Behemoth

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Diez

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DIEZ

Deryn no había visto nunca antes una ciudad clánker.

Constantinopla pasaba deslizándose bajo ella, con sus colinas desbordantes de civilización. Palacios de piedra blanquecina y mezquitas rematadas por grandes cúpulas se apiñaban junto a edificios modernos, algunos de hasta seis pisos de altura. Dos estrechos brazos de brillantes aguas dividían la ciudad en tres partes, y hacia el sur se extendía un mar en calma salpicado de incontables barcos mercantes, de vela o de vapor, en los que ondeaban una docena de banderas diferentes.

Una cortina de humo proveniente de las innumerables fábricas y motores lo cubría todo, ocultando a los caminantes que iban y venían por las estrechas calles. En aquel aire viciado no se movía ningún pájaro mensajero, tan solo algunos biplanos y girotópteros pasaban rozando los tejados y esquivando las agujas de piedra y las erizadas antenas aéreas de transmisiones.

Resultaba extraño imaginar que Alek pudiera provenir de un lugar como aquel, lleno de máquinas y de metal, sin apenas vida salvo por los seres humanos y las chinches que los infestaban. De hecho, resultaba aún más extraño pensar en Alek justo en aquel momento. Se había portado como una auténtica mema la noche anterior, contando idioteces sobre el accidente de su padre y luego confundiendo las confidencias que Alek le había hecho con algo más de lo que eran en realidad.

Qué boba había sido al imaginar por un momento que un maldito príncipe podría verla a ella de aquella forma. Alek ni siquiera sabía cuál era su verdadero nombre. ¿Y si averiguaba de algún modo que ella era una chica disfrazada con la ropa de un chico? Pondría tierra de por medio.

Afortunadamente, era Alek quien planeaba escaparse en cualquier caso. En algún momento de aquella misma noche, él y sus amigos clánkers huirían por aquella ciudad enorme y humeante y se irían para siempre. Entonces se habría terminado el actuar como una chica de pueblo, retorciéndose las manos en el regazo cada vez que se acercaba un chico determinado. No, Deryn Sharp no tendría un destino tan patético y tan poco soldadesco.

El Leviathan volaba raso sobre el agua y Newkirk se inclinó más sobre la gran ventana que había en la cantina de los cadetes, mirando hacia abajo con los ojos bien abiertos. Sin duda, estaba examinando aquel bosque de mástiles y chimeneas que se extendía bajo ellos en busca del Goeben y el eje de su mortífero cañón Tesla.

—¿Has visto algún barco alemán? —preguntó nervioso.

Deryn negó con la cabeza.

—Tan solo unos pocos mercantes y un carguero de carbón. Ya te dije que aquellos acorazados se habrían ido hace mucho.

Pero Newkirk, que se había ajustado fuertemente la gorra del uniforme de gala sobre su cabello chamuscado, no parecía del todo convencido. El mar bajo ellos se extendía hasta los Dardanelos, y había muchos rincones y recovecos donde un acorazado podía ocultarse. El Leviathan, después de todo, había llegado a Constantinopla sobrevolando el continente para no arriesgarse a un nuevo encuentro con aquellos acorazados clánkers y sus cañones de rayos.

—¡Cadetes Sharp y Newkirk! —llegó una voz desde la puerta—. Debo admitir que ambos están de lo más elegantes.

Deryn se volvió e hizo una leve reverencia a la científica, sintiéndose de lo más incómoda al vestir su uniforme de gala. Únicamente lo había llevado puesto una vez, en la ceremonia de juramento. El sastre que lo había hecho para ella en París seguramente se habría preguntado por qué una niña boba armaba tanto lío solo por un disfraz para un baile.

Ahora, un mes más tarde, la elegante chaqueta le quedaba estrecha sobre los músculos de sus hombros, y la camisa estaba acartonada como el alzacuello de un vicario.

—Para serle sincero, señora, me siento un poco como un pingüino —dijo Newkirk, ajustándose el nudo de su corbatín de seda.

—Puede ser —dijo la doctora Barlow—, pero debemos tener un aspecto respetable ante el embajador Mallet.

Deryn se volvió hacia la ventana con un suspiro. Las bodegas estaban vacías y solo contaban con veinticuatro horas para abastecer toda la nave. Parecía de lo más absurdo llevar con ellos a los diplomáticos al Gran Bazar, sobre todo si ello implicaba tener que vestir de etiqueta. La doctora Barlow se había puesto las ropas de montar, como si fuera una duquesa en una cacería del zorro.

—¿Cree que encontraremos carne encurtida en Constantinopla? —preguntó Newkirk, esperanzado.

—Es-tam-bul —dijo la doctora Barlow, haciendo chasquear la fusta contra su bota para marcar cada silaba—. Así es como debemos recordar llamar a esta ciudad. De lo contrario ofenderemos a los nativos.

—¿Estambul? Pero en todos los mapas figura como Constantinopla —dijo Newkirk, frunciendo el ceño.

