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59 – VISITA VESPERTINA

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59 – VISITA VESPERTINA

6 de diciembre, 2043

Silvia entró de nuevo en la habitación de Francis puntualmente, como siempre. Antes incluso de saludar cerró la puerta de la habitación para no ser molestados. Luego se acercó al adormilado ocupante de la aparatosa cama hospitalaria y le tocó en el hombro. Francis se despertó completamente de inmediato. Seguía sin inyectarse morfina, necesitaba estar lo más alerta posible para esta conversación que se le antojaba importante, aunque no sabía bien por qué.

Silvia pronunció las frases de rigor, «¿estás bien?», que era obvio que no lo estaba, a pesar de lo cual Francis respondió que sí, «¿estás cómodo?», que tampoco lo estaba aunque también contestó que sí, y «¿necesitas algo?», siendo evidente en sus circunstancias que no necesitaba nada.

Silvia se sentó de nuevo en la silla junto a la cama y preguntó sin más preámbulos:

—¿Por qué Francis, eeeeh, Javier? Perdona, no me acostumbro a llamarte Javier…

—No importa, Silvia. Llevo siendo Francis tanto tiempo que ahora yo tampoco me reconozco como Javier…

—Bien, Francis. Entonces, ¿por qué elegiste Francis como tu nombre? Siempre ha sido objeto de especulación, porque sabes que Francis es un nombre muy ambiguo, que puede ser tanto de chico como de chica… No era el nombre adecuado para un futuro dueño del mundo. Quizás Peter, o James, o Charles… no sé, pero ¿Francis?

—Ya veo por dónde vas, Silvia —dijo Francis sonriendo—, pero la respuesta es muy sencilla… ¡Es mi nombre real! No te has dado cuenta porque no te lo he dicho, pero yo nací en Logroño, muy cerca de Navarra, donde está el pueblo llamado Javier, lugar en que nació Francisco de Jasso, el fiel colaborador de Ignacio de Loyola al fundar la orden jesuita en el siglo XVI… Todo el mundo conoce a Francisco de Jasso como Francisco de Javier… o San Francisco Javier, una vez le canonizaron. En Navarra y las áreas circundantes es inconcebible que alguien se llame solamente Javier. Es como si a ti te hubieran puesto de nombre «Salamanca», Silvia… Mi nombre completo es Francisco Javier López Berrio. Puestos a elegir un nombre definitivo para mí… ¿qué mejor nombre que el mío propio?

—¿Y el «Barrash»? Es un nombre poco común…

—Sí, es poco común, pero existe —replicó, divertido, Francis—. Necesitaba que pudiera tener algún padre en algún sitio… —ahora una gran sonrisa cruzaba el rostro de ambos— y tiene una sonoridad parecida a «Berrio», mi segundo apellido. Me pareció adecuado, simplemente eso. Y el «Pendelton» lo saqué de una guía telefónica. No tiene más historia.

—Claro, además «Barrash» comienza por «B”, que es justo lo que necesitabas para que el anagrama de la empresa fuera precisamente “BEGIN»… Si fuera Smith, entonces sería «SEGIN», y ese nombre no tendría la misma fuerza, desde luego —afirmó Silvia, y Francis asintió, risueño—. Y entonces, ¿el logo? El famosísimo logo con el árbol y el sol… ¿de dónde sale, Francis? ¿Quién lo diseña? Porque es un logo simplemente perfecto para identificar la BEGIN con sus valores…

—Pues tampoco el logo tiene mucha historia, Silvia —repuso Francis—. Se me ocurrió a mí mismo, no tuve necesidad de ningún diseñador de postín para hacerlo. Es muy simple: representa las dos caras de la sostenibilidad del planeta, de la especie humana… El sol, la fuente primigenia de energía, de energía limpia y no contaminante, el impulsor de la vida; y el árbol, que nos representa a todos nosotros, habitantes de este pequeño planeta, a la propia vida en sí. Sólo eso… bueno, y también es un pequeño homenaje indirecto a una de las novelas favoritas de mi juventud: la saga de las Fundaciones, de Isaac Asimov. En ella, el emblema del Imperio Galáctico es una nave espacial y un sol… Pero de momento nosotros sólo tenemos una nave espacial en la que confiar: la Tierra. Y… piénsalo. ¿Hay algo que represente a nuestro planeta mejor que un árbol?

