Behemoth

Behemoth


Quince

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QUINCE

Descender por la torre fue sencillo. Un tramo de escaleras de metal se extendía en espiral por su centro, y los cinco descendieron rápidamente.

¿O ahora debía decir seis? De pronto, Alek pudo sentir el peso de la bestia fabricada montada en su hombro. La única palabra que había pronunciado le había hecho sentir de forma más evidente el peso del animal, como si su rareza fuese algo sólido.

Alek no se lo había contado a los demás, por supuesto. Volger ya estaba lo suficientemente aterrado con los lagartos mensajeros. ¿Por qué darle otra excusa para librase de la criatura recién nacida?

Por lo menos parecía saber cuándo estarse callada. Desde que había dicho aquella única palabra, no había emitido ningún otro sonido.

Cuando se acercaban al final de las escaleras, Alek se encontró al mismo nivel que el puente de la aeronave. A través de las ventanas brillaba luz de las lámparas de gusanos, dibujando la silueta de dos oficiales de guardia en su interior. Aunque la débil luz verdosa no alcanzaba a iluminar las sombras dentro de la torre.

Los guardias del Leviathan estaban vigilando las escotillas de la aeronave. Los hombres de tierra iban vestidos con feces rojos, y los dos grupos se observaban mutuamente con cautela. El resto de los otomanos se encontraba en las puertas del campo de vuelo, vigilando a los manifestantes.

Nadie estaba guardando la base de la torre de amarre.

La luna, una línea gruesa en cuarto creciente, se alzaba en el cielo y la torre proyectaba una larga sombra que apuntaba al oeste, lejos de la ciudad y las multitudes. Volger encabezó a los demás en su avance por aquel delgado dedo de oscuridad, dirigiéndose hacia un tramo de verja vacío en el borde de la pista de aterrizaje.

Alek se preguntó qué sucedería si ahora fuesen descubiertos. La tripulación del Leviathan no tenía autoridad allí, en suelo otomano. Pero dudaba que los darwinistas dejasen escapar a sus únicos ingenieros sin luchar. Respecto a esto, los otomanos tampoco se tomarían bien que unos extranjeros entrasen en su pista de aterrizaje.

En resumen, lo mejor era seguir sin ser vistos.

De pronto, la criatura recién nacida se alzó sobre sus patas traseras, moviendo las orejas hacia la nave.

Alek se detuvo y escuchó. El distante chillido de un silbato de mando llegó hasta sus oídos.

—Volger, creo que nos han…

El aullido de un rastreador de hidrógeno perforó la noche. El sonido provenía de la cápsula del motor más cercana: alguien había encontrado al amordazado y atado señor Hirst.

—Sigan moviéndose —susurró Volger—. Estamos a medio kilómetro de la verja. Primero buscarán por la nave antes de que se les ocurra mirar aquí afuera.

Alek echó a correr, estremeciéndose con solo pensar qué bestias enviarían los darwinistas tras ellos. ¿Los perros rastreadores de seis patas? ¿Los horribles murciélagos fléchette? ¿O tal vez había criaturas incluso más horribles a bordo de la nave?

La alarma se extendió por la oscura y larga silueta que quedaba tras ellos, con las luces de la góndola parpadeando al pasar del verde suave al blanco brillante. Sobre el hombro de Alek la criatura imitaba en voz baja los sonidos de alerta, los ladridos y los chillidos de los sabuesos, los gritos y silbidos de mando.

—No estoy seguro de que esto sea de ayuda —le murmuró.

—De ayuda —repitió la criatura en voz baja.

Un minuto después, un foco de luz cegadora se encendió desde la espina de la nave. Al principio apuntó a la verja de la pista de aterrizaje, pero lentamente empezó a girar como un faro sobre un oscuro océano.

Demasiado para que los darwinistas les dejasen escapar.

—Ustedes cuatro adelántense —dijo Klopp, con el rostro rojo y brillante—. ¡No puedo correr tan rápido!

Alek aminoró la velocidad y le cogió la pesada caja de herramientas de su mano.

—Tonterías, Klopp. Si nos separamos les será más fácil encontrarnos.

—Tiene razón —dijo Volger—. Tenemos que permanecer juntos.

Alek echó un vistazo por encima del hombro. El barrido de luz se acercaba a ellos, ondeando por la hierba como una ola luminosa.

