Behemoth

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Treinta y uno

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TREINTA Y UNO

—Parezco bastante turco, ¿verdad? —dijo Klopp, mirándose al espejo.

Alek dudó un momento, intentando buscar las palabras. El hombre no parecía turco en absoluto, sino más bien un zepelín envuelto en seda azul con un cono con borlas en la nariz.

—Tal vez sin el fez, señor —sugirió Bauer.

—Tal vez tenga usted razón, Hans —dijo Alek—. Sería mejor que probara un turbante.

—¡Fez! —proclamó Bovril, que estaba sentado sobre el hombro de Deryn comiendo ciruelas.

—El fez está bien —dijo Deryn.

Su alemán mejoraba pero aún le faltaban palabras aquí y allá.

—¿Y cómo se pone uno un turbante? —preguntó Klopp, pero nadie lo sabía.

Bauer y Klopp ya hacía una semana que estaban encerrados en el hotel y aquel encierro los estaba volviendo locos. Una jaula seguía siendo una jaula, por muy lujosa que esta fuese. Pero por fin iban a salir, para dirigirse al almacén de Zaven a inspeccionar a los caminantes del comité.

El problema era cómo ir hasta allí sin ser vistos.

Alek y Deryn hicieron lo que pudieron para comprar ropa para disfrazarse en el Gran Bazar, pero los resultados no habían sido del todo satisfactorios. Bauer tenía un aspecto demasiado recargado, como uno de los porteros del hotel, y las voluminosas ropas de Klopp le habían convertido en una aeronave envuelta en seda.

—No tenemos que hacernos pasar por otomanos. Solo vamos a atravesar el vestíbulo y entraremos en un taxi y luego directos al almacén. Apenas nos verá nadie —dijo Alek.

—¿Y entonces por qué no se viste como un príncipe Habsburgo, joven señor? —Klopp se echó atrás el fez en su cabeza—. Puesto que estos anarquistas ya saben su nombre.

—No son anarquistas —aseguró Alek por enésima vez—. Los anarquistas quieren destruir cualquier tipo de gobierno. El comité solo quiere remplazar al sultán por un parlamento electo.

—Son todos la misma repugnante cosa —dijo Klopp, moviendo la cabeza—. Asesinar a sus propios señores. ¿Es que acaso habéis olvidado a aquellos jóvenes serbios que lanzaron bombas a vuestros padres?

Alek puso freno a la impertinencia de Klopp, aunque supo contener su enfado. El anciano tenía un punto de vista bastante negativo de las revoluciones en general y la charla de Lilit sobre la igualdad de las mujeres no es que hubiese ayudado demasiado.

Pero el hecho de reunirse con Zaven y autómatas de acero alivió el malhumor de Klopp. Nada le alegraba tanto y le hacía sonreír con tanta facilidad como la visión de un nuevo caminante.

—Los alemanes estaban tras aquel ataque, profesor Klopp. Y aliarnos con el comité es nuestra única forma de devolverles el golpe.

—Supongo que tenéis razón, joven señor.

—Por supuesto —dijo Alek simplemente.

Miró a Bauer, que presto asintió con la cabeza.

Dylan, no obstante, estaba resultando más difícil de convencer. Lilit le desagradó al instante y se negó a contarle a Alek nada sobre su misión en Estambul, diciendo solamente que era demasiado secreta para compartirla con un «grupo de estúpidos anarquistas».

Aun así, ya era mucho que Dylan estuviese allí en Estambul, listo para ayudar. Había algo en la enérgica seguridad de aquel chico que le recordaba a Alek que la providencia estaba de su parte.

—Tenemos que traer a la bestia —dijo Deryn en inglés, poniéndose una chaqueta de seda. Sus ropas le sentaban perfectamente: había pasado una hora a solas con el sastre para que se las ajustasen correctamente—. La doctora Barlow dice que puede ser de bastante utilidad.

—Pero si lo único que hace es balbucear —dijo Alek colgándose su carga más importante, una pequeña bolsa, al hombro—. ¿Te explicó exactamente cómo se supone que ayuda?

Deryn abrió la jaula y Bovril se acercó y saltó al interior.

—Solo que deberíamos escucharle. Porque es bastante… perspicaz.

Alek frunció el ceño.

—Me temo que esta palabra está más allá de mis conocimientos de inglés.

—Sí. También de los míos —Deryn puso la mano en la jaula y rascó la barbilla de la criatura—. ¿Verdad que eres una bestezuela muy bonita?

—Perspicaz —dijo la criatura.

Cuando Klopp finalmente estuvo listo, Alek usó la centralita para pedir un ascensor a vapor. Unos pocos minutos después, los cuatro ya habían bajado las escaleras y cruzado el vestíbulo.

