Behemoth

Behemoth


Siete

Página 9 de 47

S

I

E

T

E

—¿Habéis oído eso? —preguntó el cabo Bauer.

Alek se detuvo a escuchar mientras se limpiaba las manos en un trapo grasiento. En el aire vibró el rugido lejano de un motor al ponerse en marcha, primero con un petardeo y después con un rumor quedo y constante.

El muchacho observó fijamente la maraña de engranajes que tenía delante y dijo a sus hombres:

—Somos tres contra uno y, aun así, Klopp ha puesto en marcha su motor antes que nosotros.

—Detesto tener que decirlo, señor —Bauer mostró sus manos, negras de grasa—, pero vos y yo no somos de mucha ayuda.

—El jefe Hoffman dio al artillero una palmada en la espalda y se echó a reír.

—Un día de estos haré de usted un auténtico ingeniero, Bauer. Es él, quien no tiene remedio.

Echó una mirada al señor Hirst, que les observaba taciturno desde la riostra de la cápsula del motor, con las manos completamente limpias.

—¿Qué sucede? —preguntó el ingeniero.

Alek cambió al inglés.

—Nada, señor Hirst. Tan solo que al parecer Klopp nos ha ganado.

—Eso parece —dijo el hombre, y volvió a quedarse en silencio.

Ya era bien entrada la tarde, y habían pasado menos de cuarenta y ocho horas desde el desafortunado encuentro con el

Breslau y el

Goeben. Alek, sus hombres Hoffman y Bauer, y Hirst habían sido asignados a la cápsula de estribor, mientras que el profesor Klopp estaba destinado a babor, escoltado por guardias armados y con Volger acompañándole como traductor.

Tras el incidente con la pistola de aire comprimido, se había decidido que Klopp y el señor Hirst no volverían a estar juntos en la misma cápsula. Alek no estaba escoltado por ningún guarda, pero sospechaba que aquello era debido solamente a los vendajes que protegían su costilla rota. Cada vez que levantaba una llave inglesa, se estremecía de dolor.

Pero al menos no habían encerrado a nadie en el calabozo. La doctora Barlow había sido fiel a su palabra y había convencido al capitán para que aceptase la realidad: sin la ayuda de Klopp la aeronave navegaría a la deriva. O algo peor, la enorme aerobestia podría arrastrarlos hacia el rumbo que ella misma eligiera.

La buena voluntad del capitán comportaba, sin embargo, algunas condiciones. Los cinco austriacos deberían permanecer a bordo del

Leviathan hasta que los darwinistas comprendieran completamente el funcionamiento de los nuevos motores, sin importar el tiempo que ello les llevase. Por consiguiente, Alek sospechaba que no desembarcarían en Constantinopla.

Media hora más tarde, el motor de estribor finalmente se puso en marcha. Cuando empezó a salir humo de los tubos de escape, el jefe Hoffman accionó los engranajes y la hélice comenzó a girar.

Alek cerró los ojos, deleitándose con el sonido continuo de los pistones. Tal vez todavía no se encontraban cerca de alcanzar la libertad, pero al menos la aeronave estaba entera de nuevo.

—¿Os encontráis bien, señor? —preguntó Bauer.

Alek inspiró profundamente el aire marítimo.

—Estoy contento por estar otra vez en camino.

—Sienta bien tener nuevamente un motor rugiendo bajo los pies, ¿verdad? —Hoffman señaló con la cabeza al señor Hirst—. Y quizás nuestro malhumorado amigo haya aprendido finalmente algunos trucos.

—Esperemos que sí —dijo Alek con una sonrisa.

Desde la batalla, Bauer y Hoffman le habían cogido manía al ingeniero jefe del

Leviathan. Después de todo, ambos habían estado al lado de Alek desde la horrible noche en que sus padres habían muerto, y habían renunciado a sus carreras para protegerle. No se habían tomado nada bien que el señor Hirst les disparase a él y al profesor Klopp, al margen de si se habían amotinado o no.

