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8 – TOMANDO UNA DETERMINACIÓN

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8 – TOMANDO UNA DETERMINACIÓN

13 de octubre, 2016

Javier volvió caminando lentamente a su domicilio atravesando el hermosísimo Parque de la Concordia. La lluvia del fin de semana pasado había desaparecido, dando paso a un precioso día otoñal, y la ribera del río Ebro estaba rutilante de tonalidades rojas, amarillas y verdes, pero su ánimo no estaba para contemplaciones del paisaje. No dejaba de pensar en las palabras de Antón, en la composición imposible de un objeto imposible que de ninguna forma podía proceder de la Edad de Piedra. Sabía desde que su vista se posó en él que el objeto, el «reproductor de DVDs» como seguía llamándolo en su mente, fuera lo que fuese, no podía tener 20000 años de antigüedad, o al menos no podía pertenecer a la misma cultura que había llenado de pinturas las paredes de la sala. Había dado por supuesto que era moderno, que alguien lo había introducido recientemente en la gran sala de la Cueva de Leza, de alguna forma de la que no podía hacerse idea, en algún momento de los últimos quince o quizá veinte años. Y si no tenía ni idea del cómo, menos aun del porqué. ¿Con qué objeto alguien habría introducido un reproductor de DVDs en una cueva inexplorada llena de tesoros arqueológicos y luego no había dicho «esta boca es mía» una vez descubierta? ¿Cuál era el motivo?

Sin embargo ahora, tras las revelaciones de Antón sobre cuál era la composición real del artefacto, del exterior del artefacto, en realidad, pues no tenía ni idea de lo que ocultaba en su interior, estaba completamente desorientado. Si hoy en día no era posible fabricar algo así, o al menos si Antón decía la verdad cuando aseguraba que no había nadie capaz de hacerlo, entonces los interrogantes se multiplicaban. Estaba fuera de toda duda que no podía enseñárselo a nadie, ni menos a Antón. ¿Qué podría decir, qué historia podría contar para justificar estar en posesión de un objeto tan extraordinario? Decir la verdad quedaba descartado, por supuesto. Sustraer subrepticiamente un objeto de interés arqueológico de un yacimiento sin dar cuenta a nadie era motivo suficiente para que pudiera olvidarse de su futuro como paleontólogo, y eso sólo si se libraba de la cárcel. Nadie querría que un «ladrón de fósiles» trabajara nunca en ninguna excavación de ningún tipo. Así que sólo tenía dos alternativas que él viera: olvidarse del asunto, enterrando el objeto en alguna fosa bien profunda, o bien desvelar el misterio que encerraba, si es que podía, en completa soledad, sin la intervención de nadie ajeno. Ahora se arrepentía de haber dicho nada a Antón, pero por lo menos gracias a él sabía que se enfrentaba a algo mucho más extraño y sorprendente de lo que había supuesto.

Su mente lógica analizó todas las posibilidades. Si Antón no conocía forma alguna de obtener ese material, eso sólo podía significar tres cosas, se dijo. Las enumeró mentalmente:

Una, que alguien en algún lugar de la Tierra sí supiera cómo fabricar un material tan especial y «mágico», como lo había llamado Antón, pero que esta capacidad no fuera del dominio público, ni siquiera del de la profesión. Esto podía ser bien porque fuera algo experimental y en fase de pruebas, bien porque fuera algo secreto fabricado por algún gobierno en alguna instalación ignota con vaya usted a saber qué oscuras intenciones.

Dos, que alguien supiera fabricar un material como ése en el pasado, pero que su conocimiento se hubiera perdido a lo largo de los siglos. Una civilización perdida y desconocida que hubiera existido hacía miles de años y de la que nadie tenía noticias. Una civilización de este planeta… o de otro planeta, en cuyo caso sí podía ser posible que un artefacto como su reproductor de DVDs estuviera en un yacimiento de hacía 20000 años, ¿por qué no?

Tres, que no haya nadie capaz de fabricar el material todavía, pero que con una tecnología más avanzada sí que se pudiera. Una tecnología del futuro.

