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36 – LA BODA

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36 – LA BODA

5 de mayo, 2017

Situado en medio del salón en penumbra de su piso de Logroño, sobre el suelo, se entreveía la silueta negra del TaqEn. Javier lo había programado para viajar exactamente al mismo sitio, el salón de ese mismo piso, su piso, pero cuando no era aún suyo, sino de sus padres, el día de su boda, el domingo 19 de septiembre de 1982 a las 14:45 de la tarde. Un cuarto de hora antes de esa hora habría comenzado el banquete de bodas en un restaurante situado a más de cuatro kilómetros de allí, lo que garantizaba que el piso estuviera desierto. Los vecinos estarían seguramente comiendo, y todos sus paisanos también. Era casi seguro que las calles logroñesas estarían razonablemente desiertas un domingo de fines de verano a esas horas.

Al lado del TaqEn había una maleta pequeña, también de la época y también comprada en un anticuario, una maleta sin ruedas, pues entonces apenas las había, con algo de ropa, no mucha, pues confiaba en poder completar su vestuario la próxima semana usando el dinero de la época que había adquirido a los numismáticos del siglo XXI. Además de la ropa, en la maleta había un paquetito con unos 200 gramos de diamantes, cerca de 500 brillantes blancos tallados de entre un quilate y dos y medio, todos de buena calidad.

Un par de días antes, aún en Madrid, había ido al banco, había abierto la caja de seguridad y se había llevado todos los diamantes guardados en una mochila bastante usada que, suponía, no sería muy atractiva para que se la robaran. El oro quedó allí, no le servía de mucho, al menos de momento. Fue en taxi hasta su piso alquilado y allí, con las ventanas bien cerradas y las persianas bajadas, había extraído cada brillante de su estuche y los había envuelto en papel de seda, para evitar que se arañasen entre sí. La verdad es que cuando leyó que los diamantes se podían arañar le resultó absurdo, siendo como es el diamante el material más duro que existe en la Naturaleza. Pero, claro, si los diamantes iban a estar todos juntos sin ninguna protección, entonces pensó que sí era posible que, con el movimiento, uno de ellos arañara a otro. Como de todos modos no quería que el paquete final abultara mucho, decidió envolverlos con papel de seda, más que para protegerlos, para evitar que se golpearan unos con otros. Usó dos tipos de papel de seda. Uno blanco para envolver los brillantes más pequeños, hasta 1,5 quilates, y otro azul para envolver los mayores.

Eran casi 500 diamantes, así que el proceso le llevó casi tres horas, pero al final ya tenía su insólito paquetito en la maleta. Una vez empaquetados los brillantes todos juntos en un neceser de aseo, a la caída de la noche llevó los estuches vacíos hasta el otro extremo de la ciudad y los depositó en un contenedor de basura unos minutos antes de su recogida para llevar al vertedero, metidos en una anónima bolsa negra para la basura. Esperaba que nadie encontrara tan reveladores estuches o que, de hacerlo, no pudieran relacionarle de ningún modo con ellos.

También en la maleta estaban, en otro neceser similar, las joyas antiguas de oro que le proporcionarían un primer dinero de forma sencilla, así como toda la documentación que había obtenido, toda ella con su fotografía. Luego había un ordenador portátil de última o penúltima generación, un artefacto absolutamente anacrónico en su tiempo de destino, pero del que no podía prescindir, pues en él iban todos los datos que necesitaba para ejecutar sus planes. Llevar toda esa información impresa en papel sería, en realidad, igual de anacrónico, mucho más fácil de leer por un fisgón ocasional y en cambio abultaría muchísimo más. Javier decidió que, entre uno y otro anacronismo, se llevaría el que menos pesara.

Sí que tuvo cierto cuidado en que el ordenador necesitara una clave para arrancar y además en ocultar toda la información más comprometedora en ficheros de inocentes nombres pero también codificados con clave. En el caso de que alguien llegara a ver el portátil, incluso si tenía la oportunidad de manipularlo o encenderlo, vería sin lugar a dudas que su tecnología era avanzadísima para la época, pero poco más. Posiblemente no tuviera a su disposición ni siquiera las herramientas para revelar claves tan comunes en el siglo XXI, por lo que no podría acceder a su contenido. En cualquier caso, tendría que llevarlo siempre oculto durante su excursión y usarlo exclusivamente cuando tuviera la certeza de estar a solas y no ser interrumpido.