Poco tiempo después, los dos motores funcionaban al unísono y el

Leviathan puso rumbo hacia el norte de nuevo. La superficie del agua se deslizaba bajo ellos cada vez más deprisa, hasta que la aeronave dejó atrás a la escolta de gaviotas hambrientas y delfines curiosos.

El aire en movimiento olía de otra forma, pensó Alek. La aerobestia se había dejado llevar a la deriva la mayor parte del día, aprovechando la velocidad y dirección de los vientos y envolviéndolo todo en una tediosa calma. Pero ahora que tenían propulsión una vez más notaba el aire salado soplando sobre su rostro, cortante y lleno de vida, llevándose con él la sensación de encontrarse prisionero.

—Una de esas cosas parlanchinas —dijo Bauer frunciendo el ceño.

Alek se volvió y, al ver a un lagarto mensajero aproximándose por la piel de la aerobestia, suspiró. Seguramente sería un mensaje de la doctora Barlow pidiéndole que se ocupara de los huevos. Aunque, cuando el lagarto abrió la boca, habló con la voz del timonel jefe.

—El capitán desea poder contar con su compañía en el puente tan pronto como le sea posible.

Bauer y Hoffman miraron a Alek al reconocer la palabra inglesa para «capitán».

—Quiere verme tan pronto como me sea posible —tradujo, y Bauer soltó un bufido.

No era fácil bajar a toda prisa hacia la barquilla con una costilla rota.

No obstante, a Alek se le escapó una sonrisa mientras se limpiaba la grasa de las manos. Era la primera vez que alguno de ellos era invitado a visitar el puente. Desde que habían subido a bordo, sentía curiosidad por saber cómo los oficiales controlaban los distintos complementos interconectados de la aeronave: hombres, bestias fabricadas y máquinas. ¿Funcionaría como un acorazado terrestre alemán, con la tripulación del puente controlando directamente los motores y el cañón? ¿O quizás como un navío en el que se despachan las órdenes a la sala de calderas y a los puestos de artillería?

Alek se volvió hacia el señor Hirst.

—Le dejo al mando, señor.

El hombre asintió, algo rígido. No se había disculpado por haber disparado a Alek, y ninguno de los oficiales había admitido que Klopp había salvado la nave. De todas maneras, cuando aquella mañana comenzaron a trabajar, Hirst había vuelto del revés sus bolsillos sin mediar palabra para mostrar claramente que ya no llevaba ningún arma encima. Algo era algo.

Alek encontró a Volger esperándole en la escalera principal de la barquilla. Resultaba extraño ver las ropas de montar del conde manchadas de grasa y su cabello despeinado por el aire que generaba la hélice. De hecho, Alek no había visto a Volger desde la batalla. Ambos habían estado trabajando en los motores en todo momento desde que habían soltado a Alek.

—Ah, Su Alteza —dijo el conde, haciendo una reverencia con indiferencia—. Me preguntaba si también os habrían convocado a vos.

—Voy donde los lagartos me dicen que vaya.

Volger no sonrió, tan solo se dio la vuelta y comenzó a bajar las escaleras.

—Criaturas monstruosas. El capitán debe de tener noticias importantes, si se ha decido finalmente a dejarnos ver el puente.

—Quizás quiera darnos las gracias.

—Sospecho que se trata de algo menos agradable —dijo Volger—. Algo que no quería que supiésemos hasta que hiciéramos funcionar de nuevo sus motores.

Alek puso mala cara. Como de costumbre, el conde trataba de encontrarle sentido a todo, aunque fuese a base de sospechas. Y vivir entre aquellas criaturas impías del

Leviathan no había mejorado su estado de ánimo.

—Usted no confía demasiado en los darwinistas, ¿verdad? —quiso saber Alek.

—Vos tampoco deberíais.

Volger se detuvo y miró hacia ambos lados del pasillo.

Esperó hasta que un par de tripulantes hubieron pasado de largo e hizo que Alek bajase por las escaleras. Pasados unos instantes, llegaron a la cubierta inferior de la barquilla, iluminada únicamente por las luciérnagas de la nave.

—Las despensas de la nave están casi vacías —dijo Volger en un susurro—. Ni siquiera se molestan en vigilarlas.