Silvia asintió. Tantos ríos de tinta derramados sobre la cuestión y al final la explicación era simple. Como casi todo en BEGIN. Simple.

—Está claro, ahora que lo dices es evidente —concedió Silvia—. Permíteme que te haga otra pregunta…

—Las que quieras, Silvia. Mientras pueda responder…

—Sí. Otra cosa que me sorprende es cómo urdiste el plan de crecer y crecer en base a inversiones bursátiles. No digo que sea algo sólo al alcance de una mente privilegiada, cualquiera podría pensar enriquecerse con unas operaciones de Bolsa, pero tú has urdido un plan para ir enriqueciéndote sistemáticamente durante nada menos que cuarenta años… ¿Cómo se te ocurrió este plan tan descabellado?

Francis miró de hito en hito a Silvia, organizando su respuesta. No era nada fácil de explicar.

—Todo comenzó cuando yo tenía quizá unos meses, aunque entonces no fui consciente de ello, naturalmente. Sería en 1988 o 1989 cuando un compañero de mi padre en la bodega en que trabajaba les invitó a él y a mi madre a cenar en su casa. Ellos se extrañaron, porque no eran lo que se dice amigos. Buenos compañeros, sí, pero no amigos, y hubiera sido más lógico invitarles en alguno de los excelentes restaurantes de Logroño, pero no, fue en su casa —Silvia seguía la historia de Francis sin entender mucho—. Cuando llegaron y, tras los saludos y parabienes de rigor, se sentaron en la mesa, descubrieron con estupefacción que la cena estaba compuesta de los manjares más excelsos y caros que podía uno imaginar. Caviar beluga iraní, angulas de Aguinaga, foie gras auténtico, pato a la naranja… Y todo en cantidad. Había caviar como para comerlo literalmente a cucharadas. Y todo ello regado, cómo no, de los mejores grandes reservas riojanos y champán francés Dom Perignon.

—He oído hablar de algunos de esos manjares, pero nunca los he probado —intervino Silvia.

—Lógico. Ya casi no quedan esturiones beluga en el Caspio, ni angulas en Aguinaga ni en ningún lado… Ahora no es que sean manjares caros, es que son virtualmente inexistentes. Pero entonces sí se podían conseguir, aunque a un precio exorbitante. Mis padres calcularon que su compañero debía haberse gastado el sueldo de uno o dos meses en preparar aquélla cena, cosa que no entendían en absoluto. Como dije antes, aunque eran buenos compañeros no tenían apenas intimidad entre ellos. Mis padres estaban desconcertados, así que no tuvieron otro remedio que preguntar a sus anfitriones el motivo de tan inesperada, pródiga y costosa cena y, sobre todo, por qué les habían invitado a ellos, precisamente a ellos.

—Sí, ya tengo yo curiosidad también —Silvia volvió a intervenir para dar pausa a Francis, a quien le costaba hablar.

—La respuesta fue sorprendente para ellos, por varios motivos. El compañero de mi padre le dijo más o menos: «¿Recuerdas que hace unos meses te comenté que había recibido la herencia de mi madre, unos tres millones de pesetas?». Sí, mi padre lo recordaba vagamente. Tres millones de pesetas serían unos dieciocho mil euros al cambio oficial de 2002, cuando se hizo la conversión de pesetas a euros, pero en 1988 era mucho más dinero que esos pocos euros de hoy en día. El compañero de mi padre prosiguió: «¿Y te acuerdas que te pregunté que qué podía hacer con el dinero?». No, mi padre no se acordaba. Habría sido una charla alrededor de un café de máquina, una intrascendente charla más de un día más. No se acordaba en absoluto. El compañero prosiguió: «Pues sí, te lo pregunté, y, aunque no te acuerdes, me dijiste que podía comprar acciones de Unión Explosivos Riotinto, UERT, que estaban muy baratas y era una empresa sólida… ¿Te acuerdas?». Pues no, seguía sin acordarse. Sí que habían comentado unos y otros la baja cotización de tan prestigiosa empresa y la de otras muchas, pero no recordaba la conversación que citaba su compañero, que prosiguió: «Pues te hice caso. Compré. Invertí casi todo el dinero en acciones de Explosivos. A 22 enteros». Por aquella época, Silvia, el cambio de las acciones en la Bolsa española se medía en «enteros», y no en pesetas o en la moneda que fuera. Cada entero representaba un 1% del valor nominal de la acción. Una cotización de 22 enteros significaba que la acción cotizaba al 22% de su valor nominal. Como cada acción de Unión Explosivos Riotinto tenía un nominal de 500 pesetas, su valor era de 110 pesetas. El compañero de mi padre había comprado unas 25000 acciones de Explosivos con el dinero de la herencia de su madre, aconsejado por mi padre, que ni siquiera sabía que le estaba dando un consejo ni mucho menos que le haría caso.

