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29 – PREMIO

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29 – PREMIO

Noviembre, 2016

Lo primero de todo era la logística. Siempre era la logística. Lo sabía bien por su experiencia en las expediciones a los yacimientos. Antes de hacer nada, antes de extraer un solo fósil, antes de siquiera comenzar a picar en el terreno hay que asegurarse de que el equipo esté en su lugar, que el alojamiento para los técnicos esté disponible y sea adecuado, que el suministro de comida, bebida y herramientas no falle… y, casi lo más importante, que haya fondos suficientes para que todo funcione bien durante toda la campaña. Sin todo eso, la mejor expedición sería un fracaso.

Pues su caso era el mismo. Necesitaba lugares seguros, pisos francos en la terminología usada en las películas de espías, en los que guarecerse y poder entrar y salir de los diferentes momentos temporales que debería visitar sin correr el riesgo de ser descubierto in fraganti o, simplemente, de aparecer en medio del desierto o algún sitio peor. Necesitaba contactos, información, recursos. Necesitaba documentación que le permitiera moverse por los diferentes pasados a los que tenía previsto viajar sin tener problemas con la autoridad. Necesitaba vestir la ropa adecuada a cada momento temporal, hablar con los términos en boga y, muy importante, llevar siempre los artilugios adecuados en cada caso. No sería muy conveniente aparecer llevando un moderno smartphone en los años 90 del siglo pasado, o un ordenador portátil en los años 80…

Pero sobre todo, por encima de todas las cosas, para todo ello necesitaba dinero. Un dinero que no tenía. Mucho, mucho dinero.

Lo primero, pues, sería hacerse rico. Pero eso era lo más fácil. Tras su instantánea excursión a Benicassim de hacía un par de días ya sabía cómo podría conseguir los fondos necesarios para poder comenzar su misión: acertando todos los números y no solamente una parte de ellos.

Pero no lo haría con la Lotería Primitiva. Con ella podía obtener fácilmente hasta quizás un millón de euros, más o menos, pero para ganar el Bote, el premio que daba Dinero-de-Verdad, necesitaba no sólo acertar todos los números, sino que además un número adicional del cero al nueve que la máquina generaba de forma aleatoria, el «reintegro», coincidiese con uno que era extraído también en el propio sorteo. Un número que no podía elegir el jugador, sino que era asignado a cada boleto por el sistema informático mediante algún oscuro algoritmo… Demasiado arriesgado. Un millón de euros, menos impuestos, no bastaría para llevar a cabo sus planes, y acertar los seis números de la combinación ganadora varias veces estaba completamente descartado. Así que para asegurar el premio mayor una cierta semana debería jugar muchas veces la misma combinación hasta asegurarse de que jugaba todos los números posibles en el reintegro. Indudablemente, si hiciera tal cosa, cualquiera sospecharía, y lo último que deseaba era levantar sospechas. Por ello, la Primitiva no era adecuada para sus planes.

Sin embargo había otro tipo de Lotería del mismo estilo, de tipo «Lotto», que también permitía jugar los números que deseara el jugador, que repartía premios muy elevados, de hecho bastante superiores a los de la Primitiva, y que no necesitaba que además hubiera que acertar un reintegro ni nada parecido. Se trataba del «Euromillón», una lotería que se vendía simultáneamente en un buen número de países europeos. En este sorteo había que marcar también varios números de los posibles, pero esta vez en dos bloques: un bloque de 50 números en el que debían marcarse cinco y otro bloque adicional de once números en el que debían marcarse dos. El premio mayor se conseguía cuando se acertaba en la misma combinación los cinco números del bloque principal y también los dos del bloque secundario, al que la mercadotecnia del sorteo había bautizado como «estrellas». La razón de no necesitar reintegros ni números adicionales era muy simple: mientras que la Primitiva española admitía algo menos de 14 millones de combinaciones, el «Euromillón» admitía más de 116 millones, y además el precio de cada columna, dos euros, era el doble que el de la Primitiva. Jugar todas las combinaciones posibles para asegurar el premio mayor costaría la friolera de más de 232 millones de euros, mucho más que cualquier cantidad que se pudiera obtener como premio.

En resumen, alguien que supiera de antemano qué números saldrían en el próximo sorteo obtendría el premio mayor de forma directa, sin más sorteos ni números complementarios ni reintegros ni gaitas. Y los acertantes del premio mayor recibían, además de la cantidad que se devengara en el propio sorteo, ya de por sí un porcentaje monstruoso de la recaudación, un «Bote» que se iba acumulando con varios millones de euros cada semana, pues cada vez que la combinación ganadora no tuviera acertantes, cosa que ocurría normalmente, el premio que correspondería a dicha combinación se acumulaba para la semana siguiente en dicho «Bote». En la práctica, sólo una de cada seis u ocho semanas había alguien tan afortunado como para acertar la única combinación ganadora entre las 116 millones posibles; en el resto de sorteos el premio quedaba desierto y se acumulaba para semanas sucesivas.

