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28 – RECAPITULACIÓN

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28 – RECAPITULACIÓN

11 de noviembre, 2016

El viernes por la mañana Javier se acercó a cada una de las dos Administraciones de Loterías de su calle y cobró en cada una el resguardo que había jugado en ella, 52 euros cada boleto. Hubiera podido cobrarlos los dos en la misma, pero no quería llamar la atención de ningún modo. Acertar cuatro números no era algo demasiado infrecuente y cobrar el premio, dada su escasa cuantía, era anónimo: presentaba el boleto premiado, el lotero se lo pagaba y ya está, sin registro ni identificación alguna. Pero mejor no cobrar los dos premios en la misma Administración. Otra cosa sería en caso de cobrar un premio mayor, ahí sí habría de tener en cuenta que debería de identificarse para cobrarlo, pagar impuestos y demás fruslerías, pero de eso ya se ocuparía más adelante.

En un momento dado del día se dio cuenta de que ese mismo día a esa misma hora, es decir, en ese mismo instante, él mismo, su copia del pasado, estaba en su apartamento de Benicassim encendiendo el televisor y tomando nota de los mismos números que se exhibían en los carteles de anuncios de las Administraciones de Lotería. Cómo era posible que estuviera paseando por Logroño y mirando el televisor en la playa al mismo tiempo era algo que se le escapaba y que le turbaba, pero nuevamente hizo un esfuerzo por olvidarlo. La hora del viaje de vuelta al pasado llegó, y no ocurrió nada. Su otro yo, su yo del pasado, ya no estaba en el mismo momento temporal que su yo del presente… y no pasó nada. Javier sacudió la cabeza y decidió que pondría en marcha sus planes.

Sus planes…

Llevaba días, semanas, desde que Tomei Belaskes se materializó en el salón de su apartamento playero, pensando, evaluando alternativas, planificando y, en la medida de lo posible, documentándose. Y había llegado a una conclusión.

Había descartado la que él mismo había llamado la «solución española»: convertirse en rentista y vivir el resto de sus días sin dar un palo al agua, por el procedimiento de ganar un montón de dinero en algún sorteo, meter el dinero en depósitos bancarios o en renta fija, comprarse algo en el Caribe y vivir lo mejor posible de él el resto de su vida.

Tenía 28 años solamente… pero había llegado a la conclusión de que no tenía una vida que mereciera llamarse de tal modo. Su novia le había abandonado, y ahora se daba cuenta de que seguramente lo hizo con razón. No tenía amigos, amigos íntimos con los que tuviera suficiente confianza como para revelarles su secreto. Lo más parecido serían sus colegas de «Save the Brave World», la ONG con la que colaboraba. Tampoco tenía trabajo: había sido relevado amablemente de sus funciones en la Universidad de la Rioja, y aunque tenía ya una interesante oferta de la de Manchester, y cabía dentro de lo posible que alguna otra le ofreciera también trabajo, lo cierto es que hoy por hoy estaba libre; no tenía que dar explicaciones a nadie.

No tenía familia, o al menos familia con la que relacionarse. Hijo único, al fallecer sus padres quedó como su única familia un par de primos, hijos del único hermano de su padre, que residían en la otra punta de España, en Granada, primos con los que apenas se había visto un par de veces en su vida y a los que no llamaba nunca. Ni ellos a él, ya puestos. A efectos prácticos, no tenía familia. Y en cuanto a su situación financiera, al morir sus padres había heredado sus bienes, una suma que, sin ser enorme, sí le permitía vivir con cierto desahogo y no tener que estar pensando continuamente en ganar el dinero necesario para vivir.

¿Qué le quedaba?

Javier hizo recuento. Le costó muy poco tiempo hacerlo.

