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37 – ELECCIONES GENERALES

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37 – ELECCIONES GENERALES

Septiembre, 1982

Javier había ejecutado la primera parte de su plan sin inconvenientes.

Al día siguiente de su llegada a Madrid había comprado el diario «Segunda Mano», especializado en la compraventa de todo tipo de productos entre particulares en una época en que no existía internet, por lo que la única forma de casar la oferta con la demanda era mediante periódicos al efecto que se publicaban cada semana. Localizó tres o cuatro pisos que se alquilaban en zonas céntricas de la capital y llamó a los teléfonos que acompañaban al anuncio desde una cabina telefónica. Tampoco había telefonía móvil todavía, no se había inventado, por lo que utilizar cabinas era la solución habitual. Uno de los pisos ya estaba alquilado, así que concertó citas para ver los otros tres al día siguiente.

Luego se acercó al centro de Madrid, a la Puerta del Sol, en cuyas inmediaciones había varias joyerías dedicadas a la compra de oro a particulares. Entró en algunas y en cada una de ellas vendió un par de joyas «de la herencia de su madre, que acababa de fallecer». Regateó el precio, como era natural, dado que las joyas «tenían un gran valor sentimental para él»… a pesar de lo cual le timaron, todos le timaron, como ya sabía que pasaría, pero prefería obtener el dinero sin preguntas ni complicaciones. Ni siquiera tuvo que mostrar su DNI. Si las hubiera robado en vez de adquirirlas a precio de anticuario en otro tiempo y otro lugar, también se las hubieran comprado a precio de saldo sin miramientos… aunque, pensándolo bien, probablemente de eso era precisamente de lo que vivían esas joyerías.

Era mucho dinero en efectivo, aunque se había preocupado de ocultar el dinero y de que en cada joyería no supieran cuánto le habían pagado en las otras. Localizó una sucursal de un conocido banco, un pez pequeño que, unos años más tarde, desaparecería tragado por un pez más grande, y allí abrió una cuenta corriente a nombre del difunto Anselmo, en la que ingresó la mayor parte de lo obtenido. Esa cuenta sólo serviría durante un poco tiempo.

La tarde la dedicó a pasear por el centro de Madrid y a comprarse algo de ropa en los grandes almacenes cercanos a la Puerta del Sol. Más adelante debería hacerse con un guardarropa completo, pero antes debía tener un lugar de residencia permanente en el Madrid de 1982. La ciudad estaba más descuidada que en 2017, las fachadas más sucias y las calles con muchos papeles, desperdicios y excrementos de perro, pero en la calle se respiraba una contagiosa jovialidad y unas ganas de vivir desconocidas en 2017. A finales de septiembre de 1982 el país entero estaba inmerso en plena precampaña electoral. El mes siguiente, el día 28 de octubre, se producirían las elecciones que gestarían la histórica victoria del Partido Socialista, que llegaría al gobierno por primera vez en muchos años. La gente de la calle presentía que esa victoria se produciría y sería incontestable, como así fue, y esperaban el cambio, como rezaba el slogan de la campaña socialista, con expectación y esperanza. Si ese cambio les satisfizo o no… habría que preguntárselo al cabo de unos años.

Al día siguiente visitó los tres pisos apalabrados. No había mucha oferta para alquilar porque, según le explicó pacientemente uno de los propietarios, tradicionalmente España no era un país en el que la gente alquilara para vivir, sino que se compraban un piso, un pisito pequeño para empezar, hipotecándose hasta las cejas, y conforme iba mejorando su situación lo vendían y cambiaban a otro mejor y cada vez más amplio. Así se obligaban a ahorrar y se hacían con un pequeño capital de cara a la jubilación, y además un capital que iba revalorizándose con el tiempo, porque, como todo el mundo sabía, ¡en España los pisos nunca bajaban de precio! Javier, que sabía todo esto y también sabía lo que pasaría en la gran crisis del año 2008 y sucesivos, no pudo evitar una enigmática sonrisa. Si supiera el confiado propietario cómo sería la brutal caída de los precios de las viviendas cuarenta años más tarde…

El segundo piso de los que vio era muy conveniente para él. Amueblado de forma austera pero suficiente, céntrico y bien comunicado, pues estaba a cien metros del metro de Ópera, con un tamaño adecuado y un precio razonable, además el propietario estaba dispuesto a alquilarlo sin ningún tipo de contrato en cuanto supo que Javier tenía prisa, porque «en su empresa le habían trasladado a Madrid por solamente seis meses y necesitaría alquilar un piso durante ese tiempo lo antes posible, porque ahora estaba en un hotel y eso, oiga usted, es carísimo…». Como a Javier también le interesaba dejar las menores trazas posibles, cerraron el trato con un apretón de manos. Así funcionaban las cosas en aquellos años.

