provenía de árboles fabricados: era más ligera que la madera natural y más resistente que el acero. La aeronave no crujía como un barco de vela, sino que, por el contrario, parecía tan sólida como un castillo de piedra. El rumor lejano de los motores se veía reducido a un leve temblor bajo sus pies.

Alek se deslizó rápidamente por la cubierta central de la barquilla. Durante la noche, un guarda vigilaba la puerta del puente de mando, dos más vigilaban la armería y los cocineros estaban siempre en la cocina antes del alba. Pero tras los cinco días que la nave había pasado en el glaciar, las bodegas inferiores y las despensas estaban vacías y por tanto sin vigilancia.

Cuando se encontraba a medio camino del último tramo de escaleras, un ruido paralizó a Alek.

¿Sería un tripulante caminando por la cubierta superior? ¿O habría alguien detrás de él? Se volvió y miró escaleras arriba: nada.

Alek pensó en si en las aeronaves habría ratas. Incluso los acorazados de tierra podían verse infestados. ¿O quizás aquellos perros rastreadores de seis patas se dedicaban a buscar plagas lo mismo que a buscar fugas?

Se estremeció y siguió avanzando.

Cuando llegó al pie de las escaleras, Alek sintió bajo sus pies el frío suelo de la cubierta. El aire nocturno que circulaba justo por debajo en aquella altitud era pobre y casi gélido.

Allí abajo los pasillos eran más anchos, con dos raíles dispuestos en el suelo para las vagonetas de carga. A ambos lados había despensas abiertas, sumidas en la oscuridad. No había más que unas cuantas luciérnagas en su interior, reducidas a unos pocos puntos verdes en las paredes.

Volvió a oír el mismo sonido: el roce de unas botas sobre la madera. ¡Alguien le estaba siguiendo!

Con el corazón acelerado, Alek apretó el paso en dirección a la proa. Encontró unos pocos sacos de alimentos medio vacíos, pero no había sitio donde esconderse.

El pasillo terminaba ante una puerta cerrada. Alek se volvió y vio una silueta que se movía tras él. Por una décima de segundo consideró la posibilidad de entregarse y fingir que se había perdido. Pero ya habían sorprendido a Volger allí abajo una vez…, de modo que Alek franqueó rápidamente la puerta y la cerró tras de sí.

La habitación estaba oscura como la boca del lobo y un olor fuerte, como a paja vieja, flotaba en el aire. Se quedó allí en la oscuridad, respirando con dificultad. La habitación parecía pequeña y estar abarrotada, no obstante le dio la impresión de que el ruido que hizo la puerta al cerrarse había resonado.

A Alek le pareció escuchar un murmullo. ¿Se habría metido en un cuarto con literas lleno de aviadores durmiendo?

Esperó a que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad, deseando que su corazón dejara de martillearle en los oídos… Podía oírse la respiración de alguien, o de algo, allí dentro.

Durante unos terribles instantes, Alek pensó que tal vez a bordo del Leviathan había criaturas de las que Dylan no le había hablado. Monstruos, quizás. Recordó sus juguetes militares y las criaturas de combate que los darwinistas fabricaban a partir de las cadenas genéticas de reptiles gigantescos ya extinguidos.

—Eh, ¿hola? —susurró.

—¿Hola? —contestó alguien.

Alek tragó saliva.

—Oh, creo haberme perdido. Lo siento.

—¿Haberme perdido? —fue la respuesta. Las palabras sonaron vacilantes, y había algo inquietantemente familiar en aquella voz.

—Sí. Ahora me iba. Alek se volvió hacia la puerta y buscó a tientas el pomo. El metal chirrió un poco cuando lo hizo girar y Alek se quedó petrificado.

De pronto, la habitación se llenó de pequeños chirridos y quejas.

—Lo siento —dijo una voz, y luego otra susurró—: ¿Hola?

Los murmullos aumentaron en número y crecieron en intensidad. La habitación no debía de ser más grande que un armario, pero sonaba como si hubiera una docena de hombres despertándose a su alrededor. Murmuraban medias palabras con un parloteo nervioso y agitado.

¿Sería aquello el manicomio de la aeronave?

