Behemoth

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Catorce

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CATORCE

—¡Por fin! —el conde Volger le llamó quedamente desde el puntal de soporte de la cápsula del motor—. Casi habíamos perdido la esperanza de que vinieseis.

Alek avanzó por los flechastes, sintiendo que la criatura se movía dentro de su chaqueta. Estaba flexionando sus garras otra vez, como minúsculas agujas perforando su carne.

—He tenido un pequeño… problema.

—¿Os ha visto alguien?

Alek se encogió de hombros. Me he cruzado con algunos tripulantes, pero no me han preguntado adónde iba. Su sonido de un motor fallando es muy convincente, profesor Klopp.

Desde el fondo de la cápsula el profesor de mekánica saludó, con una ancha sonrisa en su rostro. Tras él estaba el señor Hirst muy furioso, amordazado y atado fuertemente al panel de control.

—Pues ya es hora de que empecemos a movernos. Confío en que todos ustedes estarán preparados para luchar, si se presenta la ocasión —dijo Volger.

Bauer y Hoffman blandieron herramientas en sus manos y Volger llevaba su sable. Pero Alek apenas podía llegar a alcanzar su cuchillo con la criatura oculta bajo su chaqueta. El momento de contárselo era ahora y no mientras estuviesen escapando.

—Aún tenemos un pequeño problema.

Volger frunció el ceño.

—¿De qué estáis hablando? ¿Qué ha sucedido?

—Justo cuando me iba, uno de los huevos de la doctora Barlow ha eclosionado y ha salido de él una especie de bestia. Una bastante ruidosa. Cuando intenté marchar empezó a aullar como un bebé recién nacido, creo. ¡Pensé que iba a despertar a toda la nave!

Volger asintió con la cabeza.

—De modo que tuvisteis que estrangularla. Muy desagradable, estoy seguro. Pero no encontrarán su cuerpo hasta mañana por la mañana y por entonces ya hará mucho tiempo que nos habremos ido.

Alek parpadeó.

—¿Os librasteis de él, verdad, Alek?

—De hecho, esa estrategia ni se me pasó por la cabeza.

Dentro de su chaqueta la criatura se movió y Alek dio un respingo.

Volger puso una mano sobre la empuñadura de la espada y siseó:

—¿Qué demonios lleváis bajo la chaqueta?

—Le aseguro que no tengo ni idea —Alek carraspeó—. Pero se comporta muy bien, a menos que intente abandonarlo.

—¿Lo habéis traído con vos? —Volger se acercó más a él—. Por si no os habéis dado cuenta, Su Alteza, estamos intentando escapar de los darwinistas. Si habéis traído una de sus abominaciones con vos, os ruego amablemente ¡que lo tiréis por la borda!

Alek se sujetó con más fuerza a los flechastes.

—Le aseguro que no lo haré, conde. Además, la bestia haría un ruido considerable mientras cayese.

Volger gruñó en voz baja, dejando de apretar los puños.

—De acuerdo, entonces. Supongo que en caso de lucha, podremos usarlo como rehén.

Alek asintió, desabrochándose la chaqueta. La criatura sacó la cabeza.

Volger se alejó con un escalofrío.

—Mantenedlo callado o lo silenciaré yo mismo. Después de vos, Su Alteza.

Alek empezó a avanzar hacia la proa y los demás le siguieron en silencio.

Escalaron por los flechastes justo por encima del talle de la aeronave, con las cuerdas hundiéndose bajo el peso de los cinco hombres y sus pesadas bolsas. Era un avance lento, y el pobre viejo Klopp parecía aterrado, pero por lo menos nadie desde la espina podía verlos.

Cuando la bestia recién nacida empezó a retorcerse, Alek abrió la chaqueta el resto del camino. La bestia se arrastró subiendo hasta su hombro, entornando los ojos ante la brisa.

—Ve con cuidado. Y estate callado —susurró.

La criatura se lo quedó mirando con una expresión aburrida, como si Alek le estuviese diciendo algo terriblemente obvio.

Pronto se encontraron rodeados por aquellos horribles murciélagos fléchette.

