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2 – UN PARALELEPÍPEDO NEGRO

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2 – UN PARALELEPÍPEDO NEGRO

17 de junio, 2016

Al lado de la Venus, la representación paleolítica de la Madre Naturaleza, reposaba sobre la mesa de piedra un objeto, una cosa indeterminada, un artilugio quizás, algo que no pudo identificar a simple vista. Era un paralelepípedo oscuro aparentemente perfecto, de unos 50 cms de ancho, 40 de profundo y 15 de alto, sin ningún tipo de marcas ni irregularidades. Una fina capa de polvo lo cubría, igual que el resto de la cueva; parecía que tras el hundimiento de la entrada la estancia había quedado prácticamente sellada, pues había muy poco polvo en toda ella.

Javier lo examinó de cerca, siempre sin tocarlo. Hasta ahora no había tocado nada, para no contaminarlo. ¿Qué demonios podía ser eso? Lo miró desde todos los ángulos y no encontró ni una sola irregularidad. Parecía estar hecho de metal, cosa completamente imposible, pues si las pinturas de la cueva databan aparentemente de entre 20 y 25000 años atrás, aún faltaban más de diez mil años para que llegara la Edad del Bronce y otros siete u ocho mil más hasta la llegada de la Edad del Hierro. Javier estaba cada vez más confundido, aunque la confusión iba dejando poco a poco paso a la incredulidad. ¿Qué demonios podía ser eso? Y sobre todo, ¿qué demonios no era?

Sopló suavemente para apartar el polvo. Apenas se levantó un poco, por lo que sopló más enérgicamente. Ahora sí levantó una pequeña nube que permitió ver con más detalle cómo era el… ¿el qué? Todavía no sabía cómo catalogar aquel objeto imposible. Era negro, un negro mate sin ninguna veta visible, un acabado pulido, liso, sin ninguna rugosidad aparente, con esquinas ligeramente redondeadas pero cortadas en un perfecto ángulo recto. Aquello parecía… parecía… No, imposible, su mente se negaba a aceptarlo, pero la pura y simple realidad es que aquello parecía un moderno reproductor de DVDs, de Blue Ray, un ordenador portátil… algo así. Algo grande quizá para ello, pero con la forma correcta. Un tipo de aparato que nunca se había fabricado antes de 1980, algo inconcebible para la época en que supuestamente debía estar datado.

Inconcebible. Su mente no dejaba de repetirle esa palabra mientras miraba el objeto desde todos los puntos de vista: inconcebible. Su curiosidad pudo con su cautela profesional. Abandonó sus precauciones y tomó el objeto con sus manos, antes incluso de fotografiarlo en su posición original, como era preceptivo antes de estudiar ni analizar nada. Lo tomó para darse cuenta de que efectivamente era de metal, un metal pulido y muy ligero, pues el objeto no pesaba más allá de seis o siete kilos, por lo que obviamente no era macizo ni, aparentemente, de hierro, puesto que era muy ligero para serlo. ¿Aluminio, quizás? Imposible. Si para la Edad del Hierro faltaban 20000 años, no digamos los que faltaban para la Edad del Aluminio. Lo agitó, pero no sonó nada dentro de él, lo que fuera que hubiera dentro, si había algo, estaba bien sujeto. Lo volteó buscando una etiqueta, un enchufe, un logo… no le sorprendería encontrar el anagrama o el logotipo de Philips o de Samsung, pero no, no había nada de eso, ni tampoco una ranura para insertar los DVD’s… a pesar de lo cual su mente lo catalogó como un «reproductor de DVDs» a falta de nada mejor.

Inconcebible. Aquello era inconcebible, como no dejaba de repetirse. Pero al cabo, de manera natural e insistente, su mente comenzó a insinuarle una palabra nueva: Burla. Seguida en tropel de todos los sinónimos que conocía: Broma, Trampa, Engaño, Camelo… Pensando furiosamente, sopesando posibilidades, empezó a formarse una idea de lo que había sucedido, y la sorpresa y luego el enfado fueron sustituyendo al embelesamiento y al entusiasmo inicial. ¿Qué hacía allí este objeto? O mejor, ¿quién lo había puesto allí? Empezó a forjar una teoría plausible, una teoría que explicara lo inexplicable, una teoría absurda que, cuanto más pensaba en ella, más lógica y menos absurda parecía.