—¡Agáchense! —susurró y los cinco se tiraron al suelo.

La cegadora luz pasó junto a ellos pero no se detuvo: apuntaba demasiado alto.

La tripulación que manipulaba los focos estaba buscando por la pista de aterrizaje desde el exterior al interior, comprobando primero los alrededores. Sin embargo, Alek dudaba que Klopp pudiese llegar a la verja antes de que la luz pasase sobre ellos de nuevo.

Las garras de la criaturita se agarraban con fuerza sobre su hombro y hacía un nuevo ruido en su oreja…, un sonido como alas revoloteando.

Alek miró hacia la aeronave y su sorpresa se reflejó en sus ojos. Una oscura nube estaba formándose por debajo de la barquilla, miles de formas negras llenaban el aire. La tempestad de alas trepó a través del haz de luz del foco, brillando con el destello de las garras de acero.

—Halcones bombarderos —soltó Alek.

En el glaciar, había visto a los halcones en acción contra los soldados alemanes. Y justo el día antes había observado cómo un miembro de la tripulación afilaba las garras de acero que lucían como una cuchilla en una tira de cuero.

Las aves volaron en abanico desde la aeronave y pronto el cielo por encima de ellos estaba lleno de formas volantes.

Alek miró hacia delante: la valla solo estaba a unos cien metros de distancia.

Pero un momento después, los halcones empezaron a volar en círculo, un remolino de alas y brillante acero formándose sobre sus cabezas. Alek se protegió doblando los hombros hacia delante, esperando un ataque.

—¡Sigan corriendo! —gritó Volger—. Muertos no les servimos.

Alek corrió, esperando que el hombre tuviese razón.

A medida que la masa al arremolinarse se hacía mayor, el reflector alteró su curso, dirigiéndose hacia el enorme remolino de pájaros. Llegaría en pocos segundos, y atravesaría a Alek como la mirada de un gran ojo.

El aullido de los rastreadores de hidrógeno llegó otra vez hasta los oídos de Alek, esta vez más cerca que antes. La bestia imitó el sonido, colgada de su hombro.

—Vienen a pie —dijo Alek.

—Corra, Bauer. ¡Usted lleva los alicates! —gritó Volger.

Alek siguió al hombre, que echó a correr rápidamente. El borde de la pista de aterrizaje ya no estaba lejos; el haz de luz del proyector pasó junto a ellos y destelló en las espirales del alambre de espino.

Cuando Bauer y Alek llegaron a la verja, Bauer sacó los gruesos alicates y se puso a trabajar. Recortó la tela metálica y, lentamente, empezó a abrir paso a través de ella. Pero los chillidos de las bestias tras ellos sonaban más fuertes a cada segundo.

Bauer ya había casi acabado cuando llegaron los demás.

—Por allí el bosque es más espeso —dijo Volger señalando más allá de la valla hacia la oscuridad—. Corran hacia el oeste hasta que no puedan más y después busquen un lugar para ocultarse.

—¿Y usted? —preguntó Alek.

Hoffman y yo les detendremos todo lo que podamos.

—¿Detenerles? —exclamó Alek—. ¿Con una llave inglesa y un sable de esgrima? ¡No puede luchar contra estas bestias!

—¡No, pero podemos entretenerlas! Y cuando los darwinistas se den cuenta de que tienen a un ingeniero y un traductor en sus manos, tal vez decidan que no merece la pena ir tras el resto de ustedes. Especialmente por el territorio otomano.

—Ya hemos pensado en esto, joven señor —dijo Klopp jadeando—. ¡Forma parte del plan!

«RESISTENCIA»

—¿Qué plan? —gritó Alex, pero nadie respondió—. ¿Por qué no me lo han contado?

—Mis disculpas, Su Alteza —dijo Volger y sacó su espada—. Pero, últimamente, os habéis ido un poco de la lengua con nuestros secretos.

—¡Por Dios, Volger! ¿Es que quiere hacerse el mártir?

—Si no estuviesen justo tras nosotros, vendría con vos. Pero alguien tiene que contenerlos aquí. Y entre los dos, Hoffman y yo, les ofrecemos la oportunidad de que su aeronave siga volando mientras no nos traten con demasiada dureza.