Le quedaba su amor a su profesión, la paleontología. Podía ir a Manchester, o a Berlín o a Boston o donde fuera, donde seguiría excavando y estudiando fósiles y publicando artículos, lo que sería genial y seguramente le colmaría. Allí conocería gente nueva, con los que acabaría haciendo buenas migas. O no. Nunca se le había dado bien hacer amigos, y el caso es que tampoco lo echaba de menos. Debía reconocer que en realidad tenía un poco de misántropo.

Y también le quedaba su indignación. Su indignación por la enorme cantidad de atropellos que los poderosos cometían impunemente sobre los débiles en un mundo que se suponía que tendría que haber superado eso.

César Molinas, en su libro «Qué hacer con España», definió maravillosamente lo que él denominó «élites extractivas», la «casta», esa amalgama de empresarios sin escrúpulos, servidores públicos que servían a todos menos al público, mercachifles y advenedizos que sólo buscaban enriquecerse a costa de los demás. Las élites extractivas se defendían como gato panza arriba, expulsando a todo aquel ingenuo que quisiera hacer las cosas con un poco de decencia. Las élites extractivas cuidaban de sus miembros, cambiando leyes, incoando procedimientos y, en el extraño caso de que todo saliera mal y alguno de sus miembros acabara en la cárcel, indultándolo sin pudor, como en el caso de aquel conocido banquero que, tras casi dos décadas de litigios, fue finalmente condenado en firme por el Tribunal Supremo español. El gobierno de turno, un gobierno saliente para más inri, un gobierno en funciones, le indultó… y el entrante, del partido contrario y teórico rival ideológico… no dijo nada. Estaban ambos de acuerdo. La casta se protege a sí misma.

La democracia se basaba en los partidos políticos, o eso se hartaban de decir esos mismos partidos políticos españoles que en la práctica se habían convertido en un coto cerrado en el que la única forma de prosperar, de formar parte de una lista electoral que garantizara un puestecito de palmero bien remunerado, era convertirse en un especialista en decir «Amén» de todas las formas posibles.

Esta forma de entender la política como un medio de vida más que como un servicio a sus semejantes había expulsado de los partidos a los más válidos, a los que tenían ideas propias, a los innovadores. Había expulsado al talento. Sólo medraban allí los que tenían «capacidad política», que consistía en aplaudir fervientemente todas y cada una de las declaraciones e intervenciones del líder, por muy estúpidas, inútiles o falsas que éstas fueran. Quien se atrevía a contradecir en lo más nimio el discurso oficial era relegado, lo que significaba no entrar nunca más en una lista electoral y, por tanto, quedarse sin sustento. Pocos lo hacían. Y esto ocurría en cualquier partido político, independientemente de su ideología, de su signo… de su signo «oficial», porque cada vez era más difícil distinguir si un partido era de izquierdas o de derechas o de qué.

El nepotismo, la corrupción, el desvío de dinero público hacia bolsillos ajenos era lo normal. Cómo sería la situación que una ministra española dijo en una entrevista hacía menos de diez años que «El dinero público no es de nadie»… ¡Y no pasó nada! Nadie le exigió que dimitiera, nadie le recriminó sus palabras, nadie se rasgó las vestiduras. Porque el dinero público no era «de nadie». Era «de ellos», de la casta, y estaban en su perfecto derecho de «extraerlo» elegantemente en su provecho.

Y en las empresas, sobre todo en las grandes, ocurría exactamente lo mismo, reflejo exacto de la realidad del país. Los directores, colocados en su puesto por la Junta de Accionistas para velar por sus intereses, los de los accionistas, en realidad velaban por «sus» intereses… los de ellos y sus amigos, y el resultado era un calco de lo ocurrido en la política. Nepotismo, corrupción, expulsión de la competencia… Pocas empresas se salvaban de este escenario. La eliminación sistemática de talento les había llevado a un nivel de incompetencia pocas veces visto a lo largo de la Historia.