El hotel estaba abarrotado y nadie se fijó en sus ropas ni les preguntaron por qué llevaban cajas de herramientas. Alek dejó la llave en el mostrador y el portero los saludó elegantemente mientras los acompañaba al exterior. Una cosa sí podía decirse de Estambul: la gente en aquella ciudad solo se preocupaba de sus asuntos.

Varios taxis escarabajo de la ciudad estaban esperando y Alek eligió el más grande. Había dos hileras de asientos de pasajeros, el que estaba más atrás era lo suficientemente amplio para la gran envergadura de Klopp. Alek se subió a los asientos delanteros con Deryn y luego entregó al piloto algunas monedas y le dijo el nombre del barrio de Zaven.

El hombre asintió y enseguida partieron.

Por encima de los ruidos de la calle, Alek escuchó un zumbido desde la jaula. Era Bovril imitando los motores del caminante. Se inclinó hacia delante para hacer callar a la bestia y después deslizó el pequeño y pesado saco bajo el asiento.

—Hay muchos soldados por aquí. ¿Siempre es así? —advirtió Bauer.

Alek alzó la vista, y frunció el ceño. El caminante avanzaba por una amplia avenida bordeada con altos árboles. Había soldados otomanos apostados a cada lado en doble formación.

Muchos de ellos iban vestidos con uniformes de gala.

—Nunca había visto tantos. Tal vez sea un desfile —dijo él.

El taxi ya estaba reduciendo la velocidad puesto que cada vez había más tráfico. Frente a ellos, un caminante de carga con la forma de un búfalo de agua empezó a expulsar humo negro, ante lo cual Klopp hizo un rudo comentario acerca de su pobre mantenimiento. Unas nubes de vapor caliente se arremolinaron por los motores que les rodeaban, hasta que los cuatro empezaron a tirar de sus ropas nuevas a causa del calor.

—Señor —dijo Bauer en voz baja—, me parece que ahí está sucediendo algo.

Alek miró a través del humo del tubo de escape del búfalo de agua. A unos cien metros delante de ellos, una patrulla de soldados estaba deteniendo a todos los vehículos que pasaban.

—Un control —dijo Alek.

—Los extranjeros están obligados a llevar el pasaporte en este país —dijo Klopp en voz baja.

—¿Deberíamos salir e ir andando? —dijo Alek.

Klopp negó con la cabeza.

—No haríamos más que llamar la atención. Llevamos estas cajas de herramientas… y una jaula, por el amor de Dios.

—Cierto —Alek suspiró—. Bueno, pues entonces seremos turistas que nos hemos olvidado nuestros pasaportes en el hotel. Y si esto no los convence, podemos sobornarlos.

—¿Y si el soborno no funciona? —preguntó Klopp.

Alek frunció el ceño. Transportaban demasiado peso para echar a correr y había demasiados soldados en aquel lugar para empezar una lucha.

—Deja que adivine —dijo Deryn en inglés—. Estáis pensando en sobornarlos y ellos lo rechazarán. Ningún soldado acepta un soborno con tantos capitanes cerca.

Alek maldijo en voz baja. Era cierto: había oficiales con sombreros de altas plumas por todas partes.

—¿Sabéis pilotar este artilugio? —preguntó Deryn.

Alek miró por encima del hombro del piloto los extraños controles.

—¿Con seis patas? Yo no, pero Klopp sabe manejar cualquier cosa.

Deryn le miró con una sonrisa.

—Pues entonces ya basta de cháchara. ¡Cuando llegue el momento, echaré al piloto y tú y Bauer meted al profesor Klopp de un empujón ante los controles!

—Creo que suena bastante sencillo —dijo Alek.

Pero por supuesto aquello no tenía nada de simple.

Los siguientes cinco minutos fueron insoportables. La hilera se movía como un pesado motor de gasolina mientras Klopp enumeraba todos los desastres concebibles y contenía el aliento. Pero finalmente el humeante búfalo de agua que tenían ante ellos pasó el control y el taxi ocupó su lugar.

Un soldado avanzó hacia ellos y les dedicó una prolongada y desconcertada mirada. Alzó una mano dándoles el alto diciendo algo en turco.

—Lo siento, pero no hablamos su idioma —dijo Alek.

El hombre los saludó cortésmente con una inclinación y dijo en un alemán excelente:

—Pasaportes, entonces, por favor.

—Ah —hizo como si rebuscara en sus bolsillos—. Me parece que he olvidado el mío.

Klopp y Bauer le imitaron, palpando sus ropas de seda y frunciendo el ceño.

El soldado alzó una ceja y luego regresó a su pelotón y levantó una mano en el aire.