La proa de la aeronave estaba cubierta por ellos, una masa agitada de pequeñas formas negras, todas ellas cloqueando levemente. Dylan una vez le había explicado a Alek que aquellos chasquidos emitían ecos, que las criaturas usaban para «ver» en la oscuridad. Igualmente tenían ojos, unos miles de ojos como cuentas seguían a Alek expectantes. Por mucho cuidado que tuviese al avanzar, los murciélagos revoloteaban a su alrededor. Era como intentar ver algo a través de una bandada de palomas en un sendero.

—¿Por qué nos miran tan intensamente? —susurró Klopp.

—Creen que venimos a alimentarlos —dijo Alek—. Dylan siempre alimenta a los murciélagos por la noche.

—¿Queréis decir que están hambrientos? —preguntó Klopp, con el rostro brillante de sudor bajo la luz de la luna.

—No se preocupe. Comen higos —dijo Alek, obviando la parte de las púas de metal.

—Me alegra oír eso… —empezó Klopp, pero de pronto un murciélago revoloteó delante de él. Cuando pasó rápidamente ante su cara, sus botas resbalaron de los flechastes.

Klopp se detuvo bruscamente un momento después, con los nudillos de las manos blancos al sujetarse fuertemente a las cuerdas, pero su gran cuerpo colgaba por el lado de la membrana, que le enviaba revoloteando en todas direcciones. Alrededor de ellos, los murciélagos se lanzaban al aire emitiendo sus sonidos que cambiaron a chillidos y llamadas.

Alek sujetó a Klopp por la muñeca mientras el hombre luchaba por volver a colocar los pies sobre las cuerdas. Un momento después ya estaba a salvo, pero la conmoción se estaba extendiendo y los murciélagos revoloteaban por la parte exterior como ondas en un estanque oscuro.

«Estamos acabados», pensó Alek.

La criatura se alzó en su hombro y clavó sus garras dolorosamente en el hombro de Alek. Un suave cloqueo salió de su boca, el mismo sonido que los murciélagos habían estado haciendo un momento antes.

—Haced que esa bestia… —susurró Volger, pero Alek le hizo un gesto con la mano para que guardase silencio.

Todos los murciélagos empezaron a tranquilizarse a su alrededor. Los chillidos se apagaron y la alfombra de negras sombras se posó en la piel de la aeronave.

La criatura también se calló y miró con sus grandes ojos de nuevo a Alek.

El muchacho le devolvió la mirada. ¿Había sido aquella cosa, fuese lo que fuese, lo que había silenciado a los murciélagos fléchette?

Tal vez… por casualidad. Tal vez fuese algún tipo de mímica, como los lagartos mensajeros. Y aun así la criatura no había recibido ningún entrenamiento ni cuidados maternales en absoluto. Tal vez era la forma de actuar de todas las bestias darwinistas recién nacidas.

—Seguid moviéndoos —susurró Volger y Alek lo hizo.

La torre de amarre se alzaba en el aire ante ellos; en lugar de eso Alek miró hacia abajo. Entre aquella brumosa oscuridad, el suelo parecía estar a miles de kilómetros por debajo de ellos.

—¿Esa cuerda será lo suficientemente resistente? —preguntó a Hoffman.

El hombre se arrodilló para palpar el delgado cable que se extendía hacia la torre, situada tal vez a unos treinta metros de distancia. Parecía demasiado delgado para sostener el peso de un hombre, aunque los materiales fabricados darwinistas siempre eran más fuertes de lo que aparentaban.

—Por lo que he visto, señor, los cables pesados están todos atados abajo, en la barquilla. Pero este debe de estar aquí por alguna razón. No sería de mucha utilidad si no pudiese soportar el peso de un hombre.

—Eso creo —dijo Alek.

Aunque se le ocurrían otras criaturas que podían usar el cable. Podría ser para que los lagartos mensajeros lo atravesasen corriendo o para que los halcones bombarderos se posasen él.

Hoffman se sacó de encima un rollo de cuerda que llevaba colgado al hombro.

—Este cable tendrá que aguantarnos a dos de nosotros junto con nuestro equipo. Deberíamos enviar a alguien para sujetar un extremo.

—Iré yo —dijo Alek.

—No con vuestra herida, joven señor —dijo Klopp.

—Yo soy el que pesa menos —Alek alargó la mano—. Deme la cuerda.

Klopp miró a Volger, quien asintió y dijo:

—Átesela alrededor de la cintura para que no se mate.

Alek alzó una ceja, un tanto sorprendido de que Volger le permitiese pasar primero.