Muchos consideraban culpable de esta situación al «capitalismo». Javier no. Javier sabía que el capitalismo era el único sistema que podía garantizar un crecimiento suficiente y la mejora de las condiciones generales de la población. Pero no un capitalismo de cualquier clase, ni mucho menos el despiadado capitalismo imperante en el mundo en 2016.

No. Se necesitaba un capitalismo honrado, por así decirlo. Un capitalismo en el que el que más aportara, el que más trabajara, más dinero cobrara, y que premiara a los mejores en detrimento de los peores. Uno en que se eliminaran la corrupción, el crimen y el robo organizado. Una vez que alguien había conseguido acumular una fortuna de varios miles de millones de dólares… ¿de verdad necesitaba acumular otros diez mil millones más? ¿Para qué, en qué los gastaría, qué necesidad tenía de ellos? Javier no entendía a los que, teniéndolo todo, querían tener aún más, recurriendo para ello a cualquier medio, lícito o ilícito, a costa de empobrecer a muchísima gente. No lo entendía, y cada vez que pensaba en ello se enfadaba mucho. Él, tan flemático y tranquilo siempre, perdía los estribos con todos estos temas.

Todo esto y mucho más opinaba Javier sobre la situación actual, y por ello pertenecía a «Save the Brave World», una ONG que luchaba contra esta situación, que la denunciaba, que trataba por todos los medios a su alcance de traer de nuevo la decencia a la política. ¡Pero podían tan poco! Apenas tenían aportaciones individuales y, desde luego, muy poca ayuda pública… con esos objetivos… ¡hasta ahí podíamos llegar! Él pagaba su cuota y además trabajaba como voluntario cuando sus obligaciones se lo permitían, pero sabía que eran una gota en un océano de corrupción. De hecho, buena parte de otras ONG’s con supuestos grandes fines en su carta fundacional estaban tan corruptas como las propias instituciones a las que debían controlar.

España era un desastre. De hecho, el mundo entero era un desastre, porque lo que pasaba en España pasaba en mayor o menor grado en todas partes. Javier estaba harto.

De forma natural, sin casi pretenderlo, como si de alguna forma le viniera impuesto desde no sabía dónde, Javier supo lo que tenía que hacer. Lo supo sin lugar alguno para la duda, sin plantearse siquiera la lógica de su decisión, como Saulo en el camino de Damasco tras caer de su caballo.

Dedicaría el resto de su vida a intentar revertir la calamidad en que se había convertido el mundo, en que se había convertido su país. Afortunadamente ahora disponía de una ayuda venida del pasado… no, del futuro, con la que no podía contar «la casta». Una ayuda poderosa, inesperada, que, bien utilizada, podría marcar la diferencia.

Él era un pobre hombre, un outsider, un advenedizo, alguien de fuera, un desconocido con el que nadie contaba, una persona anónima que, basándose en su anonimato y en las infinitas posibilidades que le abría la existencia del TaqEn, tal vez podría parar todo esto. Quizás podría conseguir que los servidores públicos fueran felices sirviendo al público. O que los directores de las empresas fueran felices ganando dinero para sus accionistas. O que los gestores de fondos de inversión tuvieran como máxima aspiración ganar dinero para los partícipes de los fondos y no para las gestoras… o para sí mismos.

A esta conclusión había llegado relativamente pronto. Lo que le había costado mucho más era discernir cómo podía hacer realidad sus aspiraciones. Al final había elaborado un plan. Un plan lleno de interrogantes al que le faltaban por rellenar innumerables espacios en blanco, pues sólo tenía bastante claros los pasos iniciales. El resto… el resto lo iría pensando conforme viera el resultado de esos primeros pasos.

Sí, aunque le faltaban muchas cosas que decidir, al menos tenía el hilo conductor muy bien definido. Sí tenía claro cómo debía derrotar a «la casta», cómo podría hacer frente a las «élites extractivas», incluso, quien sabe, hasta hacerlas desaparecer. A poco que se pensara, la respuesta de cómo hacerlo era evidente.

Con sus mismas armas.

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