Pagó el primer mes y la fianza, otros dos meses más, en efectivo, recibió las llaves a cambio y al día siguiente recogió sus pocas cosas, incluyendo ciertos aparatos de alta tecnología bastante inadecuados para la época y una bolsita llena de carísimas piedrecitas, dejó el hotel y se mudó al piso de Ópera.

Dedicó el resto de la semana a abrir otras tres cuentas en otros tres bancos, cada una a nombre de una persona diferente, usando los documentos que había traído, y luego transfirió todo el dinero que había ingresado en el primer banco a estas tres nuevas cuentas. Hecho esto canceló la cuenta bancaria inicial y terminó para Anselmo García Barroso su breve resurrección, pues dejó definitivamente de existir cuando Javier destruyó su documento de identidad. Los que había usado ahora eran de tres personas de diferentes lugares de España, ninguno de ellos madrileño, cuya fecha de fallecimiento no había llegado aún. Fue a una comisaría de Policía y solicitó la emisión de un pasaporte presentando uno de estos DNIs y fotografías que se había hecho en un «Photomaton» de los que había bastantes en la Gran Vía madrileña. Ningún problema. Cuatro días más tarde tenía su pasaporte perfectamente en regla y sin necesidad de alterar la foto. Visto el resultado, hizo la misma operación en otras dos comisarías más con los otros dos documentos de identidad. Más adelante, en otros países, iría renovando su documentación de la misma forma hasta que pudiera hacerse con documentos originales sin un pasado que rastrear.

Ahora debía encarar la parte más peliaguda. Debía vender su provisión de diamantes sin generar sospechas ni malvenderlos, dentro de lo que cabe. Y eran muchos diamantes. En una de las joyerías donde había vendido el oro «de su difunta madre» había comentado que también había heredado un brillante, un brillante no muy grande, que no sabía qué hacer con él… y no le gustó nada la respuesta de su interlocutor. Obviamente sabía bien poco de diamantes, no obstante lo cual estaba dispuesto a hacer una oferta por él, una oferta, estaba seguro Javier, que sería muy interesante… para la joyería.

Durante los días en que estuvo esperando a tener listo el pasaporte se informó, con los limitados medios de 1982, de cómo vender una partida de diamantes, diamantes innominados, sin certificado gemológico ni factura ni recibo. Y resultó no ser tan fácil como había pensado en su 2017 de origen. Tuvo que desechar venderlo en alguno de los grandes comerciantes mundiales, como el mítico de Beers. Debería buscar comercios muy serios, pero más pequeños, e ir vendiendo partidas de no muchos diamantes cada vez. Esto le retrasaría, pero no quedaba otro remedio.

Una vez en posesión de su nuevo pasaporte, compró un billete aéreo a Londres, donde existían bastantes joyerías especializadas en la compraventa de diamantes. Presentó su flamante pasaporte en el control de Policía del aeropuerto y voló sin problemas a la capital del Reino Unido. Tomó una habitación en un hotel cercano a la City y luego se acercó a Hatton Garden, en cuyos alrededores se encuentran desde el medioevo la mayor parte de joyerías y comercios especializados en la compraventa de joyas y diamantes, decenas de ellos. Desechó los más grandes y conocidos, y del resto seleccionó uno al azar, entró y se encontró él solo en la joyería. Escondiendo su inglés virtualmente perfecto, preguntó en el balbuceante inglés típico de los españoles de 1980, de los pocos españoles que hablaban entonces algo de inglés, cómo podría vender una pequeña partida de diamantes que había adquirido en el Tercer Mundo… No tenía certificado, naturalmente, pues en estos sitios no se hacían estas cosas. ¿Factura? No, no, no hay factura que valga. Nadie da factura en según qué sitios, usted ya me entiende. ¿Una muestra? Claro, precisamente aquí tengo un diamante…