—Figura así en nuestros mapas. Usamos ese nombre para honrar a Constantino, el emperador cristiano que fundó la ciudad. Pero sus habitantes la han llamado Estambul desde 1453 —explicó la científica.

—¿Cambiaron el nombre ya hace cuatrocientos años? —Deryn se volvió nuevamente hacia la ventana—. Quizás sea hora de cambiar nuestros condenados mapas.

—Sabias palabras, señor Sharp —dijo la doctora Barlow, y añadió en voz baja—: Me pregunto si los alemanes habrán cambiado los suyos.

El Leviathan aterrizó en un aeródromo polvoriento de una milla de ancho que se encontraba en el lado oeste de la ciudad.

En el centro de la pista se elevaba una torre de amarre, como un faro en medio de un mar de hierba. No era muy diferente a la que había en Wormwood Scrubs. Deryn imaginó que cualquier aeronave, fuera darwinista o clánker, debía de protegerse de los vientos de la misma manera. Las docenas de soldados de tierra parecían ciertamente expertos mientras se afanaban en recoger los cabos de aterrizaje, con sus feces rojos destacando sobre el verde de la hierba.

—El señor Rigby dice que practican mucho con las aeronaves alemanas. Y que deberíamos estudiar su técnica —dijo Newkirk.

—Podríamos, si estuviéramos más cerca —dijo Deryn.

Se moría por estar allí abajo ayudándoles o al menos trabajando con los aparejadores que estaban en la parte superior de la nave. Pero la doctora Barlow había advertido a los dos cadetes que no debían ensuciarse los uniformes.

Por encima de ellos se oía el ruido de los motores, que estaban situando la nave de cara al viento. Incluso Alek y sus amigos clánker estaban haciendo un trabajo digno.

Diez minutos después, el Leviathan estaba asegurado por una docena de cabos, cada uno sujetado por una decena de hombres. El morro de la aerobestia estaba apretado contra la torre de amarre y sus enormes ojos grises estaban cubiertos con unas anteojeras.

Deryn puso mala cara.

—Nos han hecho amarrar un poco alto. ¡Aún estamos a cincuenta pies del suelo!

—Todo según lo planeado, señor Sharp —dijo la doctora Barlow, a la vez que señalaba a lo lejos con su fusta de montar.

Deryn alzó la vista en aquella dirección y entonces contempló boquiabierta lo que estaba saliendo de entre los árboles.

—¡No sabía que los países clánker tuvieran elefantinos! —gritó Newkirk.

—Eso no es una bestia. Es un maldito caminante —dijo Deryn.

La máquina avanzaba pesadamente sobre unas patas enormes. Sus colmillos se balanceaban de un lado a otro mientras se movía. De sus ancas sobresalían unas sillas de montar en las que estaban sentados cuatro pilotos vestidos con uniformes azules que controlaban cada uno los mandos de una pata distinta. Una trompa mecánica, dividida en una docena de segmentos de metal, se movía lentamente de un lado a otro, como la cola de un gato dormido.

—Debe de tener cincuenta pies de altura. ¡Es más grande incluso que un elefantino de verdad! —exclamó Newkirk.

Cuando el caminante dejó atrás los árboles, la luz del sol impactó sobre él por completo, haciendo que su piel de acero bruñido brillara como un espejo. La plataforma que había sobre su lomo estaba cubierta con un parasol que tenía una forma parecida a las capuchas de los halcones bombarderos. Había un puñado de hombres uniformados de pie en la plataforma, y un quinto piloto sentado elevado en la parte frontal, ocupándose de la trompa. Las grandes orejas de metal del elefante se agitaban despacio, moviendo los brillantes tapices que colgaban de sus costados.

—Como pueden ver, el embajador sabe viajar con estilo —dijo la doctora Barlow.

—Sé que no podemos usar bestias en tierra clánker, entonces ¿por qué hacer un caminante con el aspecto de un animal? —dijo Deryn.

—La diplomacia se basa por completo en los símbolos —explicó la doctora Barlow—. Los elefantes simbolizan la realeza y el poder. Según la leyenda, un elefante predijo el nacimiento del profeta Mahoma y las máquinas de guerra del propio sultán se hacen con esa misma forma.

—¿Todos los caminantes de este lugar tienen apariencia de bestias? —preguntó Newkirk.

—La mayoría sí —dijo la científica—. Puede que nuestros amigos otomanos sean clánkers, pero no han olvidado la red de vida que nos rodea. Por esta razón aún tengo esperanzas puestas en ellos.

«ATRACANDO JUNTO AL DAUNTLESS»

Deryn frunció el ceño, pensando por un instante en los misteriosos huevos que había en la sala de máquinas. ¿Qué significarían las criaturas que albergaban en su interior?

Pero no había mucho tiempo para hacerse preguntas. Al poco, el elefante de metal estaba justo junto a la barquilla de la aeronave, con una pasarela desplegada entre ambos.

—Sean elegantes, caballeros —dijo la doctora Barlow—. Vamos a subir a un elefante.

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