Por fin, completaba el equipaje una segunda maleta vacía, también de la época correcta y con las dimensiones apropiadas para guardar dentro el TaqEn. Si un ordenador portátil resultaría anacrónico, no digamos nada de lo que sería el paralelepípedo negro de titanio, wolframio y grafeno… Era igualmente obvio que sólo podría usarlo en la más absoluta soledad.

Javier revisó una vez más la ropa que llevaba puesta. Camisa de rayas, con el cuello bien ancho típico de la época, pantalón vaquero y zapatos náuticos marrones, una vestimenta apropiada para septiembre en Logroño. Reloj Omega de oro, antiguo, también comprado en un anticuario, bolígrafo Parker de uso común en 1980, monedero con billetes y monedas de la época… en fin, parecía que no olvidaba nada. Ya sólo le faltaba recopilar todo su equipaje y subir con él al «espacio vinculado del TaqEn»… esto le tenía un poco preocupado. Había hecho prácticas y creía que no tendría problemas en ubicar todo su equipaje más él mismo en el «espacio TaqEn», siempre que las maletas no fueran muy voluminosas, pero no las tenía todas consigo, aunque esperaba que funcionaran los mecanismos de seguridad que citaba el manual para evitar transferir media maleta. Agarró una maleta con cada mano, las colocó como había ensayado sobre el TaqEn, pulsó el botón de ejecución, se subió él mismo junto a las maletas y contuvo la respiración.

Tras los diez segundos de costumbre y el erizamiento de vello habitual, Javier estaba en el mismo salón, en su salón… pero distinto. Los muebles eran los mismos que en 2017, pero estaban nuevos, relucientes. En cuanto a los objetos, a las inevitables figuritas, adornos y cuadros acumulados durante una vida que poblaban las estanterías, vitrinas y paredes de su salón, apenas había alguno. Sus padres no habían empezado aún a rodearse de recuerdos de todo tipo, pues justamente hoy estaban comenzando su vida en común.

Al pensar en ello Javier sufrió un inevitable ataque de nostalgia, una nostalgia arrasadora. Había pensado en lo que sentiría al llegar allí, con sus padres, jóvenes y llenos de vida, disfrutando de su banquete de bodas, había elucubrado con qué pensamientos tendría, pero no podía imaginarse el alud de emociones que le inundó de golpe. Tuvo que sentarse en el sofá, su propio sofá pero casi sin estrenar, y esperar unos minutos a tranquilizarse para poder pensar. La tentación de acercarse al salón de bodas para poder ver a sus padres una vez más era casi irresistible. Tenía la oportunidad de volver a ver sus caras, esas mismas caras plenas de felicidad que tantas veces había admirado en la foto de la boda que presidía el salón sobre la mesa… en un hueco que ahora estaba lógicamente vacío. Podría volver a verlos, aunque fuera de lejos, a sentirlos, 5 años después de que le dejara su madre y 6 de que le dejara su padre. Tenía que acercarse y echar una ojeada, una ojeada pequeñita, minúscula…

Necesitó de toda su fuerza de voluntad para conseguir desechar al fin la idea de su mente. No podía arriesgarse lo más mínimo a que alguien pudiera reconocerse en su faz, o recordarle al cabo del tiempo. Y no podía arriesgarse a que el maldito Principio de Causalidad hiciera alguna de las suyas. No lo entendía bien, pero algo le decía que si volvía a ver a sus padres no podría evitar arrojarse en sus brazos… y no estaba preparado para las consecuencias. Nadie podía estar preparado para algo así.