Al abrir la puerta de golpe, Alek se golpeó el pie. Aulló de dolor, y una sinfonía de voces furiosas le respondió. Más chillidos llenaron la oscuridad de la habitación, ¡era como si estuviese desatándose una pelea!

A través de la puerta entreabierta, un rostro verdoso se lo quedó mirando.

—¡Maldita sea! ¿Qué estás haciendo? —dijo el intruso.

—¡Maldita! ¡Maldita sea! —repitieron una docena de voces desde todas direcciones.

Alek abrió la boca para gritar, pero entonces el tono grave de un silbato flotó por toda la habitación. La cacofonía cesó de inmediato.

Una linterna de luciérnagas se alzó ante el rostro de Alek. Bajo su luz verdosa distinguió a Dylan, que le miraba fijamente, silbato en mano.

—Imaginaba que eras tú —susurró el muchacho.

—Pero… ¿qué son esas…?

—Calla, estúpido. Vas a hacer que las bestias empiecen de nuevo —Deryn lo empujó hacia dentro y se deslizó al interior de la habitación, cerrando la puerta tras ellos—. Tendremos suerte si los oficiales no han oído aún este jaleo.

Alek parpadeó, y a la luz de la lámpara de luciérnagas vio finalmente el montón de jaulas apiladas contra la pared. Estaban llenas de lagartos mensajeros, amontonados como cachorros en una tienda de mascotas.

—¿Qué es este lugar? —dijo, con un suspiro.

—Es el condenado cuarto de los lagartos, ¿no lo ves? —susurró Deryn—. Es donde el doctor Erasmus cuida de las bestias.

Alek tragó saliva, y sus ojos se posaron en un lagarto diseccionado que estaba clavado en una mesa. Entonces vio que el techo estaba cubierto con las grandes bocas de los tubos para mensajes, que se enredaban como las vías en una estación.

—Y es también una especie de punto de enlace, ¿verdad?

—Sí. El doctor Erasmus está al cargo de todo este embrollo: etiquetas de origen y destino, alertas de emergencia, despejar atascos de tráfico…

«ESCONDIDOS EN UNA SALA DE MENSAJEROS»

Alek contempló las docenas de pequeños ojos que le observaban, brillantes bajo la luz de las luciérnagas.

—No me imaginaba que pudiera ser tan… complicado.

—¿Y cómo crees que se las arreglan las bestias para encontrarte? ¿Por arte de magia? —dijo Deryn con un bufido—. Es una tarea difícil, incluso para un científico, sobre todo con la mitad de los lagartos aún aturdidos por culpa de ese rayo clánker. ¡Míralos, pobrecitos! ¡Y encima vienes tú a alborotarlos!

Algunos de los lagartos empezaron a murmurar, repitiendo las palabras de Deryn. Pero cuando el muchacho hizo sonar suavemente una nota grave con su silbato de mando, volvieron a callarse.

Alek miró a Deryn.

—No pasabas por aquí por casualidad, ¿verdad? —preguntó.

—No. No podía dormir. Ya sabes que la doctora Barlow no quiere que nos distraigamos el uno al otro cuando estamos a cargo de los huevos, y, bueno, pensé que si me dejaba caer a estas horas, ella no estaría.

—Pero yo no estaba allí —dijo Alek.

Deryn asintió.

—Y eso me pareció un tanto extraño. Así que pensé en echar un vistazo por ahí para ver por dónde andabas.

—No te ha llevado mucho tiempo encontrarme, ¿no?

—El jaleo que han organizado las bestias ha sido de gran ayuda, pero ya imaginaba que te encontraría aquí abajo, en las despensas —se acercó un poco más—. Estás buscando la forma de escapar, ¿verdad?

Alek sintió que la boca se le abría de par en par.

—¿De veras soy tan predecible?

—No. Pero yo soy muy inteligente —dijo Deryn—. ¿No te habías dado cuenta?

Alek pensó en aquello por unos segundos y esbozó una sonrisa.

—Claro que sí.

—Bien —Deryn pasó junto a él y se arrodilló a un paso del muchacho, frente a una pequeña escotilla que había al otro lado de la habitación—. Entonces ven por aquí, antes de que provoquemos que las bestezuelas se pongan a gritar de nuevo.

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