—Pero yo no puedo… —Alek tragó saliva.

—Ya he terminado, señor —dijo Bauer.

—Corran, entonces —dijo Volger, entregando su bolsa a Klopp, que atravesó la brecha.

Las sombras de los rastreadores de hidrógeno y los hombres se cernían sobre ellos, y se veían enormes al estar distorsionadas por la luz del reflector.

—Pero…, Volger —Alek apretó los puños—. ¡No puedo hacer esto sin usted! ¡Nada de esto!

—Me temo que deberéis hacerlo —Volger le saludó con su sable—. Adiós, Alek. ¡Haced que vuestro padre se sienta orgulloso!

—Pero mi padre está muerto… y usted no.

—Vamos, señor —Bauer le agarró por el brazo.

Alek intentó soltarse pero el hombre era más corpulento y más fuerte. Alek se encontró siendo arrastrado por la obertura de la valla, con las púas metálicas tirando de su chaqueta y con la criatura sobre su hombro acurrucándose y aullando como un rastreador de hidrógeno a la caza.

Un momento después, ya estaban entre los oscuros árboles y oyeron a Klopp jadeando por delante de ellos. El caporal Bauer aún tiraba de él, disculpándose mientras respiraba entrecortadamente. El bosque enseguida amortiguó los sonidos de la lucha, y el foco de luz apenas se veía destellar a través de las hojas. Los aullidos de los rastreadores se escuchaban apagados y los halcones bombarderos se veían obligados a volar más alto a causa de las gruesas ramas.

Los tres se abrieron paso con dificultad para adentrarse más entre los árboles hasta que todo quedó engullido por la oscuridad. Lo único que podía ver Alek eran puntos blancos deslumbrado por el foco reflector. Tras ellos, los sonidos cesaron abruptamente.

Volger debía de estar negociando con ellos, ofreciéndose él mismo y a Hoffman a cambio de la libertad de los demás. Los darwinistas tendrían poca elección. Si luchaban para abrirse paso entre la valla, se arriesgaban a matar al último ingeniero y al traductor.

Alek aminoró el paso. El plan del conde Volger había funcionado a la perfección.

Bauer apretó aún más su sujeción.

—Por favor, señor. No podemos volver atrás.

—Por supuesto que no —Alek se soltó y se detuvo—. Pero ya no hay necesidad de correr, a menos que queramos que al pobre viejo Klopp le dé un ataque al corazón.

Klopp no discutió. Se detuvo allí mismo jadeando, inclinado hacia delante apoyando las manos en sus rodillas. Alek miró hacia atrás por el camino por donde habían venido, escuchando sonidos de persecución: nada. Ni siquiera un ave en el cielo.

Finalmente era libre, pero nunca se había sentido tan solo.

El príncipe Aleksandar sabía lo que le habría dicho su padre. Había llegado el momento de que asumiera el mando.

—¿Hemos perdido algo por el camino?

Bauer rápidamente contó las bolsas.

—El equipo de radio, las herramientas, el lingote de oro: lo tenemos todo, señor.

—El oro… —dijo Alek preguntándose cuánto les habría retrasado lo último que quedaba de la fortuna de su padre.

Lo hubiera cambiado todo por los minutos extra que el sacrificio de Volger les había brindado.

Pero ahora no tenía tiempo para compadecerse o para desear que las cosas hubiesen sido de otra forma.

—Y aquí está esto —añadió Klopp, sacando una funda de piel de un pergamino de su chaqueta.

Estaba marcado con las llaves cruzadas del sello papal.

—El conde dijo que vos deberíais llevarlo encima de ahora en adelante.

Alek se quedó mirando el objeto. Contenía una carta del Papa donde dejaba constancia de que Alek era el heredero de los títulos y bienes de su padre, a pesar de los deseos de su tío abuelo, el emperador. También se podía deducir de ello que Alex se convertía entonces en el heredero al trono del Imperio austrohúngaro. Esa era la razón por la que los alemanes querían cazarle, porque tal vez un día tendría el poder absoluto para finalizar la guerra.

Cuando sus dedos sujetaron el estuche, se dio cuenta de que siempre había confiado en que Volger mantendría aquella carta a salvo. Pero ahora él tendría que llevar encima su propio destino.

Deslizó el estuche dentro de un bolsillo y lo abotonó.