—¿Y qué pasó entonces? —Silvia estaba sobre ascuas.

—Pues que hacía una semana que el compañero de mi padre había vendido todas sus acciones de Explosivos Riotinto. ¡A 803 enteros! Es decir, a 4015 pesetas cada acción. ¡Una revalorización de 36 veces y media su valor en menos de un año! Los casi tres millones invertidos se habían convertido en cerca de cien millones de pesetas, una auténtica fortuna en la época.

—¡Con razón estaban tan agradecidos a tu padre!

—Sí, desde luego que sí, y bien que disfrutaron de la cena. Pero a mi padre siempre le quedó un cierto mal sabor de boca por aquello. Era una conversación que salía con cierta frecuencia en las cenas familiares, por eso conozco tan bien la historia. Mi padre estaba, por un lado, orgulloso de haber ayudado a su compañero, aun inconscientemente. Pero estaba dolido por no haber hecho él otro tanto. Los ahorros de mi familia de la época no llegaban ni de lejos a la cantidad que recibió el compañero en su herencia, pero, si hubiera hecho caso a sus propios consejos, entonces estarían en una posición más desahogada. En mi casa nunca faltó un plato en la mesa o ropa o libros de texto, pero no éramos lo que se dice una familia rica. De clase media, y nada más.

—Pero no tenía sentido culparse por nada, creo yo —intervino Silvia.

—No, si no se culpaban, no. Pero ¡cuántas veces oí a mi padre decir que ojalá pudiera volver a esa época para invertir él también todo su dinero en Explosivos! Lo decía de forma retórica, claro está, como cuando decimos: «Si pudiera volver a hacer tal y tal cosa, lo haría de otra manera…». Es natural y constante en la vida, y sólo responde al intento de mejorar en base a la experiencia. Si hice algo y me salió mal, y si pudiera volver a hacerlo, ahora que sé lo que falló lo haría de otro modo. Lógico. Pues en mi casa pocas veces se expresaban mis padres de esta forma, salvo para referirse al famoso asunto de las chispeantes acciones de Unión Explosivos Riotinto… Es por esta razón por la que desde chico tengo en mente las subidas y bajadas en vertical de acciones y otros activos y cómo podrían ser utilizadas para enriquecerse.

—Pero tú no las utilizaste para enriquecerte en el sentido que le da la gente, Francis —Silvia volvió a intervenir para permitir nuevamente al enfermo que tomara resuello.

—Sí y no, Silvia. Sí y no. Me enriquecí, claro que sí, pero es cierto que no disfruté del dinero como habría hecho casi todo el mundo. Reuní la mayor concentración de dinero y poder que vieron los tiempos para luchar contra el sistema, un sistema corrupto diseñado para esquilmar a los pobres y a la clase media y para enriquecer más y más siempre a los mismos. Cuando tienes dinero para vivir con todo el lujo que desees durante cien vidas… ¿para qué demonios quieres tener dinero para vivir mil vidas, o diez mil? No tiene sentido. ¿Sabes qué ocurrió con Unión Explosivos Riotinto, por qué subió de tal manera? Fue una operación especulativa en la que una serie de hombres de negocios respaldados por el dinero de un grupo inversor kuwaití entró a saco en el mercado español, comprando a precio de saldo la práctica totalidad del sector químico nacional, propulsando una revalorización gigantesca y rápida de sus acciones para luego hacer caja, dejando caer a las empresas, muchas de las cuales acabaron cerrando a pesar de ser rentables. Especulación pura y dura, Silvia. Un expolio.

—Como tantas veces, Francis, como tantas veces.

