Behemoth

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Veinte

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VEINTE

El hombre se sentó sin esperar una respuesta, chasqueando los dedos a un camarero y pidiendo café.

—¿Ha dicho «reportero»? —murmuró Bauer en alemán—. ¿Crees que esto es inteligente, Fritz?

Alek asintió con la cabeza: era la oportunidad perfecta. El trabajo de un reportero extranjero al fin y al cabo suponía poder comprender la situación política que les rodeaba, las maniobras de las grandes potencias aquí en el Imperio otomano. Y hablar con Malone era mucho más seguro que intentar captar rumores de un alemán que podría darse cuenta del acento aristocrático de Alek.

Algunos hombres de las mesas vecinas habían mirado al reportero cuando este se sentó a su mesa, pero ahora nadie miraba. Las calles de Constantinopla estaban llenas de objetos más raros que una rana fabricada.

—No sé en qué puedo ayudarle —dijo Alek—. No hace mucho que estamos aquí.

—No se preocupe. Mis preguntas no van a ser demasiado complicadas —el reportero sacó un ajado cuaderno—. Solo estoy intrigado por lo que ellos llaman el mekanzimat (todos los nuevos edificios que los alemanes están construyendo en Estambul). ¿Están ustedes aquí para trabajar en algo?

Alek carraspeó. El hombre había supuesto que eran alemanes. Probablemente no podía distinguir ni un acento austriaco del croar de su propia rana mugidora. Aunque no tenía sentido sacarle de su error.

—No estamos en la construcción, señor Malone. Por el momento solo estamos viajando. Recorriendo los alrededores.

Los ojos de Malone repasaron a Alek de arriba abajo y se detuvieron en el fez que había en la silla junto a él.

—Veo que ya han ido de compras. Aunque es un poco raro. ¡Hombres en edad militar de vacaciones en tiempos de guerra!

Alek maldijo en silencio. Siempre había sido muy malo contando cualquier tipo de mentira, pero pretender ser un turista era absurdo, cuando todos los hombres de Europa habían sido llamados al servicio. Malone probablemente pensaría que eran desertores, o espías.

Por supuesto, cierta aura de misterio podría serle útil.

—Digamos solamente que no es necesario que sepa nuestros nombres —Alek hizo un gesto a la cámara—. Y fotografías no, si es tan amable.

—Ningún problema. Estambul está lleno de gente anónima —el hombre alargó la mano para rascar la barbilla de su rana—. ¿Supongo que han venido en el Express?

Alek asintió. El Orient Express iba directamente desde Múnich a Constantinopla y no podía admitir que habían llegado en una aeronave.

—Debía de estar abarrotado con la llegada de todos estos nuevos obreros.

—El tren tal vez estaba abarrotado, pero nosotros teníamos nuestro compartimento.

Cuando salieron las palabras, Alek se maldijo de nuevo. ¿Por qué siempre tenía que demostrar de alguna forma que era rico?

—Así que ustedes no hablaron con los tipos que están trabajando en aquella torre de transmisión, ¿no?

—¿Torre de transmisión? —preguntó Alek.

Sip. La que ustedes, los alemanes, están construyendo en los acantilados hacia el oeste. Dicen que es un proyecto especial para el sultán. Es enorme, ¡tiene su propia central eléctrica!

Alek miró de reojo a Bauer, preguntándose cuánto estaba comprendiendo el caporal de la conversación con el inglés, idioma que había aprendido un poco a bordo del Leviathan. Una gran torre de transmisión necesita su propia central eléctrica, pero también un cañón Tesla.

—Lo siento pero nosotros no sabemos nada de eso. Solo hace dos días que estamos en Constantinopla —dijo Alek.

Malone le miró atentamente un momento con un brillo en la mirada, como si Alek le acabase de contar una broma sutil pero inteligente.

—No el tiempo suficiente para empezar a llamarla Estambul, por lo visto.

Alek recordó que la doctora Barlow había dicho que sus habitantes usaban otro nombre para su ciudad pero al personal de su hotel no había parecido que les importase.

—Se llame como se llame, no hemos visto aún gran cosa de ella.

—¿De modo que aún no han bajado a los muelles para ver los nuevos buques de guerra del sultán?

—¿Nuevos buques de guerra?

—Dos acorazados que acaban de entregar los alemanes a los otomanos —Malone entornó los ojos—. ¿No los han visto? Es una lástima que se lo pierdan.

Alek consiguió sacudir la cabeza.

—No, no hemos ido al puerto aún.

—¿No han ido al «puerto»? Es una península, saben. ¿Y acaso el Orient Express no entra directamente paralelo al agua?

—Eso creo —dijo Alek, rígidamente—. Estábamos muy cansados cuando llegamos y era de noche.

El hombre parecía divertido de nuevo, aquello era descorazonador. Lo siguiente que Malone le diría sería que había luna llena o que el Orient Express nunca llega de noche.

Pero ¿qué importancia tenía? De todos modos no se creía ni una palabra de lo que Alek le estaba diciendo. Tal vez era el momento de cambiar de tema.

—Es extraño ver a esta criatura aquí —dijo Alek señalando a la rana—. No sabía que los otomanos permitiesen estas abominaciones darwinistas en su país.

—Oh, solo es preciso saber a quién sobornar. El hombre se echó a reír. Y yo no iría a ninguna parte sin Rusty. Tiene mucha mejor memoria que yo.

Alek abrió mucho los ojos.

—Él… ¿recuerda cosas?

—Claro. ¿Ha visto alguna vez esos lagartos mensajeros?

—He oído hablar de ellos.

—Bueno, pues Rusty es un pariente cercano. Excepto que él es todo cerebro y no brinca. El hombre acarició con unos golpecitos en la cabeza a la rana y sus ojos redondos parpadearon. Puede escuchar hasta una hora de conversación y repetírtela palabra por palabra.

Alek frunció el ceño, preguntándose si la criatura recién nacida que le esperaba en el hotel era algún tipo de bestia de grabación.

—¿Este animal está memorizando lo que estamos diciendo ahora mismo?

El reportero se encogió de hombros.

—Considerando que hasta el momento no me ha contado nada en absoluto…

—Como le he dicho, acabamos de llegar.

—Bueno, al menos su inglés es agradable de escuchar —el hombre se echó a reír de nuevo—. Es como si ustedes hubiesen estado practicando, solo para mí.

—Es usted demasiado amable —dijo Alek. Durante las dos últimas semanas, por supuesto, había estado hablando más inglés que alemán—. Y tiene un oído agudo. ¿Le importa si le hago algunas preguntas?

—Claro. ¿Por qué no? —el reportero chupó su lápiz.

—¿Cree usted que los otomanos se unirán a los clánkers en esta guerra?

Malone se encogió de hombros de nuevo.

—Dudo que a los alemanes les importe, de una forma o de otra. Han venido aquí para quedarse mucho tiempo. Derrotar a los darwinistas en Europa y luego expandirse por todo el mundo. Ya están ampliando el Express hacia Bagdad.

Alek había oído a su padre decir lo mismo, que el Orient Express había sido construido para extender la influencia clánker hacia Oriente Medio y adentrarse más en el corazón de Asia.

Malone hizo un gesto hacia arriba, señalando el póster de propaganda que estaba detrás de Alek.

—Lo único que quieren en este momento es que los otomanos cierren los Dardanelos para que los rusos no puedan enviar comida desde el sur.

—Es más fácil hacer morir de hambre a un hombre que luchar contra él —dijo Alek—. Pero ¿acaso los otomanos pueden contener el estrecho contra la Marina Británica?

—Las naves de superficie no pueden atravesarlo por las minas y el cañón, y tienen redes para contener a los krakens. Eso es todo aunque quedan las aeronaves y los otomanos puede que consigan una de ellas pronto.

—¿Cómo dice?

La cara de Malone se iluminó.

—Eso sí que es una vista que seguramente ustedes querrán ver. El Leviathan, uno de los mayores respiradores de hidrógeno, está aquí en Estambul.

—Está aún… Quiero decir, ¿hay una aeronave británica aquí? ¿No es un poco extraño, con una guerra en marcha?

—Diría que sí lo es. ¡Y lo que es más extraño aún es que los británicos están pensando en entregársela al sultán! —Malone hizo un gesto con la cabeza—. Parece que los alemanes donaron un par de acorazados a los otomanos y los británicos quieren subir la apuesta. El mismo sultán mañana irá a la nave a dar una vuelta junto con algunos reporteros.

Alek estaba tan sorprendido que casi no podía hablar. Que el Leviathan podría ser entregado a la potencia clánker era absurdo. Pero, si la nave no se había ido, entonces quería decir que el conde Volger todavía se encontraba en Estambul.

—¿Y usted va a ir a ese… paseo?

Malone sonrió ampliamente.

—No me lo perdería por nada del mundo. En Estados Unidos también tenemos respiradores, pero ninguno ni la mitad de grande. ¡No tienen más que observar el cielo mañana y verán a lo que me refiero!

Alek se quedó mirando al hombre. Si él tenía razón acerca del Leviathan, quizás Volger tenía otra oportunidad de escapar. Por supuesto, Volger creería que Alek y los demás ya habían desaparecido en los bosques.

Era una locura confiar en aquel extraño americano, pero Alek tenía que aprovechar la oportunidad.

—Tal vez usted podría hacer algo por mí —dijo en voz baja—. Hay un mensaje que quiero que entregue en aquella nave.

Malone alzó las cejas.

—Parece interesante.

—De todas maneras, no podrá escribirlo en su periódico.

—Eso no puedo prometérselo. Pero recuerde, mi periódico se publica en la ciudad de Nueva York y uso golondrinas de mar para enviar mis reportajes. Cualquier cosa que yo escriba tarda cuatro días en llegar a Nueva York y luego se tarda un día o dos para que las noticias que se han publicado allí lleguen hasta aquí. ¿Comprende a qué me refiero?

Alek asintió. Si Volger realmente podía escapar, cinco días era mucho tiempo para desaparecer del mapa.

—De acuerdo, entonces —Alek inspiró profundamente—. A bordo del Leviathan hay un hombre, un prisionero.

Malone dejó de escribir con el lápiz.

—¿Un alemán, supongo?

—No. Austriaco. Su nombre es…

La voz de Alek se desvaneció. Las luces de gas de pronto empezaron a parpadear y el recinto se sumergió en la oscuridad más absoluta.

—¿Qué sucede? —siseó Bauer.

Malone alzó una mano.

—No se preocupe. Es solamente un espectáculo de sombras chinescas.

El café se quedó en silencio y pronto la pared trasera empezó a titilar. Alek se fijó en que no se trataba de una pared, sino una fina pantalla de papel con unas potentes lámparas de gas ardiendo tras ella.

Unas manchas oscuras empezaron a formarse en la pantalla de papel, sombras con formas de monstruos y hombres.

Alek abrió mucho los ojos. Una de sus tías en Praga coleccionaba títeres de sombras chinescas de Indonesia, creaciones en piel que movían brazos y piernas, como marionetas con palos en lugar de cuerdas. Pero las sombras allí bailaban con unos movimientos mecánicos perfectos. Eran títeres clánkers, movidos no a mano sino por máquinas escondidas detrás de la pared.

Los actores ocultos hablaban en lo que sonaba como turco, pero la historia era lo suficientemente fácil de comprender. A lo largo de la parte inferior de la pantalla, se alzaban y bajaban olas y una criatura marina saltaba entre ellas, un monstruo darwinista agitando sus tentáculos con unos enormes dientes. Se aproximó a un barco donde dos hombres estaban en cubierta hablando, sin darse cuenta de que el kraken se acercaba a ellos. Alek captó el nombre de Churchill entre las palabras que le eran poco familiares.

Entonces repentinamente la criatura saltó de las olas, atrapando a uno de los hombres y lo arrastró al agua. Extrañamente, el otro hombre solo reía…

Alek respingó cuando alguien le pellizcó el brazo. Era Bauer, quien le señaló con la cabeza a un par de soldados alemanes que se acercaban a ellos entre las mesas del café. Los dos iban mesa por mesa, comprobando los rostros contrastándolos con una fotografía que tenían en la mano.

—Debemos irnos, Fritz —susurró Bauer.

—Están aquí por alguna otra persona —dijo Alek con firmeza.

Nunca se le había tomado una fotografía.

Malone se había dado cuenta de sus miradas nerviosas y se giró para mirar a los soldados alemanes. Se inclinó hacia delante y susurró:

—Si ustedes dos están ocupados, tal vez será mejor que nos veamos mañana. ¿A mediodía, en las puertas de entrada de la Mezquita Azul?

Alek empezó a explicarle que no había ninguna necesidad de irse pero entonces uno de los soldados se envaró. Miró la fotografía que sostenía en la mano y después alzó la vista hacia Alek.

—Es imposible… —dejó escapar Alek.

Entonces se dio cuenta de que el soldado definitivamente no le miraba a él. Estaba mirando a Bauer.

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