—Muy bien, Klopp.

—¿Quiere que le lleve la bolsa de Volger?

—No, joven señor —jadeó el hombre—. Estaré bien.

Alek alargó la mano.

—Me temo que debo insistir. Estáis haciendo que vayamos más despacio.

Klopp hizo una pausa. Era el momento en que normalmente habría mirado de reojo al conde para buscar su aprobación, pero ya no podría hacerlo más. El hombre le entregó la bolsa y Alek gruñó cuando su peso le golpeó.

Volger, por supuesto, había transportado el oro.

La criatura imitó el gruñido y Alek suspiró. No tenía ni una hora de vida y ya se estaba haciendo un poco pesada.

—Espero que pronto aprendas nuevos trucos —murmuró, ante lo cual la criatura solo parpadeó.

Bauer alzó las otras dos bolsas.

—¿Por dónde vamos, señor?

—¿Acaso eso significa que el conde Volger no les indicó ningún otro plan secreto?

Bauer miró a Klopp, quien se encogió de hombros.

Alek inspiró profundamente. Ahora tendría que decidir él.

Hacia el oeste estaba Europa, ir hacia allí significaba caer en picado en la locura y la guerra. Al este les esperaba el Imperio otomano, extendiéndose ante ellos, vasto y extraño hacia el corazón de Asia. Y abriéndose hacia los dos continentes estaba la antigua ciudad de Constantinopla.

—Por ahora nos quedaremos en la capital. Necesitaremos comprar ropas… y tal vez caballos —Alek hizo una pausa. Al pensar en que con aquel lingote de oro podría comprar, si quisiera, su propio caminante, las posibilidades eran infinitas—. Por lo menos en la ciudad algunos de los comerciantes comprenden el alemán.

—Muy sensato. Pero, y esta noche, ¿dónde vamos a ir, joven señor? —preguntó Klopp.

Bauer hizo un gesto, mirando hacia el camino por donde habían venido. El bosque estaba silencioso, pero la luz del reflector aún brillaba en el horizonte.

—Nos dirigiremos al oeste durante una hora —dijo Alek—. Luego daremos un rodeo y nos dirigiremos hacia la ciudad. Tal vez encontremos una posada tranquila.

—¿Una posada, señor? ¿Pero no nos estarán buscando los otomanos? —preguntó Bauer.

Alek se quedó pensativo un momento y negó con la cabeza.

—No saben a quién están buscando, a menos que los darwinistas se lo digan. Y no creo que lo hagan.

Klopp frunció el ceño:

—¿Por qué no?

—¿No lo ve? Los darwinistas no quieren que nos cojan —mientras Alek lo decía en voz alta, se le aclararon más las ideas—. Sabemos demasiado sobre el Leviathan: cómo funcionan sus motores, la naturaleza de su misión. No les haría ningún bien entregarnos a manos de los otomanos.

Klopp asintió lentamente:

—Pueden decir que Volger y Hoffman intentaron escapar y que los han apresado. ¡De modo que no hay nadie a quien buscar!

—Exactamente —dijo Alek—. Y puesto que es una nave de guerra, el Leviathan deberá abandonar territorio neutral mañana. Y cuando ellos se vayan, nadie sabrá que estamos aquí.

—¿Y qué pasa con los alemanes, señor? —dijo Bauer en voz baja—. Vieron al Caminante de Asalto en los Alpes, con el emblema de los Habsburgo y vieron al Leviathan con nuestros motores montados en él. Deben de saber que estábamos a bordo y sospecharán quién estaba intentando escapar esta noche incluso si los otomanos no lo hacen.

Alek lanzó un juramento. Había agentes alemanes por todas partes en Constantinopla y todo el alboroto de aquella noche no había sido sutil precisamente.

—Tiene razón, Bauer. Aunque dudo de que haya alemanes en este bosque. Aún sostengo que durmamos en una posada hoy, en un lugar tranquilo y confortable que acepten virutas de oro como pago. Mañana nos disfrazaremos como es debido.

Empezó a caminar por la oscuridad, guiándose por el último resplandor de las luces de los proyectores tras ellos. Los otros dos hombres alzaron sus bolsas y le siguieron. Sin discusiones, sin debate.

Tan simple como aquello, Alek ahora estaba al mando.

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