—Sí, pero, ¿sabes una cosa? Cuando llegó el momento, gané mucho dinero especulando yo también con las acciones de Explosivos y las de todo el grupo. Mucho, muchísimo más de lo que ganó el compañero de mi padre. Cantidades asombrosas que, mira por dónde, esta vez no ganaron los especuladores «oficiales», sino yo. El tiburón más tiburón de todos ellos. Y… ¿sabes qué, Silvia?

—Dime, Francis.

—Me alegré muchísimo de hacerlo. De alguna manera cumplí finalmente los deseos de mi padre. Volví al lugar y el momento oportuno, invertí, vendí cuando debía y gané mucho dinero. Mi padre estará satisfecho en su tumba.

—Pero no usaste el dinero para vivir bien —Silvia lo dijo con admiración—. No lo usaste para comprarte una mansión en las Islas del Sur y vivir rodeado de lujo y de aspirantes a top-model, como haría casi todo hijo de vecino… No, de hecho has trabajado muchísimo y te has expuesto mucho también para conseguir tu sueño. Un sueño insólito, porque tiene que ver con mejorar la vida de los demás más que la tuya propia… Insólito y admirable.

—No es así exactamente, Silvia. Yo siempre he sido una persona muy reservada y solitaria. Siempre he preferido ser útil a los demás que disfrutar yo mismo, así me siento mejor. Me daba más satisfacción ver que las cosas que hacía servían para mejorar el mundo que simplemente disfrutar de forma individual de una buena comida, una buena película o de una buena relación sexual… que, ¡ojo!, disfruto como el que más… o… bueno, disfrutaba. Yo creo que, en el fondo, mis genes egoístas están bastante poco desarrollados, a diferencia de los genes altruistas…

Silvia rió. No dejaba de tener gracia que en una situación tan dramática Francis pudiera conservar el suficiente sentido del humor como para hacer juegos de palabras con su propia explicación de la teoría de Dawkins del gen egoísta… Y Francis sonrió también. Silvia preguntó entonces a Francis:

—Y ¿qué pasó con «Save the Brave World»? ¿Qué ocurrió con aquella ONG en que participabas y a la que tanto trabajo dedicaste? No me suena de nada, no creo haber leído nunca nada de ella… ¿No la utilizaste, no la favoreciste de algún modo? Allí podía haber un grupo de gente muy interesante, con tus mismas ideas… ¿Qué pasó con ella?

Francis hizo un gesto de tristeza, negando con la cabeza, antes de contestar.

—No, Silvia, no hice nada de eso. No propuse a sus miembros unirse a mi plan, no los utilicé, no hice nada. De hecho, hice todo lo posible para que la ONG desapareciera. Ya no existe esa organización. Sus dirigentes acabaron todos en la cárcel. Yo me ocupé personalmente de ello.

—¿En la cárcel? Pero… si sus objetivos eran los mismos que los tuyos, o casi… ¿Qué pasó?

—Pues pasó, Silvia, lo mismo que con tantas ONG’s y asociaciones sin ánimo de lucro cuyos dirigentes en realidad lo que intentan es forrarse a costa de las buenas intenciones de la gente, sin más. Los tres fundadores de «Save the Brave World» eran unos expertos en la mercadotecnia, en proclamar sus altos ideales y que querían salvar al mundo y bla, bla, bla. Un altruista ingenuo y convencido como yo les creyó a pies juntillas, y otros muchos también lo hicieron. ¡Mentira! Era todo mentira. No deseaban salvar nada ni arreglar nada. Sólo querían ganar todo el dinero posible lo más rápido posible. Los socios pagábamos generosas cuotas para sufragar grandes proyectos de conservación del medio ambiente. De los proyectos sólo existía el nombre. No se invertía ni un euro en ninguna parte, todo iba a parar a la cuenta corriente de los fundadores. Conseguían subvenciones, no muchas, pero algunas, para mejorar el acceso al agua o a la electricidad de pueblos que no lo tenían… los pueblos siguieron sin electricidad y sin agua. Todo era un robo. En cuanto tuve las pruebas, les denuncié, con uno de mis nombres falsos, claro, no el mío, y se terminó para ellos el chollo.