No lo pensó más. Decidió que se llevaría consigo el objeto-trampa, el reproductor de DVDs, que no iba a dejarlo allí, que él no iba a ser objeto de bromas ni chanzas al respecto. Sopló alrededor para que el poco polvo que había cubriera en la medida de lo posible el lugar en el que el artefacto había estado situado, para que no se notara tanto la marca que había dejado al retirarlo. Una vez se asentó el polvo la verdad es que apenas se distinguía. Satisfecho, recorrió rápidamente de nuevo los veinte metros de galería hacia la salida. Se apresuró más cuando vio que la linterna daba señales de agotamiento. Normal, pensó cuando miró el reloj y vio que había estado allí dentro durante casi hora y media. Hizo un breve cálculo mental y llegó a la conclusión de que la luz probablemente le alcanzaría para poder salir de la galería, pero por poco.

Trepó como pudo hasta llegar al agujero y lo atravesó reptando dificultosamente debido a que por delante de él, y con mucho cuidado para no arañarlo, hacía pasar el reproductor de DVDs. Por fin llegó al otro lado, sano y salvo excepto por alguna rozadura sin importancia, con el reproductor de DVDs en perfecto estado y justo a tiempo, porque ahora la batería de la linterna estaba finalmente agonizando. Se encaminó hacia la salida de la cueva donde el sol, que no se había puesto todavía, le cegó momentáneamente. La voz aterciopelada de Julio Iglesias sonaba allá al fondo, interrumpida de vez en cuando por alguna exclamación o carcajada de alguno de sus colegas que estaban digiriendo la cerveza. Una vez adaptada su visión a la luz, se dirigió a su tienda. En cuanto entró en ella limpió bien el aparato con un paño húmedo y lo revisó con más detenimiento a la luz del sol poniente. Nada.

Lo midió. Se trataba de un paralelepípedo perfecto de 50,9 x 40,6 x 14 centímetros, sin patas ni ranuras ni clavijas de enchufe ni logotipos ni inscripciones de ningún tipo, al menos a simple vista. Metal pulido, quizás aluminio o fibra de carbono o algo así, dado que pesaba unos seis kilos solamente. En efecto, parecía un reproductor de DVDs, pero aparentemente sin ranuras para el disco, ni enchufes para los conectores ni nada. Todo él era completamente liso. Y desde luego que un artefacto como ése no podía bajo ningún concepto formar parte de un yacimiento arqueológico de hacía miles de años.

Javier iba refinando su teoría, que por otra parte era prácticamente la única plausible.

Javier razonaba que los únicos que habían entrado en la galería hasta el momento eran Julio e Inma, pues los demás habían estado trabajando fuera y no habían entrado aún, al menos que él supiera.

Además, la entrada a la galería estaba más accesible de lo que quedó la campaña pasada. Bastante más, de hecho. Con muy poco esfuerzo había abierto un hueco por el que pasar y había accedido a la galería, todo ello no le había llevado más de 45 minutos. Esto no parecía lógico. La gran tormenta del año pasado con su riada y todo no debería haber despejado el camino, sino más bien lo contrario. Y, que se supiera, no había habido terremoto alguno en la zona. Los desprendimientos de rocas y tierra tienden de manera natural a crecer, no a disminuir de tamaño.

En cualquier caso, mucho o poco, la entrada estaba más despejada. Y Julio e Inma no habían dicho nada. Esto tampoco era lógico; deberían habérselo comunicado al resto del grupo. ¿Qué sentido tenía ocultar esta información que, en cualquier caso, la semana que viene sería evidente para todos?

Por otra parte, hacía unos días había tenido una agria discusión con ambos. Discusión provocada sobre todo por los celos, sus celos, pero agria fue, sin duda. Era obvio que les había ofendido gravemente, pero una vez terminada la bronca ellos no habían vuelto a decir nada, tan solo habían procurado estar en todo momento lo más alejados posible de él. Era sorprendente que hubieran encajado tanto insulto con tanta deportividad. Hasta cierto punto podía ser debido a que sintieran un cierto sentimiento de culpa, pero alguien como Julio Pérez de Ávila, un destacado arqueólogo reconocido a nivel europeo, incluso mundial, no tenía por qué soportar sus gritos, los insultos de un mindundi recién llegado a la profesión, por más justificados que fueran.

Por tanto, algo tramaban. Algo tramaban contra él. Para ponerle en su lugar. Para darle su merecido. Para vengarse.

Y nada mejor para ello que descalificarle profesionalmente, inducirle a hacer el ridículo más espantoso delante de todos sus colegas.

Ahora lo veía más claro. Seguramente habían descubierto que era factible acceder a la galería e, igual que lo había hecho él, habían entrado. Habían descubierto las pinturas, las herramientas (porque no, no podía ser que además hubieran falsificado las pinturas, las hachas y puntas de flecha de sílex y todo lo demás… ¿verdad?), y en lugar de desvelar su descubrimiento habían preferido esperar unos días con tal de darle una lección. De poner a Javier López en su sitio de una vez.