El conde leyó su expresión y sonrió.

—Si el cable se rompe, todos quedaremos aquí atrapados, de modo que no importa quién vaya primero. Y al fin y al cabo, vos sois el más ligero.

—¿De modo que mi temeridad ha producido la estrategia correcta, conde?

—Debe de haber sonado la flauta por casualidad.

Alek no repuso, pero la criatura se erizó sobre su hombro, como si sintiera su enojo.

Klopp rio sofocadamente mientras se arrodillaba y ataba la cuerda más gruesa alrededor de la cintura de Alek. Enseguida que estuvo asegurado, Bauer, Hoffman y Klopp agarraron el otro extremo como si fuese un juego de tirar de la cuerda.

—Rápido ahora —dijo Volger.

Alek asintió, se dio la vuelta y se alejó bajando por la pendiente que formaba la cabeza de la aerobestia. Los otros soltaron la cuerda lentamente. Solamente sentía un leve tirón en su cintura. Aquello le recordó a Alek cuando tenía diez años y su padre le permitía asomarse por los parapetos del castillo, manteniendo una mano firme en su cinturón. Por supuesto, por aquel entonces se había sentido mucho más seguro.

El fino cable se extendía ante él y desaparecía entre los oscuros soportes de la torre de amarre. Alek sujetó el cable con ambas manos.

—Espero que no tengas miedo de las alturas, bestezuela.

La criatura recién nacida solamente le miró y parpadeó.

—Está bien, pues —dijo Alek y saltó al vacío.

Se quedó colgando un momento de sus manos y luego balanceó las piernas para rodear el cable con ellas. Aunque clavó sus garras profundamente en su hombro, la bestia no hizo sonido alguno.

Solo había una cosa buena estando colgado boca arriba de aquella forma: Alek no podía ver el oscuro suelo, sino solamente sus propias manos agarradas a la cuerda y las estrellas sobre él. Se impulsó alejándose de la aeronave primero con una mano, después con la otra, rozándose las palmas cada vez que avanzaba una pulgada.

«CRUZANDO UN ABISMO EN LA OSCURIDAD»

Cuando estaba a medio camino, Alek ya estaba respirando agitadamente. Le estaban empezando a doler las costillas y ya le costaba sentir las manos. El aire de la noche enfrío el sudor de su frente. A medida que se alejaba, poco a poco, de la aeronave, la cuerda que colgaba de su cintura aumentaba su longitud y la sentía más pesada.

Imaginó qué sucedería si se partía el cable o le resbalaban los dedos. Caería durante unos terribles instantes, pero la cuerda atada alrededor de su cintura haría que se balancease de vuelta hacia la aeronave, y chocaría contra su nariz, tal vez lo suficientemente fuerte para que incluso la ballena se despertase y protestase…

La torre de amarre cada vez estaba más cerca, pero el cable entre sus doloridas manos se inclinaba suavemente hacia arriba y cada vez le costaba más escalarlo. La criatura empezó a gemir suavemente, imitando al viento que soplaba entre los puntales de la torre.

Alek apretó los dientes y se impulsó los últimos metros, ignorando el dolor que sentía en sus castigados músculos. Por una vez, sentía agradecimiento a los años de crueles lecciones de esgrima de Volger.

Finalmente, tuvo al alcance de la mano uno de los puntales de metal y Alek pasó un brazo a su alrededor. Se quedó allí colgado un momento, jadeando, y luego se impulsó para subir al frío acero de la torre.

Con dedos temblorosos desató la gruesa cuerda de su cintura y la ató al puntal. Ahora que estaba extendida desde la cabeza de la aeronave, la cuerda parecía pesar una tonelada. ¿Cómo había conseguido llevarla tan lejos?

Alek apoyó la espalda y observó cómo los demás se preparaban para cruzar, dividiendo los petates de herramientas y armas. Era extraño ver al Leviathan desde la perspectiva de frente. Hacía sentir a Alek insignificante, como una minúscula criatura a punto de ser tragada por una ballena.

Pero la oscuridad reinante tras la aeronave aún era mucho más vasta. Estaba salpicada por las hogueras de los manifestantes en la puerta del campo de aterrizaje y, tras aquellas, se apreciaban las luces de la ciudad.

—Constantinopla —dijo en voz baja.

—Mmm, Constantinopla —repitió la criatura.

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