—¡Qué barbaridad! —exclamó Silvia—. Cuánto ladrón hay suelto por ahí…

—No te lo imaginas, Silvia. No te lo imaginas siquiera. En esos tiempos las ONG’s que mejor funcionaban, las más serias de todas, conseguían que de cada diez euros recaudados en Occidente sólo uno llegara de verdad a financiar las obras o proyectos finales. El resto se perdía entre sueldos, alquileres, publicidad, comisiones, sobornos y demás bagatelas. Y eso, ¡en ONG’s que se dedican supuestamente a trabajar sin ánimo de lucro para mejorar las condiciones de vida de sus semejantes! Imagínate cómo es todo cuando tratas con organizaciones que sí tienen ánimo de lucro… como sea y al precio que sea.

—Claro. Por eso creaste Lucy.

—Sí. No me gustó hacerlo, pero fue necesario —Francis hizo un nuevo gesto de pesadumbre. O quizás era de dolor, ese dolor incesante con el que convivía continuamente y del que sólo se libraba cuando se inyectaba una dosis de morfina.

—Sí, desgraciadamente es necesario. Tras solamente unas semanas en tu puesto, haciendo tu antiguo trabajo, lo entiendo perfectamente… —Silvia de pronto recordó algo, y preguntó— Por cierto… ¿por qué «Lucy»? He intentado buscarle un sentido a la palabra, un acrónimo, una abreviatura… y no se me ocurre nada. Y perdona que te diga, pero la historia del homenaje a la vieja canción de los Beatles que me comentó Fahir… no me lo creo.

—¡Pues es la pura verdad! Bueno, la verdad es que se trata de un homenaje indirecto a la canción «Lucy in the Sky with Diamonds» de los Beatles. Mira, Silvia, no hay que buscarle tres pies al gato. Tenía que llamar de alguna manera al proyecto y no tenía tiempo de buscar un bonito acrónimo. Así que lo llamé Lucy. No exactamente por la canción, sino por el esqueleto casi completo de una hembra de australopiteco encontrado en Etiopía que es el más famoso de todos los restos de homínidos encontrados hasta el momento. Tiene más de tres millones de años de antigüedad, y lo llamaron Lucy porque cuenta la leyenda que, cuando lo descubrieron en 1974, en la radio sonaba la cancioncilla de los Beatles. Entonces Donald Johanson y su equipo decidieron llamar así, Lucy, al esqueleto que acababan de desenterrar. Algo parecido hice yo. Mi obtusa mente de paleontólogo metido a empresario evocó ese nombre, porque lo que el proyecto Lucy debía hacer era similar a lo que hicieron el equipo de paleontólogos que descubrieron los fósiles. Excavar, buscar, investigar, extraer las piezas fosilizadas, limpiarlas, organizarlas y, finalmente, reconstruir con esmero el esqueleto de una pobre hembra de un homínido más parecido a un chimpancé que a nosotros pero que, de todos modos, es nuestra tatara-tatarabuela.

—Vaya, no me lo puedo creer —Silvia estaba sorprendida y divertida por el retorcido sentido del humor de Francis—. ¿Deben entrar los enfermeros a ponerte más medicinas o suero o algo?

—No, de momento no. Tenemos tiempo, Silvia —Francis seguía pensando que Silvia estaba dando vueltas alrededor de algo, de algo que no sabía cómo encarar. Estaba intrigado, pero no quería forzar la situación.

—Francis… ¿cuántos años tienes?

La pregunta tomó por sorpresa, esta vez sí, a Francis. ¿Su edad? No se lo había planteado nunca…

—Bueno, nací en 1988, así que tengo 55 años, ¿no? El próximo marzo, serían 56… aunque nunca llegaré a cumplirlos.

—Sí, claro, oficialmente tienes 55 años, eso ya lo sé. Pero eso es en tiempo local, y tú has estado muchas veces viajando en otros tiempos locales. Para nosotros, simples mortales que no tenemos un… ¿TaqEn, dijiste? para movernos por el tiempo como Pedro por su casa, el tiempo local coincide con el tiempo que hemos vivido, pero en tu caso, con tanto desplazamiento espaciotemporal… permite que te repita la pregunta, Francis: ¿cuántos años tienes?