El dependiente del establecimiento, judío ortodoxo como muchos de los especialistas en diamantes del mundo, con barba cerrada, vestido con su traje negro tradicional y tocado con la inevitable kippa, se arrojó sobre el diamante como un águila sobre su presa, lo observó con su lupa… y se sorprendió. Era un brillante muy puro, con una talla excelente. ¿De dónde dice usted que es?, preguntó. Lo siento, no puedo decirle… secreto profesional… Al experto en diamantes no le gustó la respuesta y meneó la cabeza, disgustado. El diamante era de gran calidad y probablemente podría adquirirlo a buen precio, pero no le gustaba nada su misteriosa procedencia. Iba ya a devolvérselo a Javier con una negativa cuando éste se acercó a su oído y le dijo, confidencialmente: «Trabajo por cuenta de un gobierno… muy importante… no puedo decir de quién se trata… del Tercer Mundo… el presidente mismo está muy interesado… aceptaría un buen precio… una partida importante, decenas de diamantes como éste o mejores…», y se separó del joyero, que al oír «gobierno, presidente y Tercer Mundo» en la misma frase había mudado de expresión.

Tras esta confesión la cosa cambiaba, y mucho. Sí, él como todos los que trabajan en el sector estaban acostumbrados a presidentes, ministros y otros siniestros personajes de países de pacotilla, reyezuelos y dictadores del Tercer Mundo que tenían la necesidad urgente de convertir en efectivo diamantes o joyas o cualquier cosa de valor que hubieran obtenido con sus rapiñas. A ellos, a los comerciantes de diamantes, de piedras preciosas, de oro o de dinero, eso no les interesaba. Si estos personajes saqueaban a su pueblo no era su problema, y mucho menos si robaban a quienes a su vez habían acumulado su riqueza robando. Pero sí que les interesaba el negocio. Y comprar diamantes con un buen descuento, diamantes que luego venderían a su precio justo, eso realmente les satisfacía, y mucho.

Ahora el joyero era todo amabilidad. ¿De cuántos diamantes estábamos hablando? Bueno, no lo sabía con exactitud… no sabía de cuántos disponía el presidente… ni cuántos de estos querría vender. De momento él estaba en posesión de quince, que eran los que le había confiado este viaje… ¿le gustaría verlos, quizás?

Ya lo creo que al comprador le gustaría verlos. Por su aspecto, tenía la boca hecha agua y sólo le faltaba babear. Javier sacó una bolsita con los otros catorce diamantes, de igual o mayor peso que el que había usado de anzuelo, y los esparció sobre el tapete de la mesa. El joyero no los tocó. Los miró unos segundos y entonces entró en un despacho, del que salió al cabo de un minuto acompañado de una fotocopia de sí mismo, vestido exactamente igual, pero quizás quince o veinte años mayor. El dueño del establecimiento, sin duda. Ambos se acercaron, el hombre mayor miró las piedras sin decir palabra y luego las revisó brevemente una a una con su lupa. Al acabar, miró de hito en hito a Javier y le dijo:

—Bien, señor…

—Fernández, Isaac Fernández —ése era el nombre del pasaporte que había utilizado Javier para su viaje a Londres.

—Bien, señor Fernández. No nos interesa la procedencia de las piedras. Sí nos interesan las piedras en sí y podemos hacerle una oferta por ellas. Pero antes debemos obtener una valoración por parte de un tasador profesional, que emitirá un certificado gemológico de cada una de ellas. Para eso necesitamos quedarnos con los diamantes durante dos días, al cabo de los cuáles le haremos nuestra oferta. Usted puede aceptarla, en cuyo caso le pagaremos inmediatamente en efectivo, o rechazarla, en cuyo caso se lleva usted los diamantes con sus certificados, pero entonces nos deberá abonar el coste de obtener dichos certificados. ¿Está usted de acuerdo?

Javier lo estaba. Sabía que la honorabilidad de los tratantes de diamantes estaba fuera de toda duda. Siguiendo la más añeja tradición oriental, intentarían engañarle con el precio, todo lo que pudieran, pero jamás le robarían nada. Su fe se lo prohíbe taxativamente, y por algo muchos de los tratantes de diamantes son judíos ultraortodoxos, auténticos fanáticos.