—Ha estado espiando, ¿verdad? —sonrió Alek.

—Cuando no estoy reparando engranajes como un vulgar mecánico. Pero debemos hablar rápido. Ya me sorprendieron una vez.

—Bien, ¿y qué opina de mi mensaje? —preguntó Alek—. Esos acorazados se dirigen a Constantinopla, ¿no es cierto?

—Les revelasteis vuestra identidad —acusó el conde Volger.

Alek se quedó de piedra cuando aquellas palabras calaron en él. Parpadeó y se volvió. Le ardían los ojos por la vergüenza y frustración que sentía como cuando aún era un niño y el conde Volger lo golpeaba con su sable a placer. Carraspeó y recordó que el conde ya no era su tutor.

—Se lo ha contado la doctora Barlow, ¿verdad? Para mostrar que nos tiene bajo su control.

—No vais desencaminado. Pero es más simple que todo eso: a Dylan se le escapó.

—¿A Dylan? —Alek sacudió la cabeza con incredulidad.

—No se ha dado cuenta de que me ocultáis cosas.

—Yo no le oculto… —empezó a decir Alek, pero discutir aquello no tenía sentido.

—¿Es que os habéis vuelto loco? —dijo Volger en voz baja—. Sois el heredero al trono del Imperio austrohúngaro. ¿Por qué se lo habéis contado a vuestros enemigos?

—Dylan y la doctora Barlow no son mis enemigos —dijo Alek con firmeza, mirando fijamente a los ojos al conde Volger—. Y no saben que soy el heredero legítimo al trono. Nadie sabe nada acerca de la carta del Papa, excepto usted y yo.

—Gracias a Dios.

—Y en realidad no les dije quién soy, sino que la doctora Barlow dedujo por sí misma quiénes eran mis padres —Alek apartó la mirada de nuevo—. Aunque, lo siento, tendría que haberle contado que lo sabían.

—No. ¡Nunca deberíais haber admitido nada, sin importar lo que ellos pudieran deducir! Ese chico, Dylan, es un completo iluso. Es incapaz de mantener un secreto. Quizás penséis que es vuestro amigo, pero en realidad no es más que un campesino. ¡Y vos habéis puesto vuestro destino en sus manos!

Alek negó con la cabeza. Dylan podría ser solo un plebeyo, pero

era su amigo. Además, ya había arriesgado su vida para mantener la identidad de Alek en secreto.

—Piense por un momento, Volger. Dylan se lo contó a usted, y no a uno de los oficiales de la nave. Podemos confiar en él.

El hombre se acercó más en la oscuridad, su voz era apenas un susurro.

—Espero que tengáis razón, Alek, porque de lo contrario el capitán estará a punto de comunicarnos que sus nuevos motores nos llevarán de vuelta a Inglaterra, donde tendrán una jaula esperándoos. ¿Creéis que será agradable ser el rey títere de los darwinistas?

Alek no respondió de inmediato, reproduciendo en su mente todas las promesas sinceras que le había hecho Dylan. Entonces se volvió y empezó a subir las escaleras.

—No nos ha traicionado. Ya lo verá.

El puente era mucho más grande de lo que Alek imaginaba. Ocupaba todo el ancho de la barquilla y se curvaba suavemente en semicírculo a la altura de la proa de la aeronave. El sol del atardecer entraba a raudales por las ventanas, que casi llegaban al techo. Alek se aproximó a una de ellas. El cristal se inclinaba ligeramente hacia afuera, permitiéndole echar un vistazo directamente hacia el resplandeciente mar, que se deslizaba bajo ellos rápidamente.

En la ventana se reflejaba la docena de tubos que se enroscaban por el techo y que utilizaban los lagartos mensajeros. Otros surgían del suelo, como brillantes setas de bronce. En las paredes se alineaban palancas y paneles de control, y las aves mensajeras aleteaban en las jaulas que colgaban de una de las esquinas. Alek cerró los ojos un instante, escuchando el murmullo y la charla de hombres y animales.

Volger tiró de su brazo con suavidad.