Francis se tomó un tiempo para reflexionar. Finalmente dijo:

—No lo sé, Silvia. No lo sé exactamente. Llevaba un registro de entrada y salida en cada punto temporal, pero nunca sumé los tiempos. Al principio sí estuve más tiempo en la década de los ochenta viajando en avión o en automóvil entre las distintas ciudades, pero una vez establecida la red de «puertas estelares», de apartamentos de los que éste es uno de ellos, ya apenas estaba allí más allá de un par de horas o tres, lo justo para dar las instrucciones pertinentes y volver a mi tiempo. Y siempre volvía más allá de cuando había salido, unos minutos o unas horas más hacia el futuro. Ya sabes, el Principio de Causalidad y todo eso. Así que no lo sé seguro.

—¿Ni una estimación?

—No sé… quizás tenga dos o tres años más de edad corporal que los 55 años de mi edad oficial. Quizá cuatro. Aunque ahora qué más da, Silvia, qué más da eso…

Silvia meneó la cabeza, quizás de duda, quizás de resignación. Al cabo de unos segundos dijo:

—Es curioso, no me acostumbro a admitir que los viajes en el tiempo sean posibles. Me cuesta… —Francis no perdía detalle de Silvia, que ahora estaba claramente en tensión. Estaba claro que tenía algo rondándole por la cabeza, algo importante que no sabía cómo abordar. Siguió esperando, hasta que Silvia decidió cómo seguir—. Y el aparato, el TaqEn… grafeno, tungsteno y titanio… cuesta creer que algo así pueda existir.

—Pues existe, Silvia, te lo aseguro. Existe. ¿Cómo, si no, se podría explicar el asombroso patrimonio inicial de BEGIN? ¿De dónde habrían salido todos esos fondos inagotables? ¿Acertando siempre en las fluctuaciones de la Bolsa? ¿Siempre… siempre?

—Sí, sí, intelectualmente entiendo que existe, y que viajar en el tiempo debe ser posible, pero las tripas se niegan a aceptarlo —la tensión en Silvia crecía aún más, hasta que por fin hizo la pregunta que Francis esperaba, la que se imaginaba que acabaría por hacer—. Francis, ¿Dónde está el TaqEn?

La tensión en Silvia se relajó, pero sólo un poco. Había algo más en ella. Francis decidió ser cauto, muy cauto. El TaqEn estaba en realidad en la caja fuerte del despacho anejo a su habitación, a menos de diez metros de su cama, pero no iba a decirle a nadie dónde estaba. Tampoco a Silvia.

Había pensado mucho sobre si entregárselo bien a ella o bien a algún otro colaborador, y al final había llegado a la conclusión de que no debía hacerlo. A él le había ayudado para construir su imperio, pero nunca, nunca se había aprovechado de su poder para su beneficio personal. De hecho, su breve pero intensa relación con Marion en el pasado había resultado un desastre, aunque se alegraba de que hubiera dado origen a Kevin, una de las personas más inteligentes e íntegras que había conocido jamás. Pero no sería capaz de poner la mano en el fuego por nadie, absolutamente por nadie. Poseer el TaqEn significaba tal poder que podía corromper al más honrado.

Decidió que mentiría, que no le entregaría el TaqEn voluntariamente ni a Silvia ni a nadie. Deberían apañarse sin él, de la misma forma que él lo había hecho en los últimos tiempos: no lo había usado desde hacía casi diez años.

—El TaqEn está seguro en una caja fuerte de un gran banco en la otra esquina del mundo, Silvia, uno de los bancos que no son parte de BEGIN. O al menos de los que todavía no son parte de BEGIN —dijo Francis al fin—.

Una caja alquilada con otro nombre, uno de mis muchos nombres, uno perfectamente legal pero desconocido para todo el mundo. Hace diez años que no lo utilizo, y ya no hace falta. No te hará falta. Tienes capacidad y recursos más que suficientes para dirigir BEGIN y llevarla a cumplir sus objetivos sin ayudas mágicas. De todos modos, he dejado bien custodiadas en un notario unas instrucciones concretas para que, en el caso de que las cosas se pusieran difíciles para BEGIN, un mensaje llegue a su director explicando dónde se encuentra y cómo hacerse con él, pero quiera Dios que ese día no llegue nunca, Silvia…