—Bien, señor Fernández —continuó el dueño en un inglés sencillo y lento para que el cliente español, con su vetusto inglés, pudiera seguirle—, aquí tiene un recibo de depósito de sus quince diamantes. Puede usted venir pasado mañana y cerrar el acuerdo. Por cierto, señor Fernández… ¿dice usted que podría disponer de más material como éste?

—Sí, creo que sí, sé que el presidente tiene más en su caja de seguridad. No sé cuántos, lo siento, pero si este negocio acaba bien, es posible que se anime a vender más diamantes… bastantes más, quizás —los ojos de los dos joyeros, posiblemente padre e hijo, o tío y sobrino, tanto se parecían entre sí, brillaban ante la idea de hacer un gran negocio. Y también Javier estaba contento. Al final parecía que podría vender sus diamantes sin tantos problemas como se temía.

Javier recogió el recibo, saludó y salió de nuevo a la calle. Dudó si repetir la misma operación en otro de los numerosos establecimientos de la zona, pero lo desechó. Quizás usaran el mismo tasador para valorar los diamantes y esto podría levantar sospechas. No, en su lugar debería probar suerte en otro lugar… sería Ámsterdam. Allí, como en Londres, había bastantes lugares de compraventa de diamantes, también regentados en su mayor parte por judíos, en los que podría tratar de usar la misma táctica. Pero antes debería esperar a ver el resultado final de la transacción londinense.

Usó los dos días de espera en abrir dos cuentas bancarias en dos entidades diferentes, utilizando sendos pasaportes de ciudadanos británicos a los que, aunque ellos no lo supieran, no les quedaba mucho tiempo de estar entre los vivos. Javier lo sentía por ellos, pero no podía hacer nada al respecto, o mejor dicho, no iba a hacer nada. Tras abrir cada cuenta, solicitó hablar con el responsable de banca privada, pues estaba esperando ingresar en pocos días una cantidad elevada de dinero y deseaba que esa cantidad se invirtiera en valores. Ningún problema, claro está.

Una vez abierto el depósito, el responsable le ofreció los servicios de los especialistas en inversión del banco para gestionar su cartera de valores… Javier se lo agradeció, pero declinó amablemente la oferta. Explicó que tenía ciertas ideas de inversión basadas en técnicas chartistas que quería llevar a cabo… ¿Chartismo? ¿Análisis técnico?, dijo el responsable de banca privada escupiendo las palabras, con gesto de repugnancia. «Esa técnica, amigo mío, está en pañales, no hay suficientes datos ni experiencia, y, con todo respeto, además ésa no es forma seria de comprar o vender valores, fiándose de si la curva de cotizaciones dibuja una cabeza, un doble Everest o una montaña rusa con looping incluido… No, ésa no es forma seria de invertir. Lo que hay que hacer es estudiar los fundamentales de la compañía, sus perspectivas, la tendencia del mercado y bla, bla, bla…».

Realmente Javier no podía más que coincidir con el parlamento de los directores de inversión, que parecían haberse puesto de acuerdo, pero no podía explicar a sus interlocutores que, serio o no, fundado o no, lógico o no, ése sería el método básico que usarían los complejos ordenadores que en su época, el siglo XXI, estaban permanentemente conectados a los mercados, ejecutando en milisegundos y de forma autónoma órdenes de compra o de venta sin intervención humana, decisiones que tomaban fijándose en si la curva de la cotización de un cierto valor al subir o bajar dibujaba una cabeza, un doble Everest o una montaña rusa con looping incluido… Sí, era algo ridículo, pero funcionaba. Y funcionaba porque en realidad los ordenadores estaban generando profecías autocumplidas. Como todos los ordenadores del mundo tenían en sus tripas programas similares, todos ellos a la vez, con microsegundos de diferencia, decidían que el valor A iba a bajar… entonces daban órdenes de venta para salvarse de la quema… y claro, el valor A bajaba. Y al contrario, si decidían que el valor B subiría… entonces todos al unísono daban órdenes de compra para aprovechar la subida… y como consecuencia, el valor B subía indefectiblemente. Profecías autocumplidas. Pero en 1982 aún se estaba muy lejos de llegar a ese punto. No había prácticamente ningún mercado que fuera «continuo» y permitiera la conexión directa de ordenadores para cursar las órdenes, ni estos eran lo suficientemente potentes, ni tenían todavía en su seno los programas adecuados. Sólo los humanos, los brokers, daban órdenes de compra o venta en 1982. Además, como el análisis técnico estaba, parafraseando al banquero, en pañales, sería una excelente coartada para disimular la auténtica fuente de conocimiento en la que se basaría Javier para generar ganancias y más ganancias con sus inversiones. Suponía que luego se partirían la cabeza intentando averiguar cómo era el sistema que utilizaba para acertar tantas veces, pero de momento eso no le preocupaba.