—Estamos aquí para negociar, no para quedaros embobado.

Alek adoptó una expresión más seria y fue tras Volger, pero siguió observando y prestando atención a todo lo que le rodeaba. Daba igual cuáles fuesen las noticias que fuera a darles el capitán, quería empaparse hasta el último detalle de aquel lugar.

En la parte delantera del puente se encontraba el timón principal, como los de los antiguos barcos de vela, tallado con el sinuoso estilo de los darwinistas. El capitán Hobbes le dio la espalda al timón y les saludó con una sonrisa en el rostro.

—Ah, caballeros. Gracias por venir.

Alek siguió el ejemplo de Volger e hizo una leve reverencia al capitán, como la que se dispensa a un noble menor o de dudosa importancia.

—¿A qué debemos el placer? —preguntó Volger.

—Estamos en marcha de nuevo —dijo el capitán Hobbes—. Quería agradecérselo personalmente.

—Nos complace poderles ser de ayuda —dijo Alek, con la esperanza de que, por una vez, las sospechas del conde Volger fuesen infundadas.

—Pero también debo darles malas noticias —continuó el capitán—. Acabo de saber que Inglaterra y el Imperio austrohúngaro han entrado oficialmente en guerra —carraspeó y añadió—: Es lamentable.

Alek inspiró profundamente, preguntándose cuánto haría que el capitán sabía aquello. ¿Habría esperado a que hubieran reparado los motores para decírselo? Alek cayó en la cuenta entonces que Volger y él estaban manchados de grasa y vestidos como comerciantes, mientras que el capitán Hobbes lucía orgulloso su impecable uniforme azul. De repente, sintió odio hacia aquel hombre.

—Eso no cambia nada —dijo Volger—. No somos soldados, después de todo.

—¿De veras? —dijo el capitán, frunciendo el ceño—. A juzgar por los uniformes de sus hombres, se diría que pertenecen a la guardia de los Habsburgo, ¿me equivoco?

—No desde que dejamos Austria. Como le dije, tuvimos que huir por razones políticas —dijo Alek.

El capitán se encogió de hombros.

—Los desertores siguen siendo soldados.

Alek intentó controlarse.

—Mis hombres no son…

—¿Está diciendo que somos prisioneros de guerra? —le interrumpió Volger—. Si es así, haremos salir a nuestros hombres de las cápsulas de los motores y nos retiraremos a los calabozos.

—No se precipiten, caballeros —dijo el capitán Hobbes, alzando las manos—. Tan solo quería darles las malas noticias y rogarles que sean indulgentes. Esto me pone en una situación incómoda, como entenderán.

—Para nosotros también resulta… incómodo.

—Por supuesto —dijo el capitán, ignorando el tono de Alek—. Preferiría que llegásemos a algún tipo de acuerdo. Pero traten de comprender mi posición. Nunca me han dicho quiénes son en realidad y ahora que nuestros países están en guerra, su situación se ha vuelto algo complicada.

El hombre aguardó con expectación, y Alek miró a Volger.

—Supongo que sí —dijo el conde—. Pero aun así preferimos seguir sin identificarnos.

El capitán Hobbes suspiró.

—Entonces me veré obligado a dirigirme al almirantazgo para recibir órdenes.

—Háganos saber lo que le ordenen —dijo simplemente el conde Volger.

—Por supuesto —el capitán se ajustó la gorra y se volvió hacia el timón—. Buenos días, caballeros.

Mientras Volger hacía otra reverencia, Alek se volvió fríamente y se marchó, aún furioso por la impertinencia del capitán. Pero mientras regresaba en dirección a la escotilla, redujo un poco el paso, tan solo para escuchar unos segundos más el rumor del corazón de la aeronave.

Seguro que en el mundo había peores prisiones que aquella.

—Ya sabéis cuáles serán las órdenes que le dará el almirantazgo —murmuró Volger cuando llegaron al pasillo.

—Encerrarnos en cuanto pueda prescindir de nuestra ayuda —dijo Alek.

—Exacto. Ha llegado el momento de planear nuestra huida.

Ir a la siguiente página

Report Page