Por más que pensó, no se le ocurrió ninguna otra alternativa. ¡Pues vaya tres posibilidades!, se dijo Javier, pensativo. Si la una era inverosímil, la otra era peor… A la teoría número 3 le asignó una probabilidad muy, muy baja. ¿Viajes en el tiempo? ¿Y todo para dejar un artefacto misterioso del futuro en un yacimiento de hacía 20000 años o más con quién sabe qué intención? Bastante improbable, la verdad. Por no decir imposible. La desechó rápidamente y se centró en la número 2.

¿Civilizaciones perdidas? La verdad es que había leyendas para todos los gustos y en muchos lugares de la Tierra sobre antiguas civilizaciones muy avanzadas que habían desaparecido sin dejar rastro. La Atlántida, sin ir más lejos. Pero él sabía lo difícil que era para una civilización desaparecer y que no deje ningún indicio de su existencia, y cuanto más avanzada, más difícil. Por ejemplo, el descubrimiento por parte de Heinrich Schliemann de las ruinas de Troya en 1870 demostró que la Ilíada estaba basada en hechos reales, que Troya realmente existió y que sufrió devastación e incendios en la época pertinente. Troya no era una leyenda ni una invención de Homero, y una exploración científica bien organizada había descubierto sus ruinas. Sin embargo, ningún hallazgo había confirmado nada sobre la existencia de la Atlántida, la isla mítica descrita por Platón en el siglo IV a. C. que había encandilado la imaginación de tantas generaciones. Una civilización capaz de crear un horno metalúrgico que pudiera alcanzar al menos los 3400º C en una atmósfera de helio o al vacío debería haber dejado muchísimos restos, indicios, como sin duda los dejaría la civilización del Siglo XXI si de pronto desapareciera debido a algún cataclismo. Autopistas, puertos, minas, grandes instalaciones industriales, edificios… Por muy destructivo que hubiera sido el acontecimiento que hubiera dado al traste con nuestra civilización, un investigador de dentro de 20000 o 30000 años encontraría con seguridad muchísimos indicios y restos de ella diseminados por todo el globo. Difícil, pues.

Y ¿extraterrestres? Bueno, siempre cabía esa posibilidad, como tantísimos escritores de ciencia-ficción habían explorado a lo largo del último siglo, pero era igual de improbable o más que la de la Atlántida. Javier conocía someramente la ecuación de Drake, que intenta estimar con datos objetivos la cantidad de civilizaciones avanzadas que pueden existir en nuestra galaxia, la Vía Láctea. Aun teniendo en cuenta su naturaleza especulativa y que los valores de muchos de los parámetros que utiliza no son conocidos con precisión, casi todos los científicos que habían intentado obtener un resultado habían llegado a valores de entre 0,001 y 10 civilizaciones avanzadas, que emitieran ondas de radio y fueran detectables desde el espacio… ¡en toda la galaxia! Nuestra Vía Láctea tiene un diámetro aproximado de 100000 años luz, por lo que en cualquier caso las posibilidades reales de contacto entre civilizaciones avanzadas son, por decirlo de algún modo, muy remotas. Posibles, sí, pero muy remotas.

Así que Javier llegó a la conclusión evidente de que sólo su teoría número 1 tenía sentido, por poco que fuera. Según el principio de Ockham, la conocida «navaja de Ockham», en igualdad de condiciones la explicación más sencilla era la más plausible, y era mucho más fácil aceptar que alguien en algún lugar del planeta sí tenía la tecnología necesaria para fabricar el material mágico que había descrito Antón, pero era secreta, o al menos no era conocida en el mundillo universitario en que Antón se movía. Cosas así habían ocurrido muchísimas veces antes y seguro que seguirían ocurriendo. Pero, claro, aceptado esto, ¿cómo se explica que un artilugio fabricado con esta tecnología avanzada tan secreta apareciera nada menos que en una caverna del Paleolítico? ¿Con qué motivo alguien había llevado hasta allí el artefacto, había borrado cuidadosamente toda huella de su intrusión y luego se había evaporado?