Con todo el dolor de su corazón bloqueó el TaqEn, lo guardó en su maleta, la tomó junto a la otra y se dirigió a la puerta. Resistió incluso la tentación de visitar el resto de habitaciones. Sólo usaría el piso como punto inicial de llegada, y así debía ser. Nunca más volvería a Logroño en esta época. Tras comprobar por la mirilla que no había nadie en el rellano, abrió la puerta con sus propias llaves traídas del futuro pero que abrieron a la perfección la cerradura, salió y cerró de nuevo la puerta lo más silenciosamente que pudo. No había dejado ningún rastro en el piso, nadie sabría que había estado allí. Luego bajó las escaleras y salió a la calle prácticamente desierta. No se cruzó con nadie, no habló con nadie ni miró a nadie mientras se dirigía a la estación de ferrocarril, donde adquirió un billete de segunda clase para el tren de las 16:10 con destino Madrid. No tuvo ningún problema con su dinero de numismático del futuro, que fue aceptado sin la menor vacilación. Tomó posesión de su asiento, colocó su equipaje en el compartimento superior y, mientras el tren iba saliendo lentamente de la estación, se despidió mentalmente una vez más de sus queridos padres… la última.

Sus pasos no le deberían llevar nunca más cerca de nadie que hubiera conocido a Javier López Berrio, joven y prometedor paleontólogo logroñés que ahora se había convertido en Anselmo García Barroso, natural de Tarragona, nacido en 1956, pues de él era el Documento Nacional de Identidad que usaría durante los primeros días. Anselmo había fallecido unos meses antes en un accidente de tráfico, esa plaga que asolaba España en las postrimerías del siglo XX, cuando una furgoneta, cegada por la niebla matutina, se había empotrado contra su utilitario cuando iba a trabajar al polígono químico de su ciudad. Era muy poco probable que nadie en Madrid le conociera y era casi imposible que el registro de su fallecimiento fuera de conocimiento general. De momento sería ése el DNI que usaría.

Al llegar a Madrid se dirigió a un hotel situado cerca de la estación, un hotel barato especializado en albergar viajeros y gente de paso, y reservó y pagó en efectivo por adelantado una habitación para esa noche. Abrió las maletas y extrajo el TaqEn y el ordenador portátil y los escondió lo mejor que pudo entre las mantas del armario. También tomó el paquetito con los diamantes y lo escondió, metido en una bolsa impermeable, en la cisterna del cuarto de baño. No pensaba que le fueran a robar allí, él no era más que uno de tantos viajeros de paso por la capital, pero pensó que no estaría de más tomar algunas precauciones.

Dejó el resto de cosas en la habitación y bajó a cenar al restaurante de enfrente del hotel. Los precios estaban en pesetas, a las que no estaba acostumbrado, pues la conversión de moneda de pesetas a euros se realizó cuando él tenía sólo 13 años y por tanto sólo había usado euros en su vida adulta. Los precios en pesetas, por tanto, no le decían nada, igual podían estar en dracmas griegos o en liras italianas. Se esforzó por hacer una conversión de cabeza de los precios de la cena, a razón de la tasa tradicional de 1000 pesetas, 6 euros… y el resultado le sorprendió muchísimo por lo barato que resultaba cenar, menos de dos euros al cambio. Recordó entonces los inacabables años de altísima inflación en España, que habían multiplicado los precios por cuatro, por cinco o más en tan sólo veinte años. Por no hablar del «ajuste» de precios tras la llegada del euro. En el momento de la entrada en vigor del euro en 2001, un euro eran 166 pesetas, pero en muy poco tiempo la moneda de euro se usaba para comprar lo mismo que antes con una de 100 pesetas, la simpática moneda de veinte duros. Una subida de precios de un 66% en tan pocos años había sido una catástrofe para el país. La inflación, la maldita inflación, el impuesto de los pobres.

Cuando acabó su cena pagó en efectivo con sus billetes y monedas rescatados de los fondos de los numismáticos 35 años más tarde y volvió a su habitación, donde, tras lavarse los dientes, se acostó. Al despertar al día siguiente, el lunes 20 de septiembre de 1982, pensó que no había mucha diferencia entre dormir en 2017 y hacerlo 35 años antes. En ambos casos tenía los mismos sueños… o las mismas pesadillas, según se mirase.

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