Por tanto, el Euromillón era un juego estúpido para jugarlo normalmente, una auténtica máquina de engullir dinero de los apostantes, lo más parecido a un trile legal debido a las escasísimas oportunidades que había de ganar algún premio decente. Pero era perfecto para alguien con las «curiosas» características de Javier.

El sorteo se realizaba el viernes por la noche y era transmitido en directo por una determinada cadena de televisión nacional. Javier pensó que esta vez no le bastaría con aparecer en su apartamento de Benicassim al día siguiente como había hecho con la Primitiva, pues ese día ya se habría publicado el número de ganadores de cada categoría, y la diferencia entre que hubiera un acertante del premio de primera categoría y que no hubiera ninguno sería quizás suficiente como para que el dichoso Principio de Causalidad se sintiera agredido… con quién sabe qué consecuencias para el mundo y para él mismo. No obstante, pensó que si volvía al pasado, a su «tiempo normal» en Logroño, justo uno o dos minutos después de salir la combinación, antes de que ni siquiera los ordenadores del Organismo competente hubieran podido comenzar la búsqueda de agraciados, entonces no debería haber problema en que sus Bases de Datos tuvieran algunas apuestas extra… aunque en el fondo no estaba nada tranquilo. No era lo mismo acertar un premio de 70 u 80 euros que uno de 70 u 80 millones…

Decidió hacer una nueva prueba antes, por si acaso. Saltaría al apartamento playero al siguiente viernes por la noche unos minutos antes del sorteo, esperaría la emisión, tomaría los números y volvería inmediatamente a Logroño, a su tiempo normal. Jugaría una combinación que estuviera agraciada con un premio menor, de entre 50 y 100 euros, por ejemplo, y esperaría a ver qué ocurría, aunque suponía que nada especial, debido a la similitud con la prueba anterior con la Primitiva.

Dicho y hecho. Programó el TaqEn de la forma que había pensado y viajó de nuevo a su apartamento de Benicassim, vio la retransmisión del sorteo, tomó nota de los números y casi no se dio ni cuenta de que el bote acumulado esa semana era de 56 millones de euros antes de volver de nuevo a Logroño, apenas diez minutos después de haber salido de allí.

Salió de nuevo a la calle, buscando una Administración de Lotería distinta a las dos que había usado la semana anterior, y allí rellenó un boleto del Euromillón con cinco combinaciones diferentes y un coste de diez euros, y en una de ellas los números necesarios para acertar tres números del bloque principal y una «estrella». Un premio no demasiado espectacular como para llamar la atención de nadie, pero suficiente para sus propósitos. Volvió a su casa y dedicó la mayor parte del resto de la semana a brujulear por internet, documentándose, investigando, anotando y planificando…

Llegó el siguiente viernes, 18 de noviembre, el día del sorteo. Javier se sentó delante de su televisor para ver de nuevo la retransmisión del sorteo… en el que volvieron a salir los mismos números que cuando lo vio la otra vez. Claro que «la otra vez» en realidad era «esta vez», la misma «vez», la única. Y los números no «volvieron a salir», simplemente «salieron», sin más. El sorteo sólo se producía una vez, y él estaba viendo cómo salían las bolitas con los números en Logroño y, simultáneamente, una copia anterior de sí mismo estaba viendo salir a las mismas bolas en Benicassim… Cada vez que pensaba en las implicaciones del viaje en el tiempo su cerebro se rebelaba, pero poco a poco iba asumiendo lo inasumible. La realidad, la pura y simple realidad es que el viaje en el tiempo era posible. Lo había comprobado. Y él lo aprovecharía.

El día siguiente, el sábado 19, se acercó de nuevo a la Administración donde selló su boleto premiado y cobró los 79 euros que había ganado. Se fijó en que, como era habitual en el Euromillón, no había acertantes de primera categoría, por lo que el bote acumulado para el siguiente sorteo sería de 73 millones de euros. Suficiente para esta fase del plan, pensó, incluso aunque se diera la circunstancia de que apareciera otro boleto más con la combinación ganadora.

Al llegar de nuevo a su casa programó de nuevo el TaqEn para viajar a Benicassim el siguiente viernes, día 25, poco antes de la hora del sorteo. Y viajó. Repitió la misma secuencia de acciones que el viernes anterior y, apenas un par de minutos después de haber anotado los números ganadores, emprendía de nuevo su regreso a Logroño.