Javier agradeció los consejos, pero aseguró con cara de inocente que había desarrollado un «nuevo método» de análisis técnico que, aplicado a unos pocos valores cada vez, había obtenido buenos resultados en simulaciones y tal y cual… y lo quería probar en el mundo real. Los dos directores de banca privada le miraron con conmiseración… esto es como si alguien va a un casino y le explica al crupier que va a jugar a la ruleta usando un método infalible de su invención. Estarán encantados de que lo use… y de desplumarle. A los casinos les encantan los jugadores de ruleta con método… viven de ellos. Si él quería usar tal método para invertir, bueno… él sabría, concluyeron, dejándole bien claro que se limitarían a ejecutar diligentemente sus órdenes, pero que no tendrían ninguna responsabilidad sobre posibles pérdidas, a lo que Javier asintió, firme en su convicción.

Cumplido el plazo acordado se acercó de nuevo a la joyería de Hatton Garden, en plena City londinense, y una vez dentro esperó revisando anaqueles con magníficas joyas a que se marchara la única clienta que había, lo que sucedió en apenas cinco minutos. Una vez solo con los dos joyeros, tío y sobrino o lo que fueran, estos le entregaron de nuevo sus quince diamantes y los quince certificados gemológicos que decían lo que Javier ya sabía: que eran unos diamantes de gran pureza y excelente talla, entre 1 y 2 quilates de peso. El mayor de los dos hizo una oferta. Baja, muy baja. Javier había entrado en otra joyería en una calle adyacente interesándose por el precio de un diamante de características similares para su anillo de compromiso y se había hecho una idea de cuál era su precio de venta al público en 1982. Lógicamente no le pagarían eso, pues, si no, no ganarían dinero con la transacción, pero aun así la oferta que le había hecho era muy baja. Demasiado. Amparándose en su mal inglés y su aparente dificultad para convertir mentalmente la cantidad de libras esterlinas que le ofrecían a la moneda indeterminada que fuese, Javier dejó pasar un par de minutos, al cabo de los cuales hizo una mueca y dijo en español para sí, aunque en realidad era para la galería: «Malditos pendejos, nos quieren robar», e hizo intento de recoger sus diamantes para llevárselos… rápidamente los joyeros le detuvieron y sin más preámbulos le ofrecieron una cantidad sensiblemente mayor, que ya estaba cercana a la que Javier había pensado obtener. Todavía regateó un poco más, explicando dificultosamente que con ese precio él se quedaría sin comisión y que para eso no los vendía… al final subieron el precio un poco más, pero sólo con la promesa de que el resto de diamantes que quisiera vender se los ofrecería a ellos en primer lugar.

Javier aceptó finalmente y entregó los diamantes y los certificados a los joyeros, que a cambio le dieron un buen fajo de billetes de 50 libras con la imagen de sir Christopher Wren, el famoso arquitecto diseñador de la Catedral de San Pablo. Guardó el fajo en su bolsillo y se despidió de los dos parientes hasta un futuro próximo sin especificar, tomó un taxi y fue directamente a uno de los dos bancos en que tenía cuenta abierta, donde depositó todo el dinero. No era suficiente aún, pero ya podría empezar a probar si su estrategia de «análisis técnico» para invertir en la bolsa de valores funcionaba.

Esperaba que le fuera bien, pensó mientras sonreía. Y lo más importante: había despejado el camino. Ahora ya sabía cómo comenzar a forjar la fortuna que necesitaba para realizar su sueño. Todavía quedaban dificultades por vencer, pero ya sabía cómo proceder. Ahora simplemente habría que ceñirse al plan y todo marcharía como esperaba.

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