Javier seguía sin tener respuestas, pero al menos ya tenía un marco mental que daba algo de sentido al enigma, así que preparó con su meticulosidad habitual un curso de acción. Alguien había llevado allí el artefacto, no sabía con qué intención, pero lo que parecía lógico es que el artefacto debía servir para algo, tener alguna utilidad más allá que la de hacer de peana para una venus paleolítica, aunque en realidad ni siquiera la estatuilla estaba sobre el artefacto, sino al lado. Eso sería lo único que daría sentido a todo el embrollo. No tenía ni idea de para qué podía servir el aparato, aunque parecía evidente que reproducir DVDs, desde luego, no era su función, pero alguna utilidad debía tener. Su posición destacada en el centro de la cueva, encima de la piedra rectangular que todo el mundo llamaba «el altar», indicaba que quien quiera que lo hubiera puesto ahí no deseaba esconderlo, sino que saltara a la vista para cualquiera que entrara en la sala. Sólo la casualidad quiso que fuera él el que entrara en la cueva completamente solo, cosa bastante poco habitual en el mundo de las excavaciones arqueológicas. Pero todo eso ya no tenía remedio. Poseía el artefacto, nadie sabía que lo tenía, salvo Antón, que quizás sospechara algo, pero nada sólido, y no podía dar cuenta a nadie de su existencia. Si alguien tenía que ocuparse de él, ése era Javier López Berrio. Él solito.

Tomó una determinación. Lo miraría, lo revisaría de arriba abajo, lo estudiaría de todas las formas que se le ocurrieran y volvería a comenzar hasta saber qué era y para qué servía el objeto, para así averiguar quién y para qué lo había situado en el centro de la Sala de la Cueva de Leza. Pero no lo haría en Logroño, debía alejarse de su ciudad para poder dedicarse a la tarea sin interrupciones. Sus padres tenían un apartamento en una urbanización a pocos kilómetros de Benicassim, en la costa de Castellón, frente a la playa, al que iban normalmente en las vacaciones de verano y Semana Santa. Desde su muerte no había vuelto a ir por allí, sino que había buscado una agencia de alquiler de apartamentos de playa que lo gestionaba durante la temporada de verano y eso le proporcionaba algún dinero extra, aunque la parte del león de los ingresos que generaba anualmente se lo quedaba la agencia en concepto de gastos de gestión. Tampoco le importaba mucho, pues prefería que alguien se ocupase de todo dejándole libre para gastar su tiempo en ayudar en «Save the Brave World».

Llamó a la agencia, que le confirmó lo que ya imaginaba, que el apartamento estaba vacío, cosa lógica en octubre, una vez acabada la temporada veraniega. Les avisó que iría el lunes de la semana siguiente para que tuvieran preparadas las llaves y declinó la oferta de la agencia de que alguien pasara por allí periódicamente para limpiar o cambiar sábanas y toallas. Quería trabajar lo más tranquilo posible, sin intromisiones de ningún tipo.

A continuación pasó todo el resto de la tarde hasta las tantas de la madrugada averiguando en internet todo lo que pudo sobre titanio, tungsteno y grafeno, sus aleaciones y aplicaciones y dónde se producía y se trabajaba cada uno de ellos. En general todo lo que leyó confirmó punto por punto lo que había dicho Antón. También indagó sobre viajes en el tiempo, civilizaciones perdidas y sobre extraterrestres, aunque el 99% de la información que encontró eran puras patrañas y charlatanería al estilo Von Daniken.

Al día siguiente preparó un lista de herramientas y objetos que debía llevar para ayudarle en su investigación, aunque realmente no tenía ni la menor idea de lo que de verdad necesitaría, así que incluyó de todo: destornilladores de todos los tipos y tamaños, llaves inglesas, martillos, alicates… así como cinta aislante, material eléctrico, taladro, amoladora… Luego bajó al trastero donde tenía su pequeño taller y metió todo lo que había apuntado en una maleta y bastantes cosas más que no había apuntado pero que, ya que estaban allí, decidió llevárselas también. ¡Por si acaso!, se dijo.

Pasó los pocos días que faltaban hasta el lunes en «Save the Brave World», poniéndose al día de las novedades de la ONG durante los meses en los que no había aparecido por allí e intentando no pensar en un objeto negro azulado de titanio, wolframio y grafeno que tenía guardado en el armario de su habitación, un artefacto que podría parecer un reproductor de DVDs, pero que con toda seguridad no lo era.

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