El lunes siguiente fue a la Estación de Autobuses y compró un billete para viajar ese mismo día a Madrid, con vuelta el jueves por la tarde. Había reservado tres noches en un enorme hotel cercano al aeropuerto, un hotel especializado en Congresos y, por lo tanto, anónimo… y caro. Él pasaría completamente desapercibido entre la marea humana de cardiólogos que inundaba el hotel. El martes abrió una cuenta corriente en una oficina de un banco situada en un lugar céntrico, y a continuación visitó un par de agencias inmobiliarias con las que había contactado por internet la semana anterior, a las que explicó que le habían trasladado a Madrid y que necesitaba con urgencia alquilar una vivienda amueblada, para poder ocuparla la semana siguiente. Las agencias, encantadas de poder satisfacer sus deseos, le mostraron varios pisos y apartamentos que se alquilaban. Uno de ellos era perfecto para él: céntrico, ni grande ni pequeño y razonablemente amueblado. También resultaba algo caro, pero eso era lo último que le preocupaba en ese momento. Quedó con la agencia que el día siguiente, miércoles, firmaría el contrato, y que fueran preparando el cambio de titular en los contratos de electricidad, gas y todo el resto de servicios. No tuvo el menor problema. ¡Cómo habían cambiado las cosas desde hacía unos años! La brutal crisis que comenzó en 2008 al pincharse la enorme burbuja inmobiliaria que se había generado en España se había llevado por delante a la mayoría de agencias que habían proliferado como setas por todo el país. Ahora, las que quedaban, cuando conseguían un cliente, lo cuidaban, lo mimaban, todo eran facilidades para él. Daba gusto.

El miércoles por la mañana firmó el contrato de arrendamiento y también puso a su nombre los de los servicios básicos, e hizo una llamada para contratar la línea de teléfono y acceso a internet; dejó encargado a la inmobiliaria que recibieran a todos los instaladores, supervisores y controladores de agua, gas, electricidad y teléfono que tuvieran a bien pasarse por su nuevo domicilio durante los próximos días y, una vez hecho esto, se acercó a la Oficina Censal del Ayuntamiento madrileño para inscribirse como residente en Madrid, para empadronarse en la capital del Estado. Ya tenía un domicilio en Madrid, un pied-à-terre en una ciudad grande y anónima en la que le resultaría mucho más sencillo pasar desapercibido que en la capital riojana.

El jueves, antes de acudir a la Estación de Autobuses para hacer el viaje de vuelta a Logroño, buscó una Administración de Loterías céntrica, de esas que venden muchísima lotería a turistas y gente de paso, y allí selló un boleto para el sorteo del Euromillón del día siguiente con una apuesta múltiple de 6 combinaciones en las que, esta vez sí, estaban todos los números que iban a resultar premiados al día siguiente. No quería que se relacionara el premio con Logroño, una ciudad pequeña en la que todos se conocían y donde resulta muy difícil guardar un secreto.

Por la noche, ya en su casa de nuevo, Javier estaba nervioso. Hasta ahora había estado haciendo experimentos con gaseosa, pero esta vez iba a usar Dom Perignon y no sabía cómo iba a reaccionar el espaciotiempo y su Principio de Causalidad. No es lo mismo ganar 80 euros que 80 millones, se repetía. No veía la hora en que llegara el sorteo. Incluso pensó en «adelantarse» un día entero, saltando al futuro, para ahorrarse la espera, pero decidió que no merecía la pena hacerlo. Así que siguió mirando páginas y más páginas de internet, y anotando datos y más datos…

Por fin llegó el viernes 25, el día del sorteo. Como la semana anterior, Javier se sentó delante de su televisor en el salón de su casa de Logroño para ver otra vez la retransmisión del sorteo, justo en el mismo momento en que una copia anterior de él mismo hacía exactamente lo mismo en su apartamento de la playa… y nuevamente salieron los mismos números que tenía anotados. Los que había jugado en su apuesta múltiple. Había acertado el Euromillón.

Y no ocurrió nada. No hubo rayos ni centellas, ni terremotos, ni se derrumbó la casa en la que estaba, ni falleció de un infarto. No pasó nada.

Así que era rico. Asquerosamente rico.

Al día siguiente se enteró del escrutinio final del sorteo. Había un solo acertante de primera categoría. Él, claro está. El boleto había sido sellado en Madrid, en la Administración de Loterías más famosa de la capital. Nadie tenía ni la menor idea de quién podía ser el afortunado nuevo millonario. Pero era él. 88 millones de euros, que, menos impuestos, le dejarían un total de alrededor de 70 millones limpios de polvo y paja.

Suficiente. Ahora podía comenzar a ejecutar su plan.

Cómo acabaría todo como resultado de ese plan… sólo se podría saber al cabo del tiempo.

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