Había recitado toda la sarta de mentiras sin pestañear. Silvia hizo un gesto de fastidio… pero de un tipo de fastidio distinto al esperable. Un gesto que sorprendió y preocupó al dolorido Francis. Podía entender un sentimiento de decepción por no tener en su poder tan maravillosa herramienta, o de pena por no poseerla, pero no era nada de eso lo que había expresado Silvia con su gesto. Era fastidio, fastidio puro y duro, fastidio porque se torciera algo que no debía torcerse, por tener que trabajar más de lo previsto o repetir algo mal hecho, como cuando estás construyendo un mueble y descubres que una parte se ha desencolado y hay que volver a encolarla. Ese tipo de fastidio. Y Francis estaba, ahora sí, verdaderamente intrigado. ¿Qué era lo que pasaba por la mente de Silvia? No tenía ni la menor idea, pero ahora la intriga y la curiosidad le habían despertado completamente. No obstante, esperó de nuevo a que Silvia continuase, lo que hizo al cabo de un par de minutos.

—Francis, perdona que te diga esto, pero… ¿qué se sabe de tu enfermedad?

—Bueno, yo no lo sé concretamente, sólo lo que me cuentan los médicos, de los que no tengo por qué dudar…

—¿Y es…?

—Pues parece que por algún motivo mi ADN está degenerando. Al duplicarse, las células no son capaces de replicar correctamente el ADN, y esto induce a errores en genes que evitan que las funciones del cuerpo se realicen con normalidad. Nadie sabe exactamente qué es, ni de qué forma comenzó, ni mucho menos cómo curarla —Francis estaba extrañado, porque todo esto ya lo sabía Silvia, porque él se lo había dicho y además sabía que ella había interrogado a los médicos que le atendían. ¿Por qué preguntarle de nuevo por ello, si no había novedades? O… ¿había novedades?

—Sí, entiendo —Silvia estaba nuevamente en máxima tensión, su lenguaje corporal así lo demostraba—. Y ¿de verdad nadie sabe exactamente cuál es tu enfermedad, ni cómo se adquiere?

—No, Silvia. No lo sabe nadie.

Silvia miró largamente a Francis postrado en su cama y… su expresión cambió de repente, cambió por completo. La tensión desapareció de su rostro como por ensalmo y una nueva Silvia apareció en lugar de la antigua. Francis no lo pudo definir mejor, pero su expresión, su lenguaje corporal, su forma de mirar, todo había cambiado en un instante de forma mucho menos que sutil. Silvia había resuelto su dilema interior, la pugna había terminado. Había tomado una decisión. Francis no tenía ni idea de qué decisión podía ser ésa, así que continuó postrado en su lecho, esperando impaciente.

Silvia se levantó de repente y fue decididamente hasta la puerta, donde se aseguró una vez más de que estaba firmemente cerrada con llave y de que nadie de fuera podría entrar en la habitación. Una vez comprobado, volvió de nuevo a la cama, no sin echar otra recelosa ojeada de soslayo a paredes y techos, y se sentó nuevamente en la silla. Javier, inquieto, esperaba. Algo iba a pasar, pero no sabía qué.

—Mira, Francis, es normal que no sepan qué enfermedad tienes, es completamente normal —comenzó Silvia con aplomo—. Y es incurable, sí. Y va a acabar contigo en no más veinticuatro horas, quizás cuarenta y ocho. Es una enfermedad terrible, terrible…

—¿Qué estás diciendo, Silvia? ¿Qué dices? —Francis no podía entender esa aplastante seguridad de Silvia al hablar de su enfermedad, seguridad que ni los mejores médicos tenían cuando se referían a su estado.

—Te lo aseguro, Francis, sé muy bien cuál es el mal que te está matando. En mi mundo es muy conocido.

—¿Tu mundo…? ¿Qué…?

—Sí. Se trata del Síndrome Adquirido de Degeneración Nuclear por Alteración Taquiónica. SADNAT, que es como se le conoce en todas partes. Una enfermedad terrible para la que nadie ha encontrado aún cura…

—¿SAD… NAT? —Francis estaba ahora completamente perplejo, pasmado, confuso como si hubiera recibido una dosis doble de morfina hacía unos minutos. Pero no alucinaba, no. Allí estaba de repente Silvia describiendo una enfermedad de la que nadie sabía nada en 2043—. ¿Qué demonios es el SADNAT?

—Sí, Francis, SADNAT. Así es como se llama. Es una enfermedad que se adquiere cuando se viaja repetidamente por el tiempo.

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