Sí, era evidente. Habían sacado de vaya Vd. a saber dónde el reproductor de DVDs o lo que rayos fuera el aparato, lo habían colocado en el «altar» al lado de la imagen de la madre, una iconografía muy habitual en todo el cuaternario como símbolo de la fertilidad y la vida, habían borrado sus huellas, aunque con la excitación del «descubrimiento» la verdad es que no se dio cuenta de si había huellas o no en la sala, habían cegado mínimamente la galería y se habían sentado a degustar su venganza en plato frío…

Cuanto más pensaba más cuadraban todas las piezas. Estaba claro, cristalino, como decían los marines estadounidenses en las películas. El lunes próximo, al comenzar las excavaciones de forma oficial, dejarían que él, el más joven e inexperto de todos los colegas, ese tipo raro que casi no tiene amigos, «descubriera» la sala y «descubriera» también el artefacto. Es más, recordaba ahora que el lunes comenzarían oficialmente los trabajos en el yacimiento pero Julio no estaría allí, pues precisamente ese día debería dar una conferencia en Valencia. Así se aseguraba de que otro encontraría la Sala, no él. Esto no le afectaría en nada a su prestigio, pues el crédito de los descubrimientos arqueológicos o paleontológicos se adjudica siempre al equipo que los realiza, o lo que es lo mismo, a su director, por lo que Julio podía estar tranquilo al respecto.

¿Y qué haría un paleontólogo joven e inexperto como Javier al encontrar ese artefacto increíble en semejante sala llena de pinturas del Paleolítico superior o quizás del Neolítico? Montaría una gran algarabía, llamaría a todo el mundo diciendo que había encontrado un reproductor de DVDs o lo que demonios fuera en un yacimiento datado hace veinte mil años… Cuando todo se descubriera quedaría como un tonto, como un pardillo, como un inepto incapaz de reconocer un aparato fabricado en China o en Corea por alguna multinacional… Su carrera habría sufrido un serio contratiempo. Eso, en el caso de que no hubiera terminado definitivamente.

Ya se imaginaba las declaraciones del gran Julio: «Pusimos allí el aparato como una broma para quien lo encontrara… lo que no podíamos imaginar es que el que lo encontró, el palurdo de Javier, fuera tan inepto de no darse cuenta inmediatamente de que era eso, una broma. Y es que lo que se espera de un paleontólogo, de cualquier paleontólogo, es que sepa discernir entre un hacha de sílex y un reproductor de Blue Ray…».

Sí, sí. Ahora estaba todo claro. Si su teoría febrilmente elaborada tenía algún defecto, no lo veía. Todo encajaba. Y entonces también le quedaba claro cómo debía actuar él ahora. Porque la casualidad había querido que entrara en la galería con un par de días de adelanto sobre lo previsto, y solo. Así que planificó su curso de acción inmediato y, metódico y concienzudo como era, lo llevó a cabo con precisión.

Guardó el dichoso reproductor de DVDs envuelto entre ropa suya en el fondo de una de sus dos maletas, que a su vez colocó junto a la otra en lo más alto de la estantería que servía de almacén, guardarropa y despensa, se descolocó la ropa y el pelo en lo posible como si acabara de salir de la cueva y salió corriendo hacia la música que sonaba, en ese momento «Europa», de Carlos Santana, un clásico para acompañar al baile lento y bien «agarrao»… Efectivamente, las pocas mujeres de la expedición estaban bailando con un colega, y el exceso de personal masculino estaba sentado haciendo los honores a una botella de whisky escocés que alguien había sacado de algún escondido rincón. Inma bailaba con Julio, claro, pero él casi ni se dio cuenta, tan metido en su papel estaba.

Javier irrumpió en medio de la fiesta como una galerna del Cantábrico.

—¡Chicos, chicos! Venid, he descubierto algo… ¡Una sala llena de pinturas! ¡Una maravilla!

De momento nadie hizo nada. Todos pararon de bailar, de beber o de sestear y se quedaron mirándolo como si el que hubiera llegado fuera un extraterrestre.

—¡La galería de la derecha! ¡Hay un paso hacia el interior, un hueco en la pared! He podido entrar y… ¡Hay una sala llena de pinturas rupestres! ¡Herramientas, huesos! ¡Una venus tallada! ¡Es increíble!

Poco a poco la información fue abriéndose paso en el cerebro consciente de los integrantes de la expedición. Poco a poco comenzaron procesar sus gritos, a darse cuenta de lo que significaban las palabras y los gestos de aquel loco que había interrumpido de forma abrupta una fiesta tan placentera.

Y se desató el pandemonium.

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