—¡Oh, maldita sea! —exclamó Deryn, agarrando al sorprendido piloto por los sobacos y alzándolo.

—¡Hacedlo ahora!

Mientras Deryn dejaba caer al hombre echándolo del taxi, Alek ayudaba a Bauer a empujar a Klopp hacia el asiento delantero. El hombre parecía tan pesado como una cuba de vino, pero enseguida ya estaba sentado ante los controles y sujetaba los controles.

El taxi se encabritó como un caballo sobre sus cuatro patas traseras, provocando la huida de los guardias que lo rodeaban. Entonces saltó hacia delante, con un montón de chispas volando por sus pies de metal. Al otro lado del concurrido control, la avenida estaba despejada y Klopp puso la máquina a todo galope rápidamente.

«ESCAPANDO DEL CONTROL»

Los soldados gritaban, bajándose los rifles del hombro y pronto resonaron disparos alrededor del taxi. Alek se agachó, sintiendo como si los dientes le temblasen dentro de la cabeza. Los brazos de Deryn rodeaban la cintura de Klopp para evitar que ambos salieran despedidos del taxi. Bauer tenía las manos sobre las cajas de herramientas y Alek alargó la mano para asegurar el pequeño saco que estaba en el suelo.

El único sonido que provenía de la jaula era la risa maníaca de Bovril.

—¡Sujétense fuerte! —gritó Klopp y maniobró el taxi para que girase por una curva cerrada.

Sus seis pies, como los de un insecto, patinaban por los adoquines, resonando como sables arrastrados por una pared de ladrillos.

Alek asomó la cabeza. Aquel lado de la calle era más estrecho y los peatones salieron corriendo por todas partes cuando las fauces del taxi escarabajo se abalanzaron sobre ellos.

—¡No mate a nadie, Klopp! —gritó justo cuando la pata delantera derecha se clavó en un montón de barriles.

Uno de los barriles se partió cuando el montón se derrumbó y el agrio aroma del vinagre se extendió por el aire. En el siguiente giro el taxi empezó a resbalar de nuevo, amenazando con derrapar hacia un lado contra una gran ventana de una carnicería, pero Klopp forcejeó para someterlo bajo control.

—¿Adónde voy? —gritó.

Alek se sacó del bolsillo el mapa dibujado a mano de Zaven e hizo un cálculo aproximado.

—A la izquierda cuando pueda y reduzca la velocidad. Ya no nos sigue nadie.

Klopp asintió y redujo la velocidad de la máquina de seis patas al trote. La calle siguiente estaba repleta a ambos lados de tiendas de recambios mecánicos y abarrotada de caminantes de carga. Nadie miró dos veces al taxi.

—No sé cómo podéis soportar estos estúpidos trastos —dijo Deryn, sentándose bien en su asiento—. ¡Son puros asesinos cuando van deprisa!

—¿Acaso no fue idea tuya? —preguntó Alek.

—Ha funcionado, ¿no?

—Por ahora. Pronto empezarán a ir tras nosotros.

El taxi se adentró más en la parte industrial de la ciudad, con Klopp siguiendo las intuiciones de Alek. Las marcas de la mezcla de lenguas del comité pronto llenaron las paredes. Pero los signos de las calles eran escasos en aquel lugar y nada concordaba con las pocas avenidas marcadas con nombres en el mapa de Zaven.

—Todo esto me es bastante familiar —dijo Alek a Klopp—. Estamos cerca.

—Podemos tener problemas, señor —dijo Bauer—. ¿Verdad que le dijo al taxista adónde nos dirigíamos?

—Solo le dije el barrio.

—Seguramente los otomanos ya le habrán interrogado. Pronto llegarán.

—Tiene razón, Hans. Tenemos que darnos prisa —se giró hacia Klopp—. El almacén de Zaven tiene vistas sobre toda la ciudad. Deberíamos verlo desde un lugar más alto.

Klopp asintió, girando cada vez que veía una calle de subida. Finalmente el taxi se detuvo en la cresta de una colina y Alek vio el grupo de almacenes, con la vivienda de Zaven en lo más alto.

—¡Es allí! ¡Tal vez está a medio quilómetro!

—¿Oyen ese ruido? —preguntó Deryn.

Alek prestó atención. Incluso con el taxi al ralentí, aquel ruido estaba allí: un zumbido apenas imperceptible. Miró a su alrededor, pero no había nada a la vista excepto los caminantes de carga y un carro de cuerda mensajero.

—No viene de aquí abajo —dijo Deryn en voz baja, mirando al cielo.

Alek alzó la vista y lo vio…

Un girotóptero estaba sobrevolando